Cobra

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Tercera parte: El ataque » Capítulo 10

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Por casualidad fueron las SBS británicas las que consiguieron la primera presa; la cuestión era estar en el lugar correcto en el momento oportuno.

Poco después de que Cobra diese la orden de que se había «abierto la veda», el Global Hawk

Sam descubrió un barco misterioso en el océano que marcaron como «Bandido Uno». El escáner de amplio espectro de

Sam fue centrándose mientras bajaba a seis mil seiscientos metros, todavía fuera del alcance del sonido y la visión. Las imágenes se concentraron.

Bandido Uno no era suficientemente grande para ser un buque de pasajeros o un carguero en la lista de Lloyd’s. Podría tratarse de un mercante muy pequeño o de un barco de cabotaje, pero estaba a millas de cualquier costa. También podía ser un yate privado o un pesquero. Fuera lo que fuese, Bandido Uno había pasado la longitud cincuenta y cinco con rumbo este hacia África. Y se comportaba de una forma extraña.

Navegaba de noche y después desaparecía. Aquello solo podía significar que al amanecer se escondía; la tripulación extendía una lona azul sobre el barco y permanecía inmóvil durante todo el día, de modo que era casi imposible descubrirlo desde lo alto. La maniobra solo podía significar una cosa: al anochecer retiraban la lona y reanudaban el viaje al este. Desafortunadamente para Bandido Uno,

Sam veía en la oscuridad.

A trescientas millas de Dakar, el MV

Balmoral viró al sur y navegó a toda máquina para interceptarlo. Uno de los dos técnicos de comunicaciones norteamericanos estaba junto al capitán en el puente para leer los rumbos de la brújula.

Desde el

Sam, que volaba muy alto por encima del barco, se transmitían los detalles a Nevada, y la base de la fuerza aérea Creech lo hacía llegar a Washington. Al alba, el barco se cubrió con la lona.

Sam volvió a la isla de Fernando de Noronha para repostar y volvió a despegar antes del amanecer. El

Balmoral navegó a toda máquina durante toda la noche. Atraparon al barco al alba del tercer día, muy al sur de las islas de Cabo Verde y todavía a quinientas millas de Guinea-Bissau.

Estaba a punto de cubrirse para su penúltimo día en el mar. Sin embargo, cuando el capitán vio el peligro ya era demasiado tarde para extender la lona o quitarla y fingir que era un barco normal.

Muy arriba,

Sam puso en marcha los interceptores y el barco quedó envuelto en la base de un cono de espacio muerto donde no se podía ni transmitir ni recibir. Al principio el capitán no intentó emitir ningún mensaje, porque no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. Un pequeño helicóptero, que volaba a no más de treinta metros por encima del mar en calma, se acercaba a toda velocidad. La razón por la que no podía creerlo era la distancia. Un helicóptero tan pequeño no podía estar tan lejos de tierra, pero no había ningún otro barco a la vista. No sabía que el

Balmoral estaba veinticinco millas por delante de él, invisible justo al otro lado del horizonte. Cuando comprendió que estaba a punto de ser interceptado, era demasiado tarde.

Se había aprendido de memoria el procedimiento. «Primero le perseguirá la inconfundible silueta gris de un barco de guerra que será más rápido. Le alcanzará y le ordenará que se detenga. Cuando el barco de guerra esté todavía lejos, ocúltese detrás del casco del barco y arroje los fardos de cocaína por la borda. Estos se pueden reemplazar. Antes de que le aborde infórmenos a Bogotá con un mensaje pregrabado en el ordenador.»

Así que el capitán, aunque no podía ver ningún barco de guerra, hizo lo que le habían dicho. Pulsó la tecla de enviar, pero no salió ningún mensaje. Utilizó el móvil pero también estaba fuera de servicio. Dejó a uno de sus hombres insistiendo con la radio y subió la escalerilla posterior del puente y miró cómo el Little Bird se acercaba. Quince millas más atrás, aunque todavía no eran visibles, dos neumáticas con diez hombres cada una avanzaban a cuarenta nudos.

El pequeño helicóptero dio una vuelta y después permaneció a treinta metros por delante del puente. El capitán vio una rígida antena que asomaba hacia delante con una bandera ondeando detrás. Reconoció el diseño. En el fuselaje del helicóptero había dos palabras: Royal Navy.

