China

China


Henry Kissinger

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Henry Kissinger

Traducción de

Carme Geronès y Carles Urritz

www.megustaleer.com

Índice

Cubierta

Prefacio

Nota sobre la ortografía china

Prólogo

1. La singularidad de China

2. La cuestión del kowtow y la guerra del opio

3. De la preeminencia a la decadencia

4. La revolución permanente de Mao

5. La diplomacia triangular y la guerra de Corea

6. China se enfrenta a las dos superpotencias

7. Diez años de crisis

8. El camino hacia la reconciliación

9. La reanudación de las relaciones: primeros contactos con Mao y Zhou

10. La semialianza: conversaciones con Mao

11. El fin de la era de Mao

12. El indestructible Deng

13. «Tocar el trasero del tigre»: la tercera guerra de Vietnam

14. Reagan y la llegada de la normalidad

15. Tiananmen

16. ¿Qué tipo de reforma? La gira de Deng por el sur

17. Los altibajos en el camino hacia otra reconciliación: la era Jiang Zemin

18. El nuevo milenio

Epílogo: ¿La historia se repite? El informe Crowe

Notas

Biografía

Créditos

Acerca de Random House Mondadori

Para Annette y Óscar de la Renta

Prefacio

Hace casi cuarenta años, el presidente Richard Nixon me concedió el honor de enviarme a Pekín para restablecer el contacto con un país clave en la historia de Asia, con el que Estados Unidos no había tenido relaciones de alto nivel en más de veinte años. El inicio del contacto tenía como objetivo principal que el pueblo estadounidense viera una panorámica de paz que trascendiera las penalidades de la guerra del Vietnam y las alarmantes perspectivas de la guerra fría. Por su parte, China, aunque aliada técnicamente con la Unión Soviética, necesitaba espacio de maniobra para oponer resistencia al temido ataque de Moscú.

Durante aquel período me desplacé a China en más de cincuenta ocasiones. Al igual que muchos otros visitantes a lo largo de los siglos, acabé admirando al pueblo de este país, su fuerza, su sutileza, su sentido familiar y la cultura que representa. Por otro lado, durante toda mi vida he reflexionado sobre la paz, en gran parte desde la perspectiva de Estados Unidos, y he tenido la suerte de poder conjugar estas dos líneas de pensamiento en mi función de alto cargo de la administración, de transmisor de mensajes y de erudito.

Esta obra, basada en parte en conversaciones con dirigentes chinos, intenta explicar la forma conceptual en que los chinos se plantean los problemas de la paz, la guerra y el orden internacional, y su relación con el enfoque estadounidense más pragmático, que los aborda caso por caso. Las distintas historias y culturas a veces aportan conclusiones divergentes. No siempre estoy de acuerdo con la perspectiva china, lo mismo les ocurrirá a los lectores. Pero es necesario comprenderla, porque China ejercerá una función muy importante en el mundo que empieza a vislumbrarse en el siglo XXI.

Desde la primera visita que efectué a este país, China se ha convertido en una superpotencia económica y en un importante factor en la configuración del orden político mundial. Estados Unidos se ha impuesto en la guerra fría. La relación entre China y Estados Unidos ha pasado a ser un elemento clave en la meta de la paz y el bienestar mundial.

Ocho presidentes de Estados Unidos y cuatro generaciones de dirigentes chinos han llevado esta delicada relación con una gran coherencia, teniendo en cuenta las diferencias en los puntos de partida. Ni una parte ni otra ha permitido que sus respectivos legados históricos o sus diferentes concepciones del orden interno interfieran en su relación, básicamente colaboradora.

Ha sido un camino complejo, pues ambas sociedades consideran que representan valores únicos. La excepcionalidad estadounidense es propagandista. Mantiene que este país tiene la obligación de difundir sus valores por todo el mundo. La excepcionalidad china es cultural. China no hace proselitismo; no reivindica que sus instituciones tengan validez fuera de China. Sin embargo, el país es el heredero de la tradición del Reino Medio, que clasificó de manera formal el resto de los estados en distintos niveles tributarios basándose en su aproximación a las formas culturales y políticas chinas; en otras palabras, aplicó un tipo de universalidad cultural.

El libro tiene como núcleo básico la interacción entre los dirigentes chinos y estadounidenses a partir de la creación en 1949 de la República Popular de China. Desde el gobierno y fuera de él, he mantenido mis archivos de las conversaciones celebradas con cuatro generaciones de dirigentes chinos, y a estos documentos he recurrido como fuente principal para la redacción de la obra.

No podría haber escrito este texto sin la ayuda eficaz y la dedicación de una serie de colegas y amigos que me han permitido abusar de su generosidad.

Schuyler Schouten se convirtió en alguien indispensable en mi tarea. Lo conocí hace ocho años, cuando John Gaddis, profesor de Yale, me lo recomendó diciéndome que era uno de sus alumnos más aventajados. Cuando inicié el proyecto, le pedí si podía conseguir dos meses de permiso en el bufete en el que trabajaba. Lo hizo y se implicó tanto en el proceso que siguió la obra hasta su finalización, un año después. Schuyler se hizo cargo de buena parte del trabajo de investigación. Echó una mano en la traducción de textos chinos y se comprometió por completo en las agudas implicaciones de otros escritos más delicados. Trabajó incansablemente en la redacción y en la fase de corrección de pruebas. Jamás había contado con la colaboración de un investigador mejor que él, y en contadas ocasiones con alguien de su talla.

