China

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Henry Kissinger

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El sueño de la estancia roja, que Mao afirmaba haber leído cinco veces.10 A imagen de los funcionarios eruditos confucianos tradicionales, a los que él mismo denunciaba tildándolos de opresores y parásitos, Mao escribió poesía y ensayos filosóficos y se tomó muy en serio su caligrafía poco convencional. Estas actividades literarias y artísticas no constituían un refugio de su labor política, sino una parte integrante de esta. Cuando, después de una ausencia de treinta y dos años, Mao volvió en 1959 a su pueblo natal, el poema que escribió no trataba del marxismo y del materialismo, sino que era un arrebato romántico: «Son los amargos sacrificios los que fortalecen nuestra firme determinación, y los que nos dan valor para que osemos cambiar paraísos y cielos, para cambiar el sol y crear un nuevo mundo».¹¹

Esta tradición literaria estaba tan arraigada que, en 1969, en un momento crucial para la política exterior de Mao, cuatro mariscales asignados por él mismo para trazar sus opciones estratégicas ilustraron sus recomendaciones sobre la necesidad de abrir relaciones con el entonces archienemigo, Estados Unidos, citando el

Romance de los Tres Reinos, que, aunque prohibido a la sazón en China, ellos estaban convencidos de que Mao había leído. Así pues, incluso inmerso en los ataques más radicales contra el patrimonio antiguo de China, Mao encuadraba su doctrina política exterior en analogías de los juegos del intelecto tan corrientes en China. Describía las maniobras de inicio en la guerra chino-india denominándolas «el paso de la frontera de Han-chu», una antigua metáfora extraída de la versión china del ajedrez.¹² Mantuvo el juego tradicional del

mahjong como escuela de pensamiento estratégico: «Si supiera jugar al

mahjong —dijo en una ocasión a su médico—, sin duda comprendería la relación entre el principio de la probabilidad y el principio de la certeza».¹³ Por otra parte, en los conflictos de China con Estados Unidos y con la Unión Soviética, Mao y sus socios más próximos consideraban la amenaza desde el punto de vista de una idea del

wei qi, la de evitar el cerco estratégico.

Precisamente en estos aspectos más tradicionales, las superpotencias tuvieron más dificultades a la hora de comprender los objetivos estratégicos de Mao. Desde la perspectiva del análisis estratégico occidental, la mayoría de las iniciativas militares de Pekín llevadas a cabo durante los treinta primeros años de la guerra fría eran asuntos poco convincentes y, al menos sobre el papel, inconcebibles. Estas intervenciones y ofensivas, que solían enfrentar a China con potencias de mayor calado y se producían en territorios considerados anteriormente de importancia estratégica secundaria —Corea del Norte, las islas situadas frente al estrecho de Taiwan, las extensiones con baja densidad de población del Himalaya, las franjas heladas de la zona del río Ussuri—, cogían desprevenidos casi a todos los observadores extranjeros y también a cada uno de sus adversarios. Mao estaba decidido a evitar el cerco que pudiera establecer cualquier potencia o grupo de potencias, independientemente de su ideología —lo que él percibía como un exceso de «piedras» del

wei qi alrededor de China—, mediante el desbaratamiento de sus cálculos.

Este fue el elemento catalizador que llevó a China, a pesar de su debilidad relativa, a la guerra de Corea y también el que, después de la muerte de Mao, llevó a Pekín a enfrentarse con Vietnam, un aliado reciente, haciendo caso omiso del tratado de defensa existente entre Hanoi y Moscú y mientras la Unión Soviética mantenía un millón de soldados en las fronteras septentrionales de China. Los cálculos a largo plazo sobre la configuración de las fuerzas alrededor de la periferia china se consideraron más significativos que la evaluación objetiva del equilibrio de poder inmediato. La combinación entre lo que se veía a largo plazo y lo psicológico surge de nuevo en el planteamiento de Mao para evitar las amenazas militares percibidas.

