China

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Henry Kissinger

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En aquellos momentos, los comentarios de Lord me parecieron exagerados. Teniendo en cuenta que desde entonces he aprendido mucho sobre las maniobras internas de China, ahora me planteo que Mao se refería a aquello en el sentido más amplio.

En todo caso, el viaje de octubre para preparar el terreno de la visita de Ford se desarrolló en un ambiente gélido, que reflejaba las tensiones internas de China. Nos pareció tan poco prometedor que limitamos la visita presidencial a tres días, eliminamos dos paradas fuera de Pekín y las sustituimos por breves visitas a Filipinas e Indonesia.

Cuando volví de China, ya habían destituido a Schlesinger como secretario de Defensa y habían nombrado a Donald Rumsfeld como sustituto. Se me comunicó más tarde y en realidad habría preferido que no se hubiera producido el cambio; estaba convencido de que aquel nombramiento crearía polémica en el ámbito de la política exterior de Washington y que la controversia podía poner en peligro el proceso diplomático en el que me veía envuelto. En efecto, la dimisión no tuvo nada que ver con la invitación de Mao para que Schlesinger visitara China. La iniciativa de Ford constituía un intento de preparar las defensas para una inminente campaña política; siempre se había sentido incómodo ante la mordacidad de Schlesinger. Pero sin duda algunos dirigentes chinos interpretaron la dimisión de este como una demostración del rechazo a las críticas contra China.

Un poco más tarde, la primera semana de diciembre, el presidente Ford hizo su visita inaugural a China, durante la cual quedó patente la división interna de este país. La esposa de Mao, Jiang Qing, artífice de la Revolución Cultural junto con otros comunistas, hizo acto de presencia tan solo unos minutos en una recepción ofrecida en un evento deportivo. Qing mantenía su poder y mostró una actitud cortés, aunque fría y distante, en el poco espacio de tiempo en que estuvo presente. (Durante la estancia de Nixon solo había aparecido para presentar el ballet revolucionario.)

Mao estuvo casi dos horas conversando con Ford y en ese tiempo se hizo patente la división entre los dirigentes chinos. Su estado de salud se había deteriorado un poco respecto a cuando le había recibido cinco semanas antes. Sin embargo, había decidido que hacía falta dar un impulso a las relaciones con Estados Unidos y emprendió la tarea con buen humor:

MAO: Su secretario de Estado ha interferido en mis asuntos internos.

FORD: ¿En qué sentido?

MAO: No me ha permitido que vaya a reunirme con Dios. Incluso me dice que desobedezca la orden que Dios me ha dado. Dios me ha mandado una invitación, pero él [Kissinger] dice que no tengo que aceptarla.

KISSINGER: Si lo hiciera, se produciría una combinación de una fuerza desmesurada.

MAO: Él es ateo [Kissinger]. Va contra Dios. Y al mismo tiempo pretende minar mis relaciones con Dios. Es un hombre feroz y no tengo más remedio que obedecer sus órdenes.³¹

Mao siguió con el comentario de que no esperaba que ocurriera «nada excepcional» en las relaciones entre Estados Unidos y China durante los dos años siguientes, o sea, en el período de las elecciones presidenciales de 1976 y después de estas. «Puede que luego la situación mejore un poco.»³² ¿Se refería a que cabía la posibilidad de que surgiera de ello una mayor unidad en Estados Unidos, o que para entonces se hubieran superado las luchas internas en China? Sus palabras venían a decir que esperaban que la tambaleante relación durara toda la presidencia de Ford.

Lo que explicaba con más claridad el paréntesis en la relación Estados Unidos-China era la situación interna en este último país. Mao captó en un comentario de Ford que valoraba la tarea del jefe de la oficina de contacto de Pekín con Washington (Huang Zhen) y que esperaba que siguiera en el cargo:

Algunos jóvenes lo critican [al embajador Huang].³³ Y estas dos [Wang y Tang]34 dirigen también alguna crítica al señor Qiao.35 Y es gente con la que no se puede jugar. Por otra parte, de sus manos llegará el sufrimiento, es decir, una guerra civil. Hoy se ven en el exterior muchos carteles con letras grandes. Pueden acercarse a la Universidad de Tsinghua y a la de Pekín para echar un vistazo.36

Si las intérpretes de Mao —Nancy Tang y Wang Hairong, próxima a la esposa de Mao— eran contrarias al ministro de Asuntos Exteriores como embajador de facto de Washington, las cosas habían llegado a un nivel de máxima tensión. El hecho de que Mao llamara al ministro de Asuntos Exteriores «señor Qiao» —insinuando que era confuciano— era otra señal de división interna. Habían surgido los carteles con grandes letras —las declaraciones exhibidas con unos caracteres considerables con las que se anunciaban las campañas durante la Revolución Cultural— en las universidades, lo que significaba que nacían de nuevo los métodos y algunos de los argumentos que se habían extendido durante la Revolución Cultural. En este caso, la referencia de Mao a una posible guerra civil tal vez no fuera simplemente una forma de hablar.

Ford, que disimulaba su astucia bajo la fachada de una persona sencilla y directa del Medio Oeste, decidió no tener en cuenta los indicios de división. Al contrario, se comportó como si las premisas de la época de las relaciones chino-estadounidenses de Zhou siguieran siendo válidas y se dedicó a desgranar una por una las cuestiones internacionales. Como tema básico insistió en las medidas que adoptaba Estados Unidos para evitar la hegemonía soviética, sugiriendo que hacía falta la colaboración china, en especial en África. Mao había rechazado el intento de Nixon, mucho menos explícito, en la conversación que habían mantenido tres años antes. O bien la aparente falta de astucia de Ford desarmó a Mao, o este había planificado al detalle un diálogo estratégico, la cuestión es que en esta ocasión participó con comentarios típicamente mordaces, en especial sobre las iniciativas soviéticas en África, lo que demostró que mantenía el dominio del detalle.