La suerte quiso que trabajara conmigo diez años en el amplio abanico de mis actividades Stephanie Junger-Moat, una persona de las que en béisbol se conocen como jugador polivalente. Se ocupó de una parte de la investigación y de la redacción y fue mi principal contacto con la editorial, aparte de encargarse de la tarea de comprobación de todas las notas. Colaboró en la coordinación de la composición de los textos y arrimó siempre el hombro cuando se acercaban las fechas límite. Una contribución crucial, afianzada por su encanto personal y sus dotes diplomáticas.

Harry Evans se ocupó hace treinta años de preparar la edición de White House Years. Me he permitido abusar ahora de nuestra amistad y ha sido quien ha repasado todo el manuscrito. Él apuntó un gran número de acertadas sugerencias en cuanto a redacción y estructura de la obra.

Theresa Amantea y Jody Williams mecanografiaron un sinfín de veces el original y pasaron noches y fines de semana ayudándome a terminarlo en el plazo previsto. Su buen humor, eficacia y perspicacia para los detalles resultaron vitales.

He de dar las gracias a Stapleton Roy, ex embajador en China y reconocido erudito sobre China; a Winston Lord, colega en la época de la apertura hacia este país y posterior embajador en él, y a Dick Viets, responsable literario de la obra, por haber leído unos cuantos capítulos de la misma y transmitirme sus perspicaces comentarios. Jon Vandel Heuvel ha colaborado con una eficaz investigación para algunos de los capítulos.

La experiencia de publicar en Penguin Press ha resultado muy agradable. Ann Godoff siempre ha estado disponible, con gran criterio, sin acuciarme en ningún momento: en realidad, ha sido un placer tratar con ella por su buen talante. Bruce Giffords, Noirin Lucas y Tory Klose han ido llevando el libro con gran pericia a través del proceso de producción editorial. Fred Chase se ha ocupado de la edición del original con esmero y eficacia. Laura Stickney, que por edad podría ser mi nieta, no se sintió en ningún momento intimidada por el autor y ha asumido la dirección de la edición. Superó hasta tal punto sus reservas respecto a mis puntos de vista en política que consiguió que estuviera siempre pendiente de sus mordaces e incisivos comentarios, que iba anotando al margen del original. Ha sido una persona incansable, aguda, de una eficacia extraordinaria.

Mi inmenso agradecimiento a todas estas personas.

Los informes gubernamentales a los que he recurrido llevaban un tiempo desclasificados. Quisiera dar las gracias en concreto al Woodrow Wilson International Center for Scholars, el centro internacional para académicos que desarrolla el Proyecto de Historia Internacional de la Guerra Fría por haberme permitido utilizar extensos pasajes de sus archivos sobre documentos rusos y chinos desclasificados. La Biblioteca Carter me facilitó amablemente muchas de las transcripciones de encuentros con dirigentes durante la presidencia de Carter, y la Biblioteca Reagan me ha proporcionado un gran número de documentos de sus archivos, que me han sido de gran utilidad.

Huelga decir que los fallos del libro solo pueden atribuírseme a mí.

Como siempre durante más de medio siglo, mi esposa, Nancy, me ha proporcionado el incondicional apoyo en medio de la soledad que creamos los autores (como mínimo este autor) a nuestro alrededor cuando escribimos. Ella ha leído la mayoría de los capítulos y ha contribuido con un gran número de importantes sugerencias.

He dedicado China a Annette y Óscar de la Renta. Empecé el libro en su casa de Punta Cana y lo terminé allí. Su hospitalidad ha constituido una faceta más de una amistad que ha proporcionado alegría y profundidad a mi vida.

Henry A. Kissinger

Nueva York, enero de 2011

Nota sobre la ortografía china

En el libro se utilizan frecuentemente nombres y términos chinos. Existe una ortografía alternativa para muchas palabras en este idioma, basada en dos métodos de transcripción de los caracteres chinos al alfabeto latino ampliamente extendidos: el método Wade-Giles, que imperó en gran parte del mundo hasta la década de 1980, y el método pinyin, adoptado oficialmente por la República Popular de China en 1979, cada vez más corriente a partir de entonces en publicaciones occidentales y otras asiáticas.

En el libro se usa en general la ortografía pinyin. Se utiliza, por ejemplo la transcripción pinyin «Deng Xiaoping» en lugar de la Wade-Giles, «Teng H’siao-ping». En los casos en que resulte mucho más familiar la ortografía sin transliteración pinyin se mantiene para comodidad del lector. Para el nombre del antiguo teórico militar «Sun Tzu», por ejemplo, se ha optado por la ortografía tradicional en lugar de la nueva transcripción pinyin «Sunzi».

En alguna ocasión, y por coherencia a lo largo del texto, se ha pasado a ortografía pinyin alguna referencia citada de nombres listados en un principio en transcripción Wade-Giles, cambios que constan en las notas del libro. En cada caso se mantiene el término chino base; la diferencia estriba en el método utilizado para pasar el término al alfabeto latino.

Prólogo

En octubre de 1962, el dirigente revolucionario chino Mao Zedong convocó a sus principales mandos militares y políticos a una reunión en Pekín. A tres mil doscientos kilómetros de allí, en dirección oeste, en el territorio prohibido y escasamente poblado del Himalaya, los soldados chinos e indios se encontraban bloqueados, en un punto muerto respecto a la polémica frontera entre ambos países. La disputa nació a raíz de las distintas versiones que tenían unos y otros sobre la historia: la India reivindicaba la frontera establecida durante el mandato británico; China, los límites de su mandato imperial. La India había desplegado sus puestos de avanzada en el extremo de lo que consideraba la frontera; China había rodeado las posiciones indias. Habían fracasado los intentos de negociar un acuerdo territorial.

