Cobra

Cobra


Tercera parte: El ataque » Capítulo 11

Página 28 de 44

C

A

P

Í

T

U

L

O

1

1

Había ciento diecisiete nombres en la lista de ratas. En ella constaban en nómina funcionarios públicos de dieciocho países. Dos de ellos estaban en Estados Unidos y Canadá, los otros dieciséis en Europa. Antes de plantearse liberar a la señorita Letizia Arenal, Cobra insistió en disponer de una última prueba, escogida al azar. Eligió a herr Eberhardt Milch, un inspector superior de Aduanas en el puerto de Hamburgo. Cal Dexter voló al puerto hanseático para transmitir la mala noticia.

La reunión que se realizó a petición del norteamericano en el cuartel general de la Dirección de Aduanas de Hamburgo en el Rödingsmarkt resultó un tanto extraña.

Dexter iba acompañado por el principal representante de la DEA en Alemania, a quien ya conocía la delegación alemana. Él a su vez estaba intrigado por el rango de aquel hombre de Washington del que nunca había oído hablar. Pero las órdenes que había recibido de Army Navy Drive, el cuartel general de la DEA, eran breves y escuetas. Él debía limitarse a cooperar.

Entre los reunidos había dos hombres llegados desde Berlín: uno de la ZKA, la Agencia de Policía Federal Aduanera alemana, y el otro de la Agencia de la Policía Criminal alemana, la BKA. El quinto y el sexto eran hombres locales, de la aduana del Estado y de la policía estatal. Estos dos últimos eran los anfitriones; se reunieron en su despacho. Pero fue Joachim Ziegler, de la División Criminal y Aduanas, quien ostentaba el mayor rango y por lo tanto se erigió en el interlocutor de Dexter.

Dexter no se alargó mucho. No había ninguna necesidad de dar explicaciones; todos ellos eran profesionales y los cuatro alemanes sabían que no les hubiesen pedido recibir a los dos norteamericanos a menos que algo fuese mal. Tampoco era necesaria la presencia de intérpretes.

Todo lo que Dexter podía decir, y se comprendió a la perfección, era que la DEA en Colombia había conseguido cierta información. La palabra «topo» flotaba tácitamente en el aire. Habían servido café, pero nadie lo bebía.

Dexter deslizó varias páginas de papel hacia Ziegler. Después de leerlas con mucha atención se las pasó a sus colegas. El hombre de la ZKA en Hamburgo silbó por lo bajo.

—Lo conozco —murmuró.

—¿Y? —preguntó Ziegler. Se sentía muy avergonzado. Alemania está muy orgullosa de su enorme y ultramoderna ciudad de Hamburgo. Que los norteamericanos le vinieran con aquello era horrible.

El hombre de Hamburgo se encogió de hombros.

—En la oficina de personal tendrán todos los detalles, por supuesto. Hasta donde puedo recordar, lleva toda una carrera en el servicio y le faltan unos pocos años para jubilarse. Nunca ha tenido ni una sola falta.

Ziegler movió los papeles delante de él.

—¿Y si está usted mal informado? ¿O incluso desinformado?

La respuesta de Dexter fue pasar otras pocas páginas por encima de la mesa. El broche final. Joachim Ziegler las leyó. Cuentas bancarias. De un pequeño banco privado en Gran Caimán. Lo más secreto que se podía conseguir. Si eran auténticas… cualquiera podía inventarse unas cuentas bancarias siempre que nadie las comprobase. Dexter habló.

—Caballeros, todos entendemos las reglas de «por razones técnicas». No somos principiantes en nuestro extraño oficio. Comprenderán ustedes que hay una fuente, pero debemos protegerla a cualquier precio. Además, ustedes no querrán efectuar una detención y encontrarse con un caso basado en alegaciones no confirmadas que ningún tribunal en Alemania aceptaría. ¿Puedo proponer una estratagema?

Lo que él proponía era una operación encubierta. Seguirían a Milch hasta que interviniese personalmente para facilitar las formalidades en la llegada de un contenedor o de una carga. Luego habría una inspección al azar, que llevaría a cabo un joven agente.

Si la información de Cobra era correcta, Milch tendría que intervenir para desautorizar a su subordinado. Entonces, también por casualidad, un agente de la ZKA que pasaba por allí interrumpiría la discusión. La autoridad de la División Criminal prevalecería. Se abriría el cargamento. Si no había nada, los norteamericanos estarían equivocados y se disculparían. No se habría hecho ningún daño. Pero el teléfono y el móvil de Milch aún seguirían pinchados durante unas semanas.