—Los ingleses —murmuró.

Seguía sin descubrir dónde estaba el barco de guerra, pero Cobra había dado instrucciones estrictas: los dos buques Q no debían ser vistos.

Al mirar hacia el helicóptero vio al piloto, con el visor negro contra el sol naciente y, a su lado, inclinado hacia fuera pero sujeto con el arnés, a un francotirador. No reconoció el fusil G3 con mira telescópica, pero sabía cuándo un arma le apuntaba a la cabeza. Sus instrucciones eran claras: «Nunca intente enfrentarse con una armada nacional». Así que levantó las manos en un gesto internacional. A pesar de que en su ordenador portátil no había aparecido la señal de transmisión realizada, esperaba que su advertencia hubiese sido enviada. No lo había sido.

Desde su posición, el piloto del Little Bird podía ver cómo se llamaba el barco contrabandista. Era el

Belleza del Mar, un nombre muy evocador. Pero, en realidad, era un pesquero oxidado, viejo, de treinta metros de eslora y que apestaba a pescado. Era lo que se pretendía. La tonelada de cocaína en paquetes estaba debajo del pescado podrido.

El capitán intentó tomar la iniciativa y ordenó que pusieran en marcha los motores. El helicóptero se apartó y fue a colocarse a una banda, a tres metros por encima del agua y a diez metros del

Belleza del Mar. Desde aquella distancia, el francotirador podría haberle destrozado cualquiera de las dos orejas.

—Pare los motores —dijo una voz a través de los altavoces del Little Bird.

El capitán obedeció. No podía oírles por encima del estrépito del helicóptero, pero había visto la cortina de espuma de las dos neumáticas de ataque que se acercaban.

Esto también era incomprensible. Estaban a muchas millas de tierra firme. ¿Dónde demonios estaba el barco de guerra? Las intenciones de los hombres de pie en las dos neumáticas estaban claras: lanzaron ganchos de abordaje por encima de las bordas y con extrema rapidez saltaron a cubierta.

Eran jóvenes, con prendas negras, pasamontañas y armados hasta los dientes. El capitán contaba con solo siete tripulantes. La orden de «no resistirse» fue inteligente. Hubiesen durado segundos. Dos de los hombres se le acercaron; los demás apuntaron a la tripulación, que mantenían las manos bien alto por encima de las cabezas. Uno de los atacantes parecía estar al mando, pero únicamente hablaba en inglés. El otro oficiaba de intérprete. Ninguno de los dos se quitó el pasamontañas negro.

—Capitán, creemos que su barco transporta sustancias ilegales. Drogas; para ser más precisos cocaína. Tenemos la intención de inspeccionar su barco.

—No es verdad, solo llevo pescado. No tienen derecho a inspeccionar mi barco. Va contra las leyes del mar. Es un acto de piratería.

Le habían dicho que objetase esto. Por desgracia, su conocimiento de la ley era menos amplio que el de cómo conservar la vida. Nunca había oído hablar de la CRIJICA, aunque tampoco hubiese comprendido lo que era de haberlo oído.

Pero el comandante Ben Pickering estaba actuando conforme a derecho. La ley de justicia criminal (Cooperación Internacional) de 1990, conocida como CRIJICA, contenía varias cláusulas que trataban sobre interceptar barcos que supuestamente transportaran drogas. También explicaban los derechos de los acusados. Pero el capitán del

Belleza del Mar no sabía que, ahora, él y su barco se consideraban una amenaza a la nación británica, como cualquier otro terrorista. Eso significaba que, para desgracia del patrón, el libro de reglas, con sus derechos civiles incluidos, había ido a parar donde hubiese ido la cocaína de haber tenido tiempo: arrojado por la borda.

Los SBS habían estado practicando durante dos semanas, así que llevaron a cabo la perfeccionada rutina en unos pocos minutos. Cachearon a los siete tripulantes y al capitán en busca de armas o aparatos de transmisión. Les confiscaron los móviles para un análisis posterior. Destrozaron la sala de radio. Esposaron a los ocho colombianos con las manos delante de la cintura y los encapucharon. Cuando ya no podían ni ver ni resistirse los llevaron a popa y les hicieron sentarse.