Mao decidió acabar con aquel callejón sin salida. Recurrió a la tradición china clásica que, por otra parte, estaba en vías de desmantelar. China y la India, explicó Mao a sus mandos, habían librado anteriormente «una guerra y media». Pekín podía extraer una lección de cada una de ellas. La primera guerra tuvo lugar mil trescientos años antes, durante la dinastía Tang (618-907), cuando China envió soldados a apoyar un reino indio contra un violento e ilegítimo adversario. Tras la intervención de China, ambos países disfrutaron de unos siglos de próspero intercambio religioso y económico. La lección que aprendieron de la antigua campaña, en palabras de Mao, era que China y la India no estaban condenadas a una enemistad perpetua. Tuvieron ocasión de volver a disfrutar de un largo período de paz, pero para conseguirlo China tuvo que recurrir a la fuerza para «llevar» de nuevo a la India a «la mesa de negociación». La «media guerra», en la cabeza de Mao, había tenido lugar setecientos años antes, cuando el dirigente mongol Tamerlán saqueó Nueva Delhi. (El argumento de Mao se basaba en que, ya que Mongolia y China formaban parte de la misma identidad política, aquella era una «media» guerra chino-india.) Tamerlán había conseguido una victoria significativa, pero en cuanto llegó a la India su ejército mató a más de cien mil prisioneros. En esta ocasión, Mao instó a las fuerzas chinas a mostrarse «comedidas y ajustadas a los principios».¹

No parece que ningún seguidor de Mao —la dirección del Partido Comunista de una «nueva China» revolucionaria declaraba sus intenciones de cambiar el orden internacional y abolir el propio pasado feudal de China— haya cuestionado la pertinencia de estos antiguos precedentes sobre los principios estratégicos actuales de China. La planificación de un ataque se encontraba en la base de los elementos básicos perfilados por Mao. Semanas más tarde, la ofensiva se llevó a cabo casi al pie de la letra como la había descrito él: China dio un golpe súbito y demoledor a las posiciones indias y se replegó inmediatamente hacia la línea de control anterior; llegó incluso a devolver el armamento pesado capturado a los indios.

En otro país resultaría inconcebible que hoy en día un dirigente pusiera en marcha una iniciativa nacional de esta envergadura invocando unos principios estratégicos de un acontecimiento ocurrido un milenio antes, y que esperara que sus socios comprendieran el significado de las alusiones. Pero China es singular. No existe otro país que pueda reivindicar una civilización tan continuada en el tiempo, ni un vínculo tan estrecho con su antiguo pasado y con los principios clásicos de la estrategia y la habilidad política.

Otras sociedades, entre las cuales se encuentra Estados Unidos, han reivindicado la pertinencia universal de sus valores e instituciones. Ninguna, sin embargo, es igual que China en la persistencia —y en convencer a sus vecinos de que consientan— en una concepción tan elevada de su función en el mundo durante tanto tiempo, y frente a tantas vicisitudes históricas. Desde el nacimiento de China como Estado unificado en el siglo III a.C. hasta el desmoronamiento de la dinastía Qing en 1912, China permaneció en el centro de un sistema internacional de Asia oriental de notable continuidad. Se consideraba que el emperador chino constituía el pináculo de la jerarquía política universal (y así lo reconocían la mayoría de los estados vecinos), y el resto de los dirigentes estatales teóricamente actuaban como vasallos suyos. La lengua, la cultura y las instituciones políticas chinas constituían los hitos de la civilización, hasta el punto de que incluso sus adversarios en el ámbito regional y los conquistadores extranjeros las adoptaban en distintos grados como muestra de su propia legitimidad (a menudo como primer paso antes de ser subsumidos por China).

La cosmología tradicional se mantuvo en este país a pesar de las catástrofes y los largos períodos de declive político, que en ocasiones duraron siglos. Incluso cuando China quedó debilitada o dividida, su centralidad continuó siendo la piedra de toque de la legitimidad regional; distintos aspirantes, chinos o extranjeros, compitieron por unificar o conquistar el país y luego gobernaron desde la capital sin cuestionar la premisa básica de que era el centro del universo. Mientras otros países recibían el nombre de algún grupo étnico o a partir de una referencia geográfica, China se autodenominó zhongguo: el «Reino Medio» o el «País Central».² Quien pretenda comprender la diplomacia china del siglo XX o su papel en el mundo en el siglo XXI tiene que empezar —aunque sea a costa de una posible simplificación excesiva— valorando básicamente el contexto tradicional.

1

La singularidad de China

Las sociedades y las naciones tienden a considerarse eternas. Por otra parte, valoran una historia que hable de sus orígenes. China tiene un rasgo característico: no parece poseer principio. En la historia aparece más como fenómeno natural permanente que como Estado-nación convencional. En la narración sobre el Emperador Amarillo, venerado por tantos chinos como legendario fundador, se tiene la sensación de que China ya existía. Cuando el Emperador Amarillo apareció en la mitología, la civilización china ya se encontraba sumida en el caos. Los príncipes en pugna se hostigaban entre sí y hacían también lo propio con el pueblo, al tiempo que un dirigente debilitado se veía incapaz de mantener el poder. Impusieron, sin embargo, el nuevo héroe, que reclutó un ejército, pacificó el reino y fue aclamado como emperador.¹

El Emperador Amarillo ha pasado a la historia como héroe fundador, aunque en el mito fundacional no crea, sino que restablece, un imperio. Encontramos la repetición de esta paradoja de la historia china con el antiguo sabio Confucio: a él también se le considera el «fundador» de una cultura, aunque él insista en que no inventó nada, que únicamente pretendía dar un nuevo ímpetu a los principios de armonía que habían existido en la época dorada y se habían perdido en su propia época de caos político.

