China

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Henry Kissinger

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En cuanto a vuestra súplica de enviar a uno de vuestros súbditos para acreditarse en mi Corte Celestial y controlar el comercio de vuestro país con China, la petición va en contra de las costumbres de mi dinastía y no puede contemplarse en forma alguna... [No se le] podría permitir libertad de movimiento, ni el privilegio de mantener correspondencia con su propio país; así pues, no os serviría de nada que estableciera residencia entre nosotros.

La propuesta de que China mandara su propio embajador a Londres, seguía el edicto, era aún más absurda:

Suponiendo que yo enviara a un embajador a residir a vuestro país, ¿cómo podríais conseguir para él los requerimientos imprescindibles? Europa está formada por muchas otras naciones aparte de la vuestra: si cada una de ellas solicitara representación en nuestra corte, ¿cómo podríamos acceder a ello? Es algo totalmente imposible de llevar a cabo.

Tal vez, precisaba el emperador, el rey Jorge había enviado a Macartney a conocer las maravillas de la civilización de China. Pero aquello tampoco merecía consideración:

Si afirmáis que vuestra veneración respecto a nuestra Dinastía Celestial os llena de deseo de adoptar nuestra civilización, nuestras ceremonias y nuestro código legislativo son tan diferentes de los vuestros que, aunque vuestro enviado consiguiera adquirir los rudimentos de nuestra civilización, no os sería posible traspasar nuestros usos y costumbres a vuestra extraña tierra.

En cuanto a las propuestas de Macartney sobre las ventajas del comercio entre Gran Bretaña y China, la Corte Celestial ya había mostrado una gran deferencia respecto a los británicos al permitirles «total libertad de comercio en Cantón durante muchos años»; más allá de esto, cualquier cosa sería «totalmente irrazonable». Sobre los supuestos beneficios del comercio británico con China, Macartney estaba lamentablemente equivocado:

Los costosos objetos forasteros no me interesan. Si he dado órdenes de que los tributos que me habéis ofrecido, oh rey, se aceptaran ha sido simplemente en consideración al espíritu que os movió a enviarlos desde lejos. [...] Como puede ver vuestro embajador, aquí tenemos de todo.14

Así las cosas, resultaba imposible un comercio que superara lo establecido. Gran Bretaña no podía ofrecer a China nada que fuera del interés de este país, y China ya había presentado a los británicos todo lo que le permitía su legislación divina.

Dado que parecía que no había nada más que hacer, Macartney decidió volver a Inglaterra vía Cantón. Cuando se preparaba para zarpar, se dio cuenta de que después de la negativa radical del emperador a atender las peticiones británicas, los mandarines se mostraban en todo caso más atentos, lo que le llevó a pensar que quizá la corte se lo había pensado mejor. Hizo las preguntas pertinentes a tal efecto, pero los chinos habían acabado con la cortesía diplomática. Puesto que el peticionario bárbaro parecía no comprender la sutileza, se le presentó un edicto imperial que rayaba en la amenaza. El emperador decía al rey Jorge: «Soy consciente del aislamiento y la lejanía de vuestra isla, separada del mundo por una vasta inmensidad de mar». Y seguía: «Pero la capital china es el centro sobre el que giran todas las partes del mundo. [...] A los súbditos de vuestros dominios nunca se les ha permitido abrir comercio en Pekín». Y concluía con una advertencia:

Os he expuesto en consecuencia los hechos detalladamente y vuestro deber ineludible es el de comprender con reverencia mis sentimientos y obedecer estas instrucciones en lo sucesivo y para siempre, a fin de que podáis disfrutar de la gracia de la paz perpetua.15

El emperador, totalmente desconocedor de la capacidad de una posible reacción voraz y violenta de los dirigentes occidentales, jugaba, sin saberlo, con fuego. El juicio de valor con el que Macartney había abandonado China no auguraba nada bueno:

Un par de fragatas inglesas iban a superar a toda la fuerza naval del imperio. [...] En medio verano podían destruir por completo la navegación en las costas y llevar a los habitantes de las provincias marítimas, que subsistían sobre todo a base de pescado, a la hambruna.16

Por más autoritaria que pueda parecer ahora la conducta china, hay que tener presente que durante siglos trabajó en la organización y el mantenimiento de un importante orden internacional. En la época de Macartney, los beneficios del comercio con Occidente no eran ni mucho menos evidentes: teniendo en cuenta que el PIB de China era aproximadamente siete veces superior al de Gran Bretaña, podría comprenderse que el emperador creyera que era Londres la que necesitaba la ayuda de Pekín, y no al revés.17

Sin duda, la corte imperial se alegró de haber llevado con habilidad el asunto de la misión bárbara, acercamiento que no se repitió en más de veinte años. Cabe decir, de todos modos, que el respiro no se debió tanto a la pericia de los chinos en el campo diplomático como a las guerras napoleónicas, que consumieron los recursos de los estados europeos. En cuanto se hubieron deshecho de Napoleón, una nueva misión británica apareció en las costas de China en 1816, con lord Amherst a la cabeza. En esta ocasión, el enfrentamiento por razones de protocolo se convirtió en una pelea física entre los enviados británicos y los mandarines de la corte, reunidos fuera de la sala del trono. Cuando Amherst se negó a realizar el kowtow ante el emperador, a quien los chinos insistían en llamar «el soberano universal», la misión fue rechazada con brusquedad. Se instó al príncipe regente británico a «obedecer» para «avanzar hacia una transformación civilizada»; mientras tanto, no hacían falta más embajadores para, como se decía textualmente: «demostrar que en realidad sois vasallos nuestros».18