El comandante Pickering hizo un gesto y uno de sus hombres sacó un lanzacohetes. La bengala subió ciento cincuenta metros y estalló en una bola de fuego. Muy arriba, los sensores de calor del Global Hawk captaron la señal y el hombre delante de la pantalla en Nevada desactivó la interferencia. El comandante avisó al

Balmoral de que podía acercarse y el buque Q apareció en el horizonte para colocarse a su lado.

Uno de los comandos vestía traje de submarinista. Saltó por la borda para recorrer el casco por debajo de la línea de flotación. Un truco muy habitual era llevar la carga ilegal en un recipiente soldado en la quilla, o incluso esconder los fardos en redes de nailon a treinta metros de profundidad durante el registro.

El buzo no necesitaba el traje, porque el agua estaba templada. Y el sol, ya por encima del horizonte, al este, alumbraba el agua como si fuese un foco. Pasó veinte minutos buceando entre las algas y lapas del casco descuidado. No había ninguna cápsula, ninguna trampilla secreta, ningún fardo colgando. En realidad, el comandante Pickering sabía dónde estaba la cocaína.

Tan pronto como desactivaron la interferencia le comunicó al

Balmoral el nombre del pesquero interceptado. Después de todo era uno de los que figuraban en la lista de Cortez, uno de los barcos pequeños que no aparecía en ningún listado naviero internacional; no era más que un viejo pesquero de una aldea sin nombre. Pobre o no, estaba haciendo su séptimo viaje a África Occidental, cargado con diez mil veces su valor. Le dijeron dónde mirar.

El comandante murmuró las indicaciones al grupo de búsqueda de los guardacostas. El agente de aduanas soltó a su cocker spaniel. Retiraron las tapas de la bodega y quedaron a la vista toneladas de pescado que, aunque ya no era fresco, todavía estaba en las redes. Con la grúa del

Belleza retiraron el pescado y lo lanzaron por la borda. Mil quinientos metros más abajo, los cangrejos estarían agradecidos.

Cuando quedó a la vista el suelo de la bodega los aduaneros buscaron el panel descrito por Cortez. Estaba muy bien oculto y el olor a pescado podría haber confundido al perro. La tripulación, encapuchada, no podía saber lo que estaban haciendo, ni tampoco ver cómo el

Balmoral se acercaba.

Fueron necesarios una palanca y veinte minutos de trabajo para retirar la plancha. La tripulación lo hubiese hecho sin prisas a diez millas de los manglares de las islas Bijagós, antes de pasar la carga por encima de la borda a las canoas que esperaban en los riachuelos. Luego recibirían a cambio los bidones de combustible, repostarían y emprenderían el viaje de vuelta a casa.

De la sentina que estaba debajo de la bodega del pescado salió un hedor todavía más apestoso. Los aduaneros se habían puesto las máscaras y los respiradores. Todos los demás se apartaron.

Uno de los buscadores entró, primero el torso, con un soplete. El otro lo sujetó por las piernas. El primer hombre se movió hacia atrás y levantó un pulgar. Bingo. Entró con un garfio y una cuerda. Uno tras otro, los hombres de cubierta retiraron veinte fardos, de unos cincuenta kilos cada uno. El

Balmoral los amuró, destacando por encima de ellos.

Les llevó otra hora. Ayudaron a la tripulación del

Belleza, todavía encapuchada, a subir por la escalerilla al

Balmoral y los llevaron bajo cubierta. Cuando les quitaron las esposas y las capuchas estaban en la bodega de proa, encerrados por debajo de la línea de flotación.

Dos semanas más tarde, los trasladaron a la flota auxiliar; de allí los llevarían hasta la base británica de Gibraltar, volverían a encapucharlos y los meterían de noche en un Starlifter norteamericano y los llevarían al océano Índico. Las capuchas volverían a desaparecer, verían un paraíso tropical y escucharían la orden: «Divertíos, no os comuniquéis con nadie y no intentéis escapar». La primera era opcional, las demás no.

La tonelada de cocaína también viajó a bordo del

Balmoral. La vigilarían hasta que se descargase y pasara a manos norteamericanas en el mar. De la última tarea en el

Belleza del Mar se encargó el técnico en explosivos del escuadrón. Estuvo bajo cubierta durante quince minutos. Subió y saltó por la borda a la segunda lancha neumática.

