Chernobyl

Chernobyl


27. Miércoles, 7 de mayo.

Página 29 de 43

27

Miércoles, 7 de mayo.

La madre de Smin, Aftasia, mide un metro cuarenta y siete centímetros y pesa poco más de cuarenta kilos. Hubo una época en que fue más alta, aunque no mucho. Luego, el hambre atrasada, y más tarde la osteoporosis, le quitaron unos pocos centímetros de altura. Tiene ochenta y seis años: la edad del siglo, como ella dice. Aftasia celebra su cumpleaños el primer día del año. La fecha, en realidad, es hipotética, ya que a principios de siglo, en el shtetl, no se acostumbraba a prestar mucha atención al registro del nacimiento de las niñas judías. Aunque nunca fue muy corpulenta, llevó un fusil en la Guerra Civil desde 1913 hasta que, embarazada de siete meses, dejó que su esposo marchara en persecución de las últimas fuerzas blancas de Ucrania. Aftasia regresó al shtetl para dar a luz a Smin. Todavía tiene una cicatriz en la parte interior del muslo, donde una bala de la Legión checa la puso fuera de combate durante dos meses fríos, famélicos y dolorosos. El joven y osado revolucionario por quien había dejado el shtetl para casarse fue capturado más tarde por las tropas de Kolchok. Murió ejecutado, después de un bárbaro interrogatorio, la semana que Smin nació. Simyon tenía ya un año cuando Aftasia supo que su marido había muerto. Nunca averiguó dónde estaba enterrado su cuerpo.

Lo que Aftasia Smin representaba para su vecina del piso de abajo, Oksana Didchuk, era difícil de definir. Para Oksana, la frágil anciana era un poco como un acertijo, y a veces muy preocupante. Había cosas muy buenas en Aftasia Smin. Era una vecina generosa, que siempre tenía algo para la niña de los Didchuk el día de Año Nuevo, y no sólo una tableta de chocolate o un pañuelo, sino cosas como una muñeca de cabellos de lino de la juguetería Mundo Infantil de Moscú, o incluso exquisitas almendras azucaradas traídas de París. No era solamente la hija quien se beneficiaba de la magnanimidad de Aftasia. Bastaba con que Oksana mencionara que no había podido encontrar rulos de plástico en el mercado, por ejemplo: la vieja Aftasia aparecía al día siguiente con una caja llena, diciendo que su hijo se la había traído de un viaje a Occidente, como las almendras azucaradas, y después de todo, ¿para qué quería una vieja como ella cosas así?

Por otro lado, había aspectos de Aftasia Smin que inquietaban a sus vecinos. No era solamente que Aftasia pareciera, de algún modo, muy judía. No había de hecho nada malo en ser judío, siempre y cuando uno no lo tomase en sentido religioso. Aftasia nunca había dado muestras de respetar el Sabbath o de asistir a la única sinagoga que funcionaba en Kiev. (Aunque era cierto que los Didchuk se habían sorprendido bastante al descubrir que la comida con la que les obsequió el 25 de abril era interpretada por los americanos como parte de algún ritual de la fe yid.) Claro está, no era preocupante que Aftasia fuera una veterana bolchevique. Al contrario, constituía un honor tratar a una persona así. ¡Aftasia se había codeado con muchos de los grandes héroes de la Revolución! Y aún tenía contacto con sus hijos y nietos. Pero en el fondo, se preguntaban a menudo los Didchuk, si ella era lo que era, ¿por qué vivía como vivía?

Para esto los Didchuk no tenían respuesta. Pero cuando Aftasia les pedía algún favor, como usar su teléfono (¿por qué no tenía uno propio?) o hacer de intérpretes de aquellos fascinantes primos americanos, los Didchuk se sentían dichosos de corresponder. Y cuando ella llamó a la puerta, aquella revuelta mañana de mayo, con toda Kiev alborotada, lamentaron mucho no poder atenderla de inmediato.

