China

China


Henry Kissinger

Página 17 de 51

El pueblo chino no se dejará intimidar por el chantaje estadounidense sobre armas atómicas. Nuestro país cuenta con una población de 600 millones de habitantes y una extensión de 9.600.000 kilómetros cuadrados. Estados Unidos no puede aniquilar la nación china con unas cuantas bombas atómicas. Incluso en el caso de que sus bombas atómicas fueran tan potentes que al caer en China pudieran abrir un agujero que atravesara la Tierra o hacerla estallar en pedazos, el universo en sentido global no se resentiría de la acción, aunque pudiera representar un suceso de envergadura para el sistema solar [...] si Estados Unidos con sus aviones y la bomba atómica lanza una guerra contra China, nuestro país, con su mijo y sus fusiles saldrá victorioso de ella. La población del mundo entero nos apoyará.8

Ya que los dos bandos de China aplicaban las normas del

wei qi, el continente fue entrando en el vacío que habían dejado las omisiones del tratado. El 18 de enero invadió las islas de Dachen y de Yijiangshan, dos pequeños grupos de islas a las que no afectaba el tratado. Unos y otros siguieron definiendo meticulosamente sus límites. Estados Unidos no movió un dedo para defender las pequeñas islas; en efecto, la Séptima Flota colaboró en la evacuación de las fuerzas nacionalistas. Se prohibió al Ejército Popular de Liberación abrir fuego contra las fuerzas armadas estadounidenses.

Lo que ocurrió, sin embargo, fue que la retórica de Mao tuvo más impacto en sus aliados soviéticos que en Estados Unidos, pues presentó a Jruschov el dilema de apoyar a su aliado en una causa que no tenía nada que ver con los intereses estratégicos rusos y en cambio implicaba un riesgo de guerra nuclear, que el dirigente soviético consideraba cada día más inaceptable. Los aliados europeos de la Unión Soviética, con sus limitadas poblaciones, estaban todavía más aterrorizados con los discursos de Mao sobre la posibilidad de que China perdiera la mitad de su población en una guerra y aun así subsistiera.

En cuanto a Estados Unidos, Eisenhower y Dulles mostraron la misma habilidad que Mao. En ningún momento se les ocurrió poner a prueba la resistencia del presidente chino con una guerra nuclear. Ahora bien, ni unos ni otros estaban dispuestos a abandonar la opción de defender los intereses nacionales. En la última semana de enero presentaron a las dos cámaras de Estados Unidos la tramitación de una resolución que autorizaba a Eisenhower a recurrir a las fuerzas estadounidenses para defender Taiwan, las islas Pescadores y «distintos territorios y posiciones» del estrecho de Taiwan.9 El arte de gestionar las crisis radica en forzar la situación hasta el punto en que el adversario no puede seguir, pero de tal forma que se evite la ley del talión. Siguiendo este principio, Dulles, en una rueda de prensa celebrada el 15 de marzo de 1955, anunció que en Estados Unidos estaban preparados para cualquier nueva e importante ofensiva comunista con armas nucleares tácticas, que China, por cierto, no poseía. Al día siguiente, Eisenhower confirmó la advertencia, puntualizando que mientras no se pusiera en peligro a la población civil, no veía razón para que Estados Unidos no pudiera utilizar armas tácticas, «de la misma forma que uno utilizaría una bala o lo que fuera».10 Era la primera vez que Estados Unidos lanzaba una amenaza nuclear específica en plena crisis.

Mao estaba más dispuesto a demostrar con dichos que con hechos que no le afectaba la guerra nuclear. Ordenó a Zhou Enlai, que a la sazón se encontraba en Indonesia, en la Conferencia de Bandung de países asiáticos y africanos no alineados, que tocara a retirada. El 23 de abril de 1955, Zhou mostró la rama de olivo: «El pueblo chino no quiere la guerra con Estados Unidos de América. El gobierno chino desea sentarse a negociar con el gobierno de Estados Unidos con el fin de relajar la tensión en Extremo Oriente y sobre todo en la zona de Taiwan».¹¹ Una semana después, China finalizó la campaña de bombardeo en el estrecho de Taiwan.

Al igual que la guerra de Corea, aquello acabó en tablas, situación en la que cada uno de los bandos alcanzó sus objetivos a corto plazo. Estados Unidos se enfrentó a una amenaza militar. Mao, consciente de que las fuerzas del continente no contaban con capacidad suficiente para ocupar Quemoy y Mazu frente a una oposición coordinada, explicó más tarde que su estrategia era mucho más compleja; contó a Jruschov que, lejos de perseguir la ocupación de las islas de la costa, había utilizado la amenaza para asegurar que Taiwan no rompiera el vínculo con el continente.

Solo pretendíamos mostrar nuestras posibilidades. No queremos a Chiang demasiado lejos de nosotros. Nos interesa tenerlo al alcance. Si él sigue ahí [en Quemoy y Mazu] podemos alcanzarlo con las baterías de costa, así como por medio de la fuerza aérea. De haber ocupado las islas, no tendríamos ya la posibilidad de incomodarlo cuando quisiéramos.¹²

Según esta versión, Pekín bombardeó Quemoy para reafirmar su reivindicación de «una sola China», pero limitó su actuación para evitar que apareciera una «solución de dos Chinas».

Moscú, con un planteamiento más rígido de la estrategia y mayores conocimientos sobre armamento nuclear, juzgó incomprensible que un dirigente se situara al borde de la guerra nuclear para establecer un principio básicamente simbólico. Como puntualizó Jruschov a Mao: «Si abres fuego, tienes que capturar las islas, y si no consideras necesario capturarlas, no tiene ningún sentido abrir fuego. No entiendo tu política».¹³ En una biografía de Mao, que tiene poco de imparcial pero mueve a la reflexión, incluso se afirma que el motivo real del dirigente comunista había sido el de crear un riesgo tan claro de guerra nuclear para obligar a Moscú a ayudar a Pekín en su programa de armamento nuclear en ciernes y así aligerar la presión respecto a la asistencia soviética.14 Entre los muchos aspectos de la crisis que desafiaban toda lógica estaba la clara decisión soviética —posteriormente anulada como consecuencia de la segunda crisis de las islas costeras— de ayuda al programa nuclear de Pekín a fin de establecer cierta distancia entre esta potencia y su problemático aliado en futuras crisis al dejar la defensa nuclear de China en manos de este país.

PARÉNTESIS DIPLOMÁTICO CON ESTADOS UNIDOS

Una de las consecuencias de la crisis fue la reanudación del diálogo formal entre Estados Unidos y China. En la Conferencia de Ginebra de 1954 destinada a resolver la primera guerra de Vietnam entre Francia y el movimiento por la independencia encabezado por los comunistas, Pekín y Washington acordaron a regañadientes mantener contactos a través de funcionarios de rango consular con sede en Ginebra.

El acuerdo proporcionó el marco adecuado para una especie de protección que evitara confrontaciones a causa de algún malentendido. No obstante, ni una parte ni otra llegó al acuerdo con mucha convicción. Mejor dicho, sus convicciones seguían caminos opuestos. La guerra de Corea había puesto punto final a las iniciativas diplomáticas de la administración de Truman respecto a China. La administración de Eisenhower —que llegó al poder cuando aún no había terminado la guerra de Corea— consideraba que China era la potencia comunista más intransigente y revolucionaria. De ahí que su primer objetivo estratégico fuera la creación de un sistema de seguridad en Asia capaz de contener una posible agresión china. Se evitaban las tentativas de acercamiento a este país por temor a poner en peligro unos sistemas de seguridad todavía frágiles como la SEATO y las incipientes alianzas con Japón y Corea del Sur. La negativa de Dulles a dar la mano a Zhou Enlai en la Conferencia de Ginebra reflejó, por un lado, el rechazo moral y, por otro, el plan estratégico.

La actitud de Mao era el reflejo de la de Dulles y de la de Eisenhower. La cuestión de Taiwan creó una confrontación permanente, sobre todo desde el momento en que Estados Unidos trató a las autoridades de Taiwan como gobierno legítimo de toda China. El estancamiento se instaló en la diplomacia chino-estadounidense, pues China se negó a tratar cualquier tema hasta que Estados Unidos decidiera retirarse de Taiwan, y Estados Unidos no estaba dispuesto a hacerlo hasta que China renunciara a utilizar la fuerza para resolver la cuestión de Taiwan.

Del mismo modo, tras la primera crisis del estrecho de Taiwan, se interrumpió el diálogo entre China y Estados Unidos, ya que mientras cada una de las partes mantuviera su postura, no había nada de que hablar. Estados Unidos reiteró que había que solucionar la situación de Taiwan mediante negociaciones entre Pekín y Taipei, en las que deberían intervenir también Estados Unidos y Japón. Pekín interpretó la propuesta como un intento de volver a la decisión tomada en la Conferencia de El Cairo, en la que, durante la Segunda Guerra Mundial, se declaró que Taiwan formaba parte de China. La China comunista tampoco quiso renunciar a la utilización de la fuerza, pues se violaba el derecho soberano de China de controlar su propio territorio nacional. El embajador Wang Bingnan, el principal negociador que tuvo China durante diez años, resumió en sus memorias el estancamiento: «Retrospectivamente, para Estados Unidos era imposible cambiar en aquellos momentos su política respecto a China. Teniendo en cuenta las circunstancias, pasamos directamente a la cuestión de Taiwan, que era la más complicada, la que tenía menos posibilidades de solución y la más delicada. Era lógico que las conversaciones no llevaran a ninguna parte».15

Tan solo dos acuerdos salieron de aquellas conversaciones. El primero, una cuestión de orden: actualizar los contactos existentes en Ginebra y pasarlos del nivel consular al de embajada. (La importancia de esta designación radica en que los embajadores técnicamente son representantes personales del jefe de Estado y en cierto modo poseen mayor libertad de acción y más influencia.) La medida solo sirvió para institucionalizar el marasmo. En un período de dieciséis años, entre 1955 y 1971, se celebraron ciento treinta y seis reuniones entre los embajadores de Estados Unidos y China (la mayor parte en Varsovia, ciudad que se convirtió en el punto de reunión de las conversaciones de 1958). El único acuerdo de peso se consiguió en septiembre de 1955, cuando China y Estados Unidos permitieron volver a sus respectivos países a los ciudadanos bloqueados en uno u otro después de la guerra civil.16

A partir de entonces, durante quince años, la política estadounidense se centró en conseguir una renuncia formal por parte de China de la utilización de la fuerza. «Año tras año —dijo Dean Rusk, secretario de Estado, ante la Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara en marzo de 1966— hemos esperado algún indicio que demostrara que la China comunista estaba dispuesta a renunciar a la fuerza para resolver diferencias. Hemos esperado también para poder comprobar que estaba dispuesta a abandonar la idea de que Estados Unidos era su principal enemigo. La China comunista ha demostrado una actitud y una práctica marcadas por la hostilidad y rigidez.»17

En ningún momento la política exterior estadounidense había exigido a otro país un requisito previo tan riguroso para la negociación como la renuncia total a la utilización de la fuerza. A Rusk no le pasó por alto durante la década de 1960 la distancia existente entre la implacable retórica china y su práctica internacional relativamente moderada. Así y todo, defendió que la política de Estados Unidos tenía que basarse en las palabras: que la ideología tenía más importancia que la conducta:

Algunos mantienen que hay que ignorar lo que dicen los dirigentes comunistas chinos y juzgarlos por sus actos. Es cierto que se han mostrado más cautelosos en los hechos que en los dichos, más cautelosos en lo que han hecho por sí mismos que en lo que han instado a hacer a la Unión Soviética. [...] Pero no se deduce que tengamos que hacer caso omiso a las intenciones y a los planes para el futuro que han anunciado.18

Dadas estas actitudes y con el pretexto de que China no renunciaba a utilizar la fuerza contra Taiwan, en 1957 Estados Unidos no envió a las conversaciones de Ginebra al embajador, sino al primer secretario. China retiró su delegación y se suspendieron las conversaciones. Poco después se desencadenó la segunda crisis del estrecho de Taiwan, aunque claramente por otra razón.

MAO, JRUSCHOV Y LA RUPTURA ENTRE CHINOS Y SOVIÉTICOS

En 1953 murió Stalin después de haber permanecido treinta años en el poder. Le sucedió —tras un breve período de transición— Nikita Jruschov. El terror que sembró Stalin durante su mandato dejó huella en la generación de Jruschov. Eran los que habían escalado durante las purgas de los años treinta, época en que se acabó con toda una generación de dirigentes. Habían pasado de golpe a la situación privilegiada a costa de una inseguridad emocional permanente. Habían sido testigos de la decapitación masiva, habían participado en ella y eran conscientes de que podía esperarles el mismo destino; en efecto, Stalin estaba en proceso de iniciar otra purga cuando le sorprendió la muerte. Estos dirigentes no estaban dispuestos de entrada a modificar el sistema que había creado el terror institucionalizado. Optaron más bien por cambiar algunas de sus prácticas, al mismo tiempo que reafirmaban las creencias básicas a las que habían dedicado sus vidas, achacando los fallos al abuso de poder de Stalin. (Esta fue la base psicológica de lo que se dio en llamar el discurso secreto de Jruschov, del que hablaré más adelante.)

A pesar de todos los alardes, en el fondo los nuevos dirigentes soviéticos eran conscientes de que la Unión Soviética en definitiva no era un país competitivo. A grandes rasgos, la política exterior de Jruschov podría describirse como una «solución rápida»: la explosión de un dispositivo termonuclear de destrucción masiva en 1961; la sucesión de ultimátums de Berlín; la crisis de los misiles de Cuba de 1962. Con la perspectiva de las décadas transcurridas, estos pasos pueden considerarse como la búsqueda de una especie de equilibrio psicológico que permitió una negociación con un país que Jruschov sabía en el fondo que contaba con una fuerza mucho más considerable.

La postura de Jruschov respecto a China fue de condescendencia con un deje de contrariedad por el hecho de que los dirigentes de este país, tan seguros de sí mismos, osaban desafiar la supremacía ideológica de Moscú. El mandatario soviético aprovechó las ventajas de la alianza china, aunque con el temor de las implicaciones que conllevaba la versión china de la ideología. Intentó impresionar a Mao, pero nunca comprendió qué era lo que podía tomarse en serio el dirigente chino. Este se aprovechó de la amenaza soviética sin prestar atención a las prioridades de la Unión Soviética. Finalmente, Jruschov abandonó su compromiso inicial de la alianza con China con una actitud hosca mientras iba aumentando gradualmente la fuerza militar en la frontera China y tentaba a su sucesor, Leonid Brézhnev, para que investigara las perspectivas de una acción preventiva contra China.

La ideología había unido a Pekín y Moscú y también la ideología las había separado. Un exceso de historia compartida formulaba los interrogantes. Los dirigentes chinos no podían olvidar las exacciones territoriales de los zares, ni la buena disposición con la que Stalin, durante la Segunda Guerra Mundial, quiso arreglar las cuentas con Chiang Kai-shek a expensas del Partido Comunista de China. La primera reunión entre Stalin y Mao no había resultado. Cuando Mao pretendió colocarse bajo el paraguas de Moscú, tardó dos meses en convencer a Stalin y tuvo que pagar la alianza con importantes concesiones económicas en Manchuria y Xinjiang a costa de la unidad de China.

La historia constituía el punto de partida, pero la experiencia del momento proporcionaba también interminables fricciones. La Unión Soviética consideraba que el mundo comunista era una única entidad estratégica, cuya dirección estaba en Moscú. Había establecido regímenes satélite en Europa oriental que dependían del apoyo militar y, hasta cierto punto, económico soviéticos. El Politburó soviético consideraba lógico que se aplicaran las mismas pautas de dominio en Asia.

Teniendo en cuenta la historia china, la perspectiva sinocéntrica de este país y su propia definición de la ideología comunista, nada podía repugnar tanto a Mao. Las diferencias culturales agudizaban las tensiones latentes, sobre todo porque los dirigentes soviéticos solían mostrarse ajenos a las susceptibilidades históricas de China. Tenemos un buen ejemplo de ello en la petición hecha por Jruschov de trabajadores para labores de tala en Siberia. Aquello tocó la fibra sensible de Mao, que en 1958 respondió:

Sabemos, camarada Jruschov, que durante años ha imperado la opinión de que China es un país subdesarrollado y superpoblado, con unos elevados índices de paro, y que por ello constituye una buena fuente de mano de obra barata. Pero nosotros, los chinos, consideramos que esta es una imagen insultante. Viniendo de ti, añadiría que produce sonrojo. Si aceptáramos tu propuesta, otros [...] podrían pensar que la Unión Soviética tiene la misma imagen de China que el Occidente capitalista.19

El apasionado sinocentrismo de Mao impidió al dirigente chino participar en las premisas básicas del imperio soviético bajo la batuta de Moscú. El punto central de las tareas de seguridad y políticas de este imperio se encontraba en Europa, lo que para Mao era una cuestión secundaria. Cuando en 1955 la Unión Soviética creó el Pacto de Varsovia de los países comunistas para contrarrestar a la OTAN, Mao se negó a entrar en él. China no iba a subordinar a una coalición la defensa de sus intereses nacionales.

Entonces se envió a Zhou Enlai a la Conferencia de Bandung de los países asiáticos y africanos. Dicha conferencia creó una agrupación novedosa y paradójica: la alineación de los no alineados. Mao había buscado el apoyo soviético como contrapeso a la posible presión estadounidense sobre China para lograr la hegemonía en Asia. Pero al mismo tiempo, China intentaba organizar a los no alineados como protección contra la hegemonía soviética. En este sentido, y casi desde el principio, los dos gigantes comunistas se encontraban enfrentados.

Las diferencias fundamentales residían en la esencia de las imágenes que tenían de sí mismas las dos sociedades. Rusia, que se había salvado de los invasores extranjeros por medio de la fuerza bruta y de la resistencia, jamás se había considerado una inspiración universal para otras sociedades. Una parte significativa de su población no era de origen ruso. Sus grandes mandatarios, como Pedro el Grande y Catalina la Grande, habían llevado a sus cortes a pensadores y expertos del exterior para aprender de los extranjeros más avanzados, algo impensable en la corte imperial china. Los gobernantes rusos se dirigían a su pueblo poniendo el énfasis en su resistencia y no en su superioridad. La diplomacia rusa confiaba, en gran medida, en su poder superior. En contadas ocasiones, Rusia tuvo aliados entre los países en los que no había destacado a sus fuerzas militares. La diplomacia rusa se orientaba hacia el poder, se agarraba con tenacidad a las posiciones fijas y transformaba la política exterior en una guerra de trincheras.

Mao representaba a una sociedad que, a lo largo de los siglos, había constituido la institución política mejor organizada y, al menos desde la perspectiva china, más benevolente del mundo. Era de dominio público que sus resultados tenían un importante impacto internacional. Cuando un mandatario chino pedía a su pueblo trabajo duro para convertirse en la sociedad más destacada del mundo, les instaba a reivindicar una superioridad que, en la interpretación china de la historia, hacía poco que se había perdido, y en realidad solo temporalmente. Era imposible que un país como este pudiera ejercer la función del joven subalterno.

En las sociedades que se basan en la ideología, el derecho a definir la legitimidad se convierte en algo crucial. Mao, que se definió a sí mismo como maestro ante el periodista Edgar Snow, y que se consideraba un importante filósofo, nunca cedió el liderazgo intelectual del mundo comunista. La exigencia de China a la hora de definir la ortodoxia ponía en peligro la cohesión del imperio moscovita y abría la puerta a otras interpretaciones del marxismo en gran parte de ámbito nacional. Lo que empezó como susceptibilidades sobre matices en la interpretación se transformó en pugnas en cuanto a práctica y teoría, y a la larga degeneró en enfrentamientos militares.

En sus inicios, la República Popular se inspiró en la política económica soviética de los años treinta y cuarenta. En 1952, Zhou incluso se desplazó a Moscú en busca de consejos sobre el primer Plan Quinquenal chino. Stalin mandó sus comentarios a principios de 1953, en los que instaba a Pekín a adoptar una perspectiva más equilibrada y a reducir el índice de crecimiento económico previsto, de modo que no superara el 13-14 por ciento anual.20

No obstante, en diciembre de 1955 Mao diferenció claramente la economía china de su homóloga soviética y enumeró los desafíos «únicos» y «extraordinarios» a los que se había enfrentado China y que, a diferencia de sus aliados soviéticos, había superado:

Hemos contado con veinte años de experiencia en las áreas básicas y nos hemos curtido en tres guerras revolucionarias; [al acceder al poder] poseíamos una experiencia sumamente rica. [...] Por tanto, pudimos levantar un Estado con gran rapidez y completar así las tareas de la revolución. (La Unión Soviética era un Estado recién fundado; en el momento de la Revolución de Octubre,²¹ no contaba con ejército, ni aparato de gobierno, y el partido tenía pocos miembros.) [...] Nuestra población es muy numerosa y estamos en una situación excelente. [Nuestro pueblo] trabaja con diligencia y soporta muchas privaciones. [...] Por consiguiente, podemos alcanzar un socialismo mejor y con más rapidez.²²

En una alocución de abril de 1956 sobre política económica, Mao transformó en filosófica una diferencia práctica. Definió la vía china hacia el socialismo como única y superior a la de la Unión Soviética:

Hemos conseguido mejores resultados que la Unión Soviética y que una serie de países de la Europa oriental. El repetido fracaso de la Unión Soviética a la hora de alcanzar los mayores niveles de producción de cereales de antes de la Revolución de Octubre, los graves problemas surgidos del flagrante desequilibrio entre el desarrollo de la industria pesada y el de la industria ligera en algunos países de la Europa oriental son problemas que no existen en nuestro país.²³

Las diferencias entre las concepciones sobre imperativos prácticos en China y la Unión Soviética se convirtieron en enfrentamientos ideológicos cuando, en febrero de 1956, Jruschov pronunció un discurso ante el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, en el que denunció a Stalin por una serie de crímenes, de los que detalló alguno. Aquella alocución convulsionó el mundo comunista. Durante décadas, la experiencia se había basado en afirmaciones ritualistas sobre la infalibilidad de Stalin, incluso en China, donde, por muchos reparos que pusiera Mao a su conducta como aliado, formalmente reconocía la especial contribución ideológica del dirigente ruso. Para más agravio, no se permitió la entrada al recinto a los delegados no soviéticos; por tanto, se dejó fuera a los chinos, y Moscú se negó a proporcionar una copia autorizada del texto incluso a sus aliados fraternales. Pekín improvisó su primera respuesta basándose en unas notas incompletas de los delegados chinos hechas a partir de una versión indirecta de los comentarios de Jruschov; al final, la dirección china tuvo que conformarse con la traducción al chino de unos informes del

New York Times.24

Acto seguido, Pekín atacó a Moscú por haberse «deshecho» de la «espada de Stalin». El titismo chino que había temido Stalin desde un principio levantó la cabeza bajo la forma de la defensa de la importancia ideológica del legado de Stalin. Mao calificó la iniciativa desestalinizadora de Jruschov de «revisionismo» —una nueva injuria ideológica—, lo que implicaba que la Unión Soviética se alejaba del comunismo y volvía a su pasado burgués.25

Para restablecer una cierta unidad, en 1957 Jruschov organizó en Moscú una conferencia de países comunistas, a la que asistió Mao en su segundo y último desplazamiento fuera de China. La Unión Soviética acababa de lanzar el Sputnik —el primer satélite en órbita— y la reunión estuvo marcada por la opinión generalizada, compartida entonces por muchos países occidentales, de que la tecnología y el poder soviéticos iban en alza. Mao hizo suya la idea y declaró, cáustico, que el «viento del este» se imponía al «viento del oeste». Sin embargo, de la supuesta relativa decadencia estadounidense extrajo una conclusión incómoda para sus aliados soviéticos, en concreto, que China iba afianzando cada vez más su situación para reivindicar su autonomía: «Su auténtico objetivo —dijo Mao más tarde a su médico— es el de controlarnos. Intentan atarnos de pies y manos. Se hacen ilusiones, como los idiotas que hablan de lo que sueñan».26

Mientras tanto, la conferencia de 1957 de Moscú reiteró la llamada de Jruschov al bloque socialista a luchar por «una coexistencia pacífica» con el mundo capitalista, objetivo anunciado en el mismo congreso de 1956, en el que Jruschov pronunció su discurso secreto en el que criticó a Stalin. En un sorprendente reproche a Jruschov por su política, Mao aprovechó la ocasión para llamar a las armas a sus colegas socialistas contra el imperialismo, no sin antes mencionar como siempre lo poco que podía afectarle una destrucción nuclear. «No hay que temer la guerra», dijo.

No tienen que asustarnos las bombas atómicas y los misiles. Estalle la guerra que estalle —convencional o termonuclear—, la ganaremos. En cuanto a China, si los imperialistas desencadenan la guerra contra nosotros, podemos perder más de trescientos millones de personas. ¿Qué importancia tiene? La guerra es la guerra. Pasarán los años, nos pondremos manos a la obra y engendraremos más hijos que antes.27

Jruschov consideró el discurso «profundamente inquietante» y recordó la risa tensa y nerviosa de los asistentes cuando Mao describió el apocalipsis con aquel lenguaje impulsivo y llano. Después, el dirigente comunista checoslovaco, Antonin Novotný, protestó: «¿Qué será de nosotros? Checoslovaquia solo tiene doce millones de habitantes. Morirán todos en una guerra. No quedará nadie para empezar de nuevo».28

A pesar de que formalmente seguían siendo aliados, China y la Unión Soviética no cesaban de polemizar en público. Jruschov parecía convencido de que el restablecimiento de las relaciones de amistad dependía únicamente de una nueva iniciativa soviética. No comprendía —o si lo hacía, no lo admitía— que para Mao su política de coexistencia pacífica —sobre todo cuando iba acompañada de declaraciones de temor frente a una guerra nuclear— era incompatible con la alianza chino-soviética. Mao estaba convencido de que, en una crisis, el miedo a una guerra nuclear anulaba la lealtad del aliado.

En estas circunstancias, Mao no desperdició oportunidad alguna de reivindicar la autonomía china. En 1958, Jruschov propuso, a través del embajador soviético en Pekín, la creación de una emisora de radio en China para establecer comunicación con los submarinos soviéticos y colaborar en la construcción de submarinos para China a cambio de que la armada soviética utilizara sus puertos. Dado que China era un aliado formal, y que la Unión Soviética le había proporcionado buena parte de la tecnología para mejorar su propia capacidad militar, al parecer Jruschov creyó que Mao aceptaría la oferta. Pero se demostró que se equivocaba por completo. Mao reaccionó con furia ante las primeras propuestas soviéticas, reprendió al embajador soviético en Pekín y creó tal alarma en Moscú que Jruschov tuvo que desplazarse hasta la capital china para solucionar el problema del orgullo herido de su aliado.

Ir a la siguiente página

Report Page