Chernobyl

Chernobyl


29. Jueves, 8 de mayo.

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Jueves, 8 de mayo.

Emmaline Branford llama la atención en las calles de Moscú, no sólo porque es una mujer que lleva pantalones americanos a la última moda y a veces escucha su walk-man mientras pasea, sino porque es negra. El color de su piel, en realidad, no es negro, sino de un agradable tono acaramelado, pero sí lo es su adscripción étnica. Sabe que ésa es también la razón de que haya hecho carrera en la delegación de Moscú, ya que el Departamento de Estado, como cualquier otro patrono americano, necesita cultivar la imagen de que ofrece igualdad de oportunidades. Su sexo también la ha ayudado en esto, claro; como Agregada Cultural, es la segunda mujer en el escalafón de la embajada de Moscú. Emmaline es una mujer hermosa con un master en sociología y un minor en lenguas eslavas. Su madre no quería que fuera a Moscú. Lo que todavía quiere es que acepte un trabajo de maestra en Waycross, Georgia, se case y le dé un nieto. El novio de Emmaline quiere lo mismo; pero, a los veintisiete años, Emmaline no está dispuesta todavía a sentar la cabeza.

La primera cosa que Emmaline hacía al levantarse cada mañana era disponer la cafetera para tomar la indispensable taza de café negro y caliente que le abría del todo los ojos. La segunda era más dura. Era la desagradable tarea de sacar la escoba y el recogedor (en realidad era la tapa de una caja de cartón, pero cumplía su objetivo) para barrer la acumulación matutina de cucarachas muertas. Sólo había una docena aquella vez, no demasiadas para una brillante mañana de mayo, así que Emmaline se metió en la ducha y salió antes de que el café estuviera listo.

Vestida y a punto de salir, Emmaline miró por la ventana de su apartamento, situado en el ghetto extranjero, mientras terminaba su zumo de uva (el último que tomaría hasta que alguien de la embajada hiciera otro vuelo a Helsinki). Esperaba a que Warner Borden, el Agregado Científico de la embajada, llamara a su puerta. Aún no había decidido lo que iba a decirle: si aceptaría que la llevara a la embajada en su pequeño Nissan rojo o si haría un poco de ejercicio e iría caminando sola. (Con 56 kilos de peso, Emmaline estaba convencida de que había engordado durante el invierno ruso.) No tenía la menor idea de lo que le diría a Warner. Era primavera. El invierno había sido largo, y muy solitario para Emmaline, y hacia el mes de marzo incluso Borden había empezado a parecerle interesante. Había muy pocos americanos solteros en Moscú, y ninguno negro, a menos que contara a los marines de diecinueve años que montaban guardia en la embajada. Emmaline no estaba prometida formalmente a su novio de Waycross, y no se oponía a experimentar un poco por ahí. En realidad, tampoco se oponía a Warner Borden. Pero fornicar perdía gran parte de su encanto cuando una sabía que el teléfono, un micrófono en la pared y otro en el cuarto de baño transmitían cada murmullo, susurro, caricia o quejido a alguien con una grabadora y unos auriculares a un bloque de distancia. Y las orejas bajo los auriculares no eran siempre necesariamente rusas.

Así que la decisión respecto a Warner (Emmaline era por naturaleza una persona justa) era si darle pie o no. La decisión debía ser tomada. Pensó en ello mientras recogía los restos del desayuno y lo guardaba todo para desanimar a las cucarachas, y aún pensaba en el asunto cuando se miraba en el espejo del cuarto de baño. Al cepillarse los dientes, encontró otras tres cucarachas junto a la taza. Regresó a por la escoba y el cartón y, por supuesto, justo en ese momento Warner Borden llamó a la puerta.

Ella le saludó desde el umbral.

—Gracias de todas formas —dijo—, pero creo que mejor iré dando un paseo.

Él no pareció contrariado.

—Hace un bonito día. ¿Puedo tomar una taza de café?

Era completamente absurdo sentirse cohibida por las cucarachas, que eran la cruz que todos soportaban.

—Sírvete —dijo, y se dio la vuelta.

Cuando capturaba el último bicho que se escabullía detrás del lavado, medio envenenado e incapaz de moverse con la suficiente rapidez, Borden apareció en la puerta del baño, con la taza en la mano, y vio cómo arrojaba las cucarachas al inodoro y vaciaba la cisterna.

—Tendrás suerte si no atascas las cañerías con esos bicharracos —dijo él con interés científico—. ¿Qué es lo que usas?

—Una receta de la abuela de Rima. Bolitas hechas con una mezcla de ácido bórico y patatas chafadas. Rima dice que les dan sed, pero les impiden beber. Así se mueren. Algunas, por lo menos. Supongo que por eso están siempre alrededor del lavabo y el fregadero.

Borden sonrió.

—Dando vueltas en torno a lo que no pueden conseguir. Yo hago lo mismo.

Emmaline cerró la tapa del inodoro y cambió de conversación.

—¿Qué has oído de Chernobyl?

—Todavía nada —dijo él con amargura—. Ha habido varias conferencias de prensa en el Ministerio de Energía Nuclear, pero sólo para los países comunistas y Ted Turner. Ahí tienes la glasnost. —Miró el reloj y sorbió el resto del café—. Tengo una reunión dentro de media hora. Tal vez entonces me entere de algo. De todas formas, la nube sigue dirigiéndose hacia el este, así que imagino que aquí estamos a salvo.

Emmaline hizo un esfuerzo por ver el lado positivo de la situación.

—Si la nube llega, a lo mejor mata a las malditas cucarachas.

—Oh, no, querida, ni lo sueñes. A las cucarachas no les afecta la radiación. La devoran. Si fueras a Chenobyl en este momento, probablemente encontrarías un montón de personas muertas… y un millón de cucarachas felices sentándose a comer.

—¿Tantas? —preguntó ella, desalentada.

—¿El millón de cucarachas? Oh, te refieres a las personas muertas. Bueno, ¿cómo demonios vamos a saberlo? Los rusos sólo han admitido dos bajas. En Washington todo el mundo dice que son muchas más, tal vez cientos… En Nueva York se cuenta que hay ya quince mil muertos.

—¿A quién crees, Warner?

—Querida —suspiró él, volviéndose para lavar la taza antes de marcharse—, cuando lleves en este sitio tanto tiempo como yo, aprenderás a no creer a nadie.

Aquella agradable mañana de mayo, cuando Emmaline salía del complejo residencial extranjero, pasaba ante los muros de los estudios cinematográficos Sovkino y ante la estación ferroviaria de Kiev, el aire era lo bastante fresco para resultar confortable. El sol brillaba. Sin embargo, ella se alegraba de haberse puesto un jersey. Aún había restos de nieve sucia al pie de las paredes encaradas al norte. Parte de aquella nieve estaba en el mismo sitio desde octubre y aún no se había fundido, pero los árboles se hallaban en flor y la naturaleza reverdecía en torno.

Emmaline pensaba en Warner Broden y en Chernobyl. Le había molestado un poco que él no se hubiera enfadado cuando rehusó su invitación. Bueno, se dijo, el hombre estaba ocupado. Su primera entrevista del día era para hacer otra oferta de asistencia técnica americana a las autoridades soviéticas del Ministerio de Energía Nuclear, y sus pensamientos estaban obviamente más centrados en la reunión que en ella.

Sea como fuere, ni siquiera había insistido. Se sentía picada en su amor propio. Ciertamente, era su privilegio rechazarle, pero no había contado con que él capitulara tan fácilmente… Entonces vio que se aproximaba a la estación de metro contigua a la terminal ferroviaria de Kiev, y se olvidó de Warner Borden porque recordó lo que allí pasaba hoy.

Mientras se dirigía a la terminal, fue detenida por una mujer vestida con unos pantalones tan bien cortados como los suyos propios, que llevaba una cámara colgada del cuello.

—Discúlpeme —dijo la mujer—, pero es usted americana, ¿no? ¿Qué es lo que pasa?

Emmaline ya había adivinado el motivo de la pregunta. La estación de Kiev estaba más llena de gente que nunca, y el número de policías, de uniforme o no, era al menos diez veces superior a lo normal.

—Están trayendo a los niños de Kiev —contestó—. Han sido evacuados.

—Oh, Dios mío —suspiró la mujer.

Se hizo a un lado para dejar paso a un grupo de chiquillos. Parecían tener ocho y diez años, y marchaban en grupos de veinte o treinta en filas disciplinadas que supervisaban un par de mujeres con aspecto de maestras de escuela. Los niños, obviamente, estaban fatigados, y no tan limpios como debieran, pero se mantenían en orden y en silencio mientras caminaban hacia un autobús que les esperaba. Cada uno llevaba una bolsa con sus posesiones y la mayoría tenía una manzana en la mano que les había sido ofrecida por sus anfitriones.

—Íbamos a nuestro hotel, ¿sabe? —dijo la mujer americana con tono ausente, el gesto preocupado—. El Hotel Ucrania. Y tomamos el metro hasta esta estación y… Escuche, ¿estamos a salvo aquí? Hemos oído tantas historias…

—Por lo que sé, está perfectamente a salvo en Moscú —dijo Emmaline con cuidado—. La ciudad no se verá afectada en absoluto. Su hotel está por allí, cruzando el gran bulevar Kutozovsky.

Señaló, pidió excusas y se volvió para ver por sí misma qué pasaba. Un periodista de Reuter, con aspecto sudoroso y fatigado, la llamó.

—¿Sabes algo que yo no sepa? —le preguntó.

—No sé mucho. ¿Has hablado con los niños?

—¿Hablarles? Ni siquiera puedo acercarme sin que los tipos de la KGB me digan que me quite de en medio. Tú eres diplomática, encanto. Acércate a los trenes y llévame contigo.

—Ni lo sueñes —dijo firmemente Emmaline—. Dime qué está pasando.

—Ah —respondió el hombre, disgustado—. Han reunido a todos los niños de Kiev y los han traído aquí. Se supone que los van a enviar a los campamentos de verano de los Pioneros, en las afueras de Moscú, pero lo que realmente quiero saber es cómo están ahora las cosas en Kiev, y no me dejan hablar con nadie. Escucha, tu ruso es mejor que el mío. ¿Ves ese grupo de niños esperando para entrar en el retrete? Vamos a ver si podemos llegar hasta ellos e iniciar una conversación.

Pero Emmaline negó con la cabeza.

—Otra vez, ¿vale? Tengo que irme al trabajo.

A las once, Emmaline tenía la mesa despejada, los telegramas enviados, el programa del día confirmado y un coche y un conductor comprometidos a acudir al Hotel Rossiya a la una. Warner Broden asomó por la puerta.

—Como un muro de piedra —informó—. Nos agradecen nuestro interés, pero no aceptan nuestras ofertas de ayuda. ¿Para qué necesitaban la embajada cuando tienen Occidental Oil?

—¿Has hablado con los médicos que han enviado?

—Nadie ha hablado. Los tienen muy ocupados… Me encantaría cambiar unas palabras con alguno de ellos, sólo para averiguar cómo se las arreglan los rusos en cuestiones de medicina radiactiva. Pero ni siquiera en la oficina de Occidental Oil les han visto; todo se negoció directamente entre Armand Hammer y, supongo, el propio Gorbachov. La cosa es —dijo, sentándose en la silla que había junto a la mesa de Emmaline—, que me pregunto si tienes alguna información sobre un tal Smin.

—¿Quién es Smin?

—Uno de los pacientes del hospital especializado en radiación. Está mal. Dicen que era uno de los peces gordos de la central de Chernobyl. Sólo no puedo situarlo. Échale un vistazo a esto.

Depositó un par de fotografías sobre la mesa. Tres habían sido reproducidas de periódicos y eran muy pobres; la cuarta mostraba a varios hombres en el aeropuerto de Moscú, dando la bienvenida a Blix.

—Pensamos que Smin es uno de éstos —dijo.

—¿Y bien? ¿Cómo quieres que lo sepa?

—Tal vez de la misma forma que nos informaste de lo de Chernobyl —dijo Borden—. Sabes que tu reputación está ahora por las nubes. Fuiste la primera en señalar que todo podía proceder de la central de Ucrania, cuando los demás estábamos mirando hacia el Báltico. Si tus fuentes pudieran ayudarnos…

—Ya veré —dijo Emmaline.

La verdad, sin embargo, era que no tenía idea de lo que haría, ni estaba segura de querer que sus «fuentes» se comprometieran más. (Había solamente una fuente, ahora sentada a su escritorio y concentrada en la lectura de Trud.) Aquel ejemplar de Literaturnaya Ukraina… ¿era realmente Rima quien lo había puesto sobre su mesa? ¿Hubo en ello algún riesgo? Rima nunca había dicho nada. Pero también era cierto que Emmaline nunca se lo había preguntado ni se había franqueado con ella.

Emmaline suspiró y se preparó para acudir a su cita de la una. Se arriesgó todo lo que estaba dispuesta a arriesgarse. Es decir, mientras salía se detuvo junto a la mesa de la traductora.

—Voy a salir para reunirme con Pembroke —dijo—. Oh, por cierto, hay algunas fotografías en mi escritorio a las que te gustaría echar un vistazo.

Emmaline caminó hasta el metro y cogió el tren para Marksiya, uno de los complejos de estaciones subterráneas del corazón de Moscú. ¿Por qué le interesaba Smin a Borden? Si el hombre estaba en el hospital, deberían dejarle tranquilo. Mientras escuchaba al conductor del tren anunciar que llegaba a su destino, deseó que no sólo a Smin le dejaran en paz, sino que toda la Unión Soviética pudiera hacer frente con calma a aquel desastre terrible, pero estrictamente interno. El gran país merecía una oportunidad para intentar curarse la herida.

Salvo que el desastre no fue meramente interno. No con una nube de gases radiactivos deambulando por media Europa.

El camino más rápido para reunirse con el novelista en el Hotel Rossiya era tomar el autobús que contorneaba la Plaza Roja, pero su reloj le dijo que todavía era temprano. Siguiendo un impulso, atravesó los abarrotados almacenes GUM y salió a la plaza. Sus tacones resonaban en las baldosas, sorprendiendo a los turistas soviéticos que paseaban.

En Moscú, era una mañana de mayo tan normal como cualquier otra. Si alguien pensaba en Chernobyl, Emmaline no oyó que se comentara el asunto. Un padre con dos niñas señalaba el lugar, sobre el Mausoleo de Lenin, donde habían estado los líderes del Partido sólo una semana antes para revisar los tanques y los portamisiles del desfile del Primero de Mayo. Una familia de una de las repúblicas orientales miraba boquiabierta la Puerta Spassky, mientras un Zil grande y negro salía de las murallas del Kremlin, con las cortinas echadas y algún alto personaje dentro. Tres colas separadas de escolares esperaban turno para entrar en la Catedral de San Basilio, y dos parejas de recién casados se hacían fotos ante el Mausoleo. Las novias, elegantemente vestidas de gasa blanca y con guirnaldas de flores en el pelo, colocaban sus ramos envueltos en celofán ante la tumba, bajo los ojos inexpresivos de los guardias uniformados de la KGB. Emmaline se detuvo a estudiar a las parejas. Según su experiencia, todas las novias parecían cohibidas y todos los novios compartían el mismo brillo desenfocado en los ojos, producto de tres martinis y de su aparente felicidad. Aquellas dos parecían un poco distintas. Pero los novios tenían el mismo aspecto ligeramente ansioso.

Emmaline comprendió de inmediato. También para ellos era primavera. Cualquier encuentro íntimo que aquellas parejas hubieran conseguido tener durante los últimos seis meses, había estado condicionado por los apartamentos compartidos, los padres siempre presentes y, sobre todo, por la nieve. No había paseos románticos por los bosques que rodean Moscú, en enero. Ni en abril, dado el caso. Así que, ahora, los chorros de hormonas pugnaban por liberarse, y el sueño de cada uno de aquellos hombres era la noche que tenía por delante, cuando los padres quedarían excluidos al fin e incluso (¡vaya lujo!) tal vez les esperaría un viaje en el tren Flecha Roja a Leningrado. Esto significaba un día entero para visitar la gran galería de arte, el museo antireligión de lo que antaño fue la Catedral de San Isaac, y el crucero Aurora frente al Palacio de Invierno; ¡pero sobre todo significaba dos noches completas en un compartimento para ellos solos, con un cerrojo en la puerta y sin que nadie llamase!

Emmaline se sorprendió del fugaz temblor de su propio vientre. Había sido, de verdad, un largo invierno.

El Hotel Rossiya se anuncia como el segundo más grande del mundo (el primero también está en la Unión Soviética), pero Emmaline ya sabía andar por él. Presentó su tarjeta, sin que hiciera falta, al encargado de la puerta y se dirigió a los ascensores.

El nombre del novelista era Pembroke Williamson, y no estaba en su habitación. Escoltada por el conserje siempre vigilante, Emmaline recorrió el largo corredor y, mirando por encima de la baranda de la escalera, le vio con una taza de té y contando cuidadosamente el cambio en el bufete del hotel.

—Tiene usted periódicos americanos —dijo ella de inmediato, al ver las páginas asomando por su bolso—. ¿Puedo?

Mientras Pembroke intentaba sumar las monedas inglesas de diez peniques, los marcos alemanes y las coronas suecas que le habían dado a cambio de su billete de cinco dólares americanos, Emmaline repasó los titulares. La noticia había saltado a primera plana; Chernobyl aparecía en todos los periódicos. ¡Y qué titulares! El New York Post ofrecía el más demencial:

FOSA COMÚN

15.000 ENTERRADOS TRAS ACCIDENTE NUCLEAR

Pero incluso las informaciones de la UPI decían que al menos había dos mil muertos, y casi todos los periódicos rechazaban las cifras soviéticas.

—¿De modo que cuál es la verdad? —preguntó Pembroke—. ¿Quién está mintiendo?

—Tal vez todo el mundo —dijo Emmaline, pensativa, intentando echar una mirada a las tiras cómicas de Bloom County y Andy Capp—. Los rusos siguen afirmando que hay dos muertos, víctimas directas de la explosión, y nada más. Por supuesto, admiten que un par de centenares de personas están hospitalizadas aquí, en Moscú, y Dios sabe cuántas en otros sitios.

—¿Cree usted eso?

—Yo trabajo para el Departamento de Estado. El señor Schultz dijo que apostaba diez dólares a que los soviéticos están mintiendo.

—¿Qué tal una libra diez en esterlinas y otros dos dólares en calderilla y cerramos el trato? —sonrió Pembroke.

—Eso es lo que el Secretario de Estado quiere apostar. Personalmente, no hago apuestas. Ya sabe cómo son las cosas aquí; no conseguimos mucha información de peso, y la que conseguimos es principalmente secreta. Esperaba que pudiera usted decirme qué ha pasado.

El novelista se echó hacia atrás, mirándola seriamente.

—¿No teníamos que ir a la editorial?

Su libro sobre Lincoln acababa de ser publicado en la URSS, y los directores de la Compañía Editora Mir querían convertir en una ceremonia el pago de regalías mediante un cheque en buenos dólares americanos cambiables.

—El coche nos recogerá dentro de media hora. Mir está solamente a diez minutos.

—¿Quiere un café? —preguntó el novelista; y cuando volvió con dos tazas, lo probó, hizo un gesto y dijo—: ¿Recuerda lo que pasó en Florida el 28 de enero?

—¿Se refiere a la explosión del Challenger?

—Eso es. La lanzadera espacial Challenger. Parece que había un defecto en las anillas que sujetan el cohete exterior de combustible sólido. La NASA conocía el defecto desde hacía tiempo, pero no hizo nada hasta que murieron siete personas.

Emmaline lo miró perpleja.

—¿Qué tiene eso que ver con Chernobyl?

—Creo que es lo mismo, Emmaline. Cuando venía para acá, hice escala en Londres para entrevistar a un inglés llamado Grahame Leman. Él interpreta que cosas como Chernobyl y el Challenger son el resultado de lo que llama el «PBT»…, es decir, el sistema político-burocrático-técnico de tomar decisiones. Verá, lo que Leman dice es que las decisiones técnicas no se toman solamente en base a consideraