City Life

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El baile de los policías

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Horace, un policía, estaba preparando gallinas de Cornualles para una cena especial. Estas gallinas están totalmente congeladas, pensaba Horace. Llevaba puestos los pantalones azules del uniforme.

Dentro de las gallinas estaban los menudillos en una bolsa de plástico. Usando las tenacillas, Horace extrajo los menudillos helados del interior de las aves. Esta noche es la noche del baile de la policía, pensó Horace. Bailaremos toda la noche. Pero primero tengo que meter esto en el horno a una temperatura de trescientos cincuenta grados.

Horace lustró sus zapatos negros de vestir. ¿Se «decidirá». Margot esta noche? ¿Lo hará en esta noche de noches? Bien, si no lo hace —Horace observó los pescuezos de las aves que había desmenuzado con las tenacillas. No, reflexionó, no es un pensamiento noble. Porque yo soy un miembro de la policía. He de intentar dormir mi odio. He de procurar dar ejemplo a los demás. Porque si no pueden confiar en nosotros… los hombres de azul…

En la oscuridad, fuera del Baile de la Policía, los horrores esperaban a Margot y a Horace.

Margot estaba sola. Sus compañeras de habitación habían ido a pasar el fin de semana a Provincetown. Se puso esmalte color perla en las uñas para que hiciera juego con el color perla de su vestido nuevo. Asistirán coroneles y generales de la Policía, pensaba. El Monarca de la Policía en persona. Girando en la pista alzaré la mirada. El perla de mis ojos frente al gris acero de las jerarquías.

Margot tomó un taxi y se dirigió al encuentro de Horace. El taxista iba pensando: Un bonito ejemplar. Podría amarla.

Horace sacó las aves del horno. Añadió los dorados menudillos que venían en el paquete. Luego descorchó el vino, pensando: Ésta es una ciudad despiadada. Para aquéllos cuyas voces carecen de la fuerza de la autoridad. Afortunadamente el uniforme… ¿Por qué no se rendirá, por qué no entregará su persona? ¿Es que cree que puede resistirse a la fuerza? ¿A la fuerza de las fuerzas?

«Estas aves están deliciosas».

Llevando a Horace y a Margot al Cuartel, el nuevo taxista pensaba en el baloncesto.

¿Por qué se aplaude siempre al hombre que consigue el tanto?

¿Por qué no aplauden al balón?

Realmente es el balón el que entra en el cesto.

El hombre no entra nunca en el cesto.

Yo nunca he visto a ningún jugador entrar en el cesto.

Veinte mil policías de todas las graduaciones asistían a la fiesta anual. El escenario era Camelot, con alegres estandartes y gallardetes. El interior del Cuartel había sido cubierto con una lujosa lona. Generales y coroneles de la policía observaban con suficiencia los uniformes oscuros, los blancos guantes, los plateados trajes de noche.

«¿Esta noche?».

«Horace, ahora no. El espectáculo es tan brillante. Quisiera recordarlo».

Horace pensó: ¿Recordar esto? ¿No a mí?

El Monarca habló: «Os pido que seáis razonables con los ciudadanos. Después de todo, ellos pagan nuestros salarios. Sé muy bien que son difíciles de tratar a veces, obtusos, a veces, incluso criminales a veces, como a menudo descubrimos en nuestro trabajo. Pero os pido, a pesar de todo, que seáis razonables. Sé que es duro. Sé que no es fácil. Sé muy bien, por ejemplo, que cuando veis un gran coche, un Biscayne ‘70, doblando una esquina a toda velocidad con tres personas delante y tres atrás, promiscuamente, edades, sexos y colores, vuestro impulso natural es —¡sé muy bien cuál es vuestro primer pensamiento! ¡Toda esa gente! ¡Juntos! Y vuestro segundo pensamiento es, ¡Fuerza! Pero he de pediros, en nombre de la misma fuerza, que os reprimáis. Pues la fuerza, ese gran principio, es más honrado en la observancia y el cumplimiento del deber y eso es lo vuestro, muchachos. Sois hombres admirables, los más admirables. Sois americanos. Así que por amor a América, sed cuidadosos. Sed razonables. Sed comedidos. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y ahora me complace presentaos a Vercingetórix, caudillo de los bomberos, que nos trae unas palabras de felicitación de ese admirable cuerpo».

Las oleadas de aplausos en honor del Monarca llenaron el recinto entoldado.

«Es un anciano encantador» dijo Margot.

«Nació en un Estado del Oeste, y alcanzó su actual posición sólo gracias a sus propios méritos», le explicó Horace.

El gobierno de Checoslovaquia envió observadores al Baile de la Policía. «Nuestra policía no es lo bastante feliz», explicó el coronel general Cepicky. «Intentamos animarlos. Ésta es una forma. Quizás no sea la mejor de todas, pero… También a mí me agrada beber el

whisky oficial. ¡Me pone alegre!».

Un camarero pensaba: ¿Quién será aquella rubia traje perla? Está pero que muy buena.

El tono del baile cambió. Ahora la música era más seria. Los ojos de Margot chisporroteaban por las copas de champán que había bebido. Sentía en la mejilla el aliento de Horace que olía delicadamente a gallina de Cornualles. Voy a darle lo que quiere, decidió. Esta noche. Lo merece por su heroísmo. Él se alza entre nosotros y ellos. Él representa lo mejor de nuestra sociedad: decencia, orden, libertad, fuerza, sirenas, humo. No, él no representa el humo. Los bomberos representan el humo. Grandes nubes negras y aceitosas. Ese Vercingetórix tiene un aspecto gallardo. ¿Con quién está bailando ahora Vercingetórix?

Los horrores esperaban fuera pacientemente. Hasta los policías, pensaban los horrores. Al final atrapamos hasta a los policías.

En el apartamento de Horace, un menudillo dorado estaba sobre una uña perla.

Los horrores habían salido del apartamento de Horace. Ni siquiera los policías y sus damas están a salvo, pensaban los horrores. Nadie está a salvo. La seguridad no existe. ¡Ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja!

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