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En septiembre de 1988, ocho meses después de la muerte de Mami Jane, CRB decidió suspender la publicación de las aventuras de Ballon Mac, el superhéroe dentista. Las ventas habían seguido descendiendo con sorprendente regularidad, e incluso la decisión de incorporar un personaje femenino que a menudo enseñaba las tetas se había mostrado ineficaz. En el último número, Ballon Mac partía hacia un lejano planeta prometiéndose a sí mismo, y a los lectores, que «un día luminoso de un mañana mejor» regresaría. «Amén», comentó con satisfacción Franz Forte, director financiero de CRB. Diesel y Poomerang compraron ciento once ejemplares de aquel último número. Con método, y a pesar de la dudosa calidad del papel, se dedicaron durante meses a la tarea de limpiarse el culo, cada vez que aquello era necesario, con una página del tebeo. Después, la doblaban en cuatro, con sumo cuidado, y se la enviaban a Franz Forte, Dirección Financiera, CRB. Dado que utilizaban sobres robados en hoteles, centros públicos, clubs deportivos, a la secretaria de Franz Forte le resultó imposible identificarlas antes de que acabaran en la mesa de su jefe. El cual se resignó a abrir la carpeta del correo, cada día, con cierta circunspección.

Gould cumplió catorce años. Shatzy invitó a todos a una cena en un restaurante chino. En la mesa que tenían a su lado había una familia: el padre, la madre y una hija, pequeña. La hija se llamaba Melania. Al padre se le había metido en la cabeza enseñarle a utilizar los palillos. Hablaba con un acento algo nasal.

—Coge el palillo con esta manita…, así…, primero uno solo, cariño, cógelo bien, ¿ves?, tienes que sujetarlo entre el pulgar y el corazón, así no, mira… Melania, mira a papá, tienes que cogerlo así, eso es, muy bien, ahora apriétalo un poco, no, no tanto, sólo debes cogerlo… Melania, mira a papá, entre el pulgar y el corazón, mira, así, no, ¿cuál es el corazón, Melania?, éste es el corazón, cariño…

—¿Por qué no la dejas en paz? —dijo la mujer en ese momento. Lo dijo sin levantar los ojos de una sopa de abadejo y brotes de soja. Llevaba el pelo teñido de color rojo y una camiseta amarilla con hombreras de espuma. El marido prosiguió como si nadie hubiera dicho nada.

—Melania, mírame, mira a papá, siéntate bien, y coge el palillo, venga, así…, eso es, mira qué fácil es, hay millones de niños en China y no pensarás que hacen tanta comedia…, ahora coge la otra, MELANIA, siéntate recta, venga, mira cómo lo hace papá, un palillo y luego el otro, con la manita, venga…

—¿Quieres dejarla en paz?

—Le estoy enseñando…

—Pero ¿no ves que tiene hambre?

—Comerá cuando aprenda.

—Cuando aprenda, ya estará todo frío.

—MALDITA SEA, SOY SU PADRE, Y PUEDO…

—No grites.

—Soy su padre y tengo todo derecho a enseñarle lo que sea, en vista de que su madre, evidentemente, tiene otras cosas que hacer antes que educar a su única hija que…

—Come con el tenedor, Melania.

—NI HABLAR DEL PELUQUÍN, Melania, cariño, escucha a papá, ahora le demostraremos a mamá que podemos comer como una pequeña, fantástica niña china…

Melania empezó a llorar.

—Has hecho llorar a la niña.

—YO NO LA HE HECHO LLORAR.

—¿Y qué está haciendo ahora?

—Melania, no tienes por qué llorar, eres una niña grande, no debes llorar, coge ese palillo, venga, dame la manita, DAME ESA MANO, eso es, muy bien, suelta, déjala suelta, Melania, nos está mirando todo el mundo, deja ya de llorar y coge ese puñetero palillo…

—No digas palabrotas.

—NO HE DICHO PALABROTAS.

Melania se puso a llorar más fuerte.

