Cobra

Cobra


Tercera parte: El ataque » Capítulo 12

Página 30 de 44

C

A

P

Í

T

U

L

O

1

2

Paco Valdez, el Ejecutor, y sus dos compañeros volaron a Guinea-Bissau. El Don no estaba dispuesto a arriesgarse a más desapariciones en alta mar. Tampoco iba a facilitar las cosas a la DEA norteamericana haciendo que sus criaturas viajasen por líneas aéreas comerciales.

A finales de la primera década del tercer milenio, la vigilancia y el control de los pasajeros de los vuelos intercontinentales se había vuelto tan absoluta que era improbable que Valdez, con su aspecto poco habitual, no llamase la atención. Así que volaron en el Grumman G-4 privado del Don.

Don Diego tenía razón… hasta cierto punto. El lujoso bimotor debía volar de todos modos en una línea casi recta desde Bogotá a Guinea-Bissau, con lo cual quedaba dentro del amplio círculo de vigilancia del Global Hawk

Sam. Así que el Grumman fue visto, registrado e identificado. Cuando se enteró de la noticia, Cobra sonrió satisfecho.

El jefe de operaciones del cártel en Guinea-Bissau, Ignacio Romero, recibió al Ejecutor en el aeropuerto de Bissau. A pesar de que lo superaba en rango, Romero se mostró muy cordial. En primer lugar, Valdez era el emisario personal del Don. En segundo lugar, su reputación inspiraba miedo en todo el negocio de la cocaína y, en tercer lugar, Romero debía informar que cuatro cargamentos grandes, dos por mar y dos por aire, no habían llegado.

Que las cargas se perdiesen formaba parte del factor de riesgo permanente al que se sometía el transporte. En muchas etapas del viaje, sobre todo en las rutas directas a América del Norte y Europa, dichas pérdidas podían rondar alrededor del quince por ciento, algo que el Don podía tolerar siempre y cuando las explicaciones fuesen lógicas y convincentes. Pero las pérdidas en la ruta a África Occidental, desde que Romero estaba en Guinea, prácticamente eran nulas; y por esa razón el porcentaje destinado a Europa que utilizaba la vía africana había aumentado en cinco años del veinte al setenta por ciento del total.

Romero estaba muy orgulloso de su porcentaje de «llegadas a salvo». Tenía una flotilla de barcas llevadas por bíjagos y varios falsos pesqueros muy rápidos a su disposición, todos equipados con localizadores GPS para asegurar con exactitud el punto de encuentro en el mar para la transferencia de la cocaína.

Además, tenía a todos los militares en el bolsillo. Los soldados del general Gomes hacían todo el trabajo pesado durante la descarga; el militar se llevaba su parte en forma de cocaína y hacía sus propios envíos a Europa en complicidad con los nigerianos. Se le pagaba a través de la legión de agentes financieros libaneses de África Occidental. Si el general ya era un hombre rico en términos mundiales, en términos locales era un Creso africano.

Y de repente… No solo había perdido cuatro cargas, sino que habían desaparecido sin dejar ninguna pista. Su cooperación con el emisario del Don estaba garantizada, pero se sintió más tranquilo porque alguien apodado el Animal se mostrase de tan buen humor e ingenioso con él. Tendría que haber recelado.

Como siempre que un pasaporte colombiano aparecía en el aeropuerto, las formalidades se evaporaban. Los tres tripulantes recibieron la orden de permanecer en el G4, de utilizar el lavabo de la cabina VIP y de no dejar nunca el avión sin que al menos se quedase uno a bordo. Después, en su lujoso todoterreno, Romero llevó a sus huéspedes a través de la ciudad destrozada por la guerra hasta su mansión en la playa, a quince kilómetros de la ciudad.

Valdez se había llevado con él a dos ayudantes. Uno era bajo pero muy fornido; el otro era alto, delgado y picado de viruela. Cada uno llevaba una maleta que nadie inspeccionó. Todos los expertos necesitan sus herramientas.