Se tardó una semana en organizarlo todo y otra antes de poder poner el plan en marcha. El contenedor en cuestión era uno de los centenares que había descargado un enorme carguero de Venezuela. Solo un hombre se fijó en dos pequeños círculos, uno dentro del otro, y en la cruz de Malta dentro del más pequeño. El inspector jefe Milch autorizó en persona que lo cargaran en un semirremolque que esperaba antes de partir tierra adentro.

El conductor, un albanés, estaba en la última barrera, ya levantada, cuando de repente bajó de nuevo. Un joven agente aduanero de mejillas sonrosadas hizo un gesto para que el camión se apartase a un lado.

—Inspección rutinaria —dijo—. La documentación, por favor.

El albanés pareció asombrado. Los documentos de salida estaban firmados y sellados. Obedeció e hizo una rápida llamada con el móvil. En el interior de su cabina pronunció unas pocas frases en albanés que nadie pudo oír.

La aduana de Hamburgo normalmente aplica dos niveles de vigilancia al azar para los camiones y las cargas. La habitual se limita a una inspección con rayos X; la otra es «abrir la carga». El joven aduanero era en realidad un agente de la ZKA, y por esa razón parecía un novato en el trabajo. Indicó al camión que fuese a la zona reservada para las inspecciones a fondo. Pero, en ese momento, un oficial de un rango muy superior llegó corriendo desde el centro de control.

Un joven, nuevo y poco experimentado inspector no discute jamás con un veterano

oberinspektor. Pero este lo hizo. Se mantuvo firme en su decisión. El hombre mayor replicó. Él mismo había autorizado la salida de ese camión después de inspeccionarlo. No había ninguna necesidad de una doble inspección. Estaban perdiendo el tiempo. No vio el coche pequeño que aparcaba detrás de ellos. Dos agentes de paisano de la ZKA se apearon del coche y mostraron sus placas.

Was ist los da? —preguntó uno de ellos, cordialmente.

El rango es muy importante en la burocracia alemana. Los hombres en la ZKA tenían el mismo rango que Milch, pero al ser de la División Criminal tenían prioridad. Se abrió el contenedor. Llegaron los perros. Descargaron el contenido. Los animales no hicieron caso de la carga, pero comenzaron a oler y a aullar al fondo del interior. Se midió el vehículo. El interior era más corto que el exterior. Se llevaron el camión a un taller con todos los equipos necesarios. El grupo de aduaneros fue con él. Los tres hombres de la ZKA, dos al descubierto y el joven encubierto, estaban haciendo su primera captura real, pero mantenían una expresión jovial.

Un hombre con un soplete cortó el falso fondo. Cuando pesaron los paquetes que había detrás resultaron ser dos toneladas de cocaína colombiana pura. El albanés ya estaba esposado. Comentaron que los cuatro, Milch incluido, habían tenido un enorme golpe de suerte a pesar del primero y comprensible error de Milch. Después de todo, la compañía importadora era una respetable empresa de café de Düsseldorf. Mientras tomaban un café para celebrarlo, Milch se disculpó, fue al baño e hizo una llamada.

Un error. Estaba pinchado. En una furgoneta a medio kilómetro de distancia alguien oía cada una de sus palabras. Uno de los hombres sentados a la mesa recibió la llamada en su propio móvil. Cuando Milch salió del lavabo fue detenido.

Sus protestas comenzaron en cuanto se sentó en la sala de interrogatorios. No se mencionó ninguna cuenta bancaria en Gran Caimán, ya que Dexter temía que hubiese denunciado al informante en Colombia. Pero también proporcionaba a Milch una defensa excelente. Podría haber alegado que «todos cometemos errores». Hubiese sido difícil demostrar que lo llevaba haciendo desde hacía años. O que se retiraría como un hombre muy rico. Un buen abogado lo hubiese sacado bajo fianza antes del anochecer y habría quedado absuelto en un juicio, si se hubiese llegado a eso. Las palabras en la llamada interceptada eran un código; una inocente referencia a llegar tarde a casa. El número marcado no era el de su esposa, sino el de un móvil que desaparecería de inmediato. Pero todos marcamos números equivocados.