—MELANIA, te estás ganando una hostia, sabes que papá tiene mucha paciencia, pero todo tiene un límite, MELANIA, COGE ESTE PALILLO O NOS LEVANTAMOS Y AHORA MISMO NOS VAMOS A CASA, y sabes que no bromeo, venga, primero un palillo y luego el otro, ánimo, entre el pulgar y el índice, no, el índice no, EL CORAZÓN, aprieta ahora, así, muy bien, ves como lo haces muy bien, vamos, ahora coge el otro, el otro palillo, cariño, CON LA OTRA MANO, MALDITA…, lo coges con LA OTRA MANO y lo pones en ESTA mano, ¿entiendes?, no es difícil, y para ya de llorar, ¿por qué lloras?, ¿quieres ser una niña grande o no?, ¿quieres seguir siendo una niñata de…

Entonces Diesel se levantó. Era difícil para él, siempre, pero lo hizo. Se acercó a la mesa de la familia, cogió con una mano los dos palillos de la niña, y apretándolos en la mano los destrozó, encima mismo del pato lacado del padre.

Melania dejó de llorar. El restaurante se había sumido en un silencio que olía a fritura y a soja. Diesel habló en voz baja, pero se le oía hasta en la cocina. Se limitó a hacer una pregunta.

—¿Por qué tenéis hijos? —dijo—. ¿Por qué?

El padre permanecía quieto en su sitio, mirando hacia delante, sin atreverse a volverse. La mujer tenía la cuchara a medio camino entre la boca y el cuenco. Miraba a Diesel con estupefacta pesadumbre: parecía la participante de un concurso que conocía la respuesta pero que la había olvidado.

Diesel se agachó hacia la niña. La miró a los ojos.

—Pequeña, fantástica niña china.

Dijo.

—Come con el tenedor, o te mato.

Luego se dio la vuelta y regresó a su mesa.

—¿Me pasas el arroz cantonés? —nodijo Poomerang.

A su manera, fue un buen cumpleaños.

En febrero de 1989, un grupo de investigadores de la Universidad de Vancouver publicó en la prestigiosa revista

Science and Progress un artículo de noventa y dos páginas en el que se anunciaba una nueva teoría sobre la dinámica acoplada de las pseudopartículas. Los firmantes —dieciséis físicos de cinco países distintos— sostenían, delante de las cámaras de medio mundo, que se abría para la ciencia una nueva época: y anunciaron que sus estudios llevarían en el plazo de unos diez años a hacer posible la producción de energía a bajo coste y con mínimo riesgo medioambiental. Tres meses después, sin embargo, un artículo de dos páginas y media en el

National Scientific Bulletin demostró que el modelo matemático del que se habían servido los investigadores de Vancouver para sostener su teoría resultaba, tras un atento control, ampliamente inadecuado y esencialmente inutilizable. «Un poco infantil», afirmaban, en su carta, los dos autores del artículo. El primero se llamaba Mondrian Kilroy. El segundo era Gould.

No es que fuera habitual que ambos trabajaran juntos. Más que nada fue una casualidad. Todo empezó en el comedor universitario. Habían acabado por sentarse a comer el uno frente al otro, y en cierto momento el profesor Mondrian Kilroy, escupiendo el puré, dijo

—¿Qué es esto? ¿Acaso lo han hecho en Vancouver?

Gould había leído las noventa y dos páginas del

Science and Progress. Pensaba que el puré no estaba tan mal, pero sabía que en aquel artículo había algo que no funcionaba. Le pasó al profesor Mondrian Kilroy su ración de espinacas y dijo que en su opinión el error se encontraba en la página doce. El profesor sonrió. Dejó las espinacas y empezó a llenar de fórmulas la servilleta de papel donde había escupido el puré. Emplearon doce días en acabar. El decimotercero lo pasaron todo a limpio y lo mandaron al

Bulletin. Mondrian Kilroy quería titularlo «Objeciones al puré de Vancouver». Gould lo convenció de que era mejor algo más anodino. Cuando los medios de comunicación se enteraron de que uno de los dos firmantes tenía catorce años, se pusieron como locos. Gould y el profesor se vieron obligados a dar una rueda de prensa a la que acudieron ciento treinta y cuatro periodistas de todo el mundo.

—Demasiados —dijo el profesor Mondrian Kilroy.

—Demasiados —dijo Gould.