El Ejecutor parecía un hombre de trato fácil. Pidió un vehículo y que le aconsejara un buen restaurante fuera de la ciudad. Romero propuso el Mar Azul, a las orillas del río Mansoa, detrás de Quinhamel, por su famosa langosta. Se ofreció a llevar a sus invitados hasta allí en persona, pero Valdez rechazó la propuesta, cogió un mapa y dejó que su ayudante gordo condujese. Estuvieron ausentes casi todo el día.

A Romero le pareció divertido. No se les veía interesados en sus procedimientos a prueba de fallos para recibir la carga y enviarla por las rutas de tránsito a África del Norte y Europa.

El segundo día, Valdez comentó que el almuerzo junto al río había sido tan espléndido que los cuatro deberían repetir la salida. Subió al todoterreno junto al corpulento que había reemplazado al chófer habitual de Romero. Este y el flacucho ocuparon los asientos de atrás.

Parecía que los recién llegados conocían la ruta muy bien. Apenas consultaron el mapa y condujeron sin equivocarse por Quinhamel, la capital oficial de la tribu papel. Los papel habían perdido su influencia desde que el presidente Veira, que era uno de ellos, había sido despedazado con machetes por el ejército un año atrás. Desde entonces el general Gomes, un balanta, era el dictador.

Pasada la ciudad, una señal en la carretera indicaba que el restaurante quedaba a la izquierda de la carretera principal, pero había que seguir por una pista de tierra durante otros nueve kilómetros. A medio camino, Valdez torció la cabeza hacia un lado y el gordo se metió por una pista todavía más estrecha hacia una vieja granja abandonada. En ese momento Romero comenzó a suplicar.

—Cállese, señor —dijo el Ejecutor en voz baja.

En vista de que no dejaba de proclamar su inocencia, el delgado sacó un largo puñal y lo sostuvo debajo de su barbilla. Romero comenzó a llorar.

La granja no era más que una chabola, pero había algo parecido a una silla. Romero estaba demasiado angustiado para advertir que alguien había atornillado las patas al suelo para que no se moviese.

Los interrogadores del jefe de zona mostraban la actitud de un operario que cumple con su tarea. Valdez no hizo nada, aparte de mirar con su rostro de querubín los anacardos crecidos y sin recolectar. Sus ayudantes sacaron a Romero del todoterreno, lo llevaron a la granja, lo desnudaron hasta la cintura y lo ataron a la silla. Lo que siguió duró una hora.

El Animal comenzó el interrogatorio, porque disfrutaba hasta que su víctima perdía el conocimiento; entonces dejaba su lugar a los demás. Sus acólitos utilizaron sales aromáticas para devolverle la conciencia y después, Valdez volvió a repetir la pregunta. Solo era una. ¿Qué había hecho Romero con las cargas robadas?

Una hora más tarde casi había terminado. El hombre en la silla había dejado de gritar. Sus labios destrozados solo gimieron un «Nooooo» cuando, después de una breve pausa, los dos torturadores comenzaron de nuevo. El gordo era el que pegaba, el delgado el que cortaba. Era lo que hacían mejor.

Hacia el final, Romero era irreconocible. No tenía orejas, ni ojos ni nariz. Le habían aplastado todos los nudillos y le habían arrancado las uñas. Había un charco de sangre debajo de la silla.

Valdez notó algo a sus pies, se agachó y lo arrojó fuera, al sol cegador del exterior. Al cabo de unos segundos se acercó un perro esquelético. Tenía un rastro de saliva blanca alrededor de las mandíbulas. Estaba rabioso.

El Ejecutor sacó una pistola automática, la martilló, apuntó y disparó una vez. La bala atravesó las dos caderas del animal. La criatura, que parecía un zorro, soltó un ladrido agudo y cayó; sus patas delanteras rascaban el suelo, las dos traseras ya eran inútiles. Valdez se volvió y guardó la pistola.