En 1834, el secretario de Asuntos Exteriores británico, lord Palmerston, envió otra misión para intentar una brillante resolución. Palmerston, quien precisamente no dominaba las leyes de la dinastía Qing, envió a lord Napier, oficial de la armada escocesa, con las contradictorias instrucciones de «ajustarse a las leyes y costumbres de China» y al mismo tiempo solicitar relaciones diplomáticas permanentes, embajada británica permanente en Pekín, acceso a más puertos de la costa china y, por si acaso, comercio libre con Japón.19

A la llegada de Napier a Cantón, él mismo y el gobernador de la zona se encontraron en un callejón sin salida: cada cual se negó a recibir la carta del otro con el pretexto de que la aceptación del trato con un personaje de tan poca categoría implicaría rebajarse. Napier, a quien las autoridades de la zona habían puesto un nombre chino que significaba «repugnante a conciencia», se dedicó a repartir por Cantón unos agresivos escritos después de contratar los servicios del traductor de aquella zona. Por fin, el destino resolvió aquel enojoso problema con los bárbaros a favor de los chinos, pues Napier y el traductor contrajeron las fiebres del paludismo y pasaron a mejor vida. De todas formas, antes de exhalar el último suspiro, Napier tuvo noticia de la existencia de Hong Kong, un afloramiento rocoso con poca densidad de población que consideró que podía convertirse en un excelente puerto natural.

Los chinos tuvieron la satisfacción de haber llevado de nuevo al redil a los rebeldes bárbaros. Aun así, fue la última vez que los británicos aceptaron la negativa. De año en año, la insistencia británica fue haciéndose más amenazadora. El historiador francés Alain Peyrefitte resumió así la reacción de Gran Bretaña después de la misión de Macartney: «Si China se mantenía cerrada, habría que derribar a golpes sus puertas».20 Las maniobras diplomáticas chinas y los bruscos rechazos no hicieron más que demorar lo inevitable respecto al sistema internacional moderno, planificado siguiendo las líneas marcadas por europeos y estadounidenses. Con ello iba a desencadenarse una de las mayores y más desgarradoras tensiones sociales, intelectuales y morales de la larga historia de la sociedad china.

EL CHOQUE ENTRE DOS SISTEMAS DE ORDEN MUNDIAL: LA GUERRA DEL OPIO

Las potencias industriales occidentales en auge no podían seguir tolerando un sistema que las llamaba «bárbaras», que pretendía que presentaran «tributo» o las obligaba a ceñirse a un comercio regulado estrictamente por temporadas en una única ciudad portuaria. Por otra parte, los chinos empezaban a mostrarse dispuestos a hacer unas limitadas concesiones a las ansias de «beneficios» (un concepto algo inmoral según el pensamiento confuciano) de los mercaderes occidentales; sin embargo, quedaron consternados cuando los enviados occidentales sugirieron que China podía ser simplemente un Estado entre tantos, o que tendría que vivir en contacto diario y permanente con los enviados bárbaros en la capital de su imperio.

Desde la perspectiva actual, los enviados occidentales no hicieron ninguna propuesta inicial que pudiera considerarse especialmente vergonzosa si nos atenemos a las normas de Occidente: los objetivos del libre comercio, los contactos diplomáticos regulares y las embajadas permanentes hoy en día hieren pocas sensibilidades; al contrario, se consideran un modelo común en la práctica de la diplomacia. No obstante, el enfrentamiento definitivo se produjo a raíz de uno de los aspectos más bochornosos de la intrusión occidental: la insistencia en la importación ilimitada de opio a China.

A mediados del siglo XIX, el opio se toleraba en Gran Bretaña y estaba prohibido en China, si bien cada vez era mayor el número de chinos que lo consumían. La India británica constituía el centro del mayor cultivo de adormidera del mundo, y los mercaderes británicos y estadounidenses, que trabajaban de común acuerdo con los contrabandistas chinos, hacían su agosto. En realidad, el opio fue uno de los pocos productos extranjeros que floreció en el mercado chino; las famosas manufacturas británicas eran rechazadas como baratijas o productos de calidad inferior respecto a los chinos. La buena sociedad occidental veía el comercio del opio como una vergüenza. Los mercaderes, por su parte, no estaban dispuestos a perder un comercio tan lucrativo.

La corte Qing debatió la legalización del opio y la administración de su venta; por fin decidió tomar medidas drásticas y erradicar de una vez por todas este comercio. En 1839, Pekín envió a Lin Zexu, funcionario de probada competencia, a cortar el comercio en Cantón y a obligar a los mercaderes occidentales a acatar la prohibición oficial. Lin, un mandarín confuciano tradicional, abordó el problema como hubiera hecho con cualquier problema bárbaro especialmente pertinaz: combinando la fuerza y la persuasión moral. A su llegada a Cantón, pidió a las misiones comerciales occidentales que entregaran los arcones de opio para su destrucción. Cuando la iniciativa fracasó, encerró a todos los extranjeros —incluyendo a los que no tenían nada que ver con el comercio del opio— en sus factorías y les anunció que no los soltaría hasta que abandonaran el contrabando.

Acto seguido, Lin envió una carta a la reina Victoria elogiando, con la deferencia que le permitía el protocolo tradicional, «la cortesía y la sumisión» de sus predecesores al enviar «tributo» a China. El punto crucial de la carta era la petición de que ella misma se ocupara de la erradicación del opio de los territorios indios de Gran Bretaña:

En determinados puntos de la India bajo vuestro control, como Bengala, Madrás, Bombay, Patna, Benarés y Malwa... [se ha] plantado opio de un lugar a otro y se han construido estanques para su manufactura. [...] El repugnante olor asciende, irrita los cielos y asusta los espíritus. Vos, oh rey, podéis erradicar la planta del opio de estos lugares, mandar pasar la azada por todos los campos y sembrar en ellos los cinco cereales. Quien se atreva a intentar de nuevo la siembra y la manufactura del opio debe recibir un severo castigo.²¹

La demanda era razonable, a pesar de haberse expresado siguiendo la suposición tradicional del supremo dominio chino:

Si un hombre de otro país se va a comerciar a Inglaterra, tiene que acatar las leyes inglesas; mucho más, pues, habrán de acatarse las leyes de la Dinastía Celestial [...] Los mercaderes bárbaros de vuestro país que deseen comerciar durante un período prolongado deben acatar con respeto nuestras prescripciones y cortar de manera permanente la fuente del opio. [...]

