Chernobyl

Chernobyl


34. Lunes, 19 de mayo.

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Lunes, 19 de mayo.

En torno a las ruinas del reactor número cuatro de la central nuclear de Chernobyl se están levantando escudos de hormigón. El demonio aún aulla en su interior, pero lo peor de la radiación del núcleo en sí se halla contenido. Grúas con blindajes de plomo en las cabinas trasladan los escombros contaminados a camiones también protegidos para que se los lleven. En los otros edificios, en los campos, en la ciudad de Pripyat, las superficies que no han sido revueltas o cubiertas con tierra fresca, al menos han sido lavadas, regadas o pintadas con un compuesto de látex. Incluso se han atendido las granjas situadas dentro del radio de treinta kilómetros de zona evacuada. Los granjeros suplican que les dejen volver para cuidar de sus cosechas, pues el área al norte de Kiev es la principal fuente de alimentos de la Unión Soviética. Sus inviernos son más suaves que los de Moscú, y el suelo es negro o gris, el más rico del mundo. Moscú cultiva coles y centeno. Alrededor de Chernobyl cultivan trigo y maíz, y el soldado Sergei Konov sabe que la Unión Soviética necesita estos productos.

Por ello, cuando le ordenaron que acompañara a uno de los tres técnicos vestidos de blanco a los campos de cereales, Konov obedeció sin queja. Hacía calor. Las bandas rojas y blancas de la torre de Chernobyl se veían en el horizonte… Al menos ya no salía humo de la central.

El trabajo en los campos era duro. Casi más duro que obturar las alcantarillas con cemento rápido o trasladar escombros, pues Konov llevaba dos tanques de petróleo a la espalda para no perder tiempo repostando, y eran pesados. Cuando los detectores del técnico señalaban un parche de radiactividad entre los altos tallos, Konov daba un paso al frente y lo rociaba a conciencia, destrozando aquel metro cuadrado de futura cosecha para que el resto pudiera crecer sin daño. Aunque no imaginaba quién iba a comer aquel grano cuando madurase.

A mediodía, el técnico insistió en hacer un descanso (fue decisión suya, no de Konov) y Konov le preguntó qué le pasaría al trigo. El hombre se apartó la mascarilla de la boca para responder.

—Todo depende de los niveles de radiación —dijo—. La medirán después de la cosecha. Si sobrepasa el nivel de peligro, almacenarán el trigo hasta que el nivel baje.

Sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Konov, pero el soldado negó con la cabeza. Muy bien que el técnico se quitara la mascarilla si quería, pero Konov no había olvidado las órdenes. Y aquella noche, de vuelta a los barracones, cuando retiró la mascarilla de su boca y nariz y la tendió al encargado para que la verificara, escuchó un débil pero ominoso bibibibibip del detector de radiación.

—Nada serio —dijo el hombre, bostezando.

Pero hubo veneno en el aire después de todo, y Konov se alegró de que él, al menos, se hubiera quedado con la máscara puesta.

La cena fue lo de costumbre: sopa, pescado salado, patatas. Durante ella, sin embargo, circuló un rumor: dentro de treinta días las tropas iban a ser relevadas, pues el reemplazo del verano proporcionaría nuevos reclutas en abundancia.

—Bueno —dijo su amigo Miklas, que mojaba pan en el té—. Dejemos que los novatos se frían las pelotas.

Konov siguió comiendo en silencio durante un momento.

—Creo que me gustaría seguir aquí —dijo con despreocupación.

Miklas no pudo ocultar su asombro.

—¿Qué estás diciendo, Seryozha? —preguntó—. ¡Aquí no hay ni chicas que te tienten a quedarte!

—Tampoco hay chicas en Mtintsin, sólo cerdos —dijo Konov, doblando cuidadosamente su rebanada de pan negro para morderla.

—Los cerdos de Mtintsin por lo menos hablan ruso. ¡Aquí, ni chicas, ni siquiera algo que beber!

—Pues si te dedicas a beber lo que despachan en Mtintsin, acabarás ciego.

—Prefiero estar ciego a que se me quemen las pelotas —dijo Miklas seriamente—. ¿Cómo sabes que no serás el siguiente en ganarte una tumba de héroe?