—Rematadle —dijo con voz suave—. Él no lo hizo.

Lo que quedaba de Romero murió de una sola puñalada en el corazón.

Los tres hombres de Bogotá no intentaron ocultar lo que habían hecho. Se encargaría de ello el ayudante de Romero, Carlos Sonora. Limpiar aquello le serviría de aviso y garantizaría su futura lealtad.

Los tres se quitaron los impermeables de plástico manchados y los enrollaron. Estaban bañados en sudor. Al salir tuvieron cuidado de mantenerse bien apartados del morro espumeante del perro moribundo. Mordía el aire, todavía a un metro del trozo que lo había sacado de su guarida. Era una nariz humana.

Escoltado por Sonora, Paco Valdez hizo una visita de cortesía al general Jalo Gomes, que los recibió en su despacho en el cuartel general del ejército. Tras explicarle que se trataba de una costumbre de su gente, Valdez entregó un regalo personal de don Diego Esteban a su estimado colega africano. Era un jarrón de artesanía nativa pintado a mano.

—Para las flores —dijo Valdez—, así cuando las mire recordará nuestra beneficiosa y amigable relación.

Sonora tradujo al portugués. El delgaducho fue a buscar agua al baño. El gordo llevaba un ramo de flores. Quedaría un adorno muy bonito. El general sonrió complacido. Nadie se fijó en que el jarrón tenía capacidad para muy poca agua y que los tallos de las flores eran un tanto cortos. Valdez tomó nota del número del teléfono que estaba sobre la mesa, uno de los pocos en la ciudad que funcionaban.

Al día siguiente era domingo. El grupo de Bogotá estaba a punto de marcharse. Sonora les llevaría al aeropuerto. Un kilómetro más allá del cuartel general del ejército, Valdez ordenó que pararan. En su móvil, con la cobertura que facilitaba el MTN, el único servicio local, y que utilizaba únicamente la élite, los blancos y los chinos, llamó al despacho del general Gomes.

El general tardó unos minutos en ir desde su alojamiento hasta su despacho. Cuando respondió, estaba a un metro del jarrón. Valdez pulsó el detonador que tenía en la mano.

La explosión derrumbó la mayor parte del edificio y redujo el despacho a escombros. Del dictador solo encontraron unos pocos pedazos que más tarde se llevaron al territorio balanta, para que lo enterraran junto a los espíritus de sus antepasados.

—Necesitará un nuevo socio comercial —dijo Valdez a Sonora de camino al aeropuerto—. Alguien honrado. Al Don no le gustan los ladrones. Ocúpese de que sea así.

El Grumman estaba preparado para el despegue. Pasó al norte de la isla brasileña de Fernando de Noronha, donde

Sam lo descubrió e informó. El golpe en África Occidental apareció en el servicio mundial de noticias de la BBC, pero apenas fue una nota sin imágenes que no duró mucho.

Unos días antes se había dado una noticia en la televisión que no había llamado demasiado la atención, pero era de la CNN desde Nueva York. Por lo general, que deportaran desde el aeropuerto Kennedy a una joven estudiante colombiana y la devolvieran a sus estudios en Madrid, después de que se hubieran retirado los cargos contra ella en Brooklyn, no hubiese merecido ninguna mención, pero alguien había movido los hilos en alguna parte y se envió a un equipo.

La filmación de dos minutos se emitió en las noticias de la tarde. En las de las nueve ya no se emitiría, por razones editoriales. En las imágenes se veía un coche del ICE que se detenía en salidas internacionales y a dos alguaciles que escoltaban a una joven muy hermosa con una expresión un tanto apagada a través del vestíbulo hasta desaparecer por el control de seguridad, donde no se detuvieron.