La mayoría de sus compañeros ya estaban de vuelta a bordo. El Little Bird ya estaba guardado en la bodega. Al igual que la primera neumática. El

Balmoral avanzó a baja velocidad dejando una lenta estela a popa. La segunda neumática lo siguió. Cuando entre ellos y el viejo pesquero hubo una distancia de doscientos metros, el artificiero pulsó el botón del detonador.

Las cargas de explosivo plástico que había dejado atrás solo sonaron como si algo se hubiese roto, pero abrieron un agujero del tamaño de la puerta de un granero en el casco. Al cabo de treinta segundos había desaparecido para siempre en un largo y solitario descenso de mil quinientos metros hasta el fondo del mar.

Subieron la neumática a bordo y la guardaron. Nadie más en el Atlántico vio lo sucedido. El

Belleza del Mar, su capitán, la tripulación y su carga simplemente se habían evaporado.

Pasó una semana antes de que en el cártel dieran crédito a la pérdida del

Belleza del Mar e incluso entonces la reacción solo fue de perplejidad.

Habían perdido en otras ocasiones barcos, tripulaciones y cargas, pero aparte de la desaparición de los submarinos que iban de la costa del Pacífico a México, siempre había habido rastros o razones. Algunos de los barcos pequeños se habían hundido por las tormentas. El Pacífico, así llamado por Vasco Núñez de Balboa, el primer europeo que lo había visto —en un día de calma—, algunas veces podía enloquecer. El cálido mar Caribe de los folletos turísticos a veces debía soportar unos terribles vientos huracanados. Pero no era frecuente.

Cuando perdían cargas en el mar casi siempre se debía a que los tripulantes las lanzaban por la borda antes de ser capturados.

Del resto de las pérdidas en el mar los responsables eran las agencias de la ley o las armadas nacionales. El barco se incautaba, la tripulación era detenida, acusada, juzgada y encarcelada, pero eran personas prescindibles y a sus familias se las podía compensar con una buena suma de dinero. Todos conocían las reglas.

Los vencedores celebraban conferencias de prensa y mostraban los fardos de cocaína a los entusiasmados medios. Pero la única vez que el producto desaparecía por completo era cuando lo robaban.

Los sucesivos cárteles que habían dominado el negocio de la cocaína siempre habían padecido el mismo desorden psiquiátrico: una grave paranoia. La capacidad para sospechar era instantánea e incontrolable. Había dos crímenes que según su código eran imperdonables: robar el producto e informar a las autoridades. Al ladrón y al soplón siempre se les perseguía y sufrían las represalias. No podía haber excepciones.

Se tardó una semana en aceptar la pérdida porque el primero que debía recibirlo en Guinea-Bissau, el jefe de operaciones Ignacio Romero, se quejó de que un cargamento anunciado no había aparecido. Había esperado toda la noche a partir de la hora y en el lugar señalado, pero el

Belleza del Mar, que conocía muy bien, no llegó.

Se le pidió que lo confirmase dos veces y lo hizo. Entonces hubo que investigar si había habido un malentendido. ¿El

Belleza había ido al lugar equivocado? E incluso si era así, ¿por qué el capitán no lo había comunicado? Sabía que debía enviar un mensaje de dos palabras sin sentido si había problemas.

Entonces Alfredo Suárez tuvo que comprobar las condiciones meteorológicas. Había habido mar en calma en todo el Atlántico. ¿Un incendio a bordo? Pero el capitán tenía una radio. Incluso de haber ido en el bote salvavidas tenía su ordenador y el móvil. Por fin tuvo que informar de la pérdida al Don.

Don Diego reflexionó y revisó todas las pruebas que Suárez le había llevado. Desde luego parecía un robo y el primero en la lista de sospechosos era el capitán. Tal vez había robado todo el cargamento porque había cerrado un trato con un importador renegado, o quizá lo habían interceptado fuera del mar, en los manglares, y lo habían asesinado junto con la tripulación. Cualquiera de las dos opciones era posible, pero había que comenzar por el principio.

Si se trataba del capitán, se lo habría dicho a su familia antes de la operación o habría estado en contacto con ella desde su traición. Su familia la formaban su esposa y tres hijos que vivían en la misma aldea de adobe donde guardaba su viejo pesquero, en un riachuelo al este de Barranquilla. Envió al Animal a hablar con ella.

