City

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Hermosa es la puta de Closingtown, hermosa. Negros son los cabellos de la puta de Closingtown, negros. Hay decenas de libros en su habitación, en el primer piso del saloon, que lee mientras espera, historias con un principio y un final, si se lo pides, te las contará. Joven es la puta de Closingtown, joven. Al tenerte entre sus piernas te susurra: amor mío.

Decía Shatzy que costaba como cuatro cervezas.

Sed de ella en los pantalones de toda la ciudad.

Ateniéndonos a los hechos, ella fue hasta allí para ser maestra. Habían convertido la escuela en un almacén, desde que se marchara la señorita McGuy. Y, en un momento dado, llegó ella. Lo arregló todo y los chiquillos empezaron a comprar libretas, lápices y todo lo demás. Según Shatzy, sabía lo que se hacía, y utilizaba libros comprensibles. Incluso hasta los muchachos mayores le encontraron el gusto, iban cuando podían, la maestra era hermosa, y al final conseguían leer las frases escritas bajo los rostros de los bandidos, los que colgaban en la oficina del sheriff. Se trataba de chicos que ya eran hombres. Ella cometió el error de quedarse, a solas, con uno de ellos en la escuela vacía, una tarde cualquiera. Se abrazó a él, e hicieron el amor con todas las ganas del mundo. Después, cuando aquel asunto dio en saberse, los hombres habrían hecho oídos sordos, pero las mujeres dijeron que era una puta, y no una maestra.

En efecto, dijo ella.

Cerró la escuela y empezó a trabajar al otro lado de la calle, en una habitación del primer piso del saloon. Sutiles son las manos de la puta de Closingtown, sutiles. Se llamaba Fanny.

Todos la querían, pero sólo uno la amaba, y era Pat Cobhan. Se quedaba abajo, bebía cervezas, y esperaba. Cuando había terminado, ella bajaba.

Hola, Fanny.

Hola.

Iban arriba y abajo, desde el principio hasta el final de la ciudad, agarrados, en la oscuridad, y hablando de aquel viento que nunca cesaba.

Buenas noches, Fanny.

Buenas noches.

Pat Cobhan tenía diecisiete años. Verdes eran los ojos de la puta de Closingtown, verdes.

Si quieres entender su historia —decía Shatzy— tienes que saber cuántos disparos tenía en aquel tiempo un revólver.

Seis.

Ella decía que era un número perfecto. Piénsalo. Y haz sonar ese ritmo. Seis disparos, uno dos tres cuatro cinco seis. Perfecto. ¿No oyes el silencio, después? Ése sí que es un silencio. Uno dos tres cuatro. Cinco seis. Silencio. Es como una respiración. Cada seis disparos es una respiración. Puedes respirar rápidamente, o lentamente, pero cada respiración es perfecta. Uno dos tres cuatro cinco. Seis. Respira el silencio, ahora.

¿Cuántos disparos tenía un revólver?

Seis.

Y entonces te contaba aquella historia.

Pat Cobhan ríe por lo bajo, con espuma de cerveza en la barba y olor a caballo en las manos. Hay un violinista que toca y que tiene un perro amaestrado. La gente le tira una moneda, el perro va a recogerla y luego vuelve hacia su amo, caminando sobre las patas traseras, y le mete la moneda en el bolsillo. El violinista está ciego. Pat Cobhan ríe.

