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—¡LARRY!… ¡LARRY!… Larry Gorman está acercándose hasta nuestra posición…, está rodeado por su equipo…, el

ring está lleno de gente… ¡Larry!…, no resulta fácil, para el campeón, abrirse paso…, está Mondini, su entrenador…, ha sido de verdad una victoria relámpago, la de esta noche, aquí, en el Sony Sport Club, recordemos, dos minutos y veintisiete segundos han sido suficientes… LARRY, aquí está, estamos en directo, para la radio… Larry…, estamos en directo, bueno, una victoria relámpago…

—¿Funciona este micrófono?

—Sí, estamos en directo.

—Bonito micrófono, ¿dónde lo compraste?

—Yo no los compro, Larry…, escucha…, ¿pensaste que ibas a terminar tan rápido o…

—A mi hermana le gustaría un montón…

—Es decir…

—No, en serio. ¿Sabes?, ella imita a Marilyn Monroe, canta clavadito a Marilyn, la misma voz, te lo juro, lo único es que no tiene micrófono…

—Escucha, Larry…

—Generalmente se las apaña con un plátano.

—Larry, ¿quieres decir algo sobre tu rival?

—Sí, quiero decir una cosa.

—Dila.

—Quiero decir algo sobre mi rival. Mi rival se llama Larry Gorman. ¿Por qué se empeñan en ponerme delante esos tíos desnudos con guantes? Tropiezo con ellos. Al final, tengo que tumbarlos.

—COÑO, GOULD, ¿QUIERES SALIR DE AHÍ?

Aquélla era la voz de Shatzy. Llegaba de detrás de la puerta. La puerta del baño.

—Ya voy, ya voy.

Música de cisterna. Grifo del lavabo

on. Grifo del lavabo

off. Pausa. Puerta que se abre.

—Hace media hora que te esperan.

—Ya voy.

A casa de Gould habían llegado los de la tele. Querían hacer un reportaje para el informativo de los viernes por la noche. Título: «Retrato de un niño prodigio». Habían colocado la cámara en el salón. Lo que tenían pensado era una entrevista de una media hora. Pretendían conseguir la tristísima historia de un chiquillo condenado por su inteligencia a la soledad y al éxito. La genialidad consistía en haber encontrado a alguien cuya vida era una tragedia no porque tuviera mala suerte sino, todo lo contrario, porque tenía una suerte de la hostia. Si no era una genialidad, al menos había parecido una buena idea.

Gould se sentó en el sofá, frente a la cámara. Poomerang se puso a su lado, también él sentado. Diesel no cabía en el sofá, así que se colocó en el suelo, aunque eso le llevó su tiempo. Y, además, no estaba muy claro que después pudieran levantarlo de allí. En fin. Arreglaron los micrófonos y encendieron los focos. La entrevistadora se estiró un poco la falda sobre las piernas cruzadas.

—¿Todo en orden, Gould? —dijo.

—Sí.

—Sólo nos falta probar los micrófonos.

—Sí.

—¿Tienes ganas de decir algo al micrófono, cualquier cosa?

—No, no tengo ganas de decir nada al micrófono, no lo haría ni que me pagarais un trillón de…

—Es suficiente, todo en orden, okay, entonces podemos empezar. ¿Estás preparado?

—Sí.

—Mírame a mí, ¿okay? Olvídate de la cámara.

—De acuerdo.

—Entonces, empecemos.

—Sí.

—Señor Gould… ¿o puedo llamarte simplemente Gould?

—…

—Bueno, dejémoslo simplemente en Gould. Escucha, Gould, ¿cuándo te diste cuenta de que no eras un chico cualquiera, es decir, de que eras un genio?

POOMERANG (nodiciendo) — Depende. Por ejemplo, usted ¿cuándo se dio cuenta de que era cretina?, ¿ocurrió de repente, o lo descubrió poco a poco, primero comparando sus notas con las de sus compañeros, después percatándose de que en las fiestas nadie quería estar en su mismo equipo cuando jugaban a adivinar películas?

—¿Gould?

—Sí.