En una reflexión sobre la paradoja de los orígenes de China, el misionero del siglo XIX, Abbé Régis-Évariste Huc, conocido viajero, comentaba:

La civilización china nace en una antigüedad tan remota que sería un vano empeño descubrir sus inicios. No existe rastro de su infancia en su pueblo. Se trata de un rasgo peculiar de China. En la historia de las naciones nos hemos acostumbrado a encontrar algún punto de partida perfectamente definido, y los documentos, tradiciones y monumentos históricos que aún se conservan en general nos permiten seguir, casi paso a paso, el avance de la civilización, estar presentes en su nacimiento, observar su desarrollo, su camino hacia delante y en muchos casos su posterior decadencia y caída. Pero no sucede así con los chinos. Se diría que han vivido siempre en el mismo estadio de progreso en el que viven hoy; y existen suficientes datos de la antigüedad que lo confirman.²

En la primera evolución de los caracteres chinos, durante la dinastía Chang, en el segundo milenio antes de Cristo, el antiguo Egipto se encontraba en su apogeo. No habían surgido aún las grandes ciudades-estado de la Grecia clásica, y Roma se encontraba a milenios. Sin embargo, hoy más de mil millones de personas siguen utilizando el descendiente directo del sistema de escritura de la época Chang. Los chinos de hoy en día son capaces de comprender inscripciones hechas en la época de Confucio; los libros, las conversaciones cotidianas chinas poseen una riqueza de aforismos que cuentan con siglos de antigüedad, en los que se citan antiguas batallas e intrigas cortesanas.

Al mismo tiempo, la historia china presenta muchos períodos de guerra civil de interregnos y de caos. Después de cada desmoronamiento, el Estado chino se reconstituía como si siguiera una inmutable ley de la naturaleza. En cada estadio aparecía una nueva figura aglutinante, que seguía básicamente el precedente del Emperador Amarillo, para someter a sus adversarios y reunificar China (y de vez en cuando, para ampliar sus fronteras). El famoso comienzo del Romance de los Tres Reinos, novela épica del siglo XIV, muy valorada durante siglos en China (Mao, por ejemplo, al parecer estuvo obsesivamente enfrascado en dicha obra en su juventud), evoca este ritmo continuo: «El imperio, largo tiempo dividido, tiene que unirse; largo tiempo unido, tiene que dividirse. Así ha sucedido siempre».³ Cada uno de los períodos de desunión era considerado como una desviación. Cada una de las dinastías se remontaba a los principios de gobierno de la anterior a fin de restablecer la continuidad. Los preceptos fundamentales de la cultura china perduraban después de que los pusieran a prueba las tensiones del período de catástrofes.

Antes de que se produjera el hecho fundamental de la unificación china en 221 a.C., transcurrió un milenio de gobierno dinástico que fue desintegrándose poco a poco a medida que evolucionaban las subdivisiones feudales, pasando de la autonomía a la independencia. Ello culminó en dos siglos y medio de caos, que han pasado a la historia como el período de los Reinos Combatientes (475-221 a.C.). Su equivalente europeo serían los interregnos entre el Tratado de Westfalia de 1648 y el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando un gran número de estados europeos luchaban por sobresalir en el marco del equilibrio de poder. Después de 221 a.C., China mantuvo el ideal de imperio y unidad, aunque siguió la práctica de la fractura y la nueva unión por ciclos, que en ocasiones llegaron a durar unos cuantos siglos.

Cuando el Estado se fracturaba, se libraban cruentas guerras entre los distintos elementos. Mao dijo en una ocasión que, durante el período denominado de los Tres Reinos (220-280), la población china pasó de cincuenta millones de habitantes a diez millones de habitantes;4 también fue muy sangriento el conflicto entre los participantes en las contiendas de las dos guerras mundiales del siglo XX.

En su extensión máxima, la esfera cultural china abarcaba un área continental mucho más grande que cualquier Estado europeo; de hecho, comparable a la de la Europa continental. La lengua y la cultura chinas, así como el mandato político del emperador, se extendían a todos los territorios conocidos: desde las tierras esteparias y los inmensos pinares del norte que van fundiéndose hacia Siberia hasta las selvas tropicales y los cultivos de arroz en los bancales del sur; desde la costa oriental, con sus canales, puertos y aldeas de pescadores, hasta los agrestes desiertos de Asia Central y las cimas nevadas de la frontera del Himalaya. La amplitud y variedad de su territorio reafirmaba la idea de que China era un mundo en sí, que mantenía una concepción del emperador como figura de trascendencia universal, que presidía el tian xia, o «Todo bajo el Cielo».

LA ERA DE LA PREEMINENCIA CHINA

A lo largo de muchos milenios de su civilización, China no tuvo que tratar con otros países o civilizaciones que pudieran comparársele en magnitud y complejidad. Los chinos conocían la India, como precisó Mao posteriormente, pero aquel era un país que había pasado gran parte de su historia dividido en distintos reinos. Las dos civilizaciones se intercambiaron productos y también las influencias budistas a lo largo de la Ruta de la Seda, pero para el resto imperaba el muro casi impenetrable del Himalaya y el altiplano del Tíbet. Los inmensos e imponentes desiertos de Asia Central separaron China de las culturas persa y babilónica de Oriente Próximo, y más aún del Imperio romano. Las caravanas comerciales emprendieron viajes intermitentes, pero China como sociedad no estableció vínculos con otras de envergadura y logros comparables. A pesar de que China y Japón compartieron una serie de instituciones culturales y políticas básicas, ninguno de estos dos países estaba preparado para reconocer la superioridad del otro; como solución optaron por reducir sus contactos durante siglos. Europa se encontraba aún más lejos de lo que los chinos consideraban los mares occidentales, por naturaleza inaccesible a la cultura china y lamentablemente incapaz de asumirla, como explicó el emperador a un enviado británico en 1793.