Fanny trabaja, en el piso de arriba, con el hijo del pastor entre sus piernas. Amor mío. El hijo del pastor se llama Young. Se ha dejado la camisa puesta y tiene el pelo negro bañado en sudor. Algo parecido al terror, en sus ojos. Fanny le dice Fóllame, Young, pero él se pone rígido y se escapa de las piernas abiertas —medias blancas con fino encaje hasta encima de las rodillas, y luego nada más. El no sabe adónde mirar. Le coge una mano y se la frota sobre su sexo. Sí, Young, dice ella. Lo acaricia, Eres guapo, Young, le dice. Se lame la palma de la mano, mirándolo a los ojos, y luego vuelve a acariciarlo, rozándolo apenas. Venga, dice Young. Venga. Ella aprieta en la palma de la mano su sexo. Él cierra los ojos y piensa No debo pensar. En nada. Ella se mira su mano, y después el sudor sobre el rostro de Young, sobre el pecho, y después su propia mano deslizándose sobre su sexo. Me gusta tu polla, Young, quiero tu polla. Él está de lado, apoyado sobre un brazo. El brazo tiembla. Ven, Young, dice ella. Él tiene los ojos cerrados. Ven. Él se vuelve por encima de ella, y arremete entre las piernas abiertas. Así, Young, así, dice ella. Él abre los ojos. En los ojos, algo parecido al terror. Hace una nueva mueca, y se sale. Espera, Young, dice ella, cogiéndole la cabeza entre las manos y besándolo. Espera, dice él.

Pat Cobhan ríe, en el piso de abajo, y echa una ojeada al reloj de péndulo, tras la barra. Pide otra cerveza y juega con una moneda de plata, intentando mantenerla en equilibrio sobre el borde del vaso vacío.

¿Quieres casarte conmigo, Fanny?

No digas tonterías, Pat.

Lo digo en serio.

Para ya.

¿Yo te gusto, Fanny?

Sí.

Tú me gustas, Fanny.

La moneda cae dentro del vaso, Pat Cobhan le da la vuelta al vaso, cae la moneda, sobre la madera de la barra, y gotea un resto de cerveza, líquido y espuma. Coge la moneda y la seca en sus pantalones. La mira. Le entran ganas de olerla. La deja de nuevo sobre el borde del vaso. Echa una ojeada al reloj de péndulo. Piensa: Young, hijo de puta, ¿quieres acabar de una vez? Dulce es el perfume de la puta de Closingtown, dulce.

Fanny desliza sus labios sobre el sexo de Young, él la mira y eso le gusta. Mete una mano entre sus cabellos y la empuja hacia sí. Ella le coge la mano y la aparta, mientras sigue besándolo. Él la mira. Vuelve a meterle la mano entre los cabellos, ella se para, levanta la mirada hacia él y le dice Pórtate bien, Young. Cállate, dice él, y con la mano empuja la cabeza hacia su sexo. Ella se lo mete en la boca y cierra los ojos. Se mueve cada vez más rápido, arriba y abajo. Así, puta, dice él. Así. Ella abre los ojos y ve la piel brillante de sudor, en el vientre de Young. Ve los músculos contraerse, a sacudidas, como en una especie de agonía. Venga, dice él. No pares. Una especie de agonía. Él la mira. Le gusta. La mira. Después apoya sus manos en los hombros de ella, la aprieta fuertemente y de repente la empuja hacia atrás, tumbándose encima de ella. Más suave, Young, dice ella. Él cierra los ojos y se mueve encima de ella. Más suave, Young. Ella busca con una mano su sexo, él se la aparta. Empuja con fuerza entre sus piernas. Mierda, dice. Mierda. Se sale de nuevo, de repente. Ella gira la cabeza hacia un lado, levanta los ojos al cielo por un instante, y suspira. Y él la ve. La ve.

Pat Cobhan levanta los ojos y mira fijamente el reloj de péndulo, tras la barra. Después mira la escalinata que sube al primer piso. Luego mira el vaso de cerveza, lleno, delante de él.

Eh, Carver.

¿Pat?

Manténla fría.

¿Te marchas?

Ahora vuelvo.

¿Todo en orden, Pat?

Sí, sí, todo en orden.

De acuerdo.

Manténla fría.

Permanece apoyado en la barra. Se da la vuelta y echa una ojeada a la puerta del saloon. Escupe al suelo, luego aplasta el grumo de saliva con la bota, y mira el polvo húmedo en el suelo. Levanta la cabeza.