Al final de la conversación formuló una curiosa demanda de ayuda, planteando una mejor presentación pública de las relaciones entre Estados Unidos y China:

MAO: Algunos artículos de prensa califican de muy malas las relaciones entre nosotros. Quizá deberían abrirles un poco la puerta e informarles.

KISSINGER: Esto, una parte y otra. Algo de esto lo oyen en Pekín.

MAO: Pero no de nuestra parte. Son los de fuera quienes informan.37

No había tiempo para especificar qué extranjeros se encontraban en posición de informar a los medios de comunicación que pudieran tenerles confianza. Se trataba de un problema que Mao normalmente habría solucionado ordenando que se redactara un comunicado positivo en el que quedara claro que él seguía con el poder para imponer su voluntad a las facciones.

Pero Mao no lo hizo. Y no se derivó ninguna consecuencia práctica de ello. Nosotros consideramos que el borrador del comunicado, probablemente supervisado por el ministro de Asuntos Exteriores, Qiao Guanhua, no tenía utilidad, por no decir que resultaba provocador, y nos negamos a aceptarlo. Estaba claro que en China se libraba una lucha por el poder. Si bien Deng se mostraba crítico respecto a nuestras tácticas con los soviéticos, estaba impaciente por mantener la relación que habían establecido Zhou y Mao con Estados Unidos. Resultaba también evidente que algunos grupos que participaban en la estructura de poder ponían en cuestión esta vía. Deng consiguió salvar el obstáculo con un comunicado que hizo público como miembro del Comité Permanente del Politburó (el comité ejecutivo del Partido Comunista), en el que afirmaba la utilidad de la visita de Ford y la importancia de la amistad chino-estadounidense.

Durante los meses que siguieron a las reuniones se fue haciendo patente la división en China. Deng, que había sustituido a Zhou sin conseguir el cargo de primer ministro, volvía a ser el blanco de los ataques, probablemente por parte de los mismos que lo habían llevado al exilio diez años antes. Zhou había desaparecido de la escena. El comportamiento de Qiao Guanhua, ministro de Asuntos Exteriores, fue haciéndose cada vez más polémico. El estilo de Zhou, que había funcionado como una seda y facilitado el camino hacia la colaboración, fue sustituido por la hostil insistencia.

Se controló una posible confrontación porque Deng encontró la forma de demostrar la importancia de establecer unas relaciones estrechas con Estados Unidos. En la cena que me ofrecieron como bienvenida en la visita que efectué en octubre de 1975, por ejemplo, Qiao hizo un intimidatorio brindis ante las cámaras de televisión estadounidenses en el que reprobaba la política de nuestro país respecto a la Unión Soviética: un abuso del protocolo diplomático que no tenía nada que ver con el delicado trato que habían recibido las delegaciones estadounidenses hasta entonces. Respondí con brusquedad, pero las luces se habían apagado y mis palabras ya no iban a transmitirse.

Al día siguiente, Deng invitó a nuestra delegación a una comida campestre en las colinas occidentales de las afueras de Pekín, lugar de residencia de los dirigentes chinos, iniciativa que no se había programado con antelación y que se caracterizó por la solicitud que había imperado en todas las reuniones desde los primeros pasos de la apertura.

Las cosas llegaron a una situación insostenible cuando murió Zhou, el 8 de enero de 1976. En abril, con ocasión de las fiestas de Qingming (el día que se honra a los antepasados), cientos de miles de chinos visitaron el monumento a los héroes del pueblo en la plaza de Tiananmen para rendir homenaje al recuerdo de Zhou y dejaron en él coronas y poemas. Dichas celebraciones pusieron de relieve la profunda admiración que sentía el pueblo por Zhou y las ganas de aplicar los principios de orden y moderación que había encarnado el dirigente chino. En algunos poemas se observaban ciertas críticas veladas a Mao y a Jiang Qing (utilizando, también en esta ocasión, la habitual técnica de la analogía histórica).38 De la noche a la mañana quedaron despejados los monumentos y se produjo un enfrentamiento entre la policía y quienes visitaban la tumba (conocido como «el incidente de Tiananmen» de 1976). La Banda de los Cuatro había convencido a Mao de que las tendencias reformistas de Deng habían desencadenado protestas contrarrevolucionarias. Al día siguiente, la Banda de los Cuatro organizó manifestaciones en contra. Dos días después del duelo por Zhou, Mao destituyó a Deng de todos los cargos que tenía en el Partido. El puesto de primer ministro en funciones recayó en un casi desconocido secretario provincial del partido de Hunan, Hua Guofeng.

Las relaciones con Estados Unidos fueron haciéndose más distantes. Con George H.W. Bush como director de la CIA, Tom Gates, antiguo secretario de Defensa, fue nombrado jefe de la Oficina de Enlace de Pekín. Hua Guofeng estuvo cuatro meses sin recibirlo y, cuando lo hizo, se ciñó al lenguaje establecido, aunque formal. Un mes después, a mediados de julio, el viceprimer ministro, Zhang Chunqiao, a quien en general se consideraba el hombre más fuerte de la dirección y miembro clave de la Banda de los Cuatro, aprovechó con motivo de una visita de Hugh Scott, presidente de la minoría del Senado, para plantear una postura muy belicosa respecto a Taiwan, que no concordaba con lo que nos había dicho Mao:

Tenemos las cosas muy claras sobre Taiwan. Desde que surgió el tema, se ha ido convirtiendo en una soga alrededor del cuello de Estados Unidos. Es este país el que tiene interés en quitársela. Si no lo hace, lo hará el Ejército Popular de Liberación. Será algo positivo para los pueblos estadounidense y chino —somos generosos—, estamos dispuestos a resolver el problema de Estados Unidos con nuestras bayonetas; puede que no parezca lo más agradable del mundo, pero las cosas son así.39

La Banda de los Cuatro empujaba a China hacia una dirección que recordaba la Revolución Cultural y el estilo provocador del maoísmo respecto a Jruschov.