Por mucho que asimilara Mao la historia de China, ningún dirigente de este país conjugó jamás los elementos tradicionales con su combinación de autoridad y crueldad: arrojo ante el reto y hábil diplomacia cuando las circunstancias no le permitían optar por las iniciativas arrolladoras y drásticas por las que solía inclinarse. Llevó adelante sus importantes y audaces iniciativas en política exterior, aunque con tácticas tradicionales, en medio de una violenta agitación de la sociedad china. Prometió que todo el mundo iba a transformarse y que las cosas se convertirían en lo contrario de lo que habían sido:

De todas las clases que existen en el mundo, el proletariado es la que más desea cambiar su situación, y en segundo lugar está el semiproletariado, puesto que aquel no posee nada y este tampoco disfruta de una posición mejor. Actualmente, Estados Unidos controla a la mayoría en la ONU y domina muchas partes del mundo: una situación temporal que ha de cambiar en breve. También debe cambiar la situación de China como país pobre al que se han negado los derechos en los asuntos internacionales: el país pobre pasará a ser rico, y aquel al que se le han negado los derechos será el que gozará de ellos; las cosas se transformarán en lo contrario de lo que han sido.14

Mao era demasiado realista, sin embargo, para reivindicar la revolución mundial como un objetivo práctico. Por consiguiente, las consecuencias concretas de China en la revolución mundial fueron sobre todo ideológicas y se basaron en el apoyo de los servicios de inteligencia a los partidos comunistas de los diferentes puntos del mundo. Mao explicaba esta actitud en una entrevista concedida a Edgar Snow, el primer periodista estadounidense que describió la base comunista china de Yan’an durante la guerra civil en 1965: «China ha apoyado a los movimientos revolucionarios, aunque no a fuerza de invadir países. Evidentemente, cuando se produce una lucha de liberación, China publica comunicados y hace llamamientos a manifestarse en su apoyo».15

En el mismo sentido, el panfleto de 1965 «Viva la victoria de la guerra popular» escrito por Lin Biao, el entonces supuesto sucesor de Mao, afirmaba que el campo del mundo (es decir, los países en vías de desarrollo) iba a derrotar a las ciudades del mundo (es decir, los países avanzados) de la misma forma que el Ejército Popular de Liberación había vencido a Chiang Kai-shek. La administración de Lyndon Johnson interpretaba estas líneas como un programa chino de apoyo a la subversión comunista en todo el mundo y especialmente en Indochina, y probablemente de clara participación en este movimiento. El panfleto de Lin fue un factor que contribuyó en la decisión de enviar tropas estadounidenses a Vietnam. No obstante, los eruditos contemporáneos ven el documento como una declaración de los límites del apoyo militar chino a Vietnam y a otros movimientos revolucionarios. En efecto, Lin afirmaba: «Son las propias masas las que consiguen su liberación: este es el principio básico del marxismo-leninismo. La revolución o la guerra popular en cualquier país incumbe a las masas de este, y ellas la han de llevar a cabo básicamente con sus propios esfuerzos: no existe otro camino».16

Esta limitación reflejaba una valoración realista del equilibrio de fuerzas existente. No sabemos qué habría decidido Mao si el equilibrio se hubiera inclinado a favor del poder comunista. Ahora bien, ya sea como reflejo del realismo o como motivación filosófica, la ideología revolucionaria constituía un medio para transformar el mundo, más a través de la actuación que de la guerra, más o menos como los emperadores tradicionales habían percibido su función.