Konov no tenía respuesta para aquello, aunque, de hecho, había pensado mucho sobre el particular. Su conclusión había sido que, por una vez, las órdenes del Ejército tenían sentido. Por consiguiente, seguía meticulosamente las instrucciones que le habían dado sobre las cosas que tocaba, el aire que respiraba y lo que hacía. Permanecía en el viejo establo convertido en barracón con las ventanas bien cerradas, cuando no estaba de servicio. Nunca había estado tan limpio. Se duchaba por lo menos seis veces al día. Se lavaba la ropa (su propio uniforme, no el mono protector que le entregaban cada vez que salía) siempre que se la ponía. En el exterior, nunca se quitaba la gorra, la máscara o los guantes, no importaba lo mucho que sudara. Y todos los días guardaba cola ante el puesto de control médico para que le sacaran sangre, y el informe decía siempre que su sangre aún contenía cantidad suficiente de aquellas cositas blancas que eran lo que la radiación mataba primero.

Durante tres semanas y media, Konov había realizado una docena de tareas diferentes en la limpieza de los destrozos de la explosión de Chernobyl. Lo más terrible fue subir corriendo al tejado de la central para arrancar los trozos de grafito; allí sentías el calor del sol por un lado, y por otro el calor que aún irradiaba del gran núcleo de grafito y uranio. Lo había hecho tres veces, pero aquel trabajo concreto ya había terminado. El resto fue simple rutina: levantar diques de sacos de arena en la laguna refrigeradora de la central, desviar las pequeñas corrientes que desembocaban en el río Pripyat, montar solitarias guardias nocturnas en el perímetro de treinta kilómetros de la zona, entre las torres de vigilancia levantadas para impedir que los locos intentaran volver a sus perdidos hogares.

Lo que a Konov le gustaba más era que le asignaran alguna misión en la ciudad desierta de Pripyat; cualquier misión, desde derramar goma líquida sobre los coches abandonados a cargar escombros en los camiones que se los llevarían. Había llegado a pensar en Pripyat como en su propia ciudad. La conocía tan bien como conocía el Leninskaya Prospekt, junto a su casa de Moscú; desde el pequeño parque de juegos para niños (¿dónde estaban los niños ahora?, ¿volvería alguno a montar en aquellos columpios rojos y blancos?), hasta la tierra removida a lo largo del bulevar principal, donde tanto los rosales como el césped habían sido arrancados por las excavadoras. Incluso le gustaban las largas noches de guardia en la ciudad, el fusil al hombro, dispuesto a utilizarlo contra los saqueadores, mientras se oía el aullido lastimero de los perros abandonados, alzándose de ninguna parte bajo la luna llena. Pero, fuera cual fuese el trabajo, Konov lo hacía, y nunca se quejaba, y se despertaba por la mañana siguiente despejado y ansioso por continuar.

Su teniente apenas reconocía al nuevo soldado Sergei Konov.

El siguiente día tocaba orinar en la botella. Antes del desayuno, todos los soldados del barracón formaban cola para orinar uno tras otro, en una probeta de análisis. El especialista en radiación pasaba su detector; pero, hasta el momento, ninguna partícula de veneno parecía haberse introducido en el cuerpo de Konov. Así que, pensaba el soldado, no había razón para no quedarse si elegía hacerlo. Y lo había elegido. No le gustaba la idea de compartir la zona con un centenar de reclutas novatos que no comprenderían lo que había sido aquello los primeros días después de la explosión. Se preguntaba, además, qué sucedería con los nuevos oficiales. El mando actual había resultado bastante fácil de tratar; el teniente Osipev incluso había dejado de ordenarle que se cortara el pelo. Pero los nuevos, venidos de fuera, podrían cambiarlo todo, y entonces las cosas podían ir tan mal como en el campamento de instrucción.

Sin embargo, sabía que quería pasar los últimos días (¿cuántos eran?, ¿sólo treinta?, ¿menos de mil horas?) de su servicio militar allí mismo; en la zona evacuada, ayudando a reparar el mortífero destrozo de Chernobyl.

Cuando Konov recogió su desayuno aquella mañana y se lo llevó a un rincón, el teniente se le acercó, se sentó junto a él y encendió un cigarrillo.

—Sigue comiendo, Konov —ordenó—. Esto no es oficial. Apenas una charla informal, si no te importa.

—Como usted quiera, teniente Osipev.

—Me gustaría hacerte una pregunta, Konov. ¿Por qué te has ofrecido voluntario para quedarte aquí?

—Para servir a la Unión Soviética, teniente Osipev.

—Sí, por supuesto —gruñó el teniente—. Pero nunca habías sido tan servicial. Me tienes intrigado desde hace mucho tiempo, Konov. No eres un gilipollas. Tienes educación, después de todo. Podrías haber llegado a cabo. Podrías incluso haber ido a un batallón de formación para ascender a sargento. ¿Por qué eras tan puñetero?