Las reivindicaciones territoriales del Imperio chino tenían su límite en las orillas de los mares que lo bañaban.

Ya en la dinastía Song (960-1279), China se situaba a la cabeza del mundo en tecnología náutica; sus flotas podían haber llevado el imperio a una era de conquista y exploración.5 No obstante, China no se hizo con ninguna colonia y mostró relativamente poco interés por los países de ultramar. No vio motivos para aventurarse hacia el exterior para convertir a los bárbaros a los principios del confucianismo o a las virtudes budistas. Cuando los conquistadores mongoles se apropiaron de la flota Song y de sus hábiles capitanes, organizaron dos intentos de invasión en tierras japonesas. Ambos fracasaron por las inclemencias del tiempo: el kamikaze (o «viento divino») de la tradición japonesa.6 Pero cuando se derrumbó la dinastía mongol, no volvió a intentarse expedición alguna, a pesar de que hubiera tenido viabilidad técnica. Jamás un dirigente chino esgrimió una razón para el control del archipiélago japonés.

Sin embargo, en los primeros años de la dinastía Ming, entre 1405 y 1433, China abordó una de las empresas navales más notables y misteriosas de toda la historia: el almirante Zheng He emprendió viaje con unas flotas compuestas por «barcos del tesoro», tecnológicamente sin precedentes, hacia lejanos destinos como Java, la India, el Cuerno de África y el estrecho de Ormuz. En la época de los viajes de Zheng no había empezado todavía la era de los exploradores europeos. La flota china poseía lo que se podría considerar una ventaja tecnológica insalvable: superaba en tamaño, perfección y número de navíos la Armada española (que tardaría aún ciento cincuenta años en surcar los mares).

Los historiadores siguen debatiendo el objetivo de estas misiones. Zheng He fue un personaje singular en la era de las exploraciones: un eunuco musulmán chino asignado al servicio imperial ya de niño, algo insólito en la época. En cada una de las escalas de sus viajes se dedicaba a proclamar formalmente la magnificencia del nuevo emperador de China, a ofrecer generosos regalos a los dirigentes con los que contactaba y a invitarlos a desplazarse hasta su país personalmente o a mandar algún enviado. Una vez allí, aceptarían su lugar en el orden mundial sinocéntrico por medio del ritual del kowtow, como reconocimiento de la superioridad del emperador. No obstante, Zheng He se limitó a difundir la grandeza de China y a entregar invitaciones para el solemne ritual; jamás mostró ambición territorial alguna. Regresaba tan solo con algún regalo o «tributo»; no reivindicaba colonias ni recursos para China que no fueran el tesoro metafísico de la ampliación de los límites del Todo bajo el Cielo. Como mucho, puede decirse de él que abrió el camino para los mercaderes chinos, mediante una especie de práctica anticipada del «poder blando» chino.7

Las expediciones de Zheng He finalizaron repentinamente en 1433, coincidiendo con el nuevo peligro surgido a lo largo de la frontera del territorio septentrional de su país. El emperador siguiente mandó desmantelar la flota y destruir cualquier constancia de los viajes de Zheng He. No volvió a organizarse ninguna expedición. Si bien los comerciantes chinos siguieron surcando los mares por los que había navegado Zheng He, la capacidad naval china perdió empuje, hasta el punto de que la respuesta que dieron los dirigentes Ming a la subsiguiente amenaza de piratería en la costa del sudeste de China fue el intento de obligar a emigrar a la población costera a unos dieciséis kilómetros hacia el interior. Así pues, la historia naval china se convirtió en una bisagra que impedía el movimiento; aquel país técnicamente capaz de dominar se retiró de forma voluntaria del ámbito de la exploración naval en cuanto el interés de Occidente empezó a tomar el relevo.

El espléndido aislamiento chino fomentó en este pueblo una imagen muy particular de sí mismo. Las élites chinas fueron acostumbrándose a la idea de que su país era único; no tan solo «una gran civilización» entre grandes civilizaciones, sino la civilización por antonomasia. Un traductor británico escribía en 1850:

Un europeo inteligente, acostumbrado a reflexionar sobre el estado de una serie de países que disfrutan de una amplia variedad de ventajas, y trabajan sin ceder al cansancio en condiciones especialmente desfavorables, podría, mediante unas cuantas preguntas correctamente dirigidas, y disponiendo de muy pocos datos, hacerse una idea razonablemente acertada sobre el estado de un pueblo para él desconocido hasta entonces; pero cometería un gran error si supusiera que esto podía aplicarlo a los chinos. La exclusión a la que este país ha sometido a los extranjeros y la reclusión que él mismo ha vivido le ha quitado toda posibilidad de establecer comparaciones y, por ende, ha puesto un cerco a sus ideas; por ello son completamente incapaces de librarse del dominio de la asociación y todo lo juzgan siguiendo las reglas de unas convenciones puramente chinas.8

China conocía, por supuesto, diferentes sociedades situadas en su periferia, como Corea, Vietnam, Tailandia, Birmania; pero los chinos consideraban que China era el centro del mundo, el «Reino Medio», y que las demás sociedades eran distintos niveles de este. Según su concepción, un gran número de estados inferiores, imbuidos de la cultura china, que pagaban tributo a la grandeza de este país, constituían el orden natural del universo. Las fronteras entre China y los pueblos colindantes no eran tanto demarcaciones políticas y territoriales como hechos culturales diferenciados. La irradiación de la cultura china hacia el exterior, en dirección al este de Asia, llevó a Lucian Pye, politólogo estadounidense, a comentar con gran acierto que en la era moderna China era todavía una «civilización que pretende ser un Estado-nación».9