—Quería saber… si te acuerdas, cuando eras pequeño, de una anécdota, de algo, por lo que de repente te sintieras distinto a los demás, distinto a los demás niños…

DIESEL — Sí, lo recuerdo perfectamente. Verá, íbamos a los parques, con los demás, con los otros niños del barrio…, había un columpio, un tobogán, cosas de ese tipo…, era un hermoso parque, e íbamos allí, por la tarde, si había sol. Bueno, yo no lo sabía entonces, que era… distinto, digamos, en fin, ya era grande pero… un niño no puede saber si es distinto o qué…, yo era el mayor, eso es todo, así que un día subí la escalera del tobogán, era la primera vez, no te dejaban hacerlo si eras demasiado pequeño, pero ese día nadie me vio, nadie sabía muy bien ni cuántos años tenía, y lo que ocurrió fue que al llegar arriba me senté en el tobogán y la cosa no funcionó, no cabía, el culo, no me cabía, ¿se imagina?, insistía e insistía pero ese cabrón de trasero no quería saber nada de caber…, era una tontería pero no había nada que hacer, no me cabía el culo en el tobogán. Así que al final tuve que hacer marcha atrás. Bajé del tobogán, pero por el lado de la escalera. ¿Usted sabe lo que significa bajar del tobogán por el lado de la escalera? ¿Lo ha probado alguna vez? ¿Con toda la gente mirando? ¿Ha sentido alguna vez esa sensación? Seguro que la ha sentido, ¿verdad? Hay un montón de gente por ahí que baja del tobogán por el lado de la escalera. ¿Lo ha visto? Hay un montón de gente a la que las cosas se le han torcido, ésa es la verdad.

—¿Gould?

—¿Sí?

—¿Va todo bien?

—Sí.

—Okay, okay. Entonces, escúchame…, ¿quieres explicarnos cómo son tus relaciones con los demás chicos?, ¿tienes amigos?, ¿juegas, haces deporte, cosas de este tipo?

POOMERANG (nodiciendo) — A mí me gusta ir por debajo del agua. Ahí abajo todo es distinto. No hay ruido, no puedes hacer ruido, aunque quieras, no puedes hacerlo, no hay ruidos, ahí abajo. Te mueves lentamente, no puedes hacer gestos bruscos, no sé, gestos veloces, tienes que moverte con lentitud, todos están obligados a moverse con lentitud. No puedes hacerte daño, no pueden darte esas estúpidas palmaditas en la espalda, o cosas de ésas, es un lugar hermoso. Sobre todo, es el lugar idóneo para hablar, ¿sabe?, eso me gusta de veras, hablar ahí abajo, es el lugar idóneo, puedes hablar y… puedes hablar, eso es, todos pueden hablar, cualquiera, si quiere, puede hablar, es fantástico cómo se habla ahí abajo. La lástima es que nunca hay…, casi nunca hay nadie, éste es el principal defecto del asunto, que ahí abajo no hay nadie, aparte de ti, es decir, sería un lugar fantástico, pero casi nunca hay nadie con quien hablar, generalmente, nunca te encuentras con nadie. Es una lástima, ¿no le parece?

—¿Quieres que hagamos una pausa, Gould? Podemos dejarlo y empezar otra vez cuando quieras.

—No, por mí está bien así, gracias.

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Hay algo de lo que te gustaría hablar?

—No, prefiero que me haga preguntas, es más sencillo.

—¿En serio?

—Sí.

—Okay…, escucha…

—…

—Escucha…, el hecho de ser un niño… especial, digámoslo así…, especial…, es decir, ¿qué tal te va con los otros niños? ¿Funciona?

DIESEL — ¿Sabe qué le digo? Es un problema suyo. Lo he pensado muchas veces, y he comprendido que las cosas son así, es un problema suyo. Yo no tengo problemas en estar con ellos, puedo cogerlos de la mano, hablarles, puedo jugar con ellos, yo no estoy acordándome siempre de que soy de esta manera, yo lo olvido, son ellos quienes no lo olvidan nunca. Nunca. A veces se ve que incluso les gustaría acercarse a mí, o yo qué sé, pero es como si tuvieran miedo a hacerse daño, o algo así. No saben tomárselo de la forma apropiada. A lo mejor hasta son capaces de montarse un montón de historias en la cabeza, sobre lo que puedo y no puedo hacer, quién sabe qué se imaginan, están pensando siempre en lo que puede molestarme, no sé, qué podría ofenderme, o hacerme cabrear, y así todo se va al garete, no tienen que actuar de esa manera. Nadie les ha explicado que los que son un poco especiales, como usted dice, en el fondo son normales, tienen los mismos deseos que los demás, los mismos miedos, no es distinto, de ningún modo, se puede ser especial en algo y normal en todo lo demás, eso tendría que explicárselo alguien. Ellos se lo montan de forma muy complicada y al final lo que ocurre es que se cansan, luego lo dejan por inútil, puede incluso llegar a entenderse, a la larga pasan, eres un problema para ellos, ¿comprende?, un problema. Nadie va al cine con un problema, créame. Es decir: aunque sólo tengas un pingajo como amigo, para ir al cine, ni se te pasa por la cabeza ir con un problema. Ni se les pasa por la cabeza ir conmigo. Es así como funciona.

