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Shatzy volvió a casa cuando ya eran las cinco de la mañana. Cuando se iba a la cama con alguien, luego detestaba quedarse a dormir con él. Era ridículo, pero siempre encontraba alguna excusa y se marchaba.

Se sentó en los escalones, sin entrar. Todavía estaba oscuro. Se oían ruidos extraños, ruidos que durante el día no se oyen. Como briznas de cosas que se hubieran quedado rezagadas, y ahora se dieran prisa por alcanzar el mundo para llegar puntuales al alba, hasta el seno del ruido planetario.

Siempre hay algo que se pierde por el camino, pensó.

Debería dejarlo, pensó.

Acabar en la cama de alguien a quien nunca habías visto es como viajar. En el momento mismo es algo muy cansado, incluso un poco ridículo. Es hermoso después, cuando piensas en ello. Es hermoso haberlo hecho, ir por ahí el día después, limpia e impecable, y pensar que la noche anterior estabas en aquel sitio haciendo aquellas cosas y diciendo aquellas cosas, sobre todo

diciendo aquellas cosas, y a alguien a quien nunca más verás.

Por regla general, no volvía a verlos nunca más.

Debería dejarlo, pensó.

Así nunca se llega a ningún sitio.

Sería todo mucho más sencillo si no te hubieran inculcado esa historia de llegar a algún sitio, bastaría con que te hubieran enseñado, sobre todo, a ser feliz permaneciendo inmóvil. Todas esas historias sobre tu camino. Encontrar tu camino. Ir por tu camino. A lo mejor, en cambio, estamos hechos para vivir en una plaza, o en un jardín público, allí quietos, dejando pasar la vida, a lo mejor somos una encrucijada, el mundo necesita que estemos quietos, sería un desastre que nos marcháramos, en un momento dado, por nuestro camino, ¿qué camino?, los otros son los caminos, yo soy una plaza, no llevo a ningún sitio, soy un sitio. A lo mejor me apunto a un gimnasio, pensó. Había uno por allí cerca, que estaba abierto hasta de noche. ¿Por qué me gusta hacerlo todo por la noche? Se miró los zapatos, y los pies desnudos en los zapatos, y las piernas desnudas por encima de los pies, hasta el borde de la falda, corta. Las medias auto-adherentes de seda las había arrebujado en el bolso. Nunca conseguía volvérselas a poner cuando se levantaba de la cama para vestirse y marcharse. Era como recargar las pistolas después de un duelo. Una estupidez. ¿Tú qué dices, viejo Bird? ¿A que tú también metías de nuevo las pistolas en la cartuchera, descargadas, tras haber disparado? ¿Hacías una pelota con ellas y las metías en el bolso? Viejo Bird. Te haré morir de una manera hermosísima.

Pensó en entrar y en irse a dormir. Pero a la luz de los faroles se veía la roulotte, quieta, colocada en el jardín, un poco menos amarilla de lo habitual. Una vez a la semana la lavaba a fondo, hasta los cristales, los neumáticos, todo. A fuerza de verla allí, cada día, durante meses, se había convertido en una parte del paisaje, como un árbol, o un puente sobre el río. Shatzy lo comprendió todo de repente, en esa oscuridad de una noche que estaba ya en las últimas, con las medias de puta arrebujadas en el bolso: inmóvil, reluciente, amarilla:

ya no era algo que esperaba partir. Se había convertido en una de esas cosas cuya función es permanecer, mantener aferradas las raíces de algún pedazo de mundo. Las cosas que, al despertar o al regresar, han velado por ti. Es extraño. Vamos a buscar artilugios increíbles para que nos lleven

lejos, y luego los tenemos a nuestro lado con tanto afecto que lejos, antes o después, se convierte en lejos también de ellos.

Chorradas, es sólo cuestión de encontrar un coche, pensó.

No se podía prescindir de un coche. Las roulottes no se mueven por su cuenta.

Encontrarían un coche, y ya está.

Y se irían lejos.

Parece un árbol, pensó. Sintió nacer en su interior algo que no le gustaba, lo conocía y no le gustaba, era como un lejano rumor de derrota. El secreto, en esos casos, era no dejarle tiempo para que saliera al exterior. Era gritar tan fuerte que ya no pudiera oírse. Era ponerse un par de medias auto-adherentes negras, salir de casa, y acabar en la cama de alguien a quien no conociera.

Ya lo he hecho, pensó. Así que optó por una versión a voz en grito de

New York, New York.

—¿Has oído a ese borracho, esta noche? —dijo Gould a la mañana siguiente, mientras desayunaban.

—No, estaba durmiendo.

Después sonó el teléfono. Fue Shatzy, y tardó un rato en regresar. Dijo que era el rector Bolder. Quería saber si Gould se encontraba bien. Gould preguntó si todavía estaba al teléfono.

—No. Ha dicho que no quería molestarte, sólo quería saber si te encontrabas bien. Luego ha dicho algo sobre un seminario, o algo así. ¿Un seminario sobre porciones?

—Sobre partículas.

—Dice que han tenido que suspenderlo.

Gould dijo algo que no se entendió muy bien. Shatzy se levantó y fue a meter el tazón de leche en el microondas.

—El rector Bolder ¿está gordo?, o sea, ¿es un señor gordo, o qué? —preguntó Shatzy.

—¿Por qué?

—Tiene una voz gruesa.

Gould cerró la caja de galletas y luego miró a Shatzy.

—¿Qué ha dicho exactamente?

—Dice que hace veintidós días que no te han visto por la universidad, y quería saber si te encontrabas bien. Y luego ha dicho algo sobre el seminario.