Controlad, oh rey, a los malvados y cribad a vuestros peligrosos súbditos antes de que lleguen a China, a fin de garantizar la paz de vuestra nación, de mostrar claramente la sinceridad de vuestra cortesía y sumisión y de dejar que los dos países disfruten del don de la paz. ¡Qué fortuna, qué gran fortuna! Al recibo de este mensaje respondednos inmediatamente sobre los detalles y circunstancias del cese del tráfico de opio. Procurad no posponerlo.²²

Exagerando la importancia de la influencia de China, en su ultimátum, Lin amenazaba con cortar las exportaciones de productos chinos, que veía como necesidades vitales para los bárbaros occidentales: «Si China corta con estos beneficios sin compasión alguna por aquellos que van a sufrir, ¿con qué pueden contar los bárbaros para subsistir?». China no tenía nada que temer de las represalias: «Los artículos que vienen de fuera de China no pueden usarse más que como juguetes. Podemos aceptarlos o pasar sin ellos».²³

Al parecer, la carta de Lin nunca llegó a manos de la reina Victoria. Mientras tanto, los británicos consideraron el asedio de Lin a la comunidad británica de Cantón como una ofensa intolerable. Los que ejercían presión por el «comercio con China» pidieron al Parlamento una declaración de guerra. Palmerston mandó una carta a Pekín en la que pedía «satisfacción y reparación de los daños infligidos por las autoridades chinas a los súbditos británicos residentes en China y por las afrentas de estas mismas autoridades a la Corona británica», así como la cesión permanente de «una o más de las islas de considerable extensión situadas en la costa de China» como depósito para el comercio británico.24

En su carta, Palmerston reconocía que, según la ley china, el opio era «contrabando», pero se rebajaba haciendo una defensa legalista del comercio, aduciendo que, en el marco de los principios legales occidentales, la prohibición china había perdido vigor a causa de la complicidad de los funcionarios corruptos. Esta casuística no iba a convencer a nadie, y Palmerston no estaba dispuesto a retrasar su decisión de llevar las cosas a un punto crítico: ante la «importancia urgente» de la cuestión y la enorme distancia que separaba Inglaterra de China, el gobierno británico ordenaba que saliera inmediatamente una flota a «bloquear los principales puertos chinos», a apoderarse de «todas las naves chinas que [esta] pudiera encontrar» y hacerse con «una parte accesible del territorio chino» hasta que Londres obtuviera una satisfacción.25 Había empezado la guerra del opio.

En una primera reacción, China consideró como una amenaza infundada la posibilidad de una ofensiva británica. Uno de los funcionarios expuso al emperador que la gran distancia entre China e Inglaterra debilitaría a los ingleses: «Los bárbaros ingleses constituyen una raza insignificante y detestable, que confía únicamente en sus potentes barcos y sus aplastantes armas, pero la inmensa distancia que habrán recorrido hará imposible la llegada de oportunas provisiones, y sus soldados, a la primera derrota, desprovistos de abastecimiento, se desanimarán y se encontrarán perdidos».26 Después de que los británicos bloquearan el río Perla y se apoderaran de unas cuantas islas situadas frente a la ciudad portuaria de Ningbo, como demostración de fuerza, Lin escribió indignado a la reina Victoria: «Vosotros, salvajes de los mares lejanos, al parecer os habéis crecido hasta el punto de desafiar e injuriar a nuestro poderoso imperio. En verdad que ha llegado la hora de que “os desolléis el rostro y os limpiéis el corazón” y enmendéis vuestra conducta. Si os sometéis con humildad a la Dinastía Celestial y le presentáis vuestra fidelidad, podría daros la oportunidad de expiar vuestras faltas del pasado».27

Unos cuantos siglos de predominio habían distorsionado el sentido de la realidad de la Corte Celestial. La pretensión de superioridad no hacía más que acentuar la inevitable humillación. Los navíos británicos sorteaban veloces las defensas costeras chinas y bloqueaban los principales puertos de este país. Los cañones que en otra época habían menospreciado los mandarines que habían recibido a Macartney surtían un brutal efecto.

Uno de los funcionarios chinos, Qishan, el virrey de Zhili (la división administrativa que en aquella época abarcaba Pekín y las provincias colindantes), comprendió por fin el desamparo de China cuando fue enviado a establecer un contacto preliminar con la flota británica que había navegado hacia el norte, en dirección a Tianjin. Admitió que los chinos eran incapaces de responder al fuego naval: «Sin una brizna de viento, ni marea favorable, ellos [los barcos de vapor] se deslizan contra la corriente y alcanzan unas velocidades fabulosas. [...] Los carros están montados sobre unas plataformas giratorias que permiten dar la vuelta a los cañones y apuntar con ellos en cualquier dirección». En cambio, Qishan afirmaba que las armas chinas eran reliquias de la dinastía Ming, y añadía: «Los encargados de las cuestiones militares son hombres de letras [...] no poseen conocimientos sobre armamento».28

Tras sacar la conclusión de que la ciudad se encontraba indefensa ante la potencia naval británica, Qishan optó por calmar y distraer a los británicos, asegurándoles que el embrollo de Cantón se había debido a un malentendido y que no reflejaba las «moderadas y justas intenciones del emperador». Seguía diciendo: «Los funcionarios chinos investigarán y tratarán la cuestión con imparcialidad, pero es fundamental que [la flota británica] zarpe hacia el sur». Allí tenía que esperar a los inspectores chinos. Curiosamente, la maniobra funcionó. Las fuerzas británicas regresaron a los puertos meridionales y dejaron intactas las ciudades septentrionales de China, que estaban al descubierto.29