Se lo dijeron mientras esperaban en el pasillo. Se dieron la vuelta, salieron por las cocinas y se fueron a pescar al lago de Abalema. El rector calificó su conducta de inadmisible y los dos fueron suspendidos.

—¿De qué, exactamente? —preguntó el profesor Mondrian Kilroy.

Exactamente no lo sabía nadie. De manera que la suspensión fue suspendida.

Más o menos en aquel mismo período Shatzy se acordó de que, si querían adquirir una roulotte, era particularmente importante tener un automóvil. «En efecto», dijo Gould, constatando lo curioso que era que no se les hubiera ocurrido antes. Shatzy dijo que quizá sería conveniente hablar del tema con el padre. Tendrá un coche, ¿no?, en alguna parte. Es un hombre. Los hombres siempre tienen un coche, en alguna parte. Gould dijo «en efecto». Luego añadió que de todos modos era mejor no contarle nada de la roulotte. Evidente, dijo Shatzy.

—¿Diga?

—¿Señorita Shell?

—Yo misma.

—¿Va todo bien por ahí?

—Sí. Sólo tenemos un pequeño problema.

—¿Qué problema?

—Necesitaríamos su automóvil.

—¿Mi automóvil?

—Sí.

—¿De qué automóvil me está hablando?

—Del suyo.

—¿Me está diciendo que yo poseo un automóvil?

—Me parecía algo plausible.

—Me temo que se equivoca, señorita.

—Es sorprendente.

—¿Por qué?, ¿usted nunca se equivoca?

—No quería decir eso.

—¿Qué quería decir?

—Usted es un hombre y no tiene automóvil, eso es lo que quería decir. Es sorprendente, ¿no?

—No estoy seguro.

—Es bastante sorprendente, créame.

—¿No les bastaría con un carro armado? De ésos tengo muchos.

Shatzy vio por un momento una roulotte tirada por un carro armado.

—No, me temo que eso no resuelve nuestro problema.

—Bromeaba.

—Ah.

—¿Señorita Shell?

—¿Sí?

—¿Sería tan amable de decirme de qué problema se trata?

Shatzy se acordó de Bird, el viejo pistolero. Qué mecanismo más raro es la mente. Trabaja como le parece.

—¿Cuál es el problema, señorita Shell?

O quizás era aquella especie de cansancio. Algo parecido al cansancio sobre los hombros. La misma música que bailaba Bird. El viejo pistolero.

—Señorita Shell, le estoy preguntando cuál es el problema, ¿le importaría responderme?

Bird.

Con senderos en la cara, surcados en infinitos tiroteos, decía Shatzy. Los ojos tragados por el cráneo, y manos de olivo, las manos veloces, ramas de invierno. Cansadas. El peine, por la mañana, mojado con agua, rayando el pelo blanco hacia atrás, ya transparente. Pulmones de tabaco en la voz que lentamente dice: Qué viento hace hoy.

Nada peor para un pistolero que no morir.

Mirar siempre en torno, cada cara nunca vista antes puede ser la del idiota de turno que ha venido desde lejos para convertirse en el hombre que mató a Clay «Bird» Puller. Si quieres saber cuándo se ha convertido uno en un mito, entonces escúchame: es cuando te encuentras librando duelos siempre de espaldas. Mientras te salgan a tu encuentro de frente, eres sólo un pistolero. La gloria es una estela de mierda a tus espaldas. Date prisa, gilipollas, dijo sin darse la vuelta siquiera. El muchacho llevaba un sombrero negro, y en el bolsillo alguna chorrada que era el recuerdo de un odio lejano, y la promesa de una venganza. Demasiado tarde, capullo.

Con estos senderos en la cara, maldita vejez, meándome encima por las noches, con este condenado dolor bajo el cinturón, como una piedra al rojo entre la barriga y el culo, nunca llega el día, y cuando llega es un desierto de tiempo vacío, que hay que atravesar, ¿cómo he podido llegar yo hasta aquí?