Un equipo de eruditos chinos con acceso a los archivos centrales de Pekín redactó un extraordinario documento sobre la ambigüedad de Mao: dedicado a la revolución mundial, dispuesto a fomentarla siempre que fuera posible y al mismo tiempo protector de las necesidades de China para su supervivencia.17 Dicha ambigüedad se hizo patente en una conversación con el líder del Partido Comunista australiano, E. F. Hill, en 1969, cuando Mao se planteaba la apertura hacia Estados Unidos, país con el que China había mantenido una relación marcada por los enfrentamientos durante veinte años. Él formuló una pregunta a su interlocutor: ¿Vamos hacia una revolución que evitará la guerra? ¿O hacia una guerra que llevará a la revolución?18 Si se trataba de lo primero, el acercamiento a Estados Unidos indicaría falta de previsión; si, por el contrario, era lo segundo, sería fundamental evitar un ataque a China. Por fin, tras cierta vacilación, Mao optó por el acercamiento a Estados Unidos. Era más importante evitar la guerra (que en aquellos momentos probablemente implicaría un ataque soviético a China) que fomentar la revolución mundial.

LA REVOLUCIÓN PERMANENTE Y EL PUEBLO CHINO

La apertura de Mao hacia Estados Unidos constituyó una importante decisión ideológica y estratégica. De todas formas, no cambió su compromiso con la idea de la revolución permanente en su país. En 1972, por ejemplo, año en que el presidente Richard Nixon visitó China, mandó distribuir a lo largo y ancho del país una carta que había mandado seis años antes a su esposa, Jiang Qing, al principio de la Revolución Cultural:

La situación experimenta cada siete u ocho años un cambio: pasa de una gran agitación a una gran paz. Los fantasmas y los monstruos se descuelgan por su cuenta. [...] Nuestra tarea actual es la de echar a los derechistas del partido y de todo el país. Dentro de siete u ocho años pondremos en marcha otro movimiento para barrer a fantasmas y monstruos, y más adelante, otros.19

Esta llamada al compromiso ideológico constituía también el paradigma del dilema de Mao, como el de cualquier otra revolución victoriosa: en cuanto los revolucionarios se hacen con el poder, se ven obligados a gobernar de forma jerárquica si quieren evitar la parálisis o el caos. Cuanto más radical es el desmantelamiento, más jerarquía tiene que sustituir el consenso que mantiene unida a una sociedad en funcionamiento. Cuanto más complicada es la jerarquía, más probable también es que se convierta en una versión aún más intrincada de la opresiva clase dirigente a la que ha reemplazado.

Así pues, Mao se dedicó desde el comienzo a una búsqueda cuyo fin lógico no podía ser otro que el ataque a las propias instituciones comunistas, incluso las que él mismo había creado. Si bien el leninismo había garantizado que con la llegada del comunismo se resolverían las «contradicciones» de la sociedad, la filosofía de Mao no encontró descanso posible. No bastaba con industrializar el país como había hecho la Unión Soviética. En la búsqueda de la singularidad histórica china, el orden social tenía que permanecer en movimiento constante para evitar el pecado del «revisionismo», del que Mao acusaba cada vez más a la Rusia postestalinista. Un Estado comunista, según Mao, no debía convertirse en una sociedad burocrática; la fuerza motriz tenía que ser la ideología y no la jerarquía.

Con ello Mao hizo aflorar una serie de contradicciones inherentes. En su lucha por alcanzar la Gran Armonía, puso en marcha: en 1956, la Campaña de las Cien Flores, para fomentar el debate público, que sirvió más tarde para atacar a los intelectuales que lo ponían en práctica; en 1958, el Gran Salto Adelante, pensado para ponerse a la altura de la industrialización occidental en un período de tres años, que llevó a una de las hambrunas más importantes de la historia moderna y creó una escisión en el Partido Comunista, y en 1966, la Revolución Cultural, durante la cual se mandó a toda una generación de dirigentes, profesores, diplomáticos y expertos muy preparados al campo, a trabajar en las explotaciones agrícolas para aprender de las masas.

Millones de personas murieron en el intento de poner en práctica la idea del igualitarismo de su presidente. Ahora bien, en su rebelión contra la omnipresente burocracia china, Mao tropezó siempre con un dilema: la campaña para salvar a su pueblo de sí mismo creaba una burocracia aún más importante. Al final, la empresa de mayor envergadura del presidente fue la destrucción de sus propios seguidores.