Las implicaciones que acarreaba en el fondo este orden mundial tradicional chino duraron hasta bien entrada la era moderna. En 1863, el emperador de China (miembro de una dinastía manchú «extranjera» que había conquistado el país dos siglos antes) envió a Abraham Lincoln una carta en la que le informaba sobre el compromiso de su país en el establecimiento de buenas relaciones con Estados Unidos. El emperador basaba la comunicación en la sublime garantía: «Habiendo recibido con respeto el mandato del cielo de gobernar el universo, consideramos que el imperio medio [China] y los países de fuera de este constituyen una única familia, sin distinción de ningún tipo».10 Cuando la carta llegó a su destino, China había perdido ya dos guerras frente a las potencias occidentales, empeñadas en controlar distintas esferas de interés del territorio chino. Al parecer, el emperador asumió estas catástrofes como algo parecido a otras invasiones bárbaras a las que finalmente había de superar la resistencia de China y su cultura superior.

En realidad, durante gran parte de su historia, las reivindicaciones chinas no tuvieron nada de fantasioso. De generación en generación, los chinos de la dinastía Han se habían ido expandiendo desde su enclave original en el valle del río Amarillo, atrayendo poco a poco a las sociedades de los alrededores hacia distintos estadios de aproximación respecto al modelo chino. Los logros científicos y tecnológicos de China igualaban, y con frecuencia superaban, los de sus homólogos de Europa occidental, indios y árabes.¹¹

Tradicionalmente, China superó con creces a cualquier Estado europeo en población y territorio, y además, hasta la revolución industrial, fue un país mucho más rico. Contaba con un extenso sistema de canalización que conectaba los grandes ríos con los centros de población y durante siglos fue la economía más productiva del mundo y su zona comercial más populosa.¹² De todas formas, al ser básicamente autosuficiente, el resto de las regiones poseían solo una idea periférica de su amplitud y riqueza. En efecto, durante dieciocho de los últimos veinte siglos, China produjo un porcentaje del total del PIB mundial superior al de cualquier sociedad occidental. En 1820, por ejemplo, registró una cifra superior al 30 por ciento del PIB mundial, cifra que superaba la del conjunto del PIB de Europa occidental, de Europa oriental y de Estados Unidos.¹³

Los observadores occidentales que se fijaron en China a principios de la era moderna quedaron sorprendidos por su vitalidad y prosperidad material. En 1736, el jesuita francés Jean-Baptiste Du Halde resumía las reacciones de asombro de los occidentales que visitaban este país:

La riqueza específica de cada provincia, y la facilidad para el traslado de las mercancías, por medio de ríos y canales, han hecho prosperar el comercio interior en el imperio. [...] Sus transacciones internas tienen tanto volumen que no pueden compararse con el comercio de toda Europa; sus provincias se asemejan a un gran número de reinos, que intercambian entre sí sus respectivas producciones.14

Treinta años después, el economista político francés François Quesnay iba más lejos:

Nadie negará que este Estado es el más bello del mundo, el que posee mayor densidad de población y el reino más próspero que conocemos. El Imperio chino es como sería toda Europa si estuviera unida por medio de un solo soberano.15

China comerció con extranjeros y en alguna ocasión hizo suyas las ideas e invenciones del exterior. Pero en general, los chinos siempre han creído que los bienes y los logros intelectuales más valiosos se encontraban en China. Tanto valor tenía el comercio con China que las élites de este país no exageraban cuando lo describían más que como un intercambio económico corriente como un «tributo» a la superioridad china.

EL CONFUCIANISMO

Todos los imperios se han creado por medio de la fuerza, pero ninguno puede mantenerse con ella. Para que una norma universal perdure tiene que traducir la fuerza en obligación. De lo contrario, la energía del gobernante se agotará en el mantenimiento del dominio a expensas de su habilidad por configurar el futuro, la tarea fundamental del arte de gobernar. Los imperios se mantienen si la represión cede el paso al consenso.

Este fue el caso de China. Los métodos que se se siguieron allí para unificarla, y desmembrarla y volverla a unificar, en ocasiones fueron brutales. En la historia china ha habido rebeliones sanguinarias y gobiernos de tiranos dinásticos. Pero China no debe tanto su supervivencia milenaria a los castigos impuestos por sus emperadores como al conjunto de valores que se han fomentado entre su población y su gobierno de funcionarios eruditos.

Uno de los aspectos importantes de la cultura china es que dichos valores eran básicamente de naturaleza secular. En una época en la que surgía el budismo en la cultura india haciendo hincapié en la contemplación y la paz interior, en la que los profetas judíos —y, posteriormente, los cristianos e islámicos— ensalzaban el monoteísmo evocando la vida tras la muerte, China no desarrollaba temas religiosos en el sentido occidental. Los chinos nunca crearon un mito sobre la creación cósmica. Su universo obtuvo la vida a partir de los propios chinos, cuyos valores, a pesar de ser declarados de aplicación universal, se concibieron en un principio como chinos.

Los valores predominantes de la sociedad china procedían de las directrices de un antiguo filósofo que pasó a la posteridad con el nombre de Kong Fu-zi (o Confucio en su versión latinizada). Confucio (551-479 a.C.) vivió a finales del período denominado Primavera y Otoño (770-476 a.C.), época de gran agitación política que desembocó en las violentas luchas del período de los Reinos Combatientes (475-221 a.C.). La casa Zhou que reinaba a la sazón vivía una época de decadencia y se veía incapaz de ejercer la autoridad con los príncipes rebeldes en pugna por el poder político. La codicia y la violencia no tenían fronteras. Volvía a reinar la confusión en Todo bajo el Cielo.