El 9 de septiembre de 1976, la enfermedad acabó con Mao y dejó a sus sucesores con sus logros y premoniciones, con el legado de su heroicidad y brutalidad, de su gran visión distorsionada por las excesivas cavilaciones. Dejó una China unificada como no lo había estado en siglos, después de haber eliminado la mayor parte de los vestigios del antiguo régimen y acabado con los escollos que impedían las reformas que nunca abordó totalmente el presidente. China sigue unida y hoy descuella como superpotencia del siglo XXI, y para muchos chinos Mao representa el papel ambiguo y a la vez respetado de Qin Shi Huang, el emperador a quien él mismo veneró: el autócrata fundador de una dinastía que llevó a China a una nueva era reclutando a la población para llevar adelante un enorme esfuerzo a escala nacional, cuyos excesos algunos calificaron posteriormente como mal necesario. Para otros, el terrible sufrimiento que infligió Mao a su pueblo deslució sus consecuciones.

Durante las turbulencias del mandato de Mao, entraron en contradicción dos corrientes encontradas. Por una parte, la ofensiva revolucionaria que consideraba a China como una fuerza moral y política e insistía en ofrecer sus preceptos excepcionales por medio del ejemplo a un mundo atemorizado. Existía también la China geopolítica que declaraba fríamente unas tendencias y las manipulaba con el fin de sacar partido de ello. China buscaba por primera vez en su historia formar coaliciones, pero al mismo tiempo desafiaba al mundo entero. Mao se había puesto al timón de un país destruido por la guerra y había maniobrado entre facciones internas opuestas, superpotencias hostiles, un Tercer Mundo contradictorio y unos vecinos suspicaces. Consiguió que China participara en todos los círculos concéntricos que se superponían y que no se comprometiera con ninguno. China había sobrevivido a guerras, tensiones y dudas mientras su influencia iba creciendo y por fin se había convertido en una superpotencia emergente cuyo estilo de gobierno comunista seguía existiendo después del desmoronamiento del mundo comunista. Mao consiguió todo ello pagando un precio terrible, contando con la tenacidad y la perseverancia del pueblo chino, aprovechando la resistencia y cohesión, que tantas veces le habían exasperado, como cimientos de la edificación.

En el ocaso de su vida, Mao se inclinó hacia el desafío de la configuración del orden mundial estadounidense e insistió en definir tácticas y no solo estrategias. Sus sucesores también tuvieron fe en la fortaleza del pueblo chino, aunque no creyeron que su país fuera capaz de desarrollar su extraordinario potencial solo a base de fuerza de voluntad y compromiso ideológico. Buscaron la independencia, pero fueron conscientes de que la inspiración no bastaba y, por consiguiente, dedicaron sus energías a la reforma interna. La nueva oleada reformadora llevaría de nuevo a China a la política exterior de Zhou, caracterizada por el esfuerzo de vincular por primera vez el país en su larga historia a las tendencias económicas y políticas del mundo. Una estrategia que tendría su máximo representante en un dirigente que había sufrido dos purgas en diez años y había vuelto por tercera vez del exilio interno: Deng Xiaoping.

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El indestructible Deng

Únicamente quienes vivieron en la China de Mao Zedong pueden valorar en toda su extensión las transformaciones llevadas a cabo por Deng Xiaoping. Las ciudades chinas llenas de vida, los distintos auges de la construcción, los embotellamientos de tráfico, el dilema no comunista de una tasa de crecimiento amenazada de vez en cuando por la inflación y, en otras ocasiones, considerada por las democracias occidentales como un baluarte contra la recesión mundial... todo lo que resultaba inconcebible en la China gris de las comunas agrícolas, de la economía estancada y de la población uniformada con la típica chaqueta, que profesaba un fervor ideológico que tenía su origen en las citas de Mao recopiladas en el Pequeño Libro Rojo.

Mao destruyó la China tradicional y utilizó los escombros como elemento básico para la modernización definitiva. Deng tuvo el valor de basar la modernización en la iniciativa y la resistencia de los chinos. Abolió las comunas y fomentó la autonomía provincial para iniciar lo que él denominó el «socialismo con características chinas». La China de hoy en día —la segunda economía del mundo en cuanto a volumen, la que posee mayores reservas de divisas, con numerosas ciudades que presumen de rascacielos más altos que el Empire State— constituye un tributo a la visión, la tenacidad y el sentido común de Deng.

LA PRIMERA VUELTA AL PODER DE DENG

El camino hacia el poder de Deng fue accidentado e insólito. En 1974, cuando Deng Xiaoping se convirtió en el principal interlocutor de Estados Unidos, los estadounidenses sabíamos muy poco de él. Había sido secretario general del poderoso Comité Central del Partido Comunista hasta su detención, que tuvo lugar en 1966, en la que fue acusado de «compañero de viaje capitalista». Supimos que, en 1973, se le había reintegrado al Comité Central gracias a la intervención personal de Mao y contra la oposición de los radicales del Politburó. A pesar de que Jiang Qing había desairado públicamente a Deng poco después de su regreso a Pekín, estaba claro que era un hombre importante para Mao. Curiosamente, el presidente pidió disculpas por la humillación sufrida por Deng durante la Revolución Cultural. Los mismos informes nos pusieron al corriente de que Deng, en una conversación mantenida con una delegación de científicos australianos, había abordado temas que, con el tiempo, iban a convertirse en su seña de identidad. Dijo que China era un país pobre que necesitaba intercambios científicos y aprender de países avanzados como Australia: un tipo de reconocimiento hasta entonces inédito en un dirigente chino. Deng aconsejó a los visitantes australianos que en sus desplazamientos observaran el atraso de China y no solo sus logros, otro comentario inaudito en un líder de este país.