Gracias al éxito, Qishan fue enviado a Cantón para sustituir a Lin Zexu y controlar de nuevo a los bárbaros. El emperador, quien al parecer no había captado el alcance de la ventaja tecnológica británica, dio órdenes a Qishan de que entablara con los representantes británicos unas conversaciones interminables mientras China reunía sus fuerzas: «Cuando las prolongadas negociaciones hayan dejado a los bárbaros cansados y exhaustos —anotó con su pluma imperial de color bermellón—, podemos lanzar un ataque súbito y por medio de él someterlos».30 Lin Zexu fue destituido al caer en desgracia por haber provocado un ataque de los bárbaros. Partió hacia un exilio interior en la parte más occidental de China, donde reflexionó sobre la superioridad del armamento occidental y redactó memoriales secretos en los que aconsejaba a China que desarrollara el suyo.³¹

Pero en cuanto se encontró en su destino del sur de China, Qishan tuvo que enfrentarse a una situación más comprometida. Los británicos pidieron concesiones territoriales y una indemnización. Se habían desplazado hacia el sur para obtener satisfacción; ya no se les podía frenar con tácticas dilatorias. Después de que las fuerzas británicas abrieran fuego en distintos puntos de la costa, Qishan y su homólogo británico, el capitán Charles Elliot, negociaron un preacuerdo, el Pacto de Chuan-pi, que garantizaba a los británicos unos derechos especiales sobre Hong Kong, prometía una indemnización de seis millones de dólares y establecía que las futuras negociaciones entre funcionarios chinos y británicos tenían que llevarse a cabo en igualdad de condiciones (es decir, los británicos se ahorrarían el protocolo reservado normalmente a los suplicantes bárbaros).

El pacto fue rechazado por los gobiernos chino y británico, puesto que todos lo vieron como una humillación. El emperador encarceló a Qishan por haberse excedido en las instrucciones y cedido demasiado ante los bárbaros, y posteriormente lo sentenció a muerte (aunque se le conmutó la pena por exilio). Charles Elliot, negociador británico, no tuvo que enfrentarse a un destino tan duro, a pesar de que Palmerston le reprendió con la máxima severidad por haber conseguido tan poco: «Durante el curso de las negociaciones —se quejó Palmerston— parece haber considerado mis instrucciones como papel mojado». Hong Kong era «una isla yerma sin apenas edificios»; Elliot se había mostrado excesivamente conciliador al no hacerse con un territorio de más valor o presionar con más contundencia.³²

Palmerston nombró a un nuevo enviado, a sir Henry Pottinger, a quien dio instrucciones de ir a por todas, puesto que, en palabras suyas: «El gobierno de su majestad no puede permitir que, en una transacción entre Gran Bretaña y China, la práctica irrazonable de los chinos impere sobre la práctica razonable del resto de la humanidad».³³ Al llegar a China, Pottinger avanzó en la ventaja militar británica, bloqueó más puertos y cortó el tráfico en el Gran Canal y en el curso bajo del Yangtsé. Con los británicos en disposición de atacar la antigua capital Nankín, los chinos hicieron un llamamiento a la paz.

LA DIPLOMACIA DE QIYING: APACIGUAR A LOS BÁRBAROS

Pottinger tuvo que enfrentarse a otro negociador chino, el tercero al que una corte que todavía se consideraba suprema en el universo, la del príncipe manchú Qiying, asignara aquella responsabilidad tan poco prometedora. El método que aplicó este para controlar a los británicos fue la estrategia tradicional que China utilizaba cuando se enfrentaba a la derrota. Ya había probado con el desafío y la diplomacia e iba a buscar el desgaste de los bárbaros fingiendo docilidad. En la negociación celebrada bajo la sombra de la flota británica, Qiying pensó que iba a repetirse lo que había ocurrido tantas veces con las élites del Reino Medio: combinando el retraso, la circunlocución y los favores repartidos minuciosamente, conseguirían apaciguar y dominar a los bárbaros y a la vez ganar tiempo para que China pudiera sobrevivir al asalto.

Qiying se centró en entablar una relación personal con el «jefe bárbaro» Pottinger. Lo colmó de regalos y empezó a dirigirse a él llamándolo «querido amigo» e «íntimo» (palabra transliterada especialmente al chino para este cometido concreto). Como muestra de profunda amistad, Qiying llegó incluso a proponer que se intercambiaran retratos de sus esposas y expresó su deseo de adoptar al hijo de Pottinger (que seguía en Inglaterra, y a partir de entonces fue llamado «Frederick Keying Pottinger»).34

En una curiosa nota, Qiying explicaba sus avances a la Corte Celestial, a la que le costó mucho comprender el proceso de seducción. Describía en ella las formas con las que contaba tranquilizar a los bárbaros británicos: «Con este tipo de personas de fuera de los límites de la civilización, gente ciega que no ha despertado aún a las formas de trato y a las formas de ceremonia [...] aunque nuestras lenguas estuvieran secas y nuestras gargantas, acartonadas (de tanto apremiarles a adoptar nuestro estilo), seguirían haciendo oídos sordos, actuando como si en realidad no oyeran».35

Así pues, los banquetes de Qiying y su extraño afecto por Pottinger y su familia cumplieron con un plan estratégico básico en el que se calculó el comportamiento chino utilizando como armas dosis específicas de confianza y sinceridad; era secundario que reflejaran o no alguna convicción. Continuaba:

Sin duda tenemos que frenarlos por medio de la sinceridad, pero ha sido aún más necesario controlarlos con habilidad. En alguna ocasión conseguimos que sigan nuestra dirección sin dejar que comprendan las razones para ello. En otras, lo dejamos todo al descubierto para evitar recelos y así poder calmar su rebelde agitación. A veces les ofrecemos recepciones y espectáculos, tras lo cual experimentan un sentimiento de gratitud. También hay momentos en los que les mostramos confianza con amplitud de miras y no juzgamos necesario profundizar en temas minuciosos con ellos para conseguir su ayuda en la cuestión que nos ocupa.36

Estas interacciones entre la apabullante fuerza occidental y la gestión psicológica china tuvieron como resultado dos tratados negociados por Qiying y Pottinger, el Tratado de Nankín y el Tratado adicional de Bogue. El acuerdo fue más fructífero que el Pacto de Chuan-pi. Si bien era básicamente humillante, sus estipulaciones no resultaban tan duras como la situación militar habría permitido imponer a los británicos. Establecía que China entregara una indemnización de seis millones de dólares, cediera Hong Kong y abriera cinco «puertos de tratado» costeros, en los que se permitiría la residencia de occidentales y el comercio. Con ello se desmantelaba de forma efectiva el «sistema cantonés», mediante el cual la corte china había regulado el comercio con Occidente y lo había limitado a los mercaderes con licencia. Se añadieron Ningbo, Shanghai, Xiamen y Fuzhou a la lista de los puertos de tratado. Los británicos aseguraron el derecho a mantener misiones permanentes en las ciudades portuarias y a negociar directamente con las autoridades locales, evitando así el trato con la corte de Pekín.

Los británicos obtuvieron asimismo el derecho a ejercer jurisdicción sobre sus súbditos residentes en los puertos afectados por el tratado. En cuanto al funcionamiento, implicaba que los comerciantes de opio extranjeros estarían sujetos a las leyes y regulaciones de sus propios países y no a la legislación china. El principio de «extraterritorialidad», una de las estipulaciones menos controvertidas del tratado en aquellos momentos, a la larga se consideraría una de las principales violaciones de la soberanía china. De todas formas, puesto que en Europa no se conocía la idea de soberanía, en China la extraterritorialidad pasó a ser un símbolo no tanto de incumplimiento de una norma legal como de decadencia del poder imperial.

La reducción del Mandato Celestial que resultó de ello desencadenó una oleada de protestas en el país.

El traductor inglés del siglo XIX Thomas Meadows observó que en un principio la mayoría de los chinos no fueron conscientes de las largas repercusiones de la guerra del opio. Consideraron las concesiones como una aplicación del método tradicional de absorción de los bárbaros y de desgaste de los mismos. «El gran conjunto de la nación —planteaba como concesión— solo puede considerar la pasada guerra como una irrupción rebelde de una tribu de bárbaros que, afianzados en sus sólidos barcos, atacaron algunos lugares de la costa y se apoderaron de ellos, e incluso consiguieron hacerse con un importante punto del Gran Canal, con lo que obligaron al emperador a hacer determinadas concesiones.»37

Era difícil, sin embargo, apaciguar a las potencias occidentales. Cada concesión china iba generando más demandas occidentales. Los tratados, considerados en un primer momento como una concesión temporal, inauguraron un proceso a través del cual la corte de Qing perdió el control general de la política comercial y exterior de China. A raíz del tratado británico, el presidente estadounidense John Tyler envió sin demora una misión a China con la intención de conseguir unas concesiones similares para su país, la precursora de la política posterior de «puertas abiertas». Los franceses negociaron su propio tratado en términos análogos. Cada uno de estos países incluyó, por su cuenta, una cláusula de «nación más favorecida» que estipulaba que cada concesión que ofreciera China a otros países tenía que proporcionarla al firmante. (Posteriormente, la diplomacia china se sirvió de esta cláusula para limitar exacciones al fomentar la competencia entre distintos solicitantes de un privilegio especial.)

Estos tratados adquirieron con razón fama en la historia china como primer eslabón de la cadena de «tratados desiguales» firmados bajo el paraguas de las fuerzas militares extranjeras. A la sazón, las estipulaciones impugnadas con más dureza fueron las de igualdad de condiciones. Hasta entonces, China había insistido en que su categoría superior estaba implícita en su identidad nacional y se reflejaba en el sistema tributario. De pronto se encontró con una potencia extranjera decidida a borrar su nombre del listado chino de «estados tributarios» bajo la amenaza de recurrir a la fuerza y demostrar que contaba con la misma soberanía que la Dinastía Celestial.

Los dirigentes de ambas partes comprendieron que la discusión iba mucho más allá de las cuestiones del protocolo o del opio. La corte Qing estaba dispuesta a calmar a los avariciosos extranjeros con dinero y transacciones comerciales; pero si se establecía el principio bárbaro de igualdad política con el Hijo del Cielo, se pondría en peligro todo el orden del mundo chino; la dinastía podía perder el Mandato Celestial. Palmerston, en sus comunicaciones a menudo cáusticas con los negociadores, consideró la cifra de la indemnización simbólica en parte; pero los reprendió a conciencia por consentir que los chinos utilizaran un lenguaje que dejaba patente la «asunción de superioridad por parte de China» o implicaba que los británicos, victoriosos en la guerra, seguían en su condición de suplicantes, pidiendo el favor divino del emperador.38 Por fin imperó el punto de vista de Palmerston y en el Tratado de Nankín se incluyó una cláusula que especificaba de forma explícita que, en lo sucesivo, los funcionarios chinos y británicos iban a «corresponderse [...] sobre una base de perfecta igualdad»; llegaba hasta el punto de incluir una lista escrita de manera específica en caracteres chinos en el texto con connotaciones aceptablemente neutrales. En los archivos chinos (al menos, aquellos a los que tuvieron acceso los extranjeros) ya no se hablaba de los británicos como personas que «suplicaban» ante las autoridades chinas o que «obedecían temblando» sus «órdenes».39