Vigila que no se meen dentro, ¿de acuerdo?, y sonríe.

¿Por qué no te vas a casa, Pat?

Vete tú, Carver.

Deberías irte a casa.

No me digas lo que tengo que hacer.

Carver sacude la cabeza. Pat Cobhan se ríe. Levanta el vaso de cerveza y da un trago. Deja de nuevo el vaso, se vuelve, mira la escalinata que lleva al primer piso, mira las agujas negras en la esfera blanca amarillenta, hijo de puta, dice en voz baja.

Young se ha dado la vuelta, ha echado mano al cinturón colgado de la silla, ha sacado la pistola de la funda y ahora la empuña. Desliza el cañón sobre la piel de Fanny. Blanca es la piel de la puta de Closingtown, blanca. Ella intenta levantarse. Échate, dice él. Tiene el cañón de la pistola apretando debajo de la barbilla. No te muevas. No grites. ¿Qué coño estás haciendo?, dice ella. Cállate. Él va deslizando el cañón de la pistola sobre su piel, cada vez más abajo. Le abre las piernas. Apoya la pistola sobre su sexo. Por favor, Young, dice ella. Él empuja lentamente la pistola. Después la saca y con lentitud vuelve a metérsela. ¿Te gusta?, dice. Ella empieza a temblar. ¿No es esto lo que querías?, dice él. Empuja a fondo la pistola. Ella arquea la espalda, apoya una mano en la mejilla de Young, dulcemente. Por favor, Young, dice. Por favor. Lo mira. Él se detiene. Cálmate, dice ella. Eres un buen chico, ¿verdad, Young? Eres un buen chico. Las lágrimas brotan de sus ojos, van bajando por todos los lados de su cara. Déjame que te bese, me gusta besarte, ven aquí, Young, bésame. Habla en voz baja, sin dejar de mirarlo. Quédate conmigo, hagamos el amor, ¿no quieres? Sí, dice él. Y vuelve a mover la pistola, adelante y atrás. Hagamos el amor, dice. Ella cierra los ojos. Tiene una mueca de dolor desfigurándole la cara. Te lo suplico, Young. Él mira el cañón de la pistola entrar y salir en la carne. Ve que tiene hilillos de sangre. Levanta el percutor con el pulgar. Me gusta hacer el amor, dice.

Que te den por culo, dice Pat Cobhan. Se aparta de la barra y se da la vuelta. Ahora vuelvo, dice. Pasa junto a la mesa de los hermanos Castorp, los saluda levantando dos dedos que rozan el ala del sombrero. Negro.

¿Va todo bien, Pat?

Sí, señor.

Un viento cabrón, hace hoy.

Sí, señor.

No va a parar nunca.

Mi padre dice que ya se cansará.

Tu padre.

Dice que ningún caballo puede estar siempre galopando.

El viento no es un caballo.

Mi padre dice que sí.

¿Eso dice?

Sí, señor.

Dile que se pase por aquí algún día.

Sí, señor.

Díselo.

Sí, señor.

Muy bien.