El jefe inspector Ziegler, que aparte de una carrera en aduanas también era abogado, sabía que el caso era muy débil. Pero quería evitar que entraran dos toneladas de cocaína en Alemania y lo había conseguido.

El albanés, duro como el acero, no soltaba prenda; únicamente decía que era un vulgar camionero. La policía de Düsseldorf estaba realizando una operación en el depósito de café; los perros se estaban volviendo locos con el aroma de la cocaína, ya que estaban entrenados para distinguirla del café, que a menudo se utilizaba para enmascarar el olor de la droga.

Entonces, Ziegler, que era un policía experimentado, se echó un farol. Milch no hablaba albanés. En realidad, casi nadie lo hacía, excepto los albaneses. Sentó a Milch detrás de un espejo de una sola dirección, aunque podía oír el sonido del cuarto de interrogatorios contiguo. De ese modo veía cómo interrogaban al albanés.

El intérprete de lengua albanesa trasladaba las preguntas del policía alemán al conductor y traducía sus respuestas. Las preguntas eran las habituales. Milch podía comprenderlas, ya que las decían en su idioma, pero dependía del intérprete para comprender las respuestas. Aunque el albanés en realidad estaba proclamando su inocencia, lo que llegaba a través de los altavoces era una clara confesión de que si el camionero alguna vez tenía problemas en los muelles de Hamburgo debía reclamar de inmediato la presencia del

oberinspektor Eberhardt Milch, que lo resolvería y le permitiría seguir sin que inspeccionaran el cargamento.

Fue entonces cuando Milch, muy asustado, se vino abajo. Su confesión duró casi dos días y fue necesario un equipo de estenógrafos para transcribirla.

El

Orion Lady estaba en la enorme extensión de la cuenca del Caribe al sur de Jamaica y al este de Nicaragua cuando su capitán, inmaculado con su uniforme tropical blanco, de pie junto al timonel en el puente, vio algo que le hizo parpadear incrédulo.

Se apresuró a mirar la pantalla del radar. No había ningún barco en muchas millas, ni en la línea del horizonte. Pero aquel helicóptero era un helicóptero. Y llegaba por proa, volando muy bajo sobre el agua azul. Sabía muy bien lo que él transportaba, porque había ayudado a cargarlo treinta horas atrás; un primer asomo de miedo empezó a moverse muy adentro. El helicóptero era pequeño, poco más que un aparato de observación, pero cuando pasó a proa por la banda de babor y se situó a su lado, las palabras US Navy en el fuselaje fueron inconfundibles. Llamó al salón principal para avisar a su empleador.

Nelson Bianco se le unió en el puente. El playboy vestía una camisa hawaiana, unas bermudas amplias e iba descalzo. Llevaba sus rizos negros teñidos y peinados con laca como siempre y sujetaba su puro Cohiba, su marca favorita. Poco habitual en él, y solo debido a la carga procedente de Colombia, no lo acompañaban a bordo cinco o seis preciosas muchachas.

Los dos hombres miraron cómo el Little Bird volaba a su lado, justo por encima del océano; entonces, en el círculo abierto de la puerta del pasajero, bien sujeto y vuelto hacia ellos, vieron a un SEAL con un mono negro. Sujetaba un fusil de francotirador M-14 y les apuntaba. Una voz resonó desde el pequeño helicóptero.

Orion Lady, Orion Lady, somos la marina de Estados Unidos. Por favor paren las máquinas. Vamos a subir a bordo.

Bianco no lograba imaginar cómo lo harían. Había una plataforma para aterrizar a popa, pero la ocupaba su helicóptero Sikorsky cubierto con una lona. De repente, el capitán lo empujó con el codo y señaló delante de ellos. Había tres puntos negros en el agua, uno grande y dos pequeños; tenían las proas levantadas, navegaban a gran velocidad y se dirigían hacia ellos.

—A toda máquina —ordenó Bianco—, avante a toda máquina.

Era una reacción estúpida, como el capitán vio de inmediato.

—Patrón, no conseguiríamos huir. Si lo intentamos, solo nos descubriríamos.

Bianco miró el Little Bird, las neumáticas y el fusil que le apuntaba a la cabeza desde cincuenta metros. No había otra opción que enfrentarse con ello. Asintió.

—Parad las máquinas —ordenó y salió al exterior.

El viento le agitó el pelo unos instantes. Mostró una gran sonrisa e hizo una seña como si estuviera encantado de cooperar. Los SEAL estuvieron a bordo en cinco minutos.