Deng llegó a Nueva York en abril de 1974 como parte integrante de una delegación china, técnicamente encabezada por el ministro de Asuntos Exteriores, que iba a participar en una sesión especial de la Asamblea General de la ONU sobre desarrollo económico. Cuando invité a cenar a la delegación china se hizo patente quién era su miembro responsable y, lo más importante, que Deng, lejos de haber sido reintegrado para facilitar las tareas a Zhou, como afirmaban los informes de nuestros servicios secretos, había llegado al cargo para sustituir a este y, de alguna forma, para ahuyentar su fantasma. Se dejaron a un lado unas cuantas referencias amistosas sobre Zhou; las alusiones a algún comentario del primer ministro recibieron como respuesta unas citas equiparables de conversaciones que yo mismo había tenido con Mao.

Poco después, Deng fue nombrado viceprimer ministro responsable de política exterior, y enseguida descolló como viceprimer ministro ejecutivo encargado de supervisar la política interior: una sustitución informal de Zhou, quien conservó, no obstante, el cargo en buena medida simbólico de primer ministro.

Poco después de que Mao iniciara la Revolución Cultural en 1966, Deng fue apartado del Partido y de los cargos de gobierno. Pasó los siete años siguientes en una base del ejército, luego exiliado en la provincia de Jiangxi y, posteriormente, trabajando media jornada en el campo y otra media como obrero en un garaje de reparación de tractores. Su familia fue tildada de ideológicamente incorrecta y se le negó la protección de la Guardia Roja. Unos miembros de esta martirizaron a su hijo, Deng Pufang, a quien empujaron desde lo alto de un edificio de la Universidad de Pekín. A pesar de que con la caída el joven se rompió la espalda, se le negó la admisión en un hospital y acabó parapléjico.¹

Entre los múltiples y extraordinarios aspectos del pueblo chino cabe citar la forma en que la mayoría mantuvo el compromiso con su sociedad, independientemente del tormento y de las injusticias que pudieran habérseles infligido. Ninguna de las víctimas de la Revolución Cultural con las que he tenido contacto me ha proporcionado nunca motu proprio información sobre sus penalidades, ni ha respondido a mis preguntas más que con unas escuetas palabras. La Revolución Cultural se ha tratado, a veces de forma irónica, como una especie de catástrofe natural que había que soportar, sin entrar en cómo pudo marcar posteriormente la vida de muchas personas.

Mao, por su parte, parece haber reflejado también esta actitud. El sufrimiento impuesto por él o por sus órdenes no constituía un juicio definitivo sobre la víctima, sino una necesidad, probablemente temporal, de cara a su idea de purificar la sociedad. Se diría que Mao consideraba a muchos de los exiliados personas que podían ser válidas en otro momento, como una especie de reserva estratégica. Cuando necesitó consejo sobre la postura de China ante la crisis internacional de 1969, recurrió a cuatro mariscales exiliados. De esta forma, también Deng recuperó un alto cargo. Cuando Mao decidió destronar a Zhou, Deng constituyó la mejor —tal vez la única— baza estratégica que tuvo al alcance para dirigir el país.

Yo ya me había acostumbrado a las disquisiciones filosóficas de Mao, a sus alusiones indirectas y también a la elegante profesionalidad de Zhou, por lo que me hizo falta un tiempo para adaptarme al estilo mordaz y serio de Deng, a sus sarcásticas exclamaciones ocasionales, a su desprecio por lo filosófico y a su apoyo a lo eminentemente práctico. Aquel hombre de una pieza, enérgico, entraba en una estancia como impulsado por alguna fuerza invisible, dispuesto a ir al grano. En pocas ocasiones, Deng perdía el tiempo con cumplidos; nunca consideró necesario suavizar sus comentarios con parábolas, como hacía Mao. A diferencia de Zhou, jamás colmaba de atenciones a su interlocutor, y a mí nunca me trató, como había hecho Mao, como un igual en el terreno filosófico, formando parte de los pocos que merecían su atención personal. La actitud de Deng era la de la persona que creía que ambos estábamos allí para solucionar las cuestiones de nuestros respectivos países y éramos lo bastante adultos para limar los puntos de fricción sin tomárnoslos personalmente. Zhou comprendía el inglés sin necesidad de traductor y en ocasiones incluso lo hablaba. El propio Deng me dijo que era una «persona del campo» y añadió: «Los idiomas son difíciles. Estudié en París y nunca aprendí francés».

A medida que fue pasando el tiempo, fui tomando en gran estima a aquel hombrecillo aguerrido de ojos melancólicos que había mantenido sus convicciones y su sentido de la proporción ante unas terribles vicisitudes y que, con los años, iba a renovar su país. A partir de 1974, con las ruinas de la Revolución Cultural, Deng, con cierto peligro para su persona, pues Mao seguía en el poder, empezó la tarea de la modernización que iba a convertir a la China del siglo XXI en una superpotencia económica.

En 1974, cuando Deng volvió del primer exilio, pocos habrían pensado que podía convertirse en una figura histórica. En sus palabras no había atisbo de filosofía; a diferencia de Mao, no hacía grandes alegatos sobre el destino extraordinario del pueblo chino. Sus discursos parecían pedestres, centrados en general en detalles prácticos. Deng hablaba de la importancia de la disciplina en el ejército y de las reformas en el Ministerio de la Industria Metalúrgica.² Hizo un llamamiento a aumentar el número de vagones de mercancía que se cargaban al día, a prohibir el alcohol entre quienes conducían las locomotoras y a regularizar los descansos para el almuerzo.³ Sus discursos eran técnicos, no trascendentales.