—¿Prefieres que hablemos de tu familia, Gould?

—Si usted quiere…

—Háblame de tu padre.

—¿Qué quiere saber?

—No sé…, ¿te gusta estar con tu padre?

—Sí. Trabaja en el ejército.

—¿Estás orgulloso de él?

—¿Orgulloso?

—Sí, es decir, ¿estás… orgulloso…, orgulloso de él?

—…

—¿Y tu madre?

—…

—¿Quieres hablarnos de tu madre?

—…

—…

—…

—¿Prefieres que hablemos de la escuela?, ¿te gusta ser lo que eres?

—¿En qué sentido?

—Me explico, eres famoso, la gente te conoce, tus compañeros, los profesores, todos saben quién eres. ¿Es algo que te gusta?

POOMERANG (nodiciendo) — Escuche, voy a explicarle una historia. Un día vino un tipo, a mi barrio, uno de fuera, se topa conmigo en la calle y me para. Quería saber si conocía a Poomerang. Si sabía dónde podría encontrarlo. Yo no dije nada, así que empezó a explicarme, me dijo que era uno calvo, más o menos como tú de alto, y no habla nunca, lo conoces, ¿no?, ese que nunca habla, todos lo conocen. Yo seguí callado. Empezó a mosquearse, venga, dijo, hasta los periódicos han hablado de él, ese que descargó un camión de mierda delante de CRB, por aquella historia de Mami Jane, venga, uno que siempre va de negro, todos lo conocen, va siempre por ahí con una especie de gigante, un amigo suyo. Lo sabía todo. Buscaba a Poomerang. Y yo estaba allí. Vestido de negro. Callado. Al final se cabreó. Gritaba que si no me apetecía hablar que ya me podía ir al infierno, qué modales son ésos, ni siquiera se puede preguntar nada a nadie, en qué mundo vivimos. Y yo estaba allí. ¿Puede entenderlo? ¿Puede usted entender que es una pregunta estúpida preguntarme si me gusta o no? Eh, se lo digo a usted, ¿puede entenderlo?

—¿No te apetece hablar, Gould?

—¿Por qué?

—Podemos dejarlo, si quieres.

—No, no, por mí todo va bien.

—Bueno, no es que estés poniendo las cosas fáciles.

—Lo siento.

—No importa. Suele ocurrir.

—Lo siento.

—No sé, ¿qué quieres que te pregunte?

—…

—No sé, ¿tienes sueños?, por ejemplo…, ¿sueñas con algo, algo de cuando seas grande?, algo que…, un sueño, eso es.

DIESEL — Quisiera ver el mundo. ¿Sabe cuál es el problema? No quepo en los coches y en los autobuses no me dejan subir, soy demasiado grande, no tienen asientos para mí, es más o menos como la historia del tobogán, siempre es lo mismo, no hay remedio. Es una tontería, ¿verdad? Pero de todos modos a mí me gustaría ver el mundo, y no hay manera, tengo que quedarme aquí, y mirar las fotografías de los periódicos o de los atlas. También en los trenes, otro lío, ya lo intenté, y era un lío. No hay remedio. Yo sólo quisiera quedarme allí y ver pasar el mundo tras los cristales de algo lo suficientemente grande como para llevarme, eso es todo, parece una cosa insignificante, y ya ve. Si de verdad quiere saberlo, es lo único que echo de menos, me explico, yo estoy contento de ser tal como soy, no hubiera querido ser uno del montón, como tantos otros, me gusta ser como soy. Lo único es eso que digo. Me parece que soy demasiado grande para ver el mundo cuando sea grande. Sólo eso. De verdad, sólo eso me cabrea.

—Creo que es suficiente, Gould.

—¿Sí?

—En fin, podernos acabar aquí.

—Bien.

—¿Estás seguro de que no quieres decir nada?

—¿En qué sentido?

—¿Hay algo que quisieras decir, antes de que acabemos? Lo que sea.

—Sí, quizás sí. Una cosa.

—Bien, Gould. Dila entonces.

—¿Usted sabe quién es el profesor Taltomar?

—¿Es un profesor tuyo?

Más o menos. No está en la escuela.

—¿No?

—Siempre está al borde de un campo de fútbol, justo detrás de la portería. Estamos juntos allí los dos. Y miramos, ¿comprende?

—Sí.