La voz en off decía que la señorita Arenal había sido víctima de un intento, por parte de un mozo de equipajes en el aeropuerto de Madrid, de utilizar su maleta para entrar en Nueva York con un kilo de cocaína; pero la droga se había descubierto en un control al azar en el aeropuerto Kennedy varias semanas atrás. La detención y confesión en España del culpable había exonerado a la estudiante colombiana, que ahora era libre para reincorporarse a su curso de Bellas Artes en Madrid.

No provocó ningún escándalo, pero alguien lo vio y lo grabó en Colombia. Después, Roberto Cárdenas volvió a mirar la noticia con frecuencia. Le permitía contemplar a la hija que no había visto en años; le recordaba a su madre, Conchita, que había sido toda una belleza.

A diferencia de muchos de los altos cargos en el negocio de la cocaína, Cárdenas nunca había sentido debilidad por la ostentación y el lujo. Procedía de los barrios más miserables y se había abierto camino en los viejos cárteles. Había sido uno de los primeros en ver la progresión de don Diego y comprender los beneficios de la centralización y la concentración. Por ese motivo el Don, convencido de su lealtad, se lo había llevado consigo a la recién formada Hermandad.

Cárdenas tenía el instinto de los animales asustadizos; conocía su bosque, intuía el peligro y nunca erraba el tiro. Solo tenía un punto débil y, por culpa de un abogado cuyas visitas demasiado regulares a Madrid había descubierto un informático, muy lejos, en Washington, lo habían descubierto. Cuando Conchita, que había criado a Letizia sola después de separarse, murió de cáncer, Cárdenas sacó a su hija del nido de víboras que era el mundo donde estaba condenada a vivir porque no conocía otro.

Tendría que haber escapado después de la detención de Eberhardt Milch en Hamburgo. Lo sabía, su instinto no lo había abandonado. Pero no quiso. Detestaba ese lugar llamado «el exterior»; solo podía dirigir su división de funcionarios extranjeros sobornados a través de un grupo de jóvenes que nadaban como peces entre el coral extranjero. No podía hacerlo y lo sabía.

Como una criatura de la selva, se movía constantemente de un refugio a otro, incluso en su propio bosque. Tenía cincuenta escondrijos, sobre todo en los alrededores de Cartagena, y compraba móviles desechables como si fuesen caramelos; nunca hacía más de una llamada antes de lanzar el móvil al río. Era tan esquivo que a veces el cártel tardaba más de un día en encontrarlo. Y era algo que el eficiente coronel Dos Santos, jefe de Inteligencia de la Policía Antidroga, no se podía permitir.

Sus escondrijos solían ser granjas, oscuras, casi sin muebles, espartanas. Pero había un placer al que no renunciaba: le encantaba su televisor. Tenía el mejor y más nuevo modelo de plasma, la mejor antena de satélite, y viajaban siempre con él.

Le gustaba sentarse con una caja de seis botellas de cerveza, ir pasando los canales o ver películas en el reproductor de DVD del televisor. Le encantaban los dibujos animados, porque el Coyote le hacía reír, y no era fácil que él riese. Le gustaban las series de polis del canal Hallmark, porque podía burlarse de la incompetencia de los criminales, a los que siempre detenían, y de la poca utilidad de los policías, que nunca hubiesen pillado a Roberto Cárdenas.

Le encantaba una noticia que había grabado y que miraba una y otra vez. Mostraba a una encantadora pero pálida joven en el aeropuerto Kennedy. Algunas veces congelaba la imagen y la miraba durante media hora. Después de lo que había hecho para conseguir lo que aparecía en el vídeo, sabía que tarde o temprano alguien cometería un error.

Cuando se produjo el error fue nada menos que en Rotterdam. En esta antigua ciudad holandesa que apenas podría reconocer un comerciante que hubiese vivido allí cien años atrás, o un soldado de infantería británico que hubiese marchado por sus calles bajo una lluvia de flores y besos a principios de 1945. Solo en el pequeño casco antiguo todavía se mantenían las elegantes mansiones del siglo XVIII, mientras que el gigantesco Europoort era moderno, una segunda ciudad de acero, cristal, cemento, agua y barcos.