Tras la Revolución Cultural y, dada la omnipresencia de Mao y de la Banda de los Cuatro, el pragmatismo cotidiano constituía una audaz declaración en sí. Durante diez años, Mao y la Banda de los Cuatro habían defendido la anarquía como medio de organización social, la «lucha» permanente como sistema de purificación nacional y una suerte de improvisada profesionalidad en las tareas económicas y académicas. Puesto que la Revolución Cultural había situado el fervor ideológico como distintivo de autenticidad, la llamada de Deng al orden, a la profesionalidad y a la eficacia —casi el pan nuestro de cada día en el mundo desarrollado— era una propuesta arriesgada. China había vivido diez años en los que habían imperado las jóvenes milicias violentas, que habían estado a punto de destrozar la carrera y la familia de Deng. Su estilo pragmático y práctico llevaba a China a cortar en seco con la historia y a penetrar en otro mundo de grandes ambiciones, aunque programadas en prácticos estadios.

El 26 de septiembre de 1975, en unas declaraciones tituladas «Hay que dar prioridad a la investigación científica», Deng citó algún tema que iba a convertirse en su sello distintivo: la necesidad de poner el énfasis en la ciencia y la tecnología en el desarrollo económico chino; la nueva profesionalización de la mano de obra china, y el fomento de las aptitudes y la iniciativa individuales. Es decir, subrayaba las cualidades que habían quedado estancadas por las purgas políticas, el cierre de universidades durante la Revolución Cultural y la promoción de personas incompetentes basándose en términos ideológicos.

Por encima de todo, Deng pretendía acabar de una vez por todas con el debate sobre qué podía aprender China, si es que había algo que aprender, de los extranjeros que habían causado estragos en su país desde el siglo XIX. Deng insistía en que China diera primacía a la competencia profesional sobre lo políticamente correcto (incluso hasta el punto de fomentar la actividad profesional de las personas «extravagantes») y compensara a los que destacaran en cada uno de los ámbitos. Aquel era un cambio radical en el énfasis en una sociedad en la que las autoridades gubernamentales y los grupos de trabajo habían dictado hasta el más mínimo detalle de la vida educativa, profesional y personal de los individuos durante décadas. Donde Mao llevaba las cuestiones a la estratosfera de la parábola ideológica, Deng subordinaba la búsqueda ideológica a la competencia profesional:

Actualmente, determinadas personas del campo de la investigación científica están inmersas en luchas intestinas y se ocupan poco de la innovación. Algunos han optado por trabajar en privado por su cuenta en este terreno, como si ello fuera un delito. [...] Sería bueno para China contar con un millar de personas de tanto talento, con una autoridad generalmente reconocida a escala mundial. [...] Estas personas serán mucho más valiosas si trabajan por los intereses de la República Popular de China que si se dedican a las luchas entre facciones y obstruyen así las tareas de los demás.4

Deng definió las prioridades tradicionales chinas como «la necesidad de conseguir la consolidación, la estabilidad y la unidad».5 Pese a que no contaba con un poder supremo, pues Mao seguía en activo y la Banda de los Cuatro ejercía aún su influencia, Deng habló sin rodeos de la necesidad de superar el caos dominante y de «poner las cosas en orden»:

Hoy en día surge la necesidad de tener las cosas en orden en todos los ámbitos. Hay que poner en orden la agricultura y la industria y ajustar las políticas sobre literatura y arte. El ajuste, de hecho, significa también poner las cosas en orden. Con lo de poner las cosas en orden, pretendemos resolver problemas en las zonas rurales, en las fábricas, en los campos de la ciencia y la tecnología y en todas las demás esferas. He hablado en reuniones del Politburó sobre la necesidad de llevarlo a cabo en distintos campos, he informado de ello al camarada Mao Zedong y él me ha dado su aprobación.6

Quedaba impreciso, sin embargo, qué aprobaba Mao al dar su «aprobación». Suponiendo que hubieran recuperado a Deng como alternativa más ideológica en relación con Zhou, habían obtenido el resultado contrario. Lo que Deng definía como orden y estabilidad se convirtió en un gran desafío desde la perspectiva de la Banda de los Cuatro.

LA MUERTE DE LOS DIRIGENTES: HUA GUOFENG

Antes de que Deng pudiera poner en marcha todo su programa de reforma, la estructura de poder china vivió una importante convulsión y él mismo fue víctima de una segunda purga.

El 8 de enero de 1976, Zhou Enlai sucumbió tras su larga lucha contra el cáncer. Su muerte desató un luto público inaudito en la historia de la República Popular. Deng aprovechó la ocasión del funeral de Zhou, el 15 de enero, para ensalzar sus cualidades humanas:

Era una persona abierta, que hablaba sin ambages, ponía toda su atención en los intereses colectivos, observaba la disciplina del Partido, era estricto a la hora de autoanalizarse, sabía unir a los cuadros y mantener la cohesión y la solidaridad del Partido.

Siempre mantuvo importantes y estrechos vínculos con las masas y mostró su gran afecto por todos los camaradas y por el pueblo. [...] Deberíamos aprender de su excelente estilo. Fue modesto, prudente, sin pretensiones, accesible; su conducta y su vida sencilla, marcada por el trabajo, deben servirnos de ejemplo.7

Casi todas estas cualidades —en especial su respeto por la unidad y por la disciplina— fueron criticadas en la reunión del Politburó de diciembre de 1973, una vez despojado de su poder (aunque todavía conservara el cargo). Así pues, el elogio de Deng puede considerarse un acto de gran valentía. Tras las manifestaciones en memoria de Zhou, Deng fue purgado otra vez y desposeído de sus cargos. No lo detuvieron porque el Ejército Popular de Liberación lo protegió en sus bases militares, primero en Pekín y luego en el sur de China.

Cinco meses después, murió Mao. Su muerte fue precedida por (y según algunos chinos presagiada por) un catastrófico terremoto en la ciudad de Tangshan.

Con la caída de Lin Biao y el fallecimiento de Zhou y de Mao en un período de tiempo tan reducido, se abrió de par en par el futuro del Partido y del país. Después de Mao no surgió otro personaje que pudiera comparársele en autoridad de mando.