Konov le miró y decidió decirle la verdad.

—El hecho es que lo único que quería era salir del Ejército lo antes posible, teniente.

—Humm —dijo el oficial, que no había esperado otra respuesta—. Pero después de todo, Konov, el Ejército no es tan malo. Como soldado, claro, es una cosa. Pero podrías considerar la posibilidad de ingresar en una de las academias… La de Frunze, por ejemplo, que es donde yo me gradué. Como oficial, la vida militar es completamente distinta.

—Agradezco su consideración, teniente —dijo Konov con cortesía, terminando el pan moreno y las gachas y guardando la rebanada de pan blanco para mojarla en el té.

—La Unión Soviética necesita buenos oficiales, Konov —señaló el teniente—. La Gran Guerra Patriótica no fue la última que habrá, ya sabes. Nuestro país estuvo entonces en grave peligro. Hubo grandes batallas en esta zona. Los alemanes de Hitler, en 1941, llegaron hasta aquí mismo, y los pantanos de Pripyat fueron nuestra mejor defensa.

—¿Y aun así se abrieron paso? —preguntó Konov.

—No a través de los pantanos. Los tanques de entonces no podían hacer eso. Se combatió duramente en Chernigov, a cien kilómetros al este, y alrededor de Kiev, al sur. Fue una mala época, Konov, ¿pero qué consiguieron los nazis al final? Llegaron hasta Stalingrado, y allí aprendieron lo que es la retirada. ¿Por qué? Por causa de los valientes soldados y oficiales del Ejército Soviético. Tú podrías ser uno de ellos. No —dijo, levantándose—, no me des una respuesta ahora. Sólo quiero que lo pienses.

Cuando el teniente se marchó, Miklas se acercó.

—¿Qué quería?

—Invitarme a tomar el té en el club de oficiales, claro. ¿Qué pensabas? Ahora vayamos al trabajo. Hoy volveremos a Pripyat.

—Dámelo —ordenó Konov cuando el coche blindado les dejó junto a la vacía fábrica de aparatos de radio.

Miklas se metió la mano en el blanco mono protector y, sarcásticamente, sacó la bolsa con las sobras de comida que Konov había pedido de los desperdicios de la cocina.

—Su cena, excelencia —dijo obsequiosamente—. Espero que su excelencia cene bien.

Konov no le hizo caso. Sacó su propia bolsa, llena de cortezas de pan y de huesos de cerdo de la comida de los oficiales, y buscó un lugar apropiado donde dejarlos para los animales abandonados de Pripyat.

—Sabes que van a morir de todas formas —dijo Miklas.

—Todos moriremos tarde o temprano —dijo alegremente Konov—. Si puedo, retrasaré un poco ese día para los perros.

Miklas suspiró.

—¿Sigues dispuesto a ofrecerte voluntario para quedarte aquí?

—¿Por qué no?

—¡Hay mil razones para no quedarse! Si quieres presentarte voluntario para algo, ¿por qué no para trabajar en una de las nuevas residencias que van a construir para los granjeros? Al menos allí habrá gente.

—¿Y sudar catorce horas al día cavando cimientos para las casas? No cuentes conmigo —dijo Konov, aunque aquélla no era la razón verdadera por la que había descartado la idea.

—Al menos, de un trabajo así no saldrás con dos cabezas —gruñó Miklas.

—En tu caso, otra cabeza no te vendría mal. Elige tu edificio.

—Oh, creo que habría que vigilar la fábrica más de cerca —dijo Miklas de inmediato.

—Entonces hazlo —repuso Konov.

Sabía que lo que Miklas quería vigilar era la docena de cajas de kvass y coca-cola que los primeros soldados habían encontrado en la cantina de la fábrica. Ahora ya habían consumido la mitad. Pensó en advertir a Miklas del riesgo de quitarse la máscara para beber una coca, pero sabía que no serviría para nada. De todas formas, se consoló, el interior de la fábrica estaba bastante limpio.

La cuarta parte de Pripyat lo estaba, en realidad. Bueno, casi limpia. En los mejores edificios había bolsas de radiación intratable (impregnando los cimientos o encastadas en las grietas) que necesitarían de un grupo de demolición para desaparecer. Tales edificios estaban marcados con los signos de aviso, y al pasar junto a ellos había que apresurarse. Pero existían bloques enteros donde el nivel de radiación se situaba apenas por encima de lo normal.