La Corte Celestial había comprendido la inferioridad militar de China, pero aún no conocía un método adecuado para solucionar la cuestión. De entrada aplicó los métodos tradicionales de trato con los bárbaros. La derrota no era algo nuevo en la larga historia de China. Los dirigentes de este país la habían abordado mediante los cinco cebos que se describen en el capítulo anterior. Establecieron las características comunes de tales invasores: el deseo de adquirir la cultura china y el interés por establecerse en suelo chino y asumir su civilización. Por consiguiente, podían irse amansando poco a poco con los mismos métodos psicológicos adoptados por el príncipe Qiying y, con el tiempo, pasar a formar parte de la vida china.

Pero los invasores europeos no tenían estas aspiraciones, ni tampoco unos objetivos limitados. Se consideraban sociedades más avanzadas y pretendían explotar China para obtener unos beneficios económicos, pero no adoptar su estilo de vida. Así pues, las demandas de estos países quedaban limitadas tan solo por sus recursos y por su avidez. Las relaciones personales no podían ser decisivas, pues los jefes de los invasores no vivían cerca, sino a miles de kilómetros, donde seguían unas motivaciones que no se ajustaban a la sutileza y al proceder indirecto de la estrategia de Qiying.

En el curso de diez años, el Reino Medio pasó de la preeminencia a convertirse en objetivo de las potencias coloniales enfrentadas. Situada entre dos eras y dos concepciones distintas de las relaciones internacionales, China luchó por conseguir una nueva identidad y, sobre todo, por conciliar los valores que habían marcado su grandeza con la tecnología y el comercio en los que tendría que basar su seguridad.

3

De la preeminencia a la decadencia

A medida que fue avanzando el siglo XIX, China vivió prácticamente todas las sacudidas imaginables en su imagen histórica. Antes de la guerra del opio, concebía la diplomacia y el comercio internacional básicamente como formas de reconocimiento de la preeminencia del país. Luego, al entrar en un período de agitación interna, tuvo que enfrentarse a tres desafíos externos, cada uno de los cuales habría podido derribar una dinastía. Las amenazas surgieron de todas las direcciones y se manifestaron bajo formas que hasta entonces se habrían considerado inconcebibles.

Del otro lado de los mares, de la parte occidental, llegaron las naciones europeas, que no plantearon tanto la prueba de la defensa territorial como unas formas de orden mundial irreconciliables. En general, las potencias occidentales se limitaron a obtener concesiones económicas en la costa china y a solicitar derechos de libre comercio y de actividad misionera. Paradójicamente era algo amenazador porque los europeos no lo consideraron en ningún momento como actividad de conquista. Europa no pretendía sustituir a la dinastía existente: se limitaba a imponer un orden mundial completamente nuevo e incompatible con el de China.

Desde el norte y el oeste, Rusia, expansionista y con un gran dominio militar, intentaba abrir de una vez el vasto interior de China. La colaboración de Rusia podía comprarse temporalmente, pero se trataba de un país que no reconocía fronteras entre sus propios dominios y los lejanos de China. Por otra parte, a diferencia de los conquistadores anteriores, Rusia nunca entró a formar parte de la cultura china; el imperio perdió para siempre los territorios en los que penetró.

A pesar de todo, ni las potencias occidentales ni Rusia se plantearon en ningún momento desplazar a los Qing ni reivindicar el Mandato Celestial; por fin llegaron a la conclusión de que tenían demasiado que perder con la caída de los Qing. Japón, en cambio, no tenía intereses creados en la supervivencia de las antiguas instituciones chinas, ni en el orden mundial sinocéntrico. Desde la parte oriental, no solo se marcó como objetivo ocupar importantes extensiones de territorio chino, sino también el de desplazar a Pekín como centro de un nuevo orden internacional en Asia oriental.

La China contemporánea vivió con consternación las catástrofes subsiguientes como parte de un infamante «siglo de humillación» al que solo pudo poner fin la reunificación del país mediante una forma de comunismo de afirmación nacional. Al mismo tiempo, la era del desequilibrio en China constituye en muchos sentidos un testimonio de la extraordinaria capacidad del país de superar unas tensiones que hubieran podido desmembrar a otras sociedades.

Los ejércitos extranjeros cruzaban China, intimidando y humillando, pero la Corte Celestial en ningún momento cesó de reivindicar su autoridad central, ni dejó de aplicarla en casi todo el territorio. Trataban a los invasores como lo habían hecho con los atacantes en siglos anteriores, como un fastidio, como una inoportuna interrupción de aquel eterno ritmo de la vida que llevaba el país. La corte de Pekín podía actuar de esta forma porque los estragos causados por los extranjeros se limitaban en general a la periferia del país y porque el invasor se acercaba solo para comerciar; así, los que irrumpían tenían interés en que las vastas regiones centrales, en las que se encontraba la mayor parte de la población, permanecieran inalteradas. Con ello, el gobierno de Pekín disponía de un margen de maniobra. Había que negociar todas las exacciones con la corte imperial, que entonces estaba en condiciones de conseguir que los invasores se enfrentaran entre ellos.

Los estadistas chinos extrajeron una buena lección de su mal juego y evitaron lo que podía haber sido una catástrofe mucho peor. Desde el punto de vista del equilibrio del poder, la configuración objetiva de las fuerzas habría apuntado a la imposibilidad de la supervivencia de China como Estado unido que abarcaba todo un continente. Pero con la visión tradicional de la preeminencia china bajo violentos desafíos y con el país azotado por las sucesivas oleadas de devastación colonial y de agitación interna, por fin China superó los reveses con su propio esfuerzo. A través de un proceso duro y a menudo humillante, los dirigentes chinos conservaron por fin los derechos morales y territoriales de su orden mundial en vías de desintegración.