Cuando Mao empezó a desconfiar de las ambiciones y de la idoneidad de la Banda de los Cuatro, se las ingenió para impulsar el ascenso de Hua Guofeng. Hua se había mantenido en un segundo plano; no había participado suficiente tiempo en el poder para presentarse para algún cargo concreto, aparte de la sucesión de Mao. A la muerte de Zhou, Mao le nombró primer ministro, y al fallecer este poco después, Hua Guofeng heredó los cargos de presidente y de jefe de la Comisión Militar Central, no así su autoridad. En su ascenso en las filas de la dirección china, Hua apostó por el culto a la personalidad de Mao, si bien demostró carecer del magnetismo personal de su predecesor. Hua dio a su programa económico el desafortunado nombre de «Gran Salto Afuera», como reminiscencia de la nefasta política industrial y agrícola de Mao durante la década de 1950.

La principal contribución de Hua en la teoría política de la China de después de Mao fue la promulgación, en febrero de 1977, de la declaración que se denominó «los dos todos»: «Todo lo decidido por Mao hay que mantenerlo, todo lo mandado por Mao hay que seguirlo».8 En realidad, no eran el tipo de principios que podía inspirar ataques contundentes.

Solo coincidí con Hua en dos ocasiones: la primera, en Pekín, en abril de 1979, y la segunda, en octubre de 1979, en su visita oficial a Francia. En ambas ocasiones se hizo patente el abismo entre la función de Hua y el olvido en el que cayó después. Lo mismo se podría decir de los registros de sus conversaciones con Zbigniew Brzezinski, asesor de Seguridad Nacional durante la administración de Carter. Hua llevó a cabo cada una de las conversaciones con el temple que habían demostrado siempre las autoridades chinas en sus reuniones con extranjeros. Fue una persona bien informada, segura de sí misma, si bien no tan refinada como Zhou y sin el cáustico sarcasmo de Mao. Nada hacía suponer que Hua podía desaparecer tan bruscamente como había surgido.

Lo que le faltó siempre a Hua fueron adeptos políticos. Fue catapultado al poder porque no pertenecía a ninguna de las principales facciones en pugna: la Banda de los Cuatro o la facción moderada de Zhou y Deng. Sin embargo, con la desaparición de Mao cayó en la suprema contradicción de intentar combinar la observancia ciega a los preceptos maoístas de colectivización y lucha de clases con las ideas de Deng sobre modernización económica y tecnológica. Los partidarios de la Banda de los Cuatro estaban en contra de Hua porque no era suficientemente radical; a la larga, Deng y sus partidarios iban a rechazar cada vez más abiertamente a Hua porque no era suficientemente pragmático. Manipulado por Deng, fue perdiendo relevancia en los destinos del país del que ocupaba técnicamente los principales cargos.

Así y todo, antes de caer del pináculo, Hua llevó a cabo una iniciativa de gran trascendencia. Hacía un mes que había muerto Mao y Hua Guofeng se alió con los moderados —y las víctimas de la Revolución Cultural que habían pertenecido a la élite— para detener a la Banda de los Cuatro.

LA INFLUENCIA DE DENG: «LA REFORMA Y LA APERTURA»

En este ambiente tan cambiante apareció Deng Xiaoping de su segundo exilio en 1977 y empezó a trabajar en la perspectiva de la modernidad china.

Deng partió de una situación que no podía ser más desfavorable desde el punto de vista burocrático. Hua acaparaba todos los principales cargos, heredados de Mao y de Zhou: presidente del Partido Comunista, primer ministro y presidente de la Comisión Militar Central. Contaba con la aprobación explícita de Mao. (Son conocidas las palabras que el propio Mao le había dirigido: «Contigo al mando estoy tranquilo».)9 Deng fue restituido en sus anteriores cargos en los estamentos políticos y militares, si bien en todos los aspectos de la jerarquía formal permaneció como subordinado de Hua.

Deng y Hua coincidían bastante en sus puntos de vista sobre política exterior; en cambio, tenían una visión totalmente distinta sobre el futuro de China. En abril de 1979, en una de mis visitas a Pekín, me reuní por separado con ambos. Los dos me comunicaron sus ideas sobre la reforma económica. Por primera vez en mi experiencia con dirigentes chinos, se hicieron explícitos los desacuerdos filosóficos y prácticos. Hua puso en claro su programa económico para estimular la producción por medio de métodos soviéticos tradicionales, haciendo hincapié en la industria pesada, en las mejoras en la producción agrícola basada en las comunas, en el aumento de la mecanización y en la aplicación de fertilizantes en el marco del omnipresente Plan Quinquenal.

Deng rechazó todas estas ortodoxias. El pueblo, dijo, tiene que participar en lo que produce. Había que dar prioridad a los bienes de consumo respecto a la industria pesada, tenía que fomentarse la inventiva del campesinado chino, el Partido Comunista no podía entrometerse tanto y era importante descentralizar el gobierno. La conversación siguió mientras se celebraba un banquete en un salón en el que los comensales estaban sentados alrededor de unas cuantas mesas redondas. Yo me encontraba al lado de Deng. En una típica conversación durante la cena, saqué el tema del equilibrio entre centralización y descentralización. Deng subrayó la importancia de la descentralización en un vasto país con una enorme población y significativas diferencias regionales. Pero aquel no era el principal reto, dijo. Habría que introducir tecnología moderna, decenas de miles de estudiantes tendrían que salir al extranjero («No tenemos nada que temer de la educación occidental»), y se pondría punto final de una vez por todas a los abusos de la Revolución Cultural. A pesar de que Deng no había levantado el tono de voz, se hizo el silencio en las mesas de nuestro alrededor. Los chinos sentados en ellas permanecían en vilo: ni siquiera se molestaban en fingir que no escuchaban al anciano, que resumía su perspectiva sobre el futuro. «Esta vez tiene que salir bien —dijo Deng—. Ya hemos cometido demasiados errores.» Poco después, Hua desapareció de la dirección. Durante los diez años que siguieron, Deng puso en marcha los planes que había esbozado en el banquete de 1979.