—Pero, vea —dijo tristemente Oksana Didchuk—, hoy van a evacuar de Kiev a todos los niños…, simplemente como precaución, por supuesto. Nos gustaría mucho ayudarla a llevar a sus primos americanos al aeropuerto, pero tenemos que acompañar a nuestra hija a la estación. También debo ir al mercado y comprarle comida para el viaje. Además, hay que hacer no sé qué papeleo, así que mi marido y yo iremos juntos a la estación a resolverlo y…

—Déjeme eso a mí, por favor —dijo Aftasia enérgicamente—. Mis primos no se marchan hasta la tarde. Sobra tiempo para llegar a la estación. ¿Hay que comprar comida primero? ¿Por qué no? Si me deja usar su teléfono ordenaré que el coche venga antes y pasaremos juntas por el mercado.

Así fue como Oksana Didchuk se encontró en el asiento trasero de un hermoso Volga nuevo, con Aftasia Smin junto al conductor, indicándole que las llevara al mercado y esperase mientras hacían sus compras. Era desde luego mucho mejor que hacer cola para el autobús, especialmente aquel miércoles particular en que todo el mundo en Kiev parecía querer ir a otro sitio. La radio y la televisión habían sido muy explícitas. La ciudad no sería evacuada; sólo los locos y los propagadores de bulos dirían una cosa así. Sólo por si se daba la remota probabilidad de que subieran los niveles de radiación, sería mejor que los niños pequeños, que eran quienes corrían mayor riesgo, fueran trasladados a otro lugar. No había, pues, motivo para asustarse.

Era sorprendente, sin embargo, ver cuánta gente parecía asustada.

Incluso el antiguo Mercado Rye tenía aquella mañana un aspecto raro. Normalmente, en un día de primavera tan hermoso, los vendedores no sólo llenaban el interior sino también las calles colindantes con frutas y verduras venidas de las granjas privadas próximas a Kiev. Hoy no. Oksana observó que había brechas en la línea de campesinas de gorra blanca apiñadas a menudo hombro con hombro delante de sus productos. En los pasillos abundaban las clientes, pero ninguna parecía comprar mucho. Más de una vez, vio Oksana a una cliente coger un par de tomates o una remolacha, mirarlos de cerca, incluso olerlos, y luego soltarlos con recelo.

—Muy bien —dijo Aftasia Smin—, ¿qué es lo que quiere comprar? —Escuchó atentamente mientras la mujer le explicaba lo que quería, y luego modificó sus planes—: Queso, sí, pero uno viejo…, de leche ordeñada antes del accidente. Y embutidos, muy bien, y pan, por supuesto. Y un arenque, creo. ¡Todavía no se habrá contaminado el océano, al menos!

Y cuando Oksana se entretuvo delante de las lonchas de tocino blancas como la nieve y los conejos desollados, pensando en la cena que prepararía para su marido y sus padres aquella noche, Aftasia también la vetó.

—Otra vez embutidos, si le parece bien…, y que sean viejos, como el queso. ¿Inspeccionados? Claro que han sido inspeccionados… —No podía ser de otra forma, dadas las largas colas de vendedores que esperaban a que colocaran sus fresas y sus jamones frescos bajo los detectores de radiación para obtener el permiso de venta si pasaban la prueba—. Pero si yo fuera a quedarme en Kiev, no compraría carne fresca todavía. Deje que la normalidad se restablezca un poco.

—¿Entonces se va a marchar usted de Kiev? —aventuró Oksana.

La anciana le sonrió.

—¿No haría usted lo mismo? No creo que nadie llamado Smin sea muy popular en Kiev, precisamente ahora.

Pero, popular o no, Aftasia Smin todavía tenía amigos, como demostró a los Didchuk. Partieron a tiempo hacia la estación de ferrocarril, Aftasia sentada delante con el conductor para darle instrucciones, los Didchuk detrás con su hija y con las maletas de su hija, las bolsas y los paquetes de comida en medio.

Los últimos cien metros fueron los más lentos, porque los policías habían rodeado la plaza de la estación. Los accesos estaban colapsados. Oksana Didchuk lanzó una exclamación, preocupada al ver los números rojos del reloj digital de la estación.

—¡Pero si el tren sale dentro de una hora!

Aftasia Didchuk se volvió hacia ella; era tan pequeña que tuvo que levantarse para mirar por encima del respaldo del asiento.