Si bien la mayor parte del petróleo necesario para mantener a Europa funcionando se descarga en los canales más alejados de la ciudad, la segunda especialidad de Rotterdam es su puerto de contenedores; no es tan grande como el de Hamburgo, pero es igual de moderno y mecanizado.

La aduana holandesa, en colaboración con la policía y, de acuerdo con la tradicional frase «actuando según una información recibida», había descubierto y detenido a un agente de aduanas llamado Peter Hoogstraten.

Era un hombre inteligente, astuto y pretendía negar la acusación. Sabía lo que había hecho y dónde había guardado el dinero del soborno o, para ser más exactos, dónde el cártel lo había depositado para él. Tenía la intención de retirarse y disfrutar hasta del último céntimo. No tenía la menor intención de confesar ni admitir nada. No dejaba de apelar a sus derechos civiles y sus derechos humanos. La única cosa que le preocupaba era cómo las autoridades habían logrado saber tanto. Alguien, en alguna parte, lo había denunciado; de eso estaba seguro.

Aunque se enorgullecen de ser ultraliberales, los Países Bajos acogen al mundo del hampa, y quizá debido a su extrema permisividad una gran parte del hampa está en manos de extranjeros europeos y no europeos.

Hoogstraten trabajaba principalmente para una banda de turcos. Conocía las reglas del tráfico de cocaína. El producto pertenecía al cártel hasta que salía del puerto de contenedores y entraba en las carreteras de la Unión Europea. Entonces pertenecía a la mafia turca, que había pagado el cincuenta por ciento al hacer el pedido, y el otro cincuenta por ciento a la entrega. Un cargamento interceptado por la aduana holandesa perjudicaría a las dos partes.

Los turcos tendrían que volver a hacer el pedido, aunque se negarían a pagar por segunda vez. Pero los turcos tenían clientes que también habían hecho pedidos y exigían la entrega. La capacidad de Hoogstraten para autorizar el paso de los contenedores y otras cargas era inestimable y muy bien recompensada. Él tan solo era un peón más en un recorrido que, entre la selva colombiana y una fiesta holandesa, podía tener fácilmente veinte participantes diferentes, todos ellos remunerados, pero él era el crucial.

El error se debió a un problema personal del inspector jefe Van der Merwe. Había desarrollado toda su carrera profesional en la aduana holandesa. Se había unido a la División de Investigación Criminal a los tres años de entrar en la profesión y había interceptado montañas de contrabando a lo largo de los años. Pero los años se habían cobrado su peaje. Tenía la próstata agrandada y bebía demasiado café, que aumentaba las molestias de su delicada vejiga. Era motivo de sonrisas disimuladas entre sus colegas más jóvenes, pero como era él quien padecía no le veía la gracia. En mitad del sexto interrogatorio a Peter Hoogstraten tuvo que salir.

Aquello no tendría que haber sido un problema. Indicó con un gesto a su compañero que harían una pausa. El colega dijo: «Entrevista suspendida a…» y apagó el magnetófono digital. Hoogstraten insistió en que quería fumar un cigarrillo y eso significaba ir a la zona donde se podía fumar.

La corrección política lo prohíbe, pero los derechos civiles lo permiten. Van der Merwe anhelaba jubilarse a su casa de campo en las afueras de Groninga, con su precioso huerto y sus árboles frutales, donde podría hacer durante el resto de su vida lo que más le gustaba. Los tres hombres se levantaron.

Cuando Van der Merwe se volvió el faldón de su chaqueta desplazó el expediente que tenía delante en la mesa. El expediente giró noventa grados y asomó un papel. Era una lista de números. En un segundo volvió a estar dentro de la carpeta, pero Hoogstraten lo había visto. Reconoció los números. Eran de su cuenta bancaria en las islas Turcas y Caicos.