Deng se impuso porque llevaba años alimentando contactos en el seno del Partido y especialmente en el Ejército Popular de Liberación, y también porque tenía más habilidad política que Hua. Como veterano en las luchas internas del Partido de aquellas décadas, había aprendido a utilizar las confrontaciones ideológicas para los objetivos políticos. Los discursos de Deng de aquella época eran verdaderas obras maestras de flexibilidad ideológica y de ambigüedad política. Su principal táctica consistía en elevar las ideas de «buscar la verdad a partir de los hechos» e «integrar teoría y práctica» hacia «el principio fundamental del Pensamiento de Mao Zedong», una propuesta pocas veces planteada antes de la muerte de Mao.

Al igual que cualquier chino que aspirara a conseguir el poder, Deng intentaba presentar sus ideas como productos de las declaraciones de Mao, con profusión de citas (a veces puestas astutamente fuera de contexto) de sus discursos. Mao no había subrayado en especial ningún precepto nacional práctico, al menos desde mediados de la década de 1960. En general, el presidente habría mantenido que la ideología invalidaba e incluso podía arrollar la experiencia práctica. Al reunir unos fragmentos tan dispares de la ortodoxia maoísta, Deng dio la espalda a la revolución permanente. En boca de Deng, Mao aparecía como un pragmático:

Camaradas, reflexionemos: ¿no es cierto que buscar la verdad a partir de los hechos, proceder a partir de la realidad e integrar teoría y práctica son los principios fundamentales del Pensamiento de Mao Zedong? ¿Acaso ha quedado obsoleto este principio fundamental? ¿Es posible que algún día quede obsoleto? ¿Cómo podemos mantenernos fieles al marxismo-leninismo y al Pensamiento de Mao Zedong si nos oponemos a buscar la verdad a partir de los hechos, a proceder a partir de la realidad y a integrar teoría y práctica? ¿Adónde nos llevaría esto?10

Partiendo de la base de la defensa de la ortodoxia maoísta, Deng criticaba la declaración de «los dos todos» de Hua Guofeng, pues implicaban la infalibilidad de Mao, algo que ni siquiera había reivindicado el Gran Timonel. (Por otra parte, en muy pocas ocasiones se habló de la falibilidad de Mao en vida de este.) Deng invocó la fórmula mediante la que Mao había juzgado a Stalin —un 70 por ciento de acierto y un 30 por ciento de error— y apuntó que el propio Mao se merecía un índice de «70-30» (pronto aquello se convirtió en la política oficial del Partido y así ha seguido hasta nuestros días.) Durante el proceso, se las ingenió para acusar al heredero designado por Mao, Hua Guofeng, de falsificar el legado del presidente en su insistencia sobre la aplicación literal:

«Los dos todos» son inaceptables. Si tal principio fuera correcto, no podría justificarse mi rehabilitación, ni tampoco la declaración de que lo que hicieron las masas en la plaza de Tiananmen en 1976 [es decir, el duelo y sus manifestaciones tras la muerte de Zhou Enlai] fuera razonable. No podemos aplicar mecánicamente lo que dijo el camarada Mao Zedong sobre una cuestión específica a otra cuestión. [...] El propio camarada Mao Zedong dijo en repetidas ocasiones [...] que si el trabajo de uno se considera que está formado por un 70 por ciento de los logros y un 30 por ciento de las equivocaciones podría darse por bueno, y que él mismo se sentiría feliz y satisfecho si tras su muerte las generaciones futuras le concedieran este índice del «70-30».¹¹

Resumiendo: no existía una ortodoxia inalterable. La reforma china iba a basarse en buena medida en lo que funcionaba.

Deng exponía las cuestiones básicas cada vez con más apremio. En un discurso de mayo de 1977 desafió a China a «trabajar mejor» que en la restauración Meiji, el espectacular cambio hacia la modernización de Japón que se produjo en el siglo XIX. Invocó la ideología comunista para fomentar lo que en definitiva era una economía de mercado, apuntando que los chinos, «como proletarios», serían capaces de superar un programa llevado adelante por la «incipiente burguesía japonesa» (si bien cabe sospechar que en realidad se trataba de un intento de apelar al orgullo nacional chino). A diferencia de Mao, que se dirigía al pueblo presentando la perspectiva de un futuro trascendental y glorioso, Deng les desafiaba a contraer un importante compromiso para superar el atraso:

La clave para alcanzar la modernización está en el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Por otra parte, si no prestamos atención a la educación, resultará imposible desarrollar la ciencia y la tecnología. Las palabras vacías no llevarán a ningún lugar a nuestro programa de modernización; tenemos que disponer de conocimientos y de personal preparado. [...] Al parecer, China se encuentra a veinte años de los países desarrollados en los campos de la ciencia, la tecnología y la educación.¹²

Al consolidar Deng el poder, estos principios se convirtieron en las máximas operativas del esfuerzo de China para transformarse en una potencia mundial. Mao había mostrado poco interés por el aumento del comercio internacional del país o por hacer competitiva su economía en el mundo. En la época de la muerte del dirigente comunista, el comercio de Estados Unidos con China sumaba 336 millones de dólares, cifra ligeramente inferior a la del comercio de Estados Unidos con Honduras y una décima parte de la de este país con Taiwan, que contaba aproximadamente con un 1,6 por ciento de la población de China.¹³

La superpotencia económica de la China actual es el legado de Deng Xiaoping. Ello no significa que Deng hubiera planeado programas específicos para alcanzar estos objetivos. En realidad, satisfizo la tarea definitiva de un dirigente: la de llevar a su sociedad desde el punto en el que se encuentra a otro que no ha alcanzado jamás. Las sociedades funcionan a base de parámetros de rendimiento medio. Se mantienen llevando a la práctica aquello con lo que están familiarizadas. Pero avanzan cuando cuentan con dirigentes con visión sobre lo necesario y con el valor de emprender un camino que ha de aportar unos beneficios que están básicamente en su idea.