Cómo disparaba Bird. Llevaba las cartucheras del revés, con la culata de la pistola asomando hacia delante. Desenfundaba con los brazos cruzados, la pistola derecha en la mano izquierda, y viceversa. Así, cuando salía a tu encuentro, con los dedos rozando la culata de las pistolas, parecía una especie de reo, como un prisionero que fuera hacia el patíbulo, con los brazos atados delante. Un instante después era un ave de presa que abría las alas, un latigazo en el aire, y el geométrico vuelo de dos balas. Bird.

Y, entonces, ¿a qué viene este arrastrarse entre la niebla de mis cataratas, obligado a contar las horas, yo, que conocía los instantes, y era el único tiempo que existía para mí? El nistagmo de una pupila, los nudillos blanqueando en torno a un vaso, una espuela en la ijada del caballo, la sombra de una sombra sobre la pared azul. He vivido eternidades allí donde los otros veían momentos. Lo que para ellos era como un destello, para mí era un mapa; una estrella, donde yo veía cielos. Yo pensaba desde dentro de pliegues del tiempo que para ellos eran ya recuerdos. No hay otra forma, me enseñaron, de ver la muerte antes de que llegue. Y, entonces, ¿a qué viene este arrastrarse entre la niebla de mis cataratas, obligado a espiar las cartas de los demás, mendigando bromas desde mi silla, siempre la misma, en segunda fila, lanzando piedras a los perros por la noche, en mi bolsillo el dinero de un viejo que las putas ya no quieren, será para un mariachi, cuando venga, que sea triste y larga tu canción, muchacho, dulce tu guitarra y lenta tu voz, quiero bailar, esta noche, hasta el ocaso de esta noche, bailaré.

Decían que Bird llevaba siempre encima un diccionario. De francés. Había estudiado todas las palabras, una tras otra, en orden alfabético. Era tan viejo que ya había dado una primera vuelta y ahora había llegado hasta la G, en la segunda. Nadie sabía por qué lo hacía. Pero dicen que una vez, en Tandeltown, se acercó a una mujer, que era hermosísima, alta, de ojos verdes, no se sabía cómo había ido a parar allí. Él se acercó y le dijo:

Enchanté.

Clay «Bird» Puller. Morirá de una forma bellísima, decía Shatzy. Se lo prometí: morirá de una forma bellísima.

—¿Señorita Shell?

—Sí, dígame.

—¿Me oye?

—Sí, perfectamente.

—Se había cortado la línea.

—Suele pasar.

—Estos teléfonos son un desastre.

—Ya.

—Creo que me sería más fácil mandar hasta allí un bombardero y darle a mi hijo en plena cabeza que conseguir hablar con él por estos teléfonos.

—Espero que no lo haga.

—¿Cómo?

—No, nada, bromeaba.

—¿Está Gould por ahí?

—Sí.

—¿Puede ponerme con él?

—Sí.

—Cuídese.

—Y usted también.

Gould iba en pijama, aunque sólo eran las siete y cuarto. Había pillado una gripe que los periódicos llamaban «gripe rusa». Era un mal bicho y, aparte de la fiebre, la putada es que te vaciaba por dentro. Era cuestión de pasarse horas en la taza del wáter. La carrera de Larry Gorman recibió un impulso inesperado y, como veremos, decisivo. En pocos días mandó a la lona a Park Porter, Bill Ormesson, Frank Tarantini y Morgan «Killer» Bluman. A Grey La Banca lo descalificaron en el tercer asalto. Pat McGrilley se derrotó él solito, al resbalar y darse de cabeza contra la lona. Larry Gorman tenía ya un récord profesional que no podía pasar desapercibido. Veintiún combates, veintiuna victorias antes del límite. Los periódicos empezaron a hablar del título mundial.

DIESEL — A Mondini se lo dijo Drink, su ayudante. Le dijo que en los periódicos se hablaba de Larry. Tenía los recortes, se los había pasado su nieto. Mondini cogió las gafas y se puso a leer. Le produjo una extraña impresión. Nunca había visto el nombre de uno de sus pupilos junto a los de auténticos campeones. Era algo como comprar el

Playboy y encontrarte fotografías de tu mujer. Algunos periódicos se mostraban reticentes y decían que de esas veintiuna victorias sólo dos habían sido contra púgiles de verdad. Un periódico, en concreto, decía que todo aquello era un montaje y explicaba que el padre de Larry, un rico abogado, se había gastado un montón de dinero para llevar a su hijo hasta allí, aunque no decía exactamente

cómo lo había gastado. El artículo estaba bien escrito, tenía gracia incluso. Por la historia esa del padre abogado, Larry siempre era mencionado como Larry «Lawyer» Gorman. Mondini encontró que tenía bastante gracia. Aparte de aquel periódico, no obstante, los demás se tomaban el asunto muy en serio.