La fe de Mao en el éxito definitivo de su revolución permanente se basaba en tres pilares: la ideología, la tradición y el nacionalismo chino. Lo más importante era su confianza en la resistencia, la capacidad y la cohesión del pueblo chino. En realidad, sería imposible encontrar a otro pueblo capaz de aguantar la incesante agitación que Mao impuso en su sociedad. O cuyo dirigente hubiera podido hacer creer la tan repetida amenaza de Mao de que el pueblo chino iba a imponerse, aunque tuviera que replegarse de todas las ciudades ante un invasor extranjero o registrara decenas de millones de víctimas en una guerra nuclear. Mao lo conseguía gracias a una profunda fe en la capacidad del pueblo chino de mantener su esencia en cualquier tipo de vicisitud.

Esta era una diferencia fundamental respecto a la Revolución rusa de la generación anterior. Lenin y Trotski consideraban que su revolución constituiría el desencadenante de la revolución mundial. Convencidos de que esta era inminente, consintieron en ceder una tercera parte de la Rusia europea a Alemania en el Tratado de Brest-Litovsk de 1918. Lo que pudiera suceder en Rusia quedaría integrado en la revolución inminente del resto de Europa, que, como daban por supuesto Lenin y Trotski, eliminaría de un plumazo el orden político existente.

Para Mao habría sido impensable un planteamiento de este tipo, pues su revolución era básicamente sinocéntrica. La revolución china podía tener cierto impacto en la revolución mundial, pero, en caso de producirse, sería a través del esfuerzo, el sacrificio y el ejemplo del pueblo chino. Para Mao, el principio organizador era siempre la grandeza del pueblo chino. En uno de sus primeros ensayos de 1919, hacía hincapié en las extraordinarias cualidades de dicho pueblo:

Me atrevo a formular una insólita afirmación: algún día, la reforma del pueblo chino será más profunda que la de cualquier otro pueblo y nuestra sociedad será más dichosa que la de cualquier otro. Se conseguirá antes la gran unión del pueblo chino que la de cualquier otro lugar o pueblo.20

Veinte años más tarde, en plena invasión japonesa y en plena guerra civil china, Mao encomiaba los logros históricos de la nación china de una forma en la que habrían coincidido los dirigentes dinásticos:

A lo largo de la historia de la civilización china, su agricultura y artesanía han cosechado fama por su alto nivel de desarrollo; China ha tenido grandes pensadores, científicos, inventores, estadistas, soldados, hombres de letras y artistas, y cuenta con una apreciable base de obras clásicas. La brújula se inventó en China hace muchísimo tiempo. El arte de fabricar papel se descubrió en este país hace 1.800 años, la impresión con planchas de madera hace 1.300 años, y por tipos móviles hace 800 años. En China se utilizó la pólvora antes que en Europa. Por consiguiente, China cuenta con una de las civilizaciones más antiguas del mundo; su historia documentada se remonta a cerca de 4.000 años.²¹

Mao volvió sobre un dilema tan antiguo como el propio país. La tecnología moderna, intrínsecamente universal, representa un peligro para la reivindicación de singularidad de cualquier país. La singularidad, en efecto, ha sido siempre un punto distintivo de la sociedad china. Para conservarla, el país se negó a imitar a Occidente durante el siglo XIX, se arriesgó a la colonización y a caer en la humillación. Un siglo después, Mao se planteó como objetivo de la Revolución Cultural —de la que, en efecto, provenía su nombre— justamente la erradicación de los elementos de la modernización que amenazaban con implicar a China en una cultura universal.