Confucio, al igual que Maquiavelo, vivió errante en su país a la espera de que alguno de los príncipes que se disputaban la supervivencia lo retuviera como asesor. Pero a diferencia de aquel, este se centró más en el desarrollo de la armonía social que en las intrigas del poder. Sus puntos básicos fueron los principios del gobierno comprensivo, la correcta realización de los rituales y la inculcación de la devoción filial. Probablemente porque no ofreció a sus posibles patronos una vía rápida para alcanzar riqueza o poder, Confucio murió sin alcanzar su objetivo: jamás conoció a un príncipe que pusiera en práctica sus máximas, y China siguió su descenso hacia el desmoronamiento político y finalmente la guerra.16

Subsistieron, no obstante, las enseñanzas de Confucio, de las que dejaron constancia sus discípulos. Cuando acabó el derramamiento de sangre y China volvió a ponerse en pie, unificada, la dinastía Han (206 a.C.-220 d. C.) adoptó el pensamiento confuciano como filosofía oficial del Estado. El canon confuciano, agrupado en una recopilación básica de máximas de Confucio (las Analectas) y los subsiguientes libros de comentarios doctos, evolucionaría hasta convertirse en algo similar a una combinación entre la Biblia de China y su Constitución. El dominio de estos textos pasó a ser básico para entrar en la burocracia imperial del país, un sacerdocio constituido por funcionarios eruditos en el campo de las letras, seleccionados mediante reñidos exámenes a escala nacional, que fueron los encargados de mantener la armonía en los vastos dominios del emperador.

La respuesta de Confucio al caos de su época era el «camino» de la sociedad justa y armoniosa, que, como enseñaba él, se había hecho realidad antes, en una lejana era dorada. La humanidad tenía la principal tarea espiritual de crear de nuevo su propio orden, que estaba a punto de perderse. La plenitud espiritual no era tanto tarea de revelación o liberación como de recuperación paciente de los olvidados principios del autocontrol. Tenía como objetivo la rectificación, no el progreso.17 En la sociedad confuciana, el aprendizaje constituía la clave para la mejora. Así, Confucio enseñaba:

El amor a la bondad, sin amor al aprendizaje, queda enturbiado por la insensatez. El amor al conocimiento, sin amor al aprendizaje, queda enturbiado por la especulación imprecisa. El amor a la honradez, sin amor al aprendizaje, queda enturbiado por la perjudicial candidez. El amor a la franqueza, sin amor al aprendizaje, queda enturbiado por la opinión mal encauzada. El amor a la osadía, sin amor al aprendizaje, queda enturbiado por la insubordinación. Y el amor a la fortaleza de carácter, sin amor al aprendizaje, queda enturbiado por la intransigencia.18

Confucio predicó un credo social jerárquico: el deber fundamental radicaba en «que cada cual conociera su lugar». El orden confuciano brindaba a sus adeptos la inspiración del servicio en busca de una mayor armonía. A diferencia de los profetas de las religiones monoteístas, Confucio no hacía sermones sobre la teleología de la historia que pone el énfasis en la redención personal. Su filosofía buscaba la redención del Estado por medio de la rectitud en el comportamiento individual. Su pensamiento, orientado hacia este mundo, ratificaba un código de conducta social y no una guía para después de la muerte.

Confucio situaba en la cumbre del orden chino al emperador, una figura sin parangón en la experiencia occidental. Combinaba las afirmaciones del orden social espirituales y seculares. El emperador chino era al mismo tiempo un dirigente político y un concepto metafísico. En su función política, se concebía al emperador como el soberano supremo de la humanidad; el emperador de la humanidad, situado por encima de una jerarquía política mundana que reflejaba la estructura social jerárquica china de Confucio. El protocolo chino insistía en reconocer su supremacía a través del kowtow, el acto de postración completa en el que la frente toca el suelo tres veces en cada postración.

La segunda función, metafísica, del emperador, era su condición de «Hijo del Cielo», el intermediario simbólico entre el cielo, la tierra y la humanidad. Este papel implicaba también una obligación moral por parte del emperador. A través de la conducta humanitaria, el cumplimiento de los rituales correctos y algún castigo severo, se veía al emperador como el eje de la «Gran Armonía» de todas las cosas grandes y pequeñas. Si el emperador se apartaba de la senda de la virtud, Todo bajo el Cielo quedaría sumido en el caos. Incluso las catástrofes naturales podían significar que la discordia acechaba el universo. Entonces se podía considerar que la dinastía existente había perdido el «Mandato Celestial» mediante el cual poseía el derecho a gobernar: a partir de ahí estallarían rebeliones y una nueva dinastía restablecería la Gran Armonía del universo.19

CONCEPTOS SOBRE RELACIONES INTERNACIONALES: ¿IMPARCIALIDAD O IGUALDAD?

En China no hay grandes catedrales, pero tampoco palacios como el de Blenheim. En China nunca ha habido políticos aristócratas como el duque de Marlborough, quien construyó Blenheim. Europa entró en la Edad Moderna inmersa en un mosaico de jurisdicciones: príncipes, duques y condes independientes, ciudades que contaban con su propio gobierno, la Iglesia católica de Roma, que reivindicaba una autoridad fuera del ámbito estatal, y los grupos protestantes, que aspiraban a crear sus propias sociedades civiles autónomas. China, en cambio, entró en el período moderno después de haber vivido más de un milenio con una burocracia imperial totalmente estructurada, que se reclutaba mediante concurso por oposición, que penetraba en todos los aspectos de la economía y la sociedad y ponía orden en ellos.