Boxing colocaba a Larry en la sexta posición de la clasificación mundial. Y en

Boxe Ring había un artículo dedicado a él titulado «El heredero de la corona». Mondini se dio cuenta de que mientras lo leía se le empañaban las gafas.

—¡Eh, Larry…, Larry!, unas declaraciones para la radio…

—Yo no peleo esta noche, Dan.

—Sólo unas palabras.

—Sólo he venido a ver boxeo del bueno, y ya está, esta vez lo disfrutaré al pie del

ring.

—¿Tienes algo que decirnos sobre ciertos artículos que han salido en…

—Me gusta ese apodo.

—¿Qué quieres decir?

Lawyer. Me gusta. Creo que lo utilizaré.

—Recordamos a nuestros oyentes que ha aparecido en una revista un duro artículo sobre Larry, escrito por…

—Larry «Lawyer» Gorman, ¿suena bien, no? Creo que lo utilizaré. La próxima vez hazme un favor, Dan…

—Dime, Larry.

—En tu crónica radiofónica llámame Lawyer. Me gusta.

—Como quieras, Larry.

—Larry Lawyer.

—Larry Lawyer, de acuerdo.

—Tienes una mancha en el cuello, Dan, algo de grasa.

—¿Cómo?

—Que tienes una mancha de grasa en el cuello…, ahí, ¿la ves?…, debe de ser grasa.

POOMERANG — Mondini acabó de leer y comprendió que las cosas iban por mal camino. Por su manera de entender las cosas, aquello iba por mal camino. El mundo del boxeo era un mundo extraño, había de todo, desde el que se divertía dando golpes al saco hasta los que se ganaban la vida en el

ring, intentando no salir malparados. Había púgiles decentes y púgiles marrulleros, pero en su conjunto era un mundo bastante verdadero, y a él le gustaba. El boxeo. El que él había conocido. Le gustaba. Pero el título, el mundial, la corona: eso era otra historia. Demasiado dinero en juego, demasiada gente difícil de comprender, demasiada fama. Y golpes pesados, golpes distintos a los otros. Por su manera de entender las cosas, ésa era una historia que debía evitarse.

Comprendió que las cosas se estaban precipitando cuando vio llegar al gimnasio a un tipo con gafas oscuras y dentadura postiza. Era del circuito de los Casinos, los que organizaban los combates importantes. Lo recordaba de cuando era púgil, tenían que haber peleado ambos en cierta ocasión, pero al final la cosa no había cuajado. Lo sentía: era uno de esos púgiles que no aguantan más de dos asaltos, enseguida empiezan a preguntarse qué demonios están haciendo allí, con la cantidad de buenas películas que echan por ahí. Un perdedor programático. Ahora había engordado, y cojeaba un poco. Había venido «a saludar». Charlaron un poco. Larry no estaba.

DIESEL — Larry se entrenaba, y nunca hablaba del título. Mondini le hacía sudar la gota gorda, pero él no se rendía. Parecía que estuviera dentro de una campana, donde nada podía llegar a afectarle. Mondini lo había visto otras veces: ocurría con los campeones. Era una mezcla de fuerza irrefutable y soledad definitiva. Los resguardaba de toda derrota, y de toda felicidad. Y así perdían, imbatidos, toda la vida. Un día Larry fue al gimnasio con una chica, una morenita pequeña y delgada que se llamaba Jody. Llevaba un jersey ceñido y unos zapatos con muchos cordones. A Mondini le pareció muy bella y, en cierta manera, digamos que amable. Se sentó en una esquina, y miró cómo Larry se entrenaba, sin decir ni una palabra. Antes de que el entrenamiento terminara, se levantó y se fue. Otro día Larry peleaba con un chico más joven que él, uno que tenía coraje, pero era joven, y en cierto momento la cosa empezó a ponerse bastante violenta. Mondini no esperó a que el reloj señalara los tres minutos: apoyándose en las cuerdas dijo: Basta. Pero Larry no se detuvo. Golpeaba con una extraña maldad. Y se empleó a fondo. Mondini no dijo nada. Dejó que Larry bajara del