En 1968, Mao había vuelto al punto de partida. Impulsado por una mezcla de fervor ideológico y de cierto presentimiento de su muerte, recurrió a la juventud para depurar el estamento militar y el Partido Comunista y ceder la responsabilidad a una nueva generación de comunistas ideológicamente puros. No obstante, la realidad decepcionó al envejecido presidente. Se demostró que era imposible llevar el timón de un país por medio de la exaltación ideológica. Los jóvenes que habían seguido las instrucciones de Mao habían creado el caos en lugar de asumir los compromisos, y en aquellos momentos fueron mandados también a lugares remotos del campo; algunos de los dirigentes a los que en un principio se había seleccionado para el proceso de purificación tuvieron que volver para restablecer el orden, sobre todo entre los militares. En abril de 1969, casi la mitad del Comité Central —un 45 por ciento— pertenecía al estamento militar, cuando en 1956, la proporción era del 19 por ciento; la media de edad de los nuevos miembros era de sesenta años.²²

En la primera conversación entre Mao y el presidente Nixon, que tuvo lugar en febrero de 1972, surgió con contundencia este dilema. Nixon felicitó a Mao por haber transformado una civilización antigua y Mao respondió: «No he sido capaz de cambiarla. Solo lo he conseguido en unos cuantos lugares de los alrededores de Pekín».²³

Después de toda una vida de lucha titánica por desarraigar a la sociedad china, había cierta angustia en las palabras de Mao, en el resignado reconocimiento de la omnipresencia de la cultura china y del pueblo chino. Uno de los dirigentes chinos con más peso en la historia se había topado con aquella masa paradójica, obediente y al mismo tiempo independiente, sumisa y autónoma, que no imponía tanto los límites mediante desafíos directos como mediante la duda a la hora de ejecutar órdenes que consideraba incompatibles con el futuro de su familia.

Por tanto, al final, Mao recurrió más a los aspectos materiales de su revolución marxista que al credo de esta. Una de las narraciones preferidas de Mao, extraída de la tradición china clásica, era la historia del «viejo insensato» que se creía capaz de mover montañas con las manos. Mao contó así la historia en un congreso del Partido Comunista:

Existe una antigua fábula china que se titula «El anciano insensato que eliminó las montañas». Habla de un hombre que vivió hace mucho, mucho tiempo en el norte de China, al que llamaban el anciano insensato de la montaña del norte. Su casa daba al mediodía y desde la puerta veía dos grandes cimas, Taihang y Wangwu, que le tapaban las vistas. Un día llamó a sus hijos y, azada en ristre, empezaron a cavar en las montañas con gran decisión. En esto se encontraban cuando pasó otro hombre de barba gris, conocido como el anciano sabio, y les dijo en tono burlón: «¡Qué estupidez lo que estás haciendo! Es prácticamente imposible derribar dos montañas tan grandes». El anciano insensato respondió: «Cuando yo me muera, mis hijos seguirán con la tarea; cuando mueran ellos, estarán mis nietos y después sus hijos y nietos, y así hasta el infinito. Son muy altas, pero no crecerán más y con cada trozo que les vayamos sacando se irán reduciendo. ¿Por qué no podemos eliminarlas?». Tras rechazar la opinión del anciano sabio, siguió impertérrito todos los días con la azada. Dios se sintió conmovido ante aquella determinación y le mandó a dos ángeles, que cargaron las montañas a sus espaldas y se las llevaron. Hoy dos grandes montañas permanecen como un peso muerto sobre el pueblo chino. Una es el imperialismo; la otra el feudalismo. El Partido Comunista de China hace mucho que ha decidido eliminarlas. Hay que perseverar, trabajar sin cesar y nosotros también conmoveremos a Dios.24

Una mezcla ambivalente de fe en el pueblo chino y de menosprecio por sus tradiciones permitió a Mao echar un extraordinario pulso: una sociedad empobrecida, que acababa de ganar una guerra civil, se fue desmembrando a intervalos cada vez más cortos y, durante el proceso, libró batallas contra Estados Unidos y la India; desafió a la Unión Soviética, y restableció las fronteras del Estado chino hasta prácticamente su máxima extensión histórica.