Así pues, el planteamiento chino sobre el orden mundial difería mucho del que había imperado en Occidente. La concepción occidental moderna de las relaciones internacionales surgió en los siglos XVI y XVII, cuando se desintegró la estructura medieval de Europa y se formó un grupo de estados con un poder similar, y la Iglesia católica se dividió en distintas denominaciones. La diplomacia del equilibrio de poder no era tanto una opción como algo inevitable. Ningún Estado tenía suficiente fuerza para imponer su voluntad; ninguna religión mantenía una autoridad que le aseguraba la universalidad. La idea de soberanía y de igualdad legal de los estados se convirtió en la base de la legislación y de la diplomacia internacionales.

China, en cambio, nunca mantuvo un contacto continuo con otro país sobre la base de la igualdad por la simple razón de que en ningún momento coincidió con otra sociedad de cultura o magnitud comparables. El hecho de que el Imperio chino descollara sobre su esfera geográfica se consideraba prácticamente una ley de la naturaleza, una expresión del Mandato Celestial. Para los emperadores chinos, el mandato no suponía necesariamente una relación de confrontación con los pueblos colindantes; era preferible que no fuera así. Al igual que Estados Unidos, China consideraba que ejercía una función especial. Nunca propugnó, sin embargo, la idea estadounidense del universalismo para difundir sus valores en todo el mundo. Se limitó a controlar a los bárbaros que tenía cerca de sus fronteras. Se esforzó en que los estados tributarios como Corea reconocieran la categoría especial de China y, a cambio, les concedió ventajas, derechos comerciales, por ejemplo. En cuanto a los bárbaros de lugares remotos, como los europeos, de los que China sabía muy poco, mantuvo una actitud distante, amistosa aunque condescendiente. Le interesaba poco que asumieran su propio modo de vida. El emperador que fundó la dinastía Ming expresaba esta idea en 1372: «Los países del océano occidental se denominan con acierto regiones distantes. Vienen [hacia nosotros] cruzando los mares. Y les resulta difícil calcular el año y el mes [de la llegada]. Independientemente de su número, los tratamos [siguiendo el principio de] “a los que vienen con modestia se les echa con generosidad”».20

Los emperadores chinos creían que era poco práctico pensar en ejercer influencia sobre países a los que la naturaleza por desgracia había situado a una gran distancia de su país. En la versión china del excepcionalismo, este país no exportó sus ideas, sino que dejó que los demás se desplazaran en busca de ellas. Los pueblos de alrededor, según los chinos, se aprovechaban del contacto con China y de su civilización siempre que reconocieran la soberanía feudal del gobierno chino. Los que no la reconocían eran bárbaros. La cultura tenía su base en la sumisión ciega al emperador y en el cumplimiento de los rituales del imperio.²¹ Cuando el imperio se fortalecía, se ampliaba esta esfera cultural: Todo bajo el Cielo era una entidad multinacional que abarcaba la mayoría étnica china de los han y un sinfín de grupos étnicos chinos ajenos a estos.

Según los archivos oficiales, los enviados extranjeros no iban a la corte imperial a establecer negociaciones o a tratar asuntos de Estado; «iban a que» la influencia civilizadora del emperador «les transformara». Este no participaba en «conferencias cumbre» con otros jefes de Estado; las audiencias que se celebraban con él representaban el «delicado aprecio de unos hombres venidos de lejos», que llegaban con su tributo de reconocimiento a su mando supremo. Cuando la corte china se dignaba mandar enviados al extranjero, no lo hacía con diplomáticos, sino con «Enviados Celestes» de la Corte Celestial.

La organización del gobierno chino reflejaba el planteamiento jerárquico del orden del mundo. China establecía vínculos con estados que pagaban tributo, como Corea, Tailandia y Vietnam, a través del Ministerio de Rituales, lo que hace suponer que la diplomacia con estos pueblos era un aspecto más de la amplia tarea metafísica que implicaba la administración de la Gran Armonía. Con menos tribus bajo la influencia china en la parte septentrional y occidental, China pasó a depender de una «corte de dependencias», algo parecido a una oficina colonial, cuya misión era la de investir príncipes vasallos con títulos y mantener la paz en la frontera.²²

Hasta que no sufrió la presión de las incursiones occidentales, durante el siglo XIX, China no estableció algo parecido a un Ministerio de Asuntos Exteriores para gestionar la diplomacia como función independiente del gobierno, y lo hizo en 1861, tras la derrota en dos guerras contra potencias occidentales. Se consideró una necesidad temporal, que había de abolirse en cuanto remitiera la crisis del momento. El nuevo ministerio se estableció deliberadamente en un antiguo y anodino edificio utilizado con anterioridad por el Departamento de Monedas de Hierro, a fin de indicar, en palabras del príncipe Gong, principal estadista de la dinastía Qing, «el sentido implícito de que no puede poseer el mismo estatus que otras administraciones gubernamentales, y preservar de esta forma la distinción entre China y los países extranjeros».²³

Las ideas de corte europeo sobre política y diplomacia entre estados no eran algo desconocido en la práctica china; aunque existían a modo de contratradición, dándose en el seno del país en épocas de desunión. De todas formas, estos períodos de división, como si siguieran una ley consuetudinaria, acababan con la reunificación de Todo bajo el Cielo y con la reafirmación de la centralidad china por medio de una nueva dinastía.

En su función imperial, China no ofreció a los pueblos extranjeros circundantes igualdad, sino imparcialidad: se les trataba de manera humanitaria y comprensiva según el grado en que asumieran la cultura china y observaran los rituales que expresaran sumisión a este país.

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