ring. Vio cómo Drink le secaba la espalda y le quitaba los guantes: con respeto. Lo vio pasar frente al espejo, antes de volver al vestuario, y pararse un instante, delante mismo. Entonces se acordó de la muchacha silenciosa, quién sabe por qué, y un montón de cosas más. Blasfemó en voz baja, y comprendió que había llegado el momento. Esperó a que Larry saliera, elegante como siempre, con su abrigo de cachemir. Desenchufó el reloj. Luego dijo

—Larry, te llevo a casa, ¿okay?

POOMERANG — Atravesaron la ciudad sin dirigirse la palabra. La vieja berlina de Mondini sólo funcionaba con el estárter al máximo. Parados en los semáforos parecían una olla a presión después de tres horas cociendo el caldo. Al final Mondini aparcó y apagó el motor. Barrio de ricos y luces bajas sobre los céspedes al estilo inglés.

—¿Confías en mí, Larry?

—Sí.

—Déjame que te explique algo.

—De acuerdo.

Tú has disputado veintiún combates, Larry. Dieciséis de ellos los hubiera ganado incluso yo. Pero los otros cinco eran púgiles de verdad. Sobilo, Morgan Bluman…, ésa es gente que te hace perder las ganas de seguir peleando. Y contigo no han podido siquiera llegar hasta el final. Tú tienes una forma de boxear que ellos nunca habían ni imaginado. De vez en cuando, cuando estás ahí arriba, miro a tus rivales, y es de locos ver lo…, lo viejos que parecen. Parecen películas en blanco y negro. No sé dónde lo has aprendido, pero así es. Si tú no peleas, ese boxeo no existe. ¿Me crees?

—Sí.

—Ahora escúchame bien. Hay dos cosas que debes comprender.

—Okay.

—Primera: nunca en tu vida has recibido un golpe de verdad.

—¿En qué sentido?

—Todos lanzan golpes, Larry. Después hay tres o cuatro en el mundo que son capaces de hacer algo más: pegar. Los suyos son golpes de verdad. Tú no tienes ni idea de lo que son. Son golpes que podrían remodelar la carrocería del coche. Dentro hay de todo: coordinación, velocidad, precisión, maldad. Son obras maestras. Tendrían que llevar a los alumnos a verlos, como en los museos. Y es bonito verlos cuando estás sentado delante de la tele, con una cerveza en la mano. Pero si estás ahí arriba, es miedo, Larry, dejémonos de hostias, es puro miedo. Y horror. Golpes de ésos matan. O te dejan sonado para el resto de tus días.

Larry no se movió. Miraba fuera, frente a sí. Sólo dijo:

—¿Y la segunda?

Mondini permaneció un rato en silencio. Luego giró el espejo retrovisor hacia Larry. Lo que quería decir es que los campeones del mundo no tienen una cara como ésa. Pero no le salía la frase.

Quería decir que es necesario tener un agujero negro en lugar de futuro para jugarse la vida en el

ring, si no, sólo eres un jovencito chalado, enamorado de sí mismo, y nada más. Tal vez también quería decir algo sobre aquella muchacha silenciosa. Pero no sabía exactamente qué.

Larry se miró en el espejo.

Vio una cara de abogado. Campeón del mundo de boxeo.

Mondini encontró una frase. No era gran cosa, pero daba una idea aproximada.

—¿Sabes en qué se reconoce a un gran púgil? Él sabe el día en que lo dejará. Créeme, Larry: tu día es éste.

Larry se volvió hacia el Maestro.

—¿Debería dejarlo?

—Sí.

—¿Yo debería dejarlo?

—Sí.

—¿Me está usted diciendo que Larry «Lawyer» Gorman debería dejarlo?

, Larry,

debes dejarlo.

—¿Yo?

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