—Pues bien, quería decir que de vez en cuando alguien chuta, y la pelota acaba fuera, detrás de la portería, pasa incluso cerca de nosotros, a veces, y luego se detiene un poco más allá. Entonces, el portero, generalmente, da algunos pasos fuera del campo, nos ve y grita La pelota, por favor, la pelota, gracias. Y el profesor Taltomar nunca se mueve, sigue mirando el campo, como si nada hubiera pasado. Decenas de veces ha ocurrido eso, y nosotros nunca hemos ido a buscar esa pelota, ¿comprende?

—Sí.

—¿Sabe?, el profesor y yo no es que hablemos mucho, miramos y punto, pero un día me decidí y se lo pregunté: ¿Por qué no vamos nunca a buscar esa maldita pelota? Él escupió un poco de tabaco al suelo y luego dijo: O miras o juegas. No dijo nada más. O miras o juegas.

—…

—…

—¿Y qué más?

—Y nada más.

—¿Es eso lo que querías contar, Gould?

—Sí, era eso.

—¿Nada más?

—No.

—Está bien.

—…

—Pues está bien, aquí terminamos.

—¿Está bien así?

—Sí, está bien así.

—Bueno. ¿Qué hacemos con esto?, preguntó Vack Montorsi cuando vio la grabación. Vack Montorsi era el director del informativo de los viernes por la noche. No mantendría despierto ni a un cocainómano, apuntó mientras con el mando a distancia iba adelante y atrás rápidamente, buscando algo que no fuera deprimente. Habían intentado incluso entrevistar al padre de Gould, pero había contestado que, por lo que sabía, los periodistas de televisión eran una banda de pervertidos con los que no quería tener ningún trato. Así que lo único que les quedaba eran algunas tomas de la escuela de Gould y una serie discretamente aburrida de declaraciones concedidas por sus profesores. Decían cosas como «hay que proteger el talento» o «la inteligencia de ese chico es un fenómeno que invita a reflexionar acerca de». Vack Montorsi iba adelante y atrás rápidamente y sacudía la cabeza.

—Hay un momento en que uno llora —dijo la periodista, jugando su última carta decente.

—¿Dónde está?

Más adelante.

Vack Montorsi fue más adelante. Apareció un profesor, con zapatillas.

—Es ése.

Era Mondrian Kilroy.

Pero no llora.

Llora más tarde.

Vack Montorsi pulsó play.

—«… en gran parte son sólo tonterías. La gente cree que las dificultades de un niño prodigio nacen de las presiones de quienes están a su alrededor, de las expectativas salvajes que recaen sobre él. Tonterías. El verdadero problema reside en su interior, y los demás no tienen nada que ver. El verdadero problema es el talento. El talento es como una célula enloquecida, crecida hipertróficamente y sin causa alguna. Es como si te construyeran una bolera dentro de casa. Lo destrozan todo, a lo mejor es hasta bonita, a lo mejor aprendes a jugar a los bolos como Dios, te conviertes en el mejor jugador de bolos del mundo, pero cómo puñetas arreglas tu casa, cómo la proteges de todo eso, cómo te las apañas para tener alguna cosa de la que, en el momento necesario, puedas decir Ésta es mi casa, no me toquéis los huevos, ésta es mi casa. No puedes conseguirlo. El talento es destructivo, es objetivamente destructivo, lo que ocurre alrededor no tiene importancia. Trabaja ahí dentro, y destruye. Hay que ser muy fuerte para poder salvar algo. Y es un crío. ¿Usted se imagina una bolera justo en medio de la casa de un crío? Sólo con el ruido que hace, todo el santo día, siempre ese barullo, y la certeza de que el silencio, un silencio verdadero, ya puedes olvidarlo. Casas sin silencio. ¿Qué casas son ésas? ¿Quién le devuelve a ese chico su casa? ¿Usted, con su cámara? ¿Yo, con mis clases? ¿Yo?»

Y aquí, en efecto, el profesor Mondrian Kilroy se sorbía la nariz, se quitaba después las gafas, y se secaba los ojos con un gran pañuelo azul, completamente arrugado. Con buena voluntad, aquello podría considerarse un llanto.

—¿Eso es todo? —preguntó Vack Montorsi.

—Más o menos.

Vack Montorsi apagó el vídeo.

—¿Qué más tenemos?

—Los gemelos y la historia esa de la falsa

Gioconda.

—La

Gioconda da asco.

El viernes por la noche salió a las ondas un reportaje sobre cuatro gemelos ingleses. Durante tres años habían ido al colegio turnándose, y nadie se había dado cuenta. Ni siquiera su novia. Quien ahora tenía algunos problemillas.

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