Quizá lo más sorprendente fuera que lo consiguieron siguiendo casi siempre métodos tradicionales. Una parte de la clase dirigente de los Qing redactó elocuentes memoriales en estilo clásico sobre los desafíos planteados por Occidente, Rusia y Japón, el país emergente, sobre la necesidad que tenía China de «autofortalecerse» y mejorar su propia capacidad tecnológica. Sin embargo, la élite confuciana del país y su pueblo, en general conservador, permanecieron bastante indecisos ante estos consejos. Muchos consideraron que la importación de textos en lenguas extranjeras ponía en peligro la esencia cultural y el orden social chinos. Tras algunas batallas que dejaron huella, la facción que se impuso decidió que la modernización de estilo occidental implicaba abandonar la esencia china y que nada podía justificar el abandono de un legado único. De esta forma, China se enfrentó a la era de la expansión imperial sin la ventaja de un aparato militar moderno a escala nacional y con una adaptación muy irregular a las innovaciones económicas y políticas.

Para capear el temporal, China, además de contar con la tecnología y la potencia militar, se basó también en dos recursos muy tradicionales: la capacidad de análisis de sus diplomáticos y el aguante y el afianzamiento cultural de su pueblo. Creó ingeniosas estrategias para enfrentar a los nuevos bárbaros entre sí. Los funcionarios encargados de las relaciones exteriores chinas ofrecieron concesiones en distintas ciudades, pero propusieron a unos cuantos grupos de extranjeros compartir los botines para poder «utilizar a bárbaros contra bárbaros» y evitar que dominara cualquiera de las potencias. Insistieron también en una adhesión escrupulosa a los «tratados de sigua les» con Occidente y a los principios extranjeros de las normas internacionales, pero no porque las autoridades chinas los consideraran válidos, sino porque aquello les concedía un medio de circunscribir las ambiciones extranjeras. Al encontrarse China ante dos contendientes que podían resultar arrolladores en su lucha por el dominio de la parte nororiental, y casi sin fuerzas para repelerlos, sus diplomáticos enfrentaron a Rusia con Japón, con lo que limitaron hasta cierto punto el alcance y la permanencia de cada una de las invasiones.

En vista del contraste entre la poca fuerza militar china y la perspectiva de expansión que tenía el país sobre su papel en el mundo, la defensa de retaguardia destinada a mantener un gobierno chino independiente constituyó un gran logro. Pero su consecución no conllevó la celebración de una victoria; había sido una tarea incompleta, llevada a cabo a lo largo de unas cuantas décadas, marcada por numerosos cambios, por adversarios internos, que habían sobrevivido y en ocasiones hundido a sus defensores. La lucha tuvo un coste considerable para el pueblo chino, cuya paciencia y resistencia constituyeron su línea de defensa definitiva, y no por primera ni por última vez. Se conservó, sin embargo, el ideal de China como realidad continental al mando de su propio destino. Con gran disciplina y confianza en sí mismo, el país mantuvo abierta la puerta a la era de su propia recuperación.

LA VÍA DE WEI YUAN: «LA UTILIZACIÓN DE BÁRBAROS CONTRA BÁRBAROS», EL APRENDIZAJE DE SUS TÉCNICAS

En su peligrosa travesía plagada de ataques infligidos por las naciones europeas, tecnológicamente superiores, y las nuevas ambiciones tanto de Rusia como de Japón, China contaba con su cohesión cultural y con la extraordinaria habilidad de sus diplomáticos, más asombrosa si cabe frente a la obstinación general de la corte imperial. A mediados del siglo XIX, solo unos pocos miembros de la élite china habían empezado a captar que el país ya no vivía en un sistema marcado por su predominio y que China había aprendido los principios elementales de un sistema de bloques de potencias en pugna.

Uno de ellos fue Wei Yuan (1794-1856), un mandarín confuciano de rango intermedio en el escalafón, vinculado a Lin Zexu, gobernador de Cantón, cuyas medidas represivas en el comercio del opio habían desencadenado la intervención británica y con el tiempo lo habían llevado al exilio. Si bien seguía leal a la dinastía Qing, Wei Yuan sentía una gran inquietud por la autocomplacencia de esta. Escribió un tratado pionero sobre geografía extranjera utilizando para ello material recopilado y traducido por mercaderes y miembros de misiones de fuera. Tenía como objetivo alentar a China a que pusiera la mira más allá de los países tributarios limítrofes.

Los «Planes para una defensa marítima» que Wei Yuan redactó en 1842, básicamente un estudio sobre los fracasos en la guerra del opio, proponían aplicar lo aprendido sobre diplomacia de equilibrio de poder europeo a los problemas de la China contemporánea. Consciente de la debilidad material de su país respecto a las potencias extranjeras —premisa que en general no aceptaban sus contemporáneos—, Wei Yuan presentaba unos métodos mediante los cuales el país podía conseguir un margen de maniobra. Wei Yuan proponía una estrategia multidireccional:

Existen dos métodos para atacar a los bárbaros, a saber: alentar a los países que son hostiles a estos bárbaros para que los asalten y aprender las técnicas superiores de los bárbaros para poderlos controlar. Existen dos métodos para hacer las paces con los bárbaros, a saber: permitir que las distintas naciones que comercian sigan con su actividad mercantil para mantener la paz con los bárbaros y apoyar el primer tratado de la guerra del opio para mantener el comercio internacional.¹

La diplomacia china demostró su capacidad de análisis al verse enfrentada a un enemigo superior, a unas demandas que iban en aumento y al comprender que si se agarraba bien a un tratado, aunque fuera humillante, establecería un límite para futuras exacciones.