Deng tuvo que superar un reto político, ya que en los primeros treinta años de gobierno comunista China había sido gobernada por un líder dominante que había llevado al país hacia la unidad y el respeto internacional, pero también hacia unos objetivos nacionales y sociales insostenibles. Mao había unificado el país y, a excepción de Taiwan y Mongolia, había restablecido sus límites históricos. Pero le había pedido un esfuerzo que iba en contra de sus características históricas. China había alcanzado la grandeza aplicando un modelo cultural de acuerdo con el ritmo que podía mantener su sociedad. La revolución permanente de Mao había llevado a China al límite de su extraordinaria resistencia. Había conseguido el orgullo de resurgir como identidad nacional a la que la comunidad internacional tomaba en serio. Lo que no había descubierto era cómo podía avanzar su país si no era a base de arrebatos de exaltación ideológica.

Mao había gobernado como un emperador tradicional mayestático e imponente. Personificó el mito del gobernante imperial que establecía el vínculo entre el cielo y la tierra y se hallaba más cerca de lo divino que de lo terrenal. Deng gobernó siguiendo el espíritu de otra tradición china: basó la omnipotencia en la omnipresencia, pero también en la invisibilidad del gobernante.

Muchas culturas, y sin duda todas las occidentales, respaldan la autoridad del gobernante por medio de algún tipo de contacto efusivo con los gobernados. Precisamente por ello, en Atenas, en Roma y en la mayor parte de estados pluralistas occidentales, la oratoria se consideraba un punto importante en el gobierno. En China no existe tradición de oratoria (en cierta forma, Mao fue una excepción). Los dirigentes chinos nunca basaron su autoridad en la habilidad retórica, ni en el contacto físico con las masas. En la tradición de los mandarines, actuaban básicamente fuera de la vista y su trabajo les legitimaba. Deng no disponía de un gran despacho; rechazó todos los títulos honoríficos; casi nunca se le vio en televisión e hizo política casi siempre entre bastidores. No gobernó como un emperador, sino como el mandarín principal.14

Mao había gobernado contando con el aguante del pueblo chino a la hora de sufrir lo que sus puntos de vista personales imponían al país. Deng gobernó liberando la creatividad del pueblo chino para hacer realidad su perspectiva sobre el futuro. Mao luchó por el avance económico con una fe mística en la fuerza de las «masas» para superar cualquier obstáculo, por medio de pura fuerza de voluntad y pureza ideológica. Deng siempre fue directo al hablar de la pobreza de China y del abismo que existía entre el nivel de vida de su país y el del resto del mundo. Declaró que «la pobreza no es socialismo» y con ello afirmó que China necesitaba tecnología, competencia y capital extranjeros para remediar sus deficiencias.

Deng coronó su regreso en diciembre de 1978, en el tercer pleno del undécimo Comité Central del Partido Comunista Chino. Dicho pleno divulgó la consigna que iba a caracterizar toda la política de Deng a partir de entonces: «reforma y apertura». Estableciendo un cambio respecto a la ortodoxia maoísta, el Comité Central aprobó una serie de políticas pragmáticas de «modernización socialista» que se hacían eco de las «cuatro modernizaciones» de Zhou Enlai. Se permitió de nuevo la iniciativa privada en la agricultura. Se anuló el veredicto dictado contra la multitud que guardó luto por Zhou (a la que se había considerado «contrarrevolucionaria») y se rehabilitó a título póstumo al veterano comandante militar Peng Dehuai, que había estado al mando de las tropas en la guerra de Corea y posteriormente fue purgado por Mao por haber criticado el Gran Salto Adelante. Al final de la conferencia, en un discurso, Deng hizo un claro llamamiento en el que precisó: «Vamos a librar de ataduras nuestras mentes, a utilizar la cabeza, a buscar la verdad a partir de los hechos y a unirnos como un solo hombre de cara al futuro». Después de diez años en los que Mao Zedong había fijado la respuesta a prácticamente todas las preguntas sobre la vida, Deng destacaba la necesidad de aflojar los límites ideológicos y animaba a que «cada cual reflexionara por sí mismo».15

Utilizando a Lin Biao como metáfora para la Banda de los Cuatro y distintos aspectos de Mao, Deng condenó los «tabúes intelectuales» y el «burocratismo». Había que sustituir la corrección ideológica por la valía; eran demasiados los que habían elegido la vía de la mínima resistencia y se habían hundido en el marasmo dominante:

De hecho, el debate actual sobre si la práctica es el único criterio para descubrir la verdad es también un debate sobre si hay que librar de ataduras la mente del pueblo. [...] Cuando todo hay que hacerlo ciñéndose estrictamente a las reglas, cuando el pensamiento se vuelve inflexible e impera la fe ciega, es imposible que un partido o una nación avancen, porque a la larga su vida dejará de latir y el partido o nación perecerán.16

El pensamiento creativo independiente se convirtió en la principal pauta del futuro:

Cuantos más miembros del Partido y otras personas utilicen la cabeza y reflexionen a conciencia, mayores beneficios se cosecharán para nuestra causa. Para hacer la revolución y edificar el socialismo necesitamos muchos pioneros que se atrevan a pensar, que exploren nuevas vías y desarrollen nuevas ideas. De otro modo, no seremos capaces de apartar nuestro país de la pobreza y del atraso, ni de ponernos al nivel de los países avanzados, y mucho menos superarlos.17

La ruptura con la ortodoxia maoísta puso de relieve al mismo tiempo el dilema del reformador. El dilema del revolucionario se basa en que casi todas las revoluciones se producen en oposición a lo que se considera un abuso de poder. Pero cuantas más obligaciones existentes se supriman, mayor fuerza habrá que aplicar para crear de nuevo el sentido de la obligación. Por ende, el resultado frecuente de la revolución es un aumento del poder central; y cuanto más arrolladora es una revolución, más cierta es la premisa anterior.

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