El país despuntó en un mundo dominado por dos superpotencias nucleares y, a pesar de su insistente propaganda comunista, consiguió situarse como elemento geopolítico «libre» en la guerra fría. Pese a su relativa debilidad, desempeñó una función totalmente independiente y de gran influencia. China pasó de las relaciones hostiles a establecer casi una alianza con Estados Unidos y en sentido contrario con la Unión Soviética: de la alianza a la confrontación. Tal vez lo más destacable sea que China finalmente rompió con la Unión Soviética y se sumó al bando «ganador» de la guerra fría.

Aun así, con todos sus éxitos, la insistencia de Mao en dar la vuelta al antiguo sistema no pudo dejar atrás el ritmo eterno de la vida china. Cuarenta años después de su muerte, tras una travesía impetuosa, violenta y dramática, sus sucesores describieron de nuevo como confuciana su sociedad cada vez más acomodada. En 2011 se colocó una estatua de Confucio en la plaza de Tiananmen, visible desde el mausoleo de Mao, la otra personalidad también venerada. Solo un pueblo con el aguante y la paciencia del chino podía salir unificado y con más dinamismo después de tantos altibajos en su historia.

5

La diplomacia triangular y la guerra de Corea

En su primer cometido importante en política exterior, Mao Zedong viajó a Moscú el 16 de diciembre de 1949, apenas dos meses después de haberse proclamado la República Popular de China. Era el primer viaje que emprendía fuera de su país. Tenía la intención de crear una alianza con la Unión Soviética, la superpotencia comunista. Sin embargo, el encuentro fue el inicio de una serie de pasos que iban a culminar en la transformación de la ansiada alianza en una diplomacia triangular en la que participarían Estados Unidos, China y la Unión Soviética, en una dinámica de maniobra y enfrentamiento cíclicos.

En su primera reunión con Stalin, que tuvo lugar el día de su llegada, Mao insistió en que China necesitaba «un período de entre tres y cinco años de paz, que serviría para situar de nuevo la economía en los niveles registrados antes de la guerra y para estabilizar en general el país».¹ Sin embargo, no había pasado aún un año del viaje de Mao y Estados Unidos y China estaban en guerra.

El conflicto surgió a raíz de las maquinaciones de un actor al parecer secundario: Kim Il-sung, el ambicioso dirigente que la Unión Soviética había instalado en el poder en Corea del Norte, Estado creado dos años antes mediante un acuerdo entre Estados Unidos y la Unión Soviética, basado en las zonas liberadas de Corea que habían ocupado cada uno al final de la guerra contra Japón.

Casualmente, Stalin estaba poco interesado en colaborar en la recuperación de China. Tenía muy presente la deserción de Josip Broz Tito, el dirigente de Yugoslavia y único líder comunista europeo que había llegado al poder por sus propios medios y no como consecuencia de la ocupación soviética. Tito había roto con la Unión Soviética el año anterior. Stalin decidió evitar que ocurriera algo similar en Asia. Comprendía la importancia geopolítica de la victoria comunista en China; se marcó el objetivo estratégico de aprovechar sus consecuencias y sacar partido del impacto.

A buen seguro, Stalin sabía que Mao era un personaje de primer orden. Los comunistas chinos se habían impuesto en la guerra civil de su país contra toda expectativa de los soviéticos e ignorando sus consejos. A pesar de que Mao había anunciado que China tenía intención de «inclinarse hacia un lado» —el de Moscú— en asuntos internacionales, de todos los dirigentes comunistas, los chinos eran los que menos estaban en deuda con Moscú, y además en aquellos momentos gobernaban en el país comunista más populoso del mundo. Así pues, el encuentro entre los dos gigantes comunistas se convirtió en un intrincado minué que culminó, seis meses después, con la guerra de Corea, que implicó a China y a Estados Unidos de forma directa y a la Unión Soviética de manera subsidiaria.

Mao, convencido de que el virulento debate estadounidense sobre quién «había perdido» China auguraba un intento final de invertir el resultado por parte de Estados Unidos —una perspectiva a la que le llevaba, en todo caso, la ideología comunista—, se afanó en conseguir el máximo material y apoyo militar de la Unión Soviética. Tenía como objetivo una alianza formal.