—No, no saldrá dentro de una hora. Fíjese, los trenes apenas están llegando.

Era cierto. Los Didchuk pudieron ver cómo los largos convoyes serpenteaban lentamente hacia los andenes.

Oksana expresó con otro sonido su preocupación, pero lo ahogó. Los tres nocturnos regulares entre Kiev y Moscú llevaban vagones modernos y aerodinámicos, construidos en Alemania Oriental, que lucían orgullosos los nombres de las ciudades que conectaban. Los que ahora veía eran diferentes. Habían sido compuestos a toda prisa con vagones tomados de talleres y vías muertas, unos nuevos y otros viejos, unos usados y otros flamantes, y por cada plaza disponible en ellos parecía haber dos personas dispuestas a abordarlos. Aquellos trenes especiales habían sido improvisados para alejar a los niños de menos de diez años de la nube radiactiva que amenazaba Kiev, pero cada niño tenía padres, hermanos mayores, abuelos, tíos, tías. Casi todos ellos deseaban tomar el tren hacia Moscú y respirar allí un aire que no les amenazara de muerte. Algunos lo intentaron. Otros probaban otro tipo de soluciones. Se decía que las cápsulas de yoduro potásico evitarían que el yodo radiactivo se introdujera en el cuerpo y produjese cáncer de garganta. Se decía que el vino de Georgia inmunizaba contra la radiación, o que lo hacia el vodka, o un cóctel a partes iguales de vodka y trementina, o la clara de huevo, o sustancias aún más insólitas. Los primeros rumores de este estilo parecían bastante fiables, y el yoduro de potasio desapareció de las tiendas de la noche a la mañana. Las otras cosas no, pero ello no evitó que la gente las probara. Muchas de las personas presentes en la terminal estaban borrachas, incluidos uno o dos niños de ojos vidriosos. Había unos cuantos casos hospitalizados por envenenamientos diversos. Todo el mundo llevaba sombrero. Muchos niños sudaban con ropas de invierno en aquel cálido día de mayo, porque les aconsejaron que se abrigaran bien si tenían que marcharse de casa. Quienes estaban cerca de las puertas de la estación gritaban constantemente a los que entraban o salían que las cerrasen, para evitar que el aire exterior, con su secreta carga de enfermedades, envenenara el aire caliente, sudoroso y malsano de la terminal.

—Esperen aquí —ordenó Aftasia a los Didchuk cuando el conductor encontró un sitio donde estacionar el coche.

Estuvo ausente durante casi una hora, pero cuando regresó agitaba triunfal una tarjeta de embarque que permitía que la hija de los Didchuk viajara en uno de los vagones más nuevos del tren. Aquel tipo de documento no lo conseguía todo el mundo. Pero no todo el mundo tenía un carnet del Partido expedido originalmente en 1916, e incluso la anciana tenía amigos de amigos capaces de hacer un favor. Incluso ahora.

Cuando la niña se instaló, rodeada por sus maletas y su pequeña bolsa de viaje y sus embutidos y su pan, los Didchuk dieron las gracias a Aftasia. Ella las rechazó, adoptando un tono de eficiencia.

—Pueden hacerme un favor a cambio, si quieren —dijo—. Tengo que llevar a mis parientes americanos al aeropuerto. Si tuviera usted la amabilidad de venir conmigo y servirme de intérprete, Didchuk, estoy segura de que a su esposa no le importará quedarse sola aquí con la niña hasta que salga el tren.

—¿Para traducir? —preguntó Didchuk—. Pero seguramente en el aeropuerto habrá personal que hable inglés…

—Primero quiero mostrarles algo a mis primos —dijo Aftasia tercamente—. ¿No es demasiada molestia?

Por supuesto que no. Didchuk habría preferido quedarse con su esposa en el andén, saludando y sonriéndole a su hija hasta que el tren se marchara, pero no le podía decir que no a Aftasia. Así que los dos volvieron al coche, con las ventanas completamente cerradas al aire exterior (como había sido ordenado que se hiciera con todas las ventanas) y el conductor les llevó, a través de las calles abarrotadas, hasta el hotel.