Su rostro no delató nada, pero una luz se encendió dentro de su cabeza. Ese cerdo había entrado en sus cuentas bancarias secretas. Aparte de él, solo dos fuentes conocían esas cifras: el banco, la mitad de cuyo nombre había aparecido por una fracción de segundo, y el cártel, que llenaba esa cuenta. Dudaba que fuese el banco, a menos que la DEA norteamericana hubiese desactivado los cortafuegos de los ordenadores que protegían las cuentas.

Aunque era posible. Nada era totalmente impenetrable, ni siquiera los cortafuegos de la NASA y el Pentágono, como había quedado demostrado. En cualquier caso debía avisar al cártel de que había una filtración, y muy grave. No tenía ni idea de cómo ponerse en contacto con el cártel colombiano, aunque sabía que existía porque había leído acerca de él en un largo artículo sobre la cocaína en

De Telegraf. Pero los turcos lo sabrían.

Dos días más tarde, mientras se celebraba la vista para pedir la libertad bajo fianza, la aduana holandesa tuvo su segundo golpe de mala suerte. El juez era un fanático declarado de los derechos civiles que, en privado, apoyaba la legalización de la cocaína, que él mismo consumía. Concedió la fianza; Hoogstraten salió e hizo su llamada.

En Madrid, el inspector jefe Paco Ortega por fin podía atacar con la bendición de Cal Dexter. El abogado, Julio Luz, encargado de blanquear el dinero ya no le era de ninguna utilidad. Una ojeada a las reservas en el aeropuerto de Bogotá le indicó que volaba a Madrid en otro de sus viajes habituales.

Ortega esperó hasta que saliese del banco, mientras en la parte de atrás dos miembros del personal entregaban dos pesadas maletas Samsonite. De pronto aparecieron guardias civiles armados dirigidos por agentes de paisano de la UDYCO.

En el callejón detrás del banco, al mando de un hombre de la UDYCO que estaba apostado en un tejado a quinientos metros, los agentes detuvieron a dos hombres que después se demostró que eran matones que trabajaban para las bandas gallegas, junto con el personal del banco y las maletas. Estas contenían el pago quincenal del saldo de cuentas entre el hampa española y el cártel colombiano.

La cantidad total superaba los diez millones de euros, agrupados en fajos de quinientos euros. En la eurozona es un billete que no suele verse, porque su valor es tan alto que apenas se usa en la calle. En realidad se utiliza principalmente para grandes pagos en metálico, y solo hay una actividad que los necesite a menudo.

Julio Luz fue detenido delante del banco y, en el interior, los hermanos Guzmán y su jefe contable. Con una orden judicial, la UDYCO confiscó todos los libros y registros. Demostrar la confabulación en una operación de dinero transcontinental llevaría meses de investigación a un equipo de los mejores contables, pero las dos maletas justificaban el cargo para detenerlos. No podían explicar legalmente que tuviesen que entregárselo a pandilleros conocidos. Sería mucho más sencillo si alguien confesaba.

Camino de los calabozos, los gallegos pasaron por delante de una puerta abierta. En el interior un desesperado Julio Luz aceptaba la invitación a café y galletas de Paco Ortega, que sonreía satisfecho mientras le servía una taza.

Uno de los guardias civiles uniformados sonrió complacido a su prisionero.

—Ese es el tipo que hará que te condenen a cadena perpetua en la cárcel de Toledo —comentó.

En el interior de la habitación, el abogado colombiano se volvió hacia la puerta y por un segundo cruzó la mirada con el pandillero que lo observaba con el entrecejo fruncido. No tuvo tiempo de protestar. El hombre tuvo que seguir caminando por el pasillo. Dos días más tarde, mientras lo trasladaban desde la central de Madrid a una cárcel en los suburbios, consiguió escapar.