Pero la colaboración entre los dos autócratas comunistas no estaba destinada a ir como una seda. Por aquel entonces, Stalin llevaba casi treinta años en el poder. Había vencido a la oposición interna y llevado a su país a la victoria contra el invasor nazi pagando un elevado precio en vidas humanas. Quien había organizado purgas periódicas con millones de víctimas e iniciaba nuevos procesos en este sentido ya estaba por encima de toda ideología. Su liderazgo había quedado marcado por un implacable y cínico maquiavelismo basado en su brutal interpretación de la historia nacional rusa.

Durante las largas luchas con Japón en las décadas de 1930 y 1940, Stalin subestimó el potencial de las fuerzas comunistas y menospreció la estrategia rural de Mao basada en el campesinado. Moscú había mantenido desde el principio vínculos con el gobierno nacionalista. Al final de la guerra contra Japón, en 1945, Stalin obligó a Chiang Kai-shek a conceder a la Unión Soviética unos privilegios sobre Manchuria y Xinjiang comparables a los alcanzados por el gobierno zarista y a reconocer a Mongolia Exterior teóricamente como república popular independiente bajo control soviético. Stalin alentaba activamente a las fuerzas separatistas de Xinjiang.

Aquel mismo año, en Yalta, el dirigente soviético insistió en que sus aliados, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill, reconocieran internacionalmente los derechos especiales soviéticos sobre Manchuria, incluyendo la base naval de Lushun (antiguo Port Arthur) y el puerto de Dalian, como condición previa para intervenir en la guerra contra Japón. En agosto de 1945, Moscú y las autoridades nacionalistas firmaron un tratado en el que se ratificaban los acuerdos de Yalta.

En estas circunstancias, era imposible que los dos titanes comunistas que se encontraban en Moscú pudieran darse el firme abrazo que exigía la ideología que compartían. Como recordaba más tarde Nikita Jruschov, por aquel entonces miembro del Politburó:

A Stalin le encantaba hacer alarde de hospitalidad con los invitados a los que apreciaba, y sabía hacerlo a la perfección. Pero durante la estancia de Mao, pasó días sin hacerle caso, y puesto que ni se acercaba a él, ni mandaba a nadie que lo hiciera, nadie se atrevía a ir a verle. [...] Mao hizo saber que si la situación seguía como hasta entonces, abandonaría el país. Creo que cuando Stalin se enteró de las quejas de Mao organizó otra cena en su honor.²

Desde el principio quedó claro que Stalin no consideraba que la victoria comunista fuera una razón suficiente para abandonar lo conseguido por la Unión Soviética por haber entrado en guerra contra Japón. Mao inició la conversación poniendo énfasis en la necesidad de la paz y dijo a Stalin: «Las decisiones sobre las cuestiones más importantes de China giran alrededor de la perspectiva de un futuro en paz. Teniendo esto muy presente, el Comité Central del Partido Comunista de China me ha encomendado la misión de esclarecer, camarada Stalin, de qué forma y cuánto tiempo se protegerá la paz internacional».³

Stalin lo tranquilizó sobre las perspectivas de paz, tal vez para evitar peticiones de ayuda de urgencia y reducir el apremio de conseguir rápidamente una alianza:

La cuestión de la paz ocupa también un lugar destacado para la Unión Soviética, si bien hemos disfrutado de ella durante los cuatro últimos años. En cuanto a China, no corre ahora mismo peligro alguno: Japón aún no ha conseguido poder valerse por sí mismo, de modo que no está preparado para la guerra; Estados Unidos, aunque vaya clamando guerra, la teme más que otra cosa en el mundo; Europa siente horror por la guerra; en esencia, nadie va a luchar contra China, a menos que Kim Il-sung decida invadirla. La paz dependerá de nuestro trabajo. Si seguimos con las relaciones amistosas, la paz no solo durará entre cinco y diez años, sino entre veinte y veinticinco, y tal vez más.4

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