El comandante Casey Dixon fue escrupulosamente educado. Le habían dicho que el objetivo llevaba un cargamento y eso era suficiente. Declinó la invitación a una copa de champán para él y sus hombres y mandó que el propietario y la tripulación fuesen llevados a popa y retenidos a punta de pistola. Seguía sin haber ninguna señal del

Chesapeake en el horizonte. Su buceador se puso el respirador y saltó por la borda. Estuvo abajo media hora. Cuando volvió a la superficie informó que no había trampillas en el casco, ninguna burbuja o recipiente y ningún hilo de nailon colgando.

Los dos hombres expertos en la inspección comenzaron a buscar. Les habían dicho que en su breve y asustada llamada de móvil, el cura de la parroquia solo había mencionado un gran cargamento. Pero ¿cuánto era eso?

Finalmente, el perro captó el olor; resultó ser una tonelada. El

Orion Lady no era uno de los barcos en los que Juan Cortez había construido un escondite casi imposible de descubrir. Bianco, con arrogancia, había creído que saldría él solo del apuro. Suponía que con un yate de lujo, un habitual en los más caros y famosos puertos deportivos del mundo desde Montecarlo a Fort Lauderdale, estaría por encima de toda sospecha y él también. De no haber sido por un viejo jesuita que había tenido que enterrar a cuatro cuerpos torturados en una tumba en la selva quizá hubiese tenido razón.

Una vez más, como había ocurrido con los SBS británicos, fue la extrema sensibilidad del perro al aroma del aire lo que les llevó a fijarse en un panel en el suelo de la sala de máquinas. El aire era demasiado fresco; alguien lo había levantado hacía poco. Llevaba a la sentina.

Como en el caso de los británicos en el Atlántico, los buscadores se pusieron las máscaras y entraron en la sentina. Incluso en un yate de lujo, las sentinas apestan. Uno tras otro sacaron los fardos; los SEAL que no estaban vigilando a los prisioneros los llevaron a cubierta y los apilaron entre el salón principal y la plataforma del helicóptero. Bianco no dejaba de gritar que no tenía ni idea de qué era todo aquello… Que era una trampa… Un malentendido… Él conocía al gobernador de Florida. Los gritos se convirtieron en un murmullo cuando le pusieron la capucha negra. El comandante Dixon lanzó la bengala marrón y el Global Hawk

Michelle dejó de interceptar las señales. Aunque el

Orion Lady ni siquiera había intentado transmitir. Cuando tuvieron de nuevo comunicación, Dixon llamó al

Chesapeake para que se acercase.

Dos horas más tarde, Nelson Bianco, el capitán y la tripulación estaban en la bodega de proa con los siete hombres supervivientes de las dos planeadoras. El playboy millonario no solía mezclarse con ese tipo de personas y no le gustaban. Pero estos iban a ser sus compañeros e invitados a cenar durante mucho tiempo y su preferencia por los trópicos quedaría plenamente satisfecha, aunque en mitad del océano Índico. Por otra parte, las muchachas no entraban en el menú.

Incluso el artificiero lo lamentaba.

—¿De verdad tenemos que hundirlo, señor? Es tan bonito…

—Son las órdenes —respondió su jefe—. No hay excepciones.

Los SEAL permanecieron en cubierta del

Chesapeake y contemplaron cómo el

Orion Lady estallaba y se hundía. «Hurra», dijo uno de ellos. Pero esa palabra, que normalmente era la expresión de júbilo de los SEAL, fue dicha con cierto pesar. Cuando el mar quedó despejado de nuevo, el

Chesapeake se marchó. Una hora más tarde, otro carguero lo adelantó y el capitán mercante, que miraba por los prismáticos, vio un buque que transportaba cereales y que iba a lo suyo, así que no le prestó atención.

En Alemania, las fuerzas de la ley y el orden estaban teniendo un día provechoso. En su copiosa confesión Eberhardt Milch, ahora protegido por múltiples acuerdos de secreto oficial para mantenerlo vivo, había mencionado a una docena de grandes importadores cuyas cargas él había dejado pasar en el puerto de contenedores de Hamburgo. Estaban haciendo redadas y encerrándolos a todos.