Los Garfield estaban esperando en la puerta, vigilando su hermoso lote de equipaje azul claro, comprado en California.

—Un momento —dijo Aftasia, y le explicó al portero del hotel que, si no le importaba, enviara el equipaje de los Garfield al aeropuerto en el autobús de Intourist, ya que no había sitio en el coche para meterlo todo.

El hombre dijo también que no le importaba, o que no le importaba mucho, y Aftasia invitó gentilmente a los americanos a que subieran al coche.

—¿No podemos al menos abrir las ventanillas? —preguntó Candace Garfield.

Cuando Didchuk tradujo, el conductor estalló:

—¡Por supuesto que no! Nos han dicho que evitemos el aire todo lo posible y, después de todo, sólo estamos a primeros de mayo. Iremos bastante cómodos si nadie fuma. Y si —añadió, mirando a Aftasia Smin—, es realmente necesario dar este rodeo en vez de ir directamente al aeropuerto.

—Es necesario —dijo Aftasia simplemente.

Cuando el conductor claudicó, la anciana entabló una amable conversación con sus primos americanos a través del maestro. Era maravilloso, dijo, que hubieran tenido ocasión de conocerse, después de todo. Esperaba que no se hubieran asustado demasiado con el problema de la central de su hijo. Seguro que estarían bien, porque sólo habían permanecido expuestos a lo que fuera unos pocos días. Quizás era más peligroso para los que tenían que quedarse en Ucrania, pero en sólo unas horas estarían en Moscú, y al día siguiente volarían camino de… ¿Dónde iban primero? ¿París? ¡Ah, qué maravilla! Siempre había soñado con ver París… y, oh sí, especialmente California, a la que siempre había imaginado como una combinación de Yalta, Kiev y el cielo.

Con la conversación desarrollándose a paso de caracol por medio del intérprete, les llevó media hora intercambiar todas aquellas finezas. Mientras tanto, el coche cruzaba el río Dniéper, serpenteaba entre el tráfico y se dirigía al extrarradio. Aftasia calló para contemplar las calles que recorrían, y Didchuk tomó sobre sí el peso de la charla.

—Esta parte de Kiev —dijo con orgullo— no era más que campo abierto antes de la guerra. ¿Llegaron a ver nuestro Museo de la Gran Guerra Patriótica? ¿Sí? Entonces saben que por aquí hubo muchos combates. Ahora todo son casas magníficas, como ven. La gente que vive aquí toma el autobús o el metro y en veinte minutos llega al trabajo por la mañana. —Miró hacia adelante y frunció el ceño ligeramente—. Esta zona en particular —mencionó tímidamente— fue de hecho muy famosa, porque… Discúlpenme —dijo con brusquedad, y se inclinó para hablar con Aftasia.

Candace Garfield miró a su alrededor. Pasaban junto a una alta torre de televisión, rodeada por edificios de apartamentos de nueve pisos.

—No veo nada que parezca famoso —le dijo a su marido—. A menos que se refiera a ese parquecito a la derecha.

Su marido se secó el sudor de la frente.

—Lo que me gustaría ver es un avión.

—Piensa en París —le dijo ella, de buen humor—. París en primavera. Las terrazas de los cafés en las aceras…

—Esos atardeceres largos y románticos —dijo Garfield, enderezándose—. Cena en nuestra habitación, con mucho vino…

—Tranquilo, chico —le ordenó su esposa, cuando Didchuk se volvía a sentar y les miraba nerviosamente.

—Éste es el sitio. La señora Smin me pregunta si han oído alguna vez hablar de Babi Yar.

—Bueno por supuesto que hemos oído hablar de Babi Yar —dijo Garfield.

Su esposa, concentrándose, comentó:

—Eso creo. Durante la guerra, ¿no es así?

—Sí, exactamente. Durante la guerra, Yevgeny Yevtushenko le dedicó un poema muy famoso, y se han escrito canciones, libros, toda clase de cosas sobre Babi Yar —confirmó Didchuk. Señaló el parque—. ¿Ven ese monumento de allí? Es muy hermoso, ¿no creen? Mucha gente viene a rendir su homenaje, incluso deposita flores, pero… —añadió tristemente— la señora Smin no quiere parar aquí. Sin embargo, pueden echar una mirada mientras pasamos.