Pat Cobhan se despide y va hacia la escalinata. Mira hacia arriba y no ve nada. Sube unos escalones. Piensa que querría tener una pistola. Su padre no quiere que vaya por ahí con una pistola. Así no te meterás en líos. Nadie dispara a un chico desarmado. Se detiene. Echa una ojeada al reloj de péndulo, abajo, tras la barra. No consigue recordar cuánto tiempo ha pasado exactamente. Intenta acordarse, pero no lo consigue. Mira el saloon desde ahí arriba y piensa que es como ser un pájaro acurrucado en una rama. Qué hermoso sería abrir las alas, rozar la cabeza de la gente e ir a posarse sobre el sombrero del ciego que está tocando. Tendría plumas brillantes, negras, piensa mientras con la mano derecha palpa en el bolsillo de los pantalones el duro contorno de su cuchillo. Es un cuchillo pequeño, con la hoja metida dentro del mango de madera. Mira frente a sí y no ve nada. Una puerta cerrada, sin ruidos, nada. Soy sólo un estúpido, piensa. Permanece quieto allí, baja la mirada, ve su bota sobre el escalón. Hay polvo espeso sobre el cuero desgastado. Da dos golpes, con el tacón, en la madera. Después se agacha y con un dedo saca brillo a la puntera. En ese instante oye que de arriba llega el ruido seco de un disparo, y un breve grito. Y comprende que todo ha acabado. Luego oye un segundo disparo y, uno tras otro, el tercero y el cuarto y el quinto. Permanece inmóvil. Espera. Siente un extraño zumbido y todo parece lejano. Nota que alguien lo empuja, y gente que corre gritando mientras sube la escalinata. En sus ojos tiene la punta brillante de su bota. Espera. Pero no oye nada. Entonces se incorpora, se da la vuelta y desciende lentamente la escalinata. Atraviesa el saloon, sale, sube a caballo. Cabalga durante toda la noche y al amanecer llega a Abilene. Al día siguiente parte, hacia el norte, atraviesa Bartleboro y Connox, bordea el río hasta Contertown, y durante días cabalga hacia las montañas. Berbery, Tucson City, Pollak, hasta Full Creek, por donde pasa el tren. Sigue las vías durante millas y millas. Quartzsite, Coltown, Oldbridge, y luego Rider, Rio Solo, Sullivan y Preston. Después de veinte días, llega a un lugar llamado Stonewall. Mira las copas de los árboles y el vuelo de los pájaros. Se baja del caballo, coge un puñado de polvo y lo deja fluir lentamente entre sus dedos. Aquí no hay viento, piensa. Vende el caballo, compra una pistola. Cinturón, funda y pistola. Por la noche va al saloon. No habla con nadie, permanece todo el rato sentado bebiendo y mirando. Los analiza a todos, uno a uno. Luego elige a un hombre que está jugando, de manos blancas y espuelas brillantes. Una barba bien recortada, con tiempo y esmero.

Ese hombre hace trampas, dice.

¿Te pasa algo, muchacho?

No me gustan los bastardos, eso es todo.

Saca de aquí tu lengua de mierda, y rápido.

No me gustan los cobardes, eso es todo.

Muchacho…

Nunca me han gustado.

Hagamos una cosa.

Te escucho.

Yo no he oído nada, tú te levantas, desapareces y el tiempo que te quede das gracias al cielo por cómo te han ido las cosas.

Hagamos otra. Dejas las cartas, te levantas y vas a hacer trampas a otra parte.

El hombre empuja la silla hacia atrás, se levanta lentamente, da media vuelta y se queda de pie, con los brazos caídos sobre los costados y las manos rozando las pistolas. Mira al muchacho.

Pat Cobhan escupe al suelo. Se levanta. Se mira la punta de las botas, como si estuviera buscando algo. Después levanta los ojos hacia el hombre.

Idiota, dice el hombre.

Pat Cobhan de repente echa mano a la pistola. Pero no la saca. Oye el sexto disparo, en ese momento. Luego nada más, para siempre.

Silencio.

Qué silencio.

Pegado en la puerta de la nevera, Shatzy tenía un poema de Robert Curts. Lo había copiado porque le gustaba. No entero, pero le gustaba el final, cuando decía: mueren los amantes en el mismo respiro. Tenía un hermoso final, pero lo mejor era aquel verso. Mueren los amantes en el mismo respiro.

Y otra cosa. Shatzy canturreaba siempre una canción, bastante tonta, que había aprendido de niña. Tenía un montón de estrofas. El estribillo empezaba de este modo: rojos son los prados de nuestro paraíso, rojos. Aquella canción no era gran cosa. Era tan larga que cantándola podías diñarla. De verdad.

Young murió en su celda, el primer día del juicio. Su padre fue a verlo y le disparó en la cara, a quemarropa.

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