La policía federal y estatal estaba entrando en depósitos, pizzerías (la tapadera favorita de la ‘Ndrangheta calabresa), tiendas de comida y de artesanía especializadas en esculturas étnicas de Sudamérica. Estaban abriendo cargamentos de latas de frutas en busca de una bolsa de polvo blanco en cada lata y destrozando ídolos mayas de Guatemala. Gracias a un solo hombre, la operación alemana del Don se derrumbaba.

Pero Cobra sabía muy bien que si las importaciones de cocaína ya habían cambiado de propietario, la pérdida la sufrirían las bandas europeas. Solo antes de ese paso la pérdida era para el cártel. Esto incluía el contenedor con el falso fondo en Hamburgo, que no había salido de los muelles y la carga del

Orion Lady, que iba destinada a una banda cubana del sur de Florida y que supuestamente aún estaba en el mar. Todavía no se había informado a Fort Lauderdale.

Pero la lista de ratas había quedado verificada. Cobra había señalado a la rata de Hamburgo al azar, de entre los ciento diecisiete nombres; era casi imposible que fuese inventada del primero al último.

—¿Debemos dejar en libertad a la muchacha? —preguntó Dexter.

Devereaux asintió. Personalmente, no le importaba en lo más mínimo. Su capacidad para la compasión era casi inexistente. Pero la chica había servido a su propósito.

Dexter puso las ruedas en movimiento. Gracias a una discreta intervención, el inspector Paco Ortega de la UDYCO en Madrid había ascendido a inspector jefe. Le habían prometido que muy pronto podría ocuparse de Julio Luz y el Banco Guzmán.

Desde el otro lado del Atlántico escuchó a Cal Dexter y planeó el engaño. Un joven agente encubierto hizo el papel de mozo de equipajes. Fue ruidosa y públicamente detenido en un bar y le pasaron el soplo a la prensa. Los periodistas entrevistaron al camarero y a dos parroquianos, que habían asistido a la detención.

A partir de un informador anónimo,

El País publicó la desarticulación de una banda que utilizaba al personal de equipajes de Barajas para introducir drogas en el equipaje de personas inocentes que volaban de Madrid al aeropuerto Kennedy, en Nueva York. La mayoría de la banda había huido, pero uno de los mozos de equipajes había sido detenido y estaba revelando vuelos en los que él había abierto maletas después de pasar por los controles, para meter la cocaína. En algunos casos incluso daba la descripción de las maletas.

El señor Boseman Barrow no era jugador. No tenía ninguna afición a tirar el dinero apostando en los casinos, los dados, las cartas o los caballos. Pero, de haberlo sido, sin duda habría apostado a que la señorita Letizia Arenal iría a la cárcel durante muchos años. Y habría perdido.

El expediente de Madrid llegó a la DEA en Washington y alguna autoridad de la Agencia ordenó que una copia de aquellas partes que concernían a la clienta del señor Barrow se enviase a la oficina del fiscal del distrito en Brooklyn. Una vez allí, había que actuar en consecuencia. Los abogados no son todos malos, aunque cueste creerlo. La oficina del fiscal del distrito comunicó a Boseman Barrow las noticias de Madrid. De inmediato el abogado presentó una petición para que se desestimaran los cargos. Incluso si la inocencia de su defendida no quedaba probada de forma definitiva, ahora había una duda más que razonable.

Se celebró una audiencia privada con un juez que había sido compañero de Boseman Barrow en la facultad y la petición fue aprobada. El expediente de Letizia Arenal pasó del despacho del fiscal al Servicio de Inmigración. Dispusieron que a pesar de que ya no iban a procesarla, la joven colombiana no podía quedarse en Estados Unidos. Se le preguntó dónde deseaba que la deportaran, y ella escogió España. Dos alguaciles de inmigración la acompañaron al aeropuerto Kennedy.

Paul Devereaux sabía que su primera tapadera se estaba agotando. Dicha tapadera era precisamente su no existencia. Había estudiado hasta la última información que había podido conseguir de la figura y la personalidad de un tal don Diego Esteban, del que se creía, aunque nunca se había demostrado, que era el jefe supremo del cártel.

Que aquel implacable hidalgo, un aristócrata descendiente de la España post-imperial, hubiese sido intocable durante tanto tiempo dependía de muchos factores.

Uno de ellos era la negativa absoluta de cualquiera a declarar en su contra. Otro se debía a la muy conveniente desaparición de cualquiera que se le opusiese. Pero incluso eso no hubiese sido suficiente sin un enorme poder político. Tenía influencia en los altos cargos, y mucha.