En la superficie, sin embargo, Pripyat apenas había cambiado en tres semanas. Era como una formación geológica sin vida. No cabía duda de que algún día acabaría por erosionarse, pero ello ocurriría dentro de mucho tiempo. Nada más cambiaría. Las puertas que quedaron abiertas continuaban abiertas. Los esquíes y los cochecitos de los niños y las bicicletas permanecían intactos en las terrazas y balcones. Los coches abandonados bajo los árboles, con las fundas que los protegían contra los elementos, no habían sido movidos. Las lluvias y los vientos acabaron por enrollar en torno a los cables la ropa tendida, de modo que ya no danzaba con la brisa; alguna había bailado con demasiada pasión y acabó por romperse y soltarse, y ahora yacía en una cloaca o estaba ensartada en un rosal. Konov se detuvo en una esquina, dudó, y luego entró en el edificio de apartamentos de la derecha.

Aquellos edificios eran nuevos, levantados para los trabajadores de la central de Chernobyl, y aunque fueron construidos a la carrera el cemento era sólido y las instalaciones funcionaban. Por supuesto, ahora no tenían electricidad. El ascensor estaba en la planta baja, con la puerta abierta, pero Konov apenas le prestó atención y empezó a subir las escaleras.

La mayoría de los inquilinos habían cerrado cuidadosamente sus apartamentos cuando se marcharon. En el piso superior, Konov intentó abrir las puertas: las cuatro estaban cerradas. Esto era todo lo que tenía que hacer, pero además aplicó la oreja contra cada una de las puertas. Aunque no esperaba encontrar saqueadores, siempre existía la posibilidad de que algunas familias, en el pánico y la prisa, hubieran dejado olvidado un gato, un perro, un pájaro…

No se oía nada. Konov bajó un piso y repitió el proceso en la quinta planta. Otra vez nada; pero en la cuarta planta una familia llamada Dazchenko, según leyó en la placa de la puerta, se había marchado tan a la desesperada o tan alocadamente que no echó el cerrojo a la puerta. Konov la abrió y entró en el oscuro pasillo para echar un vistazo.

Arrugó la nariz, disgustado ante el aire del interior. Olía muy mal. Su obligación, no obstante, no era oler, sino mirar, y empezó la inspección. A la izquierda de la entrada había una habitación de niño… No, se corrigió Konov, de dos niñas: sus ropas colgaban de la pared. Una de ellas debía de tener unos cuatro años. La otra poseía la falda y la blusa del uniforme de pionera. La habitación de al lado pertenecía a los padres; una cama de matrimonio la ocupaba casi toda. La cama estaba aún sin hacer, y los cajones de la cómoda aparecían abiertos, y su interior desordenado. En la pared había un retrato de Lenin, pero (Konov sonrió) también había un icono. Los dos dormitorios brillaban a la luz que entraba por las ventanas, pero los desagradables olores persistían.

Si hubiera sido su propio apartamento, pensó Konov, habría abierto todas las ventanas inmediatamente; pero no lo era, y además, ¿para qué serviría? Lo que oliera tan mal seguiría oliendo mal, y una ventana abierta dejaría entrar la lluvia la próxima vez que cambiase el tiempo.

Y a este lugar, en este momento, no eran sólo moho y herrumbre lo que la lluvia podía traer.

El olor a podrido procedía de la cocina. La puerta de la nevera había quedado abierta. Lo que había en su interior, fuera lo que fuese, se había descompuesto. Jadeando, Konov cerró la puerta; era todo lo que podía hacer, aunque se preguntó si los gases de la descomposición de aquello (¿qué era?, ¿un pollo?, ¿un estofado?) no volarían la puerta.

Era, ciertamente, un bonito apartamento. Al fondo del pasillo había dos puertas pequeñas; una daba a un lavadero, la otra a un retrete, y alguien había recortado cuidadosamente fotos de alguna revista extranjera (Konov pensó que el idioma era sueco o alemán), y las había pegado en la parte interior. Las fotos eran de Lady Di y su esposo, el príncipe de Gales; así que aquí era donde las niñas se sentaban a hacer sus necesidades mientras miraban románticamente a la hermosa pareja real. En el dormitorio había un aparato de televisión pequeño pero bastante nuevo; estaba colocado en el suelo, los cables estaban enrollados cuidadosamente encima… El padre había intentado llevárselo, sin duda, para descubrir en el último momento que era imposible trajinar más cosas.

Pero no había ningún saqueador ni ningún animal abandonado, y Konov tenía que seguir investigando. Forcejeó con la cerradura de la puerta del apartamento hasta que consiguió que se cerrara tras él; así al menos, cuando regresara, la familia encontraría la casa tal como la había dejado. Con olores y todo. Si regresaba.

Cuando Konov empezaba con su segundo edificio, se detuvo, miró alrededor y escuchó. Era un día cálido, no precisamente silencioso. Podía oír las excavadoras en alguna otra zona de la ciudad, removiendo el suelo para que la peor parte pudiera ser llevada a otro sitio y enterrada. Un rumor más cercano provenía de los camiones cisternas que metódicamente regaban las calles vacías para librarlas una vez más del polvo envenenado. (¿Pero quién eliminaría el veneno de los tejados, de las paredes, de los alféizares?) Konov empezó a llamar a Miklas, quien sin duda estaría fumando un cigarrillo, sin la capucha, en la fábrica, al otro lado de la calle… Y entonces se detuvo, escuchando. Alguien había cerrado una puerta con mucho sigilo en algún lugar por encima de él.

Si era un saqueador, era muy pequeño. Konov se ocultó tras la puerta del ascensor mientras escuchaba las pisadas y el ocasional roce de ropas y el aliento de una persona que bajaba. Cuando el intruso llegó al último tramo de las escaleras, salió y se encaró a él.

—En nombre de Dios —dijo, sorprendido—, ¿qué está usted haciendo aquí, abuela?

La mujer tenía al menos ochenta años, y era aún más pequeña de lo que había imaginado. Su pelo, gris y plata, estaba recogido en un moño tan tirante, y el cabello era tan escaso, que se le veía el cuero cabelludo. Llevaba una camisa negra y una larga falda del mismo color; y en la mano, una pala de jardinería.

La blandió contra Konov, casi amenazante, como si fuera un arma.

—¿Dónde si no iba a estar, estúpido? —chilló—. ¡Es mi casa!

—Oh, abuela —reprochó Konov—. ¿No la evacuaron con los demás? ¿Cómo ha vuelto? ¿No sabe que es peligroso estar aquí?

—¿Cómo puede ser peligrosa para mí mi propia casa? Me llamo Irina Varisovna, y vivo aquí. Márchate, por favor. Estoy muy bien. Simplemente, déjame sola.

Pero Konov, naturalmente, no podía dejarla sola, y la anciana, tras diez minutos de discusión, aceptó lo inevitable. Sus otras dos opciones eran matar a Konov y ocultar su cuerpo, lo que sólo provocaría una investigación, o hacer que él avisara para que el resto del pelotón se la llevase a la fuerza.

—Pero, te lo ruego, querido joven —suplicó ella—. ¿Un favor? ¿Uno pequeño? Después, te lo prometo, me marcharé contigo…

Cuando la entregó, junto con su bolsita llena de tesoros, al puesto de control, la anciana le besó la mano enguantada. Sonriendo, Konov regresó a informar a su oficial. El teniente Osipev le escuchó con resignación.

—¡Estos viejos! —suspiró—. ¿Qué podemos hacer con ellos? Se les ha dicho que corren peligro de muerte. Saben que es cierto, pero vuelven. ¿Qué es lo que llevaba?

Konov dudó, luego admitió:

—Algunas cosas de su apartamento. Y, bueno, otras cosillas más; una medalla religiosa, su anillo de boda, cosas así; las había enterrado en el jardín y la ayudé a excavar para sacarlas.

El oficial se encogió de hombros. El teniente Osipev era un hombre razonablemente compasivo pero, después de todo, el asunto ya no le incumbía.

—Dame tu dosímetro, Konov —ordenó, y cuando el soldado se lo entregó el oficial lo miró indiferente; luego se sobresaltó—. ¿Qué es lo que has hecho, idiota? —preguntó—. ¡Márchate de aquí! ¡Ve a que te examinen de inmediato!

Veinte minutos más tarde, después de que el grupo de especialistas en radiación le hubiera explorado todo el cuerpo desnudo con sus contadores, Konov se miró la tierra que ensuciaba sus uñas.

Parecía que, después de todo, no iba a volver en seguida al cuartel de la 416 División de Fusileros, en Mtintsin. Había oído cómo el contador sonaba a todo volumen cuando pasó por los dedos de su mano derecha, la mano de la cual se había quitado el guante para ayudar a la vieja babushka a escarbar la tierra bajo el desagüe y sacar su bolsa de tesoros.

La mano que quizás, en un futuro no muy lejano, ya no tendría.

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