Los chicos no presentaron ningún problema. Los enterró. Vivos, por supuesto. Delante de su madre. Así y todo, ella se negó a confesar. Tardó varias horas en morir, pero se aferró a la historia de que su marido no había dicho nada ni hecho nada malo. Por fin, Paco Valdez no tuvo otra alternativa que creerla. De todas maneras no podía continuar. Ella había muerto.

El Don lo lamentaba. Era tan desagradable… Y finalmente, inútil. Pero inevitable. Sin embargo, aquello planteaba un problema todavía mayor. Si no era el capitán, entonces, ¿quién? Había alguien en Colombia que estaba incluso más angustiado que don Diego Esteban.

El Ejecutor había cumplido con su tarea después de llevar a la familia a las profundidades de la selva. Pero la selva nunca está del todo vacía. Un campesino de ascendencia india había oído los gritos y había espiado entre el follaje. Cuando el Ejecutor y sus dos acompañantes se fueron, el peón corrió a la aldea y narró lo que había visto.

Los aldeanos volvieron al lugar con un carro tirado por un buey y se llevaron los cuatro cadáveres de vuelta al pueblo junto al arroyo. Allí recibieron cristiana sepultura. El sacerdote oficiante era un jesuita, el padre Eusebio. Se sentía asqueado por lo que había visto antes de que tapasen el ataúd de pino.

De nuevo en las habitaciones de su parroquia abrió un cajón en su mesa de roble oscuro y miró el aparato que el padre provincial les había distribuido unos meses atrás. En cualquier otra situación nunca hubiese ni siquiera soñado en utilizarlo, pero ahora estaba furioso. Tal vez algún día vería algo, fuera del secreto del confesonario, y entonces quizá podría utilizar el artefacto norteamericano.

El segundo golpe correspondió a los SEAL. Una vez más estaban a la hora correcta en el lugar adecuado. El Global Hawk

Michelle patrullaba la gran extensión del Caribe sureño que se extendía en un arco desde Colombia hasta el Yucatán. El MV

Chesapeake estaba en el pasaje entre Jamaica y Nicaragua.

Dos planeadoras salieron de los manglares del golfo de Uraba, en la costa colombiana, y no pusieron rumbo hacia el sudoeste, a Colón y el canal de Panamá, sino al noroeste. El viaje era largo, casi hasta el límite de su capacidad, así que ambas iban cargadas con bidones de combustible aparte de una tonelada de cocaína cada una.

Michelle las vio a veinte millas de la costa. Aunque no navegaban a su máxima velocidad de sesenta nudos, lo hacían a cuarenta, lo cual bastó para que los radares de

Michelle, desde quince mil metros de altitud, supieran que no podían ser más que planeadoras. Comenzó a calcular el rumbo y la velocidad, y avisó al

Chesapeake de que las planeadoras iban en su dirección. El buque Q cambió de rumbo para interceptarlas.

Al segundo día, las tripulaciones de las planeadoras experimentaron el mismo asombro que el capitán del

Belleza del Mar. Un helicóptero que había aparecido de la nada estaba delante de ellas, volando sobre un mar vacío. No había ningún barco de guerra a la vista. Aquello era a todas luces imposible.

El aviso desde el altavoz para que apagasen los motores y se detuviesen fue pasado por alto. Ambas planeadoras, unos largos y delgados tubos de aluminio con cuatro motores Yamaha de doscientos caballos a popa, creyeron que podían ser más veloces que el Little Bird. Aumentaron la velocidad a sesenta nudos; con las proas levantadas y solo las hélices sumergidas en el agua, dejaban una enorme estela blanca detrás. Así como los británicos habían atrapado al Bandido Uno, estas dos se convirtieron en los Bandidos Dos y Tres.

Los colombianos se equivocaron al creer que podían dejar atrás al helicóptero. Cuando pasaron por debajo del Little Bird, este hizo un giro cerrado y los persiguió. A ciento veinte nudos, duplicaba su velocidad.

Sentado junto al piloto naval con su fusil M14 de francotirador estaba el suboficial Sorenson, el mejor tirador del pelotón. Con una plataforma estable y a una distancia de cien metros estaba seguro de que no erraría.