Hacía grandes donaciones a las buenas causas, todas muy publicitadas. Donaba dinero a las escuelas, hospitales, para becas, y siempre para los pobres de los barrios.

Donaba, aunque con mucha mayor discreción, no a un solo partido político, sino a todos, incluido al del presidente Álvaro Uribe, que había jurado acabar con la industria de la cocaína. En cada caso se ocupaba de que esos regalos llegasen a oídos de aquellos que importaba. Incluso pagaba la educación de los huérfanos de los policías y aduaneros asesinados, pese a que sus colegas sospechaban que era él quien había ordenado los asesinatos.

Pero, por encima de todo, se congraciaba con la Iglesia católica. No donaba a un monasterio o convento que estuviese pasando por malos tiempos, sino para las restauraciones. Esto lo hacía muy visible, como también asistir habitualmente a misa junto con los campesinos y los trabajadores de su finca, en la iglesia parroquial junto a su casa en el campo, es decir su residencia rural oficial, no una de las muchas y diversas granjas de las que era propietario con nombres falsos, donde se reunía con otros miembros de la Hermandad que había creado para manufacturar y comercializar ochocientas toneladas de cocaína al año.

—Es un maestro —musitó Devereaux admirado. Confiaba en que el Don no hubiese leído el

Ping Fa, El arte de la guerra.

Cobra sabía que la cantidad de cargas desaparecidas, agentes detenidos y redes de compradores desarticuladas, no seguirían considerándose una coincidencia durante mucho tiempo. Había un número limitado de coincidencias que un hombre inteligente podía aceptar, y cuanto más acentuada era la paranoia más se reducía el número. La primera tapadera, que no existiera tal, muy pronto se descubriría y el Don comprendería que tenía un nuevo y mucho más peligroso enemigo que no jugaba de acuerdo con las reglas.

Después vendría la tapadera número dos: la invisibilidad. Sun Tzu decía que un hombre no puede derrotar a un enemigo invisible. El viejo sabio chino había vivido mucho antes que existiera la alta tecnología del mundo de Cobra. Pero había nuevas armas que podían mantener a Cobra invisible mucho después de que el Don hubiese comprendido que ahí fuera tenía un nuevo enemigo.

El factor primordial que delataría su existencia sería la lista de ratas. Detener a ciento diecisiete funcionarios corruptos en una serie de ataques en dos continentes simultáneamente sería demasiado. Entregaría a las ratas a las fuerzas de la ley y el orden, poco a poco, hasta que el valor del peso bajase en alguna parte en Colombia. De todos modos, antes o después habría una filtración.

Pero aquella semana de agosto encargó a Cal Dexter que comunicara las tristes noticias a tres autoridades gubernamentales con la condición, esperaba, de la máxima discreción.

En una dura semana de viajes y entrevistas, Cal Dexter informó a Estados Unidos de que se liaría una gorda en los muelles de San Francisco; los italianos se enteraron de que tenían a un alto funcionario de aduanas corrupto en Ostia; y los españoles tendrían que comenzar a vigilar a un oficial del puerto de Santander.

En cada caso rogó que se organizase una incautación accidental de un cargamento de cocaína que llevaría a una detención en ese lugar. Recibió las garantías de que así sería.

A Cobra no le importaban en absoluto las bandas callejeras de Estados Unidos y Europa. Aquella escoria no era su problema. Pero cada vez que uno de los pequeños ayudantes del cártel salía de escena, el promedio de interceptaciones aumentaba de forma exponencial. Además, si no se llevaba a cabo la entrega en los muelles, la pérdida iba a cuenta del cártel. Había que volver a colocar la mercancía. Y reemplazarla. Y eso no era posible.

Álvaro Fuentes no iba de ningún modo a cruzar el Atlántico hasta África en un maloliente pesquero como el

Belleza del Mar. Como primer ayudante de Alfredo Suárez subió a bordo del

Arco Soledad, un carguero de seis mil toneladas.

Era lo suficientemente grande como para tener un camarote principal, no muy amplio pero privado, y lo ocupó Fuentes. El pobre capitán tuvo que instalarse con el primer oficial, pero sabía cuál era su puesto y no protestó.

Tal como había exigido el Don, el

Arco Soledad había sido redirigido de Monrovia, en Liberia, a Guinea-Bissau, donde parecía radicar el problema. Así y todo, llevaba cinco toneladas de cocaína pura.

Ir a la siguiente página

Report Page