—¿Querías más galletas?

—No, gracias.

—Si llegas a doscientas cajas, ganas un viaje a Miami.

—Fantástico.

—¿Y tanto rato sólo para decirte esas dos cosas?

—Bueno, también le he dado algunos trucos para adelgazar, la gente normalmente no sabe que basta con un par de trucos para ahorrarse un montón de kilos, se trata sólo de comer con un poco de inteligencia. Se lo he dicho.

—¿Y él qué ha dicho?

—No sé. Parecía un poco turbado. Decía frases sin sentido.

—Está muy delgado. Tendrá unos setenta años, y está muy delgado.

—Ah.

Shatzy empezó a recoger la mesa. Gould fue al piso de arriba, luego reapareció con la cazadora puesta. Buscaba los zapatos.

—Gould…

—¿Sí?

—Me preguntaba…, imagínate a un chico que sea un genio, ¿vale?, y desde que nació va a la universidad, todos y cada uno de los días que Dios nos da, ¿vale?, pues bueno, en un momento dado, durante veintidós días consecutivos sale de casa pero no va a su bendita universidad, no va ni una sola vez, nunca, pues bueno, en tal caso yo me pregunto, ¿tienes alguna idea de adónde puede ir un chico como ése, todos y cada uno de los días?

—De paseo.

—¿De paseo?

—De paseo.

—Es posible. Sí, es posible. Puede que vaya de paseo.

—Hasta luego, Shatzy.

—Hasta luego.

Aquella mañana llegó hasta la escuela Renemport, esa que tenía a su alrededor una verja un poco oxidada, tan alta que no se podía saltar. Por las ventanas se veía a los niños en clase, pero en el patio había uno que no estaba en clase porque estaba en el patio y, para ser exactos, jugaba con una pelota de baloncesto, precisamente en la esquina del patio donde había una canasta de baloncesto. El tablero estaba muy pelado, pero la red era casi nueva, debían de haberla cambiado hacía poco. El chico tendría unos doce años. O trece, más o menos. Era negro. Iba botando la pelota, con calma, como si buscara algo en su interior, luego, cuando lo encontraba, se paraba y tiraba a la canasta. Siempre la metía. Se oía un ruido procedente de la red, era como una respiración, o un minúsculo golpe de viento. El chico se acercaba a la canasta, recogía la pelota que estaba parándose, como si estuviera exhausta al haber respirado aquel minúsculo viento, la cogía en la mano y empezaba a botarla de nuevo. No parecía triste ni tampoco contento, botaba la pelota y lanzaba a la canasta, simplemente, como si estuviera escrito de ese modo, desde hacía siglos.

Yo

conozco todo esto, pensó Gould.

Primero reconoció el ritmo. Cerró los ojos para escucharlo mejor. Era ese ritmo.

Estoy viendo un pensamiento, pensó Gould.

Los pensamientos que están pensando en la forma de la pregunta. Rebotan deambulando para recoger a su alrededor todos los retazos de la pregunta, según un recorrido que parece casual y destinado a sí mismo. Cuando han reconstruido la pregunta, se detienen. Ojos en la canasta. Silencio. Elevándose sobre el suelo, la intuición carga toda la fuerza necesaria para urdir la lejanía que la separa de una posible respuesta. Tiro. Fantasía y razón. En el aire se traza la parábola lógicodeductiva de un pensamiento que gira sobre sí mismo bajo el efecto de un latigazo de muñeca impreso por la imaginación. Canasta. La enunciación de la respuesta: como una respiración. Enunciarla es perderla. Se desliza y ya es retazos de una próxima pregunta que saltan. Vuelta a empezar.

Shatzy, la roulotte, un hospital psiquiátrico, las manos de Taltomar, la roulotte, Couverney sería para nosotros un gran honor que aceptara la cátedra de, o se mira o se juega, las lágrimas del profesor Kilroy, Shatzy riendo, aquel campo de fútbol, Couverney, Diesel y Poomerang, la vía del tren, vram, derecha izquierda, mamá. Ojos en la canasta. Elevación. Tiro.

El niño negro jugaba, y aparecía en su soledad inevitable y clandestino como los pensamientos, cuando son verdaderos y piensan en la forma de la pregunta.

Con aquel reputado lugar del saber a sus espaldas, la escuela, blindada y separada, con producción de preguntas y respuestas según un método guiado, en el confortable marco de una comunidad dedicada a limar las aristas cortantes de las preguntas, convirtiendo astutamente en ceremonia comunitaria lo que sería hipérbole aislada, y abandonada.

Expulsados del saber, lejos de los pensamientos, pensó Gould.

(Niño hermano, en el vacío de un patio vacío, tú y tus preguntas, enséñame esa calma y el gesto seguro que encuentra la retina, esa respiración, en el extremo opuesto a todos los miedos).

Caminó los pasos del regreso sincronizándolos con el rebote imaginario de un hipotético balón al que daba movimiento con la mano, empujándolo en el vacío, sintiendo los botes en el suelo, cálidos y regulares como latidos del corazón rebotados de una vida sosegada. Lo que la gente podía ver, y veía, era un chiquillo que caminaba jugando con un yoyó que, en realidad, no existía. De manera que miraban, absortos por esa rítmica esquirla de absurdo, engastada en una adolescencia, por si fuera poco, como si anunciara de muy lejos una locura. La gente teme la locura. De ese modo, Gould paseaba como una amenaza, aunque no lo supiera —sin saberlo, como una agresión.

Llegó a casa.

En el jardín había una roulotte. Amarilla.

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