China

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Henry Kissinger

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De todas formas, a pesar de que se declarara partidario de la necesidad de un gobierno autoritario, creyó que su última misión era la de traspasar el poder a otra generación que, si triunfaba su plan de desarrollo, crearía su propio orden político. Deng esperaba que el triunfo en su programa de reforma eliminara el incentivo de la evolución democrática. Pero tenía que haber comprendido que el cambio que estaba consiguiendo entrañaría unas consecuencias políticas de unas dimensiones que aún eran imprevisibles. Y estos son los desafíos a los que se enfrentan actualmente sus sucesores.

Para el futuro inmediato, en 1992 Deng estableció unos objetivos relativamente modestos:

Seguiremos adelante por la vía del socialismo al estilo chino. El capitalismo se ha desarrollado durante unos cuantos siglos. ¿Cuánto tiempo llevamos nosotros construyendo el socialismo? Por otra parte, desperdiciamos veinte años. Si conseguimos que, al cabo de cien años de la fundación de la República Popular, China sea un país moderadamente desarrollado, habremos logrado algo extraordinario.9

Esto tendría que ocurrir en 2049. En realidad, en una sola generación, China ha avanzado mucho más.

Más de diez años después de la muerte de Mao, aparecía de nuevo su perspectiva de la revolución permanente. Era, en todo caso, otro tipo de revolución permanente: se basaba en la iniciativa personal y no en la exaltación ideológica; en la relación con el mundo exterior y no en la autarquía. Y tenía que cambiar el país de una forma tan radical como había pensado el Gran Timonel, aunque en la dirección contraria de la que él había concebido. Precisamente por ello, al concluir la gira meridional, Deng esbozó su esperanza de la llegada de una nueva generación de dirigentes con sus propios puntos de vista innovadores. La actual dirección del Partido Comunista, dijo, era demasiado vieja. Pasados los sesenta, valían más para la conversación que para la toma de decisiones. La gente de su edad tenía que hacerse a un lado: una dolorosa confesión para un activista de siempre.

Insistí en retirarme porque en la vejez no quería cometer errores. La gente mayor tiene fuerza, pero también importantes debilidades —tienden, por ejemplo, a mostrarse tercos—, y deberían ser conscientes de ello. Cuanto mayor es una persona, más modestia tiene que demostrar y más cuidadosa debe ser para no equivocarse en sus últimos años. Tendríamos que seguir seleccionando camaradas jóvenes para su promoción y echar una mano en su formación. No confiemos solo en los mayores. [...] Cuando lleguen a la madurez podremos descansar tranquilamente. Ahora mismo aún tenemos nuestras preocupaciones.10

Por más frías que fueran las fórmulas de Deng, encerraban la melancolía de la vejez, la consciencia de que no llegaría a disfrutar de lo que defendía y planificaba. Había visto —y, en ocasiones, generado— tanta convulsión que necesitaba que su legado trajera un período de estabilidad. Por mucha seguridad que demostrara, le hacía falta una nueva generación para poder, como decía él, «dormir tranquilo».

La gira meridional fue el último servicio público de Deng. Correspondió a Jiang Zemin y a sus colaboradores la puesta en marcha de estos principios. Entonces, Deng se retiró y cada día costó más acceder a él. Murió en 1997, cuando Jiang había consolidado ya su puesto. Con la ayuda del extraordinario primer ministro Zhu Rongji, Jiang se ocupó del legado de la gira meridional de Deng con tanta habilidad que, cuando acabó el mandato en 2002, el debate ya no se planteaba sobre si aquel era el camino correcto, sino más bien sobre el impacto de una China emergente y dinámica en el orden y la economía mundiales.

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Los altibajos en el camino hacia otra reconciliación

La era Jiang Zemin

Después de Tiananmen, las relaciones chino-estadounidenses volvieron prácticamente a su punto de partida. En 1971-1972, Estados Unidos quiso acercarse a China; luego, en las fases finales de la Revolución Cultural, se convenció de que la relación con este país era básica para el establecimiento de un orden internacional pacífico y superó las reservas sobre el gobierno radical chino. Llegó el momento en que Estados Unidos había impuesto sanciones a China y en el que el disidente Fang Lizhi se había refugiado en la embajada estadounidense de Pekín. En todo el mundo se estaban imponiendo las instituciones democráticas liberales y la reforma de la estructura interior china se convirtió en un destacado objetivo político para Estados Unidos.

Conocí a Jiang Zemin en su cargo de alcalde de Shanghai. No habría imaginado que aquel hombre pudiera convertirse un el líder capaz de llevar a su país —como en realidad hizo— de la catástrofe a la deslumbrante explosión de energía y creatividad que marcó el ascenso de China. Aunque en un principio vaciló, Jiang controló uno de los mayores aumentos del PIB per cápita de la historia de la humanidad, culminó la vuelta de Hong Kong, reconstituyó las relaciones de China con Estados Unidos y con el resto del mundo y lanzó a su país hacia la vía correcta para convertirse en el motor de la economía mundial.

Poco después del ascenso de Jiang, en noviembre de 1989, Deng intentó por todos los medios transmitirme la gran estima en que tenía al nuevo secretario general:

DENG: Ha conocido al secretario general Jiang Zemin y en el futuro tendrá otras ocasiones de verlo. Es una persona con ideas propias y de una gran valía.

KISSINGER: Realmente me ha impresionado.

DENG: Es un auténtico intelectual.

Pocos observadores extranjeros habían imaginado que Jiang triunfaría. Como secretario del Partido en Shanghai, había recibido merecidos elogios por su comedimiento en la resolución de las protestas en la ciudad: al principio de la crisis mandó cerrar un influyente periódico liberal, pero se negó a imponer la ley marcial y consiguió apaciguar las manifestaciones de su ciudad sin derramamiento de sangre. Como secretario general, no obstante, se le consideraba una figura de transición, podía decirse que un candidato de compromiso a medio camino entre los relativamente liberales (entre los que se encontraba Li Ruihuan, ideólogo del Partido) y el grupo conservador (como Li Peng, el primer ministro). No contaba con una clara base de poder propia y, a diferencia de sus predecesores, no irradiaba autoridad. Por otra parte, era el primer líder comunista chino sin credenciales revolucionarias o militares. Su autoridad, al igual que las de sus sucesores, procedía de los resultados burocráticos y económicos. No estaba en mayoría y le hizo falta el consenso en el Politburó. No llegó a establecer, por ejemplo, su dominio en política exterior hasta 1997, ocho años después de haberse convertido en secretario general.¹

Los anteriores dirigentes del Partido se habían comportado con aquella distancia característica de una élite que mezclaba el nuevo materialismo marxista con vestigios de la tradición confuciana china. Jiang estableció otro modelo. A diferencia de Mao, el rey filósofo, de Zhou, el mandarín, o de Deng, el aguerrido guardián de los intereses nacionales, Jiang se comportaba más como un afable miembro de la familia. Era una persona afectuosa y poco amante de la ceremonia. Mao se relacionaba con sus interlocutores desde las alturas del Olimpo, como si se tratara de universitarios ante un examen sobre la idoneidad de sus percepciones filosóficas. Zhou llevaba las conversaciones con la naturalidad, la gracia y la sublime inteligencia del sabio confuciano. Deng tomaba el atajo en las discusiones para pasar a los aspectos prácticos y consideraba las digresiones como una pérdida de tiempo.

Jiang no reivindicaba la preeminencia filosófica. Era un hombre que sonreía, reía, contaba anécdotas y tocaba a sus interlocutores para establecer con ellos un vínculo. Se enorgullecía, a veces de forma desbordante, de su capacidad de expresarse en otras lenguas y de sus conocimientos sobre música occidental. Con las visitas de fuera, tenía por costumbre introducir alguna expresión inglesa, rusa o incluso rumana para dar más énfasis a algún punto, y pasaba sin avisar de un amplio abanico de frases clásicas chinas a coloquialismos ingleses, como el de

It takes two to tango («Dos no se pelean si uno no quiere»). Cuando la ocasión se lo permitía, interrumpía alguna reunión social —y, a veces, incluso oficial— lanzándose a cantar, ya fuera con la idea de desviar la atención de un punto conflictivo o de reforzar el compañerismo.

Las conversaciones entre los dirigentes chinos y las visitas extranjeras suelen celebrarse en presencia de un séquito formado por asesores y secretarios que no se manifiestan y en contadas ocasiones pasan notas a sus superiores. No así Jiang, que solía convertir a su camarilla en un coro griego; podía empezar un razonamiento y pasarlo a uno de los asesores para que lo concluyera, de una forma tan espontánea que a uno le daba la sensación de que trataba con un equipo cuyo capitán era Jiang. Había leído mucho, tenía una gran cultura y siempre llevaba al interlocutor a una atmósfera de buena voluntad que lo envolvía, al menos en su trato con la gente de fuera. Organizaba el diálogo de forma que los puntos de vista de sus adversarios, e incluso de sus colegas, parecían tener la misma importancia que reclamaba para los suyos. En este sentido, Jiang fue el personaje menos del estilo Reino Medio que conocí entre los dirigentes chinos.

En el momento en que Jiang pasó a las altas esferas del gobierno chino, un informe interno del Departamento de Estado lo definía como un hombre «cortés, lleno de energía y en ocasiones exuberante» y relataba «un incidente de 1987, cuando se levantó en la tribuna de autoridades en los festejos del día Nacional de Shanghai para dirigir una orquesta sinfónica, que interpretó una emotiva versión de la

Internacional con acompañamiento de luces intermitentes y nubes de humo».² Durante una visita privada que hizo Nixon a Pekín en 1989, Jiang se levantó sin previo aviso y empezó a recitar el discurso de Gettysburg en inglés.

Pocos precedentes ha habido de este tipo de comportamiento informal entre los líderes chinos o soviéticos. Muchos extranjeros han subestimado a Jiang al confundir su amistoso estilo con falta de seriedad. Y era todo lo contrario. La afabilidad de la que hacía gala Jiang tenía como objetivo establecer cuando le interesaba una línea más clara sobre dónde quería llegar con su interlocutor. Cuando consideraba que estaban implicados los intereses más vitales de su país, mostraba la misma determinación que sus titánicos predecesores.

Jiang era suficientemente cosmopolita para comprender que China tenía que funcionar dentro del sistema internacional y no en la lejanía o el dominio del Reino Medio. Zhou también lo había entendido así, al igual que lo había hecho Deng. Pero Zhou solo podía poner en práctica su idea de forma fragmentada, por la presencia asfixiante de Mao, y Deng se encontró coartado por los hechos de Tiananmen. La afabilidad de Jiang era la expresión del intento serio y calculado de colocar a China en un nuevo orden internacional y restablecer la confianza del extranjero, por un lado para sanar las heridas internas del país y, por otro, para suavizar su imagen internacional. Jiang desarmaba a la crítica con su estilo ocasionalmente deslumbrante y presentaba el rostro positivo de un gobierno que trabajaba para romper el aislamiento internacional y evitar para su sistema el destino de los soviéticos.

En sus objetivos internacionales, Jiang tuvo la suerte de contar con uno de los ministros de Asuntos Exteriores más hábiles que he conocido, con Qian Qichen, y con un jefe de política económica de gran inteligencia y tenacidad, el viceprimer ministro (y, posteriormente, primer ministro) Zhu Rongji. Ambos eran entusiastas defensores de la idea de que las instituciones políticas que imperaban en China eran las que mejor servían a sus intereses. Los dos también consideraban que el desarrollo permanente de China exigía la profundización de sus vínculos con instituciones internacionales y con la economía mundial, donde se incluía el mundo occidental, a menudo insistente en sus críticas sobre la práctica política interior de China. Siguiendo la vía de desafiante optimismo de Jiang, Qian y Zhu iniciaron sus periplos por el extranjero, asistieron a conferencias internacionales, concedieron entrevistas y participaron en diálogos sobre diplomacia y economía, con lo que a veces tuvieron que enfrentarse con determinación y buen humor a un público escéptico y crítico. No a todos los observadores chinos les entusiasmó la idea de comprometerse con un mundo occidental que veían displicente para con su país; y no todos los observadores occidentales aprobaron el esfuerzo de establecer un compromiso con una China que no satisfacía las expectativas políticas occidentales. El arte de gobernar debe juzgarse por la forma de abordar las ambigüedades y no los absolutos. Jiang, Qian, Zhu y sus colaboradores consiguieron que su país saliera del aislamiento y se restablecieran los frágiles vínculos entre China y el mundo occidental, que se mostraba escéptico.

Poco después de su nombramiento en 1989, Jiang me citó para hablar conmigo y me presentó los acontecimientos bajo el prisma de la vuelta a la diplomacia tradicional. No comprendía por qué la reacción china a un desafío interior había provocado la ruptura de relaciones con Estados Unidos. «No existen grandes problemas entre los dos países, a excepción de Taiwan —insistió—. No tenemos litigios fronterizos; en cuanto a la cuestión de Taiwan, el comunicado de Shanghai estableció una buena solución.» China, abundó, nunca había pedido que sus principios se aplicaran fuera del país: «Nosotros no exportamos la revolución. Cada país debe escoger su sistema social. El sistema socialista de China procede de nuestra propia posición histórica».

En todo caso, China seguiría con sus reformas económicas: «Si de nosotros depende, la puerta siempre está abierta. Estamos dispuestos a reaccionar ante cualquier gesto positivo de Estados Unidos. Tenemos muchos intereses en común». La reforma, no obstante, tenía que ser voluntaria; no podía dictarse desde fuera:

La historia china demuestra que una mayor presión lleva siempre a una mayor resistencia. Como estudioso de las ciencias naturales, procuro interpretar las cosas según las leyes de estas. China tiene 1.100 millones de habitantes. Es un país grande y posee un gran ímpetu. No es fácil hacerlo. Como viejo amigo, le hablo con franqueza.

Jiang me transmitió sus reflexiones sobre la crisis de Tiananmen. Según él, el gobierno chino no estaba «preparado mentalmente para aquellos acontecimientos», y el Politburó estuvo dividido desde el principio. En su versión de los hechos, hubo pocos héroes, y no lo fueron ni los líderes estudiantiles, ni el Partido, a quienes describió con pesar como personas poco efectivas y divididas ante un desafío sin precedentes.

Cuando volví a ver a Jiang casi un año después, en septiembre de 1990, la tensión seguía marcando las relaciones con Estados Unidos. Se puso en marcha con gran lentitud el acuerdo global que condicionaba el levantamiento de las sanciones a la liberación de Fang Lizhi. En cierto modo, dada la definición del problema, los desengaños no constituían ninguna sorpresa. Los estadounidenses defensores de los derechos humanos insistían en unos valores que ellos consideraban universales. Los líderes chinos hacían ajustes sobre la base de sus propios intereses. Los activistas de Estados Unidos, en especial algunas ONG (organizaciones no gubernamentales), no consideraban satisfechos sus objetivos con medidas parciales. Para ellos, lo que Pekín veía como concesiones implicaba que los objetivos eran moneda de cambio y, por lo tanto, no eran universales. Los activistas ponían el acento en las metas morales y no en las políticas; los dirigentes se centraban en un proceso político continuo: por encima de todo, en poner punto final a las tensiones del momento y volver a la relación «normal». Esta vuelta a la normalidad era precisamente lo que rechazaban o condicionaban los activistas.

En los últimos tiempos había entrado en el debate político un adjetivo peyorativo que desestimaba la diplomacia tradicional tachándola de «transaccional». Desde esta perspectiva, una relación constructiva a largo plazo con un Estado no democrático es insostenible casi por naturaleza. Quienes abogan por esta vía parten de la premisa de que la paz auténtica y duradera da por supuesta una comunidad de estados democráticos. Esto explica que veinte años más tarde, la administración de Ford y la administración de Clinton no llegaran a un acuerdo sobre la ejecución de la Enmienda Jackson-Vanik en el Congreso, a pesar de que la Unión Soviética y China parecieran dispuestas a hacer concesiones. Los activistas rechazaron los pasos parciales y alegaron que, con persistencia, se lograrían los objetivos finales. Jiang me planteó este tema en 1990. Últimamente, China «había adoptado una serie de medidas» motivadas básicamente por el deseo de mejorar las relaciones con Estados Unidos:

Algunas de estas son cuestiones que atañen únicamente a la política interior china, como el levantamiento de la ley marcial en Pekín y el Tíbet. Seguimos con ello a partir de dos consideraciones: en primer lugar, que dan testimonio de la estabilidad interior china; en segundo lugar, no ocultamos que utilizamos estas medidas para proporcionar una mejor comprensión de las relaciones entre Estados Unidos y China.

Estas iniciativas, según Jiang, no habían tenido una respuesta equivalente. Pekín había cumplido con su parte del acuerdo global propuesto por Deng, pero se había encontrado con un aumento de las exigencias por parte del Congreso.

Los valores democráticos y los derechos humanos constituyen la base de la confianza de Estados Unidos en su sistema. Pero, al igual que todos los valores, poseen un carácter absoluto, algo que pone en tela de juicio los matices a través de los cuales normalmente funciona la política exterior. Cuando la condición básica para el avance en el resto de los campos de la relación es la adopción de los principios de gobierno de Estados Unidos, el bloqueo se hace inevitable. En este punto, las dos partes se ven obligadas a poner en equilibrio las cuestiones de seguridad nacional y los imperativos de sus principios de gobierno. La administración de Clinton, ante el firme rechazo del principio en Pekín, decidió modificar su postura, como veremos más adelante en este capítulo. Entonces, el problema volvió al ajuste de prioridades entre Estados Unidos y su interlocutor, es decir, a la diplomacia tradicional «transaccional». O esto, o el enfrentamiento.

Se trata de una opción que hay que asumir, que no puede evadirse. Respeto a aquellos que están dispuestos a luchar por la defensa de su punto de vista sobre los principios de extender los valores estadounidenses. Ahora bien, la política exterior tiene que definir medios y objetivos, y cuando los medios empleados superan el límite de la tolerancia del marco internacional o de una relación considerada esencial para la seguridad nacional, hay que tomar una decisión. Lo que no se puede hacer es minimizar la naturaleza de la opción. El mejor resultado que podría lograrse en el debate estadounidense sería la combinación de dos enfoques: para los idealistas, el reconocimiento que los principios tienen que ponerse en práctica con el tiempo y, por tanto, deben ajustarse a las circunstancias; y para los «realistas», la aceptación de que los valores poseen su propia realidad y tienen que formar parte integral de las políticas operativas. Un planteamiento de este tipo reconoce el sinfín de matices que existen en cada campo, con los que hay que hacer un esfuerzo para que queden difuminados entre sí. En la práctica, este objetivo a menudo ha quedado desbordado por las pasiones que surgen en la controversia.

Durante la década de 1990, los debates internos estadounidenses tuvieron su réplica en las discusiones con los dirigentes chinos. Cuarenta años después de la victoria del comunismo en su país, los líderes chinos defendían un orden internacional que rechazaba proyectar los valores a través de las fronteras (un principio consagrado de la política comunista), mientras que Estados Unidos insistía en la aplicación universal de sus valores mediante la presión y los incentivos, o, lo que es lo mismo, la intervención en la política interna de otro país. Resulta curioso que el heredero de Mao me diera lecciones sobre la naturaleza de un sistema internacional basado en estados soberanos, sobre el que, en definitiva, yo había escrito hacía unas décadas.

Precisamente, Jiang habló de ello en mi visita de 1990. Él y otros dirigentes chinos siguieron insistiendo en lo que habría sido lo más lógico cinco años antes: que China y Estados Unidos debían trabajar juntos en un nuevo orden internacional, basado en unos principios parecidos a los del sistema tradicional de estados europeos que se aplicaba desde 1648. Es decir, las disposiciones interiores superaban el ámbito de la política exterior. Las relaciones entre estados se regían por principios de interés nacional.

Esta propuesta era exactamente lo que rechazaba la nueva orientación política en Occidente. La nueva idea insistía en que el mundo entraba en una era «postsoberanista», en la que las normas internacionales sobre derechos humanos se situarían por encima de las prerrogativas de los gobiernos soberanos. Por el contrario, Jiang y sus colaboradores buscaban un mundo multipolar que aceptara el estilo de socialismo híbrido y de «democracia popular» de China, y en el que Estados Unidos tratara a China en igualdad de condiciones, como gran potencia.

Durante mi siguiente visita a Pekín, en septiembre de 1991, Jiang volvió a la cuestión de las máximas de la democracia tradicional. El interés nacional se antepuso a la reacción ante la conducta china en el ámbito interior:

No existe un conflicto básico de intereses entre nuestros dos países. Ninguna razón nos impide volver a la normalidad en las relaciones. Si somos capaces de respetarnos mutuamente, de frenar la interferencia en los asuntos internos, si nuestras relaciones se basan en la igualdad y el beneficio mutuo, encontraremos un interés común.

Con la disminución de las rivalidades de la guerra fría, Jiang apuntó: «En la situación actual, los factores ideológicos no tienen importancia en las relaciones entre estados».

Jiang aprovechó mi visita de septiembre de 1990 para hacer público que había asumido todas las funciones de Deng, algo que aún no estaba claro, puesto que los asuntos internos específicos de la estructura de poder de Pekín siempre han sido impenetrables:

Deng Xiaoping está al corriente de su visita. Le da la bienvenida y desea que le salude. En segundo lugar, ha hablado de la carta que le escribió el presidente Bush y quiere hacer dos puntualizaciones. Primera: me ha pedido a mí, como secretario general, que transmita a través de usted su saludo al presidente Bush. Segunda: después de su jubilación, el año anterior, me ha confiado a mí, como secretario general, toda la administración de estos asuntos. No tengo intención de escribir una carta como respuesta a la que él ha dirigido a Deng Xiaoping, si bien lo que le transmito en palabras mías se ajusta a la idea y al espíritu de lo que quiere transmitir Deng.

Lo que Jiang me pidió que transmitiera era que China había hecho suficientes concesiones y que ahora era responsabilidad de Washington la mejora de las relaciones. «Por lo que respecta a China —dijo Jiang—, siempre he valorado la amistad entre los dos países.» Ahora, siguió diciendo, China ha acabado con las concesiones: «Por parte de China se ha hecho lo suficiente. Ha sido un gran esfuerzo y lo hemos llevado a cabo del mejor modo posible».

Jiang repitió la ya tradicional argumentación de Mao y Deng: que era inútil presionar a China y que iban a seguir con su extraordinaria resistencia ante cualquier indicio de intimidación exterior. Mantuvo que Pekín, al igual que Washington, se enfrentaba a la presión política de su pueblo: «Otra cuestión: esperamos que Estados Unidos tome nota de ello. El pueblo chino no tolerará que su gobierno emprenda iniciativas unilaterales que no se correspondan con las medidas tomadas por Estados Unidos».

CHINA Y LA DESINTEGRACIÓN DE LA UNIÓN SOVIÉTICA

En todas las conversaciones aparecía el trasfondo de la desintegración de la Unión Soviética. Mijaíl Gorbachov estuvo en Pekín al principio de la crisis de Tiananmen, pero a pesar de que China estaba descoyuntada por la controversia interna, los cimientos del dominio soviético se derrumbaban en tiempo real, como a cámara lenta, en las pantallas de televisión de todo el mundo.

Los dilemas de Gorbachov eran aún más desconcertantes que los de Pekín. La controversia china se planteaba sobre la forma en que tenía que gobernar el Partido Comunista. Las disputas soviéticas giraban alrededor de si tenía que gobernar el Partido Comunista. Al conceder a la reforma política (

glasnost) prioridad frente a la reestructuración económica (

perestroika), Gorbachov había convertido en inevitable la controversia sobre la legitimidad del gobierno comunista. Gorbachov había reconocido el profundo estancamiento, pero carecía de imaginación o capacidad para superar la arraigada rigidez. Los distintos organismos de supervisión del sistema se habían convertido, con el paso del tiempo, en parte del problema. El Partido Comunista, en otra época instrumento de la revolución, en un sistema comunista elaborado no tenía otra función que la de supervisar lo que no comprendía: la gestión de una economía moderna, problema que resolvía en connivencia con lo que supuestamente controlaba. La élite comunista se había convertido en una clase de mandarines privilegiados; en teoría se encargaba de la ortodoxia nacional y se concentraba en la conservación de sus derechos.

La

glasnost entró en conflicto con la

perestroika. Gorbachov terminó hundiéndose en el sistema que tanto había influido en él y al que debía su prestigio. Pero antes definió de nuevo el concepto de coexistencia pacífica. Lo habían ratificado los dirigentes anteriores y Mao había discutido con Jruschov a raíz de esta cuestión. Los predecesores de Gorbachov, de todas formas, habían defendido la coexistencia pacífica como un respiro temporal en la vía de la confrontación y la victoria definitivas. En el XXVII Congreso del Partido Comunista, en 1986, decidió que se trataba de una parte permanente en la relación entre comunismo y capitalismo. Era su sistema de entrar de nuevo en el sistema internacional en el que Rusia había participado durante el período presoviético.

Durante mis visitas, a los dirigentes chinos les costaba distinguir entre el modelo de China y el de Rusia, en especial el de Gorbachov. En la reunión que tuvimos en septiembre de 1990, Jiang puntualizó:

Será imposible encontrar un Gorbachov chino. Puede deducirlo de las conversaciones que ha mantenido con nosotros. Su amigo Zhou Enlai solía citar nuestros cinco principios sobre la coexistencia pacífica. Pues hoy siguen en pie. No puede existir un solo sistema social en el mundo. No queremos imponer el nuestro a los demás, ni que los demás nos impongan el suyo.

Los dirigentes chinos defendían los mismos principios de coexistencia que Gorbachov. Pero no los utilizaban como conciliación con Occidente, como había hecho Gorbachov, sino para aislarse de este. En Pekín se trataba a Gorbachov como a alguien irrelevante, por no decir como a un hombre que vivía en el error. Se rechazaba su programa de modernización porque se consideraba mal planteado, pues anteponía la reforma política a la reforma económica. Desde el punto de vista chino, con el tiempo haría falta una reforma política, pero tenía que precederla la reforma económica. Li Ruihuan explicó por qué no podía funcionar en la Unión Soviética: cuando prácticamente escasean todos los bienes de consumo, la reforma de los precios lleva a la inflación y al pánico. Cuando Zhu Rongji visitó Estados Unidos en 1990, fue alabado como el «Gorbachov chino»; tuvo que esforzarse en aclarar: «No soy el Gorbachov chino. Soy el Zhu Rongji chino».³

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