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Borde del campo, tras la portería de la derecha. Estaban quietos allí, mirando. El profesor Taltomar con su colilla apagada en los labios. Gould con un gorro de lana en la cabeza, y las manos en los bolsillos.

Minutos y minutos.

Después Gould, mientras seguía mirando atentamente el juego, dijo:

—Horrorosa tormenta sobre el terreno de juego. Vigésimo minuto de la segunda parte. Centro desde la izquierda, el delantero del equipo visitante, en evidente fuera de juego, la para con el pecho, el árbitro pita, pero el silbato, lleno de agua, no funciona, el delantero chuta con todo el empeine, el árbitro pita de nuevo, pero el silbato sigue fallando, el balón va al fondo de la red, el árbitro intenta pitar con los dedos pero se los llena de babas y ya está, el delantero sale como un poseso hacia el banderín del córner, se saca la camiseta, se apoya en el banderín, esboza un paso de alguna estúpida danza brasileña y acaba incinerado por un rayo que ha caído de lleno en el susodicho banderín.

El profesor Taltomar se tomó su tiempo para sacarse el cigarrillo de los labios y sacudir una ceniza imaginaria.

El caso era, objetivamente, complicado.

Al final escupió al suelo una hebra de tabaco y murmuró en voz baja:

—Gol anulado por posición indebida. Delantero amonestado por sacarse la camiseta. Transportadas fuera del campo sus cenizas, el banquillo puede efectuar el cambio necesario. Tras la sustitución del silbato arbitral y la instalación de un nuevo banderín de córner, se reemprende el juego con una falta que se lanza desde el punto exacto del fuera de juego señalado. Ninguna sanción para el equipo local. Sólo faltaría que fuera responsable de que el delantero contrario tuviera una mala suerte de la hostia.

Silencio.

Gould dijo

—Gracias, profesor.

Y se marchó.

—Cuídate, hijo —murmuró el profesor Taltomar sin volverse siquiera.

El partido seguía con un cero a cero inamovible.

El árbitro corría poco pero sabía lo que se hacía.

Hacía un frío que pelaba.

Los niños necesitan certezas.

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