Pareció deberse a una grave falta de seguridad, así que Ortega, compungido, se disculpó con sus superiores. Las esposas del hombre debían de estar mal cerradas y en el furgón había conseguido liberar una mano. La furgoneta no entró en el patio de la cárcel sino que se detuvo en el bordillo. Cuando los dos presos estaban cruzando la calle uno de ellos se soltó y salió corriendo. Los policías tardaron en reaccionar y el preso consiguió fugarse.

Dos días más tarde, Paco Ortega entró en la celda de Julio Luz y le anunció que no había conseguido prolongar su detención. Era libre de marcharse. Más aún, lo escoltarían hasta el vuelo de la mañana de Iberia a Bogotá y lo subirían al avión.

Julio Luz permaneció despierto toda la noche en su celda, pensando. No tenía esposa ni hijos, algo que ahora agradecía. Sus padres estaban muertos. Nada le ligaba a Bogotá y don Diego lo aterrorizaba.

En la cárcel solo se hablaba de la fuga del maleante gallego y de la incapacidad de las autoridades para encontrarlo. Sin duda sus compañeros del noroeste en Madrid, algunos de los cuales formaban parte del hampa, le darían cobijo y lo llevarían a casa.

Julio Luz pensó en todas las mentiras del guardia civil del pasillo. Por la mañana rehusó marcharse. Su abogado defensor estaba desconcertado. Luz continuó negándose.

—No tiene otra alternativa, señor —manifestó el inspector jefe Ortega—. Al parecer no tenemos ninguna acusación contra usted. Su abogado aquí presente ha sido demasiado listo para mí. Tendrá que volver a Bogotá.

—¿Qué pasa si confieso?

Se hizo el silencio en la celda. El abogado defensor levantó las manos y se marchó furioso. Había hecho todo lo posible. Él había ganado. Pero ni siquiera él podía defender a un tonto. Paco Ortega llevó a Luz a una sala de interrogatorios.

—Ahora —dijo—, hablaremos. Hablaremos de verdad. De muchas cosas. Si de verdad quiere que le protejamos.

Luz habló. Habló y habló. Sabía muchas cosas, no solo del Banco Guzmán sino de otros. Como Eberhardt Milch en Hamburgo, no estaba hecho para ese tipo de cosas.

El tercer golpe de João Mendoza fue un antiguo Noratlas francés, totalmente inconfundible a la luz de la luna debido a sus dos timones y a las puertas de carga traseras. Ni siquiera iba a Guinea-Bissau.

El mar frente a las costas de Dakar, capital de Senegal al norte de Guinea, era rico en pesca y atraía a los deportistas a esa zona. En el mar, a cincuenta millas de Dakar esperaba un gran barco de pesca, un Hatteras. Era una tapadera perfecta, porque la visión de un barco blanco rápido con montones de cañas de pescar a popa no levantaba sospechas.

El

Blue Marlin se balanceaba suavemente en la marejadilla nocturna como si esperase que los peces comenzasen a picar con el alba. Gracias a la moderna tecnología del GPS, su posición era la que debía ser, con una precisión casi absoluta. La tripulación esperaba con una potente linterna para transmitir el código acordado cuando oyesen el ruido de los motores. Pero no se oía nada.

Los motores habían dejado de funcionar quinientas millas al sudoeste y yacían con los otros restos del Noratlas en el fondo del mar. Al alba, la tripulación del Hatteras, que no tenía ningún interés por la pesca, regresó a Dakar para informar en un e-mail cifrado que no se había producido el encuentro y que no llevaban la esperada tonelada de cocaína en la bodega debajo del motor.

Cuando septiembre dio paso a octubre, don Diego Esteban convocó una reunión de emergencia. Más que para realizar un análisis era para hacer balance.

Había dos ausencias en la junta directiva. Ya se conocía la noticia de la detención en Madrid de Julio Luz, aunque nada se sabía de que se hubiera convertido en un informante.

Ir a la siguiente página

Report Page