El piloto utilizó otra vez los altavoces y habló en español.

—Apaguen los motores y deténganse o dispararemos.

Las planeadoras continuaron navegando hacia el norte, sin darse cuenta de que tres neumáticas con dieciséis SEAL iban hacia ellos. El teniente comandante Casey Dixon había lanzado al agua la neumática grande y las dos Zodiac pequeñas, pero, por muy rápidas que fuesen, las embarcaciones de aluminio de los contrabandistas eran todavía más veloces. El trabajo del Little Bird era demorarlas.

El suboficial Sorenson se había criado en una granja de Wisconsin que estaba lo más lejos del mar que se puede llegar. Quizá ese era el motivo de que se hubiera unido a la marina: para ver el mar. El talento que había aportado de aquellos lugares era su experiencia de toda una vida con una escopeta de caza.

Los colombianos conocían la maniobra. Nunca habían sido interceptados por helicópteros, pero les habían enseñado qué debían hacer: por encima de todo tenían que proteger los motores. Sin aquellos rugientes monstruos a popa quedarían indefensos.

Cuando vieron el M14 con la mira telescópica apuntando a sus motores, dos miembros de la tripulación se lanzaron sobre las carcasas para impedir que las alcanzaran las balas del fusil. Las fuerzas de la ley y el orden nunca dispararían a un hombre.

Craso error. Aquellas eran las viejas reglas. En la granja, el suboficial Sorenson había matado conejos a doscientos pasos de distancia. Este objetivo era más grande y estaba más cerca, y sus instrucciones de combate eran claras. Su primer disparo atravesó al valiente contrabandista, penetró la carcasa y destrozó el bloque del motor Yamaha.

El otro contrabandista, lanzando un grito de alarma, se apartó justo a tiempo. La segunda bala destrozó el otro motor. La planeadora continuó con dos. Pero más lenta. Iba muy cargada.

Uno de los tres hombres restantes sacó un AK-47 y el Little Bird se desvió. Desde una altura de treinta metros veía cómo los puntos negros de las neumáticas acortaban la brecha a una velocidad de cien nudos.

La otra planeadora las vio. Al timonel ya no le interesaba averiguar de dónde habían venido. Estaban allí y él debía intentar salvar la carga y su libertad. Decidió pasar entre ellas y utilizar su superior velocidad para escapar.

Casi lo logró. La planeadora averiada apagó los otros dos motores y se rindió. La otra continuó a sesenta nudos. La formación SEAL se separó para dar la vuelta e iniciar la persecución. De no ser por el helicóptero, el contrabandista quizá hubiese podido continuar su carrera hacia la libertad.

El Little Bird voló a ras de la superficie del mar en calma por delante de la planeadora, hizo un giro de noventa grados y lanzó cien metros de una invisible cuerda de nailon. Con el peso de un pequeño flotador de algodón atado en un extremo, la cuerda cayó en el océano y se quedó flotando. La planeadora viró y casi consiguió esquivarla. Los últimos veinte metros de la cuerda flotante pasaron por debajo del casco y se enredaron en las cuatro hélices. Los cuatro Yamaha tosieron, se ahogaron y se detuvieron.

Resistirse era inútil. Enfrentados a un pelotón de metralletas MP5, dejaron que los pasaran a la neumática grande, donde los encapucharon y esposaron. Fue la última vez que vieron la luz del día hasta que desembarcaron en la isla Eagle, en el archipiélago de Chagos, como huéspedes de Su Majestad.

Una hora más tarde, el

Chesapeake estaba a la par. Recogió a los siete prisioneros. El valiente hombre muerto recibió una bendición y un trozo de cadena lo arrastró hasta el fondo. También recuperaron dos toneladas de combustible para motores de dos tiempos (que podían utilizar), varias armas y móviles (donde rastrearían las llamadas anteriores) y dos toneladas de cocaína colombiana pura.

Luego, acribillaron a balazos las dos planeadoras y los pesados Yamahas se las llevaron al fondo del mar. Era una pena perder seis motores buenos y potentes, pero las instrucciones de Cobra, alguien invisible y desconocido para los SEAL, eran precisas: no debía quedar ningún rastro. Únicamente había que llevarse a los hombres y la cocaína, y solo temporalmente. Todo lo demás debía desaparecer para siempre.

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