Mientras tanto, Wei Yuan estudió los países que, basándose en los principios europeos del equilibrio, podían ejercer presión sobre Gran Bretaña. Teniendo en cuenta antiguos precedentes en los que las dinastías Han, Tang y las primeras Qing habían controlado las ambiciones de las violentas tribus, Wei Yuan analizó el mundo y examinó los «países enemigos a los que temían los bárbaros británicos». Escribió como si la máxima «dejemos que los bárbaros ataquen a los bárbaros» se ejecutara automáticamente y estableció como posibles candidatos a «Rusia, Francia y Estados Unidos» en Occidente, y «los gurkhas [de Nepal], Birmania, Siam [Tailandia] y Annam [Vietnam del Norte]» en Oriente. Wei Yuan imaginó un ataque de Rusia y los gurkhas contra los intereses británicos más distantes y peor defendidos: su Imperio indio. Otra arma fruto del análisis de Wei Yuan fue la de alentar la animadversión ancestral entre franceses y estadounidenses hacia Gran Bretaña, con lo que se provocaba un ataque hacia esta potencia por mar.

Se trataba de una solución de lo más original, cuyo único obstáculo fue que el gobierno chino no tenía la menor idea de cómo ponerla en marcha. Contaba tan solo con unos conocimientos limitados sobre los posibles aliados y no tenía representación en ninguna de sus capitales. Wei Yuan acabó comprendiendo los límites de China. En una era de política mundial, él mismo afirmó que no se trataba de que «no pudieran utilizarse los bárbaros de fuera», sino que, tal como precisó: «Necesitamos personal capaz de establecer tratos con ellos, gente que conozca sus posiciones [y] sus interrelaciones de amistad o enemistad».²

Tras fracasar a la hora de detener el avance británico, continuaba Wei Yuan, Pekín tenía que debilitar la posición relativa de Londres en el mundo y en China. Para ello se le ocurrió otra idea original: atraer a otros bárbaros hacia China y enfrentar su ambición a la de Gran Bretaña, de modo que China pudiera surgir como moderador en la división de su propia esencia. Wei Yuan seguía:

Actualmente, los bárbaros británicos no solo han ocupado Hong Kong y amasado una gran riqueza, y acumulado un sentimiento de superioridad respecto al resto de los bárbaros, sino que han abierto los puertos y reducido las distintas tarifas a fin de favorecer a los demás bárbaros. En lugar de dejar que los bárbaros británicos se comporten bien con ellos para ampliar su número de seguidores, ¿no sería mejor que fuéramos nosotros quienes nos comportáramos bien con ellos a fin de controlarlos como quien controla los dedos de una mano?³

Es decir, China tenía que ofrecer concesiones a todos los países voraces en lugar de permitir que se las exigiera Gran Bretaña y sacara provecho del reparto del botín con otros países. Para alcanzar este objetivo había que seguir el principio de la «nación más favorecida», según el cual cualquier privilegio concedido a una potencia había que extenderse de forma automática a las demás.4

El tiempo no es algo neutral. Habría que confrontar los beneficios obtenidos a través de las sutiles maniobras de Wei Yuan con la capacidad de China de armarse utilizando «las técnicas superiores de los bárbaros». China, advirtió Wei Yuan, tenía que «llevar especialistas occidentales a Cantón» desde Francia o desde Estados Unidos, «para hacerse cargo de la construcción de barcos y la fabricación de armas». Wei Yuan resumió la nueva estrategia con la siguiente propuesta: «Antes de establecer la paz, a nosotros nos corresponde utilizar a los bárbaros contra los bárbaros. Una vez establecida, aprenderemos sus técnicas superiores con el objetivo de controlarlos».5

A pesar de desdeñar al principio las llamadas a la modernización tecnológica, la Corte Celestial adoptó la estrategia de cumplir al pie de la letra los tratados de la guerra del opio, a fin de poner límite a las demandas occidentales. Según escribió más tarde un dirigente: «Se actuará siguiendo los tratados y no se tolerará que los extranjeros se excedan lo más mínimo»; así pues, seguía diciendo que los funcionarios chinos tenían que «mostrarse sinceros y cordiales, pero intentar con cautela mantenerlos a raya».6

EL DETERIORO DE LA AUTORIDAD: LA AGITACIÓN INTERNA Y EL DESAFÍO DE LAS INVASIONES EXTRANJERAS

Las potencias del tratado occidental no tenían por supuesto ninguna intención de permitir que nadie las mantuviera a raya, y tras las negociaciones entre Qiying y Pottinger empezó a surgir una nueva brecha en las expectativas. Para la corte china, los tratados constituían una concesión temporal a las fuerzas bárbaras, que había que seguir hasta donde fuera necesario, pero nunca ampliar de forma voluntaria. Para Occidente, los tratados iniciaban un proceso a largo plazo con el que China se iría acercando paulatinamente a las normas occidentales de intercambio político y económico. Ahora bien, lo que Occidente consideró un proceso de progreso, China lo vio como un ataque filosófico.

Por esta razón los chinos se negaron a acceder a las demandas de los extranjeros de ampliar los tratados para incluir en ellos el libre comercio en todo el territorio chino y la representación permanente en la capital del país. Pekín comprendió —a pesar de sus limitados conocimientos sobre Occidente— que la combinación entre la fuerza superior de los extranjeros, la ilimitada actividad de estos en el interior de China y las múltiples misiones occidentales en Pekín iban a socavar los postulados sobre el orden mundial chino. Cuando China se convirtiera un Estado «normal» perdería su autoridad moral histórica única; pasaría a ser otro país débil acosado por los invasores. En este contexto, unas disputas sobre prerrogativas diplomáticas y económicas aparentemente secundarias se convirtieron en un enfrentamiento fundamental.

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