Girando el cuello, los Garfield pudieron ver un grupo estatuario de estilo heroico. Visto de frente era un conjunto de figuras de piedra apiñadas, juntas como viajeros de metro; se distinguía una madre que alzaba desesperadamente a su hijo en brazos.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Candace, mientras el coche pasaba lentamente—. Parece que los de más atrás están cayendo en ese valle de allí.

—Eso es —asintió Didchuk—. Caen a esa hondonada. Pensé que nos pararíamos aquí, junto al Instituto, para presentar también nuestros respetos. Pero la señora Smin quiere ir un poco más lejos… Ah, sí, nos paramos aquí. Dice que ésta es la auténtica Babi Yar. Dice que no le importa mucho el monumento —concluyó, apenado.

El coche se detuvo. El maestro miró a Aftasia Smin en espera de instrucciones, luego se encogió de hombros y abrió la puerta.

—A la señora Smin le gustaría que saliéramos y echáramos una ojeada.

—Pensé que tenía miedo de la radiación, o de lo que sea —dudó Garfield.

—No lo tiene —dijo el maestro. Condujo a la anciana hasta una suave loma. Candace Garfield siguió a su marido, perpleja.

—No me queda mucha película —se quejó, quitándose la cámara del hombro.

—Por favor —dijo Didchuk apurado, mirando hacia atrás—. Sería mejor no tomar fotos, porque la torre de televisión, después de todo, sería un objetivo militar en caso de guerra, y cosas así no deben ser fotografiadas.

—Bien, entonces sólo sacaré una foto de los apartamentos.

Por favor —dijo él con aprensión, mirando a los coches que pasaban como si esperase que un pelotón de soldados saliera de ellos y los arrestara.

Aftasia se detuvo en la cresta de la loma y contempló el pequeño valle de abajo. Después se volvió y habló rápidamente a Didchuk, que tradujo.

—En septiembre de 1941 —dijo—. Hitler decidió posponer unas semanas la toma de Moscú mientras conquistaba Ucrania. Ordenó a sus tropas que tomaran la ciudad de Kiev. Stalin ordenó al Ejército Rojo que resistiera. Hitler venció. Sus ejércitos pasaron al norte y al sur de la ciudad, y luego se unieron. Cuatro ejércitos soviéticos quedaron rodeados, más de medio millón de hombres. La mayor parte murieron o fueron capturados, y los alemanes entraron en Kiev.

Aftasia escuchaba pacientemente la traducción al inglés. Cuando Didchuk hizo una pausa y la miró, señaló la ciudad y habló rápidamente en ruso. El maestro vaciló y dijo algo, pero ella sacudió la cabeza con firmeza, urgiéndole a continuar.

—La señora Smin pide que les diga que cuando los nazis ocuparon Kiev muchos ucranianos mal informados les dieron la bienvenida. Incluso… —Dudó, y prosiguió a disgusto—: Incluso dijeron cosas como, bueno…, perdónenme, «¡Gracias a Dios que ya nos hemos librado de los bolcheviques!», y «¡Ahora podemos volver a adorar a Dios!» Bien, esto es cierto, aunque tal vez no fueran tantas personas como sugiere la señora Smin. —Aftasia continuó hablando. Didchuk asintió y trasladó el mensaje—: Así que cuando llegaron los oficiales alemanes, algunas personas de Kiev, incluso líderes, incluso miembros del Partido, salieron a recibirles con las ofrendas tradicionales del pan y la sal para mostrarle que eran bienvenidos. Los alemanes sólo se rieron. Después se pusieron serios. Lo robaron todo, señora Garfield, incluso las cazuelas de las cocinas.

Se detuvo para que Aftasia efectuase la siguiente entrega.

—Algunos ucranianos llegaron a trabajar para los alemanes. No solamente como granjeros y ese tipo de cosas, ya comprenden. Como aliado suyos contra la Unión Soviética. Actuaron como policías a su servicio. Hubo algunos…, un hombre llamado Stepan Bandera, otro llamado Melnik, y otros…, gente que capitaneaba bandas de guerrilleros incluso antes de que los alemanes ocuparan la ciudad, atacando la retaguardia del Ejército Rojo cuando combatía a los invasores. Incluso quisieron unirse a los alemanes para formar un ejército vlasovita…

—¿Un qué? —preguntó Garfield, frunciendo el ceño.

Didchuk se mostró remiso en contestar.

—Bueno, no sólo hubo traidores en Ucrania. Hubo un famoso general ruso llamado Vlasov que cayó prisionero y formó un ejército de soldados soviéticos que lucharon del lado de los alemanes. Pero la señora Smin me pide que les hable de los ucranianos. De algunos ucranianos. Cuando el Ejército Rojo liberó Kiev en 1944, se encontraron carteles (lamento decirlo, carteles ucranianos), con imágenes de personajes que rompían la hoz y el martillo, y frases como «Abajo los bolcheviques» e incluso, discúlpenme, «No cesará la lucha mientras nuestra Ucrania sea esclava de los comunistas».

Ahora estaba sudando. Miró implorante a Aftasia, pero ella continuó hablando y él tradujo tenazmente:

—Los ucranianos, por supuesto, estaban locos. Los alemanes les hacían pasar hambre, los esclavizaban y los fusilaban. Pero algunos de ellos aún pretendían lamer las botas a los nazis. Especialmente en lo referente a los judíos…, por favor, sólo estoy diciendo lo que ella me dice, no es cierto. Continúo. Porque los ucranianos odiaban a los judíos tanto como Hitler (¡pero sólo unos pocos, créanme!) Los ucranianos amantes de los nazis ayudaron a acorralar a los judíos de Ucrania. Les robaron, les desnudaron, los metieron en los vagones de la muerte que iban a los campos de concentración.

»Pero aquello era demasiado lento para ellos. Así, el 28 de septiembre, los alemanes fijaron bandos por todo Kiev diciendo que todos los yids…, discúlpenme, señor y señora Garfield, ésa es la palabra que la señora Smin dice que usaban…, diciendo que se presentaran al día siguiente con ropa de abrigo y todas sus cosas de valor.

Aftasia pronunció una sola frase.

—Dice… —tradujo el maestro—: «Yo no me presenté.»

—Bueno, claro que no lo hizo —intervino Garfield—. Ya para entonces todo el mundo sabía que cuando se ordenaba a los judíos que se presentaran significaba la muerte en los campos de concentración.

Didchuk tradujo; luego escuchó cómo Aftasia Smin, sacudiendo la cabeza vigorosamente, hablaba en tono furioso.

—Dice que no sabían lo que significaba. Dice… —miró alrededor, inseguro y temeroso—, dice que a causa de la… esto… ¿cómo puedo llamarla?, por la relación especial que había existido en aquella época entre la Unión Soviética y Alemania…, antes de la invasión, claro…

—Ah —dijo Garfield, comprendiendo—. El pacto entre Hitler y Stalin.

Didchuk vaciló.

—Sí, eso es —dijo débilmente—. El… Pacto de No-agresión. Bueno, ella dice que por tal motivo nada se sabía en la Unión Soviética del antisemitismo alemán. No se había informado de ello.

—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo no lo sabían?

—Yo no había nacido entonces, señor Garfield —dijo Didchuk obstinadamente—. Es la señora Smin quien dice que ni siquiera los judíos lo sabían, y supongo que tiene razón. Así que todos los judíos se presentaron, como se les había dicho, o casi todos, y la policía nazi ucraniana y las tropas de las SS los rodearon y los trajeron aquí. A este lugar, Babi Yar.

Garfield miró alrededor con expresión sorprendida.

—He oído hablar de Babi Yar, claro, ¿quién no? Pero pensé que era una especie de valle muy apartado, en el campo.

—Entonces era un valle, señor Garfield. Fue rellenado para construir esta carretera, y luego la ciudad creció y lo engulló. Pero esto es Babi Yar, en efecto, y aquí los trajeron. Hombres y mujeres. Ancianos. Niños pequeños. Incluso bebés en brazos. Y les hicieron desnudarse, unas pocas docenas cada vez. Y entonces los alemanes los fusilaban y los enterraban aquí mismo, en este valle. La señora Smin dice que tenemos delante a cien mil judíos muertos. —Miró rápidamente a Aftasia y añadió, casi en su susurro—: No creo que fueran tantos.

—Dios mío —dijo Candace, agarrando el brazo de su esposo—. Es increíble.

—Sí, exactamente —dijo Didchuk rápidamente—. No pudieron ser exclusivamente cien mil judíos. Todo el mundo sabe que había también miembros del Partido, rehenes, gitanos… Oh, los gitanos fueron perseguidos casi igual que los judíos, sólo que, por supuesto, no había tantos. Y, como la señora Smin me pide que les diga, los judíos que no se presentaron fueron cazados. No sólo por los alemanes. Fueron cazados también por los rusos y los ucranianos porque, verán, si alguien delataba a un judío escondido tenía derecho a coger lo que quisiera de las pertenencias del judío.

Miró a Aftasia con la esperanza de haber terminado su trabajo. Su cara cambió de expresión cuando vio que ella continuaba.

—Bien —suspiró—, hay más cosas que quiere que les diga. Más tarde, cuando los heroicos ejércitos soviéticos contraatacaron y estaban ya a punto de expulsar a los hitlerianos de nuestra tierra, los alemanes se asustaron. No querían que se encontraran todos aquellos cadáveres. Así que capturaron más prisioneros y los obligaron a desenterrar todos los cuerpos que pudieran. —Se frotó la nariz con aire desdichado—. Habían permanecido enterrados varios años, ya comprenden. Estaban bastante descompuestos, naturalmente. A menudo se caían en pedazos. Entonces los alemanes hicieron quitar las lápidas de un cementerio judío que había aquí…, justo donde ahora está la emisora de televisión, dice la señora Smin, y aprovecharon las losas para levantar grandes hornos. Y en aquellos hornos quemaron los cadáveres. Con madera que cortaron de los bosques que entonces había aquí. Una capa de leños, una capa de judíos, y los quemaron a todos.

Cuando se detuvo, Aftasia añadió algo en tono sombrío.

—Sí, sí —dijo Didchuk, impaciente—. Quiere asegurarse de que les cuento esta parte, aunque no es muy agradable. Me dice que les cuente que después de la cremación, los alemanes recogieron las cenizas y los huesos. Los trituraron y los esparcieron por los cultivos. Dice que esto hizo que las coles crecieran muy bien. Dice que desde entonces no ha vuelto a comer coles.

Guardaron silencio un momento, incluso Aftasia. Los Garfield contemplaban el parque verde y el distante monumento, pero no decían nada. Los coches que circulaban, los magníficos bloques de apartamentos, la alta torre de televisión en el horizonte parecían contradecir el horror de la historia de Babi Yar.

Finalmente, Candace aventuró:

—No veo por qué no quiso que parásemos en el monumento.

—Un momento —dijo Didchuk amablemente, e intercambió unas cuantas palabras con Aftasia—. Dice que el monumento está muy bien, pero que llegó un poco tarde. Lo erigieron hace solamente ocho años, y la inscripción ni siquiera menciona a los judíos. Eso es lo que dice —terminó, con la voz ronca por el esfuerzo—. ¿Puedo decirle a la señora Smin que han comprendido lo que les he estado contando?

—Vaya si lo hemos entendido —dijo Garfield, sacudiendo la cabeza.

Aftasia pronunció otra frase, y Didchuk tradujo.

—Dice la señora Smin que de esa forma los soviéticos aprendimos a no confiar en los extranjeros. Descubrimos que los alemanes no estaban interesados en…, dice que en «liberarnos». No vinieron para hacernos ningún bien. Eran ladrones, bandidos, violadores. Eran asesinos.

Aftasia asintió y añadió una frase más. Didchuk bajó la cabeza mientras traducía.

—Y dice que nosotros, los judíos…, estoy hablando en su nombre, ya comprenden; yo no soy judío… Nosotros los judíos aprendimos a no confiar ni siquiera en nuestros vecinos.

Ir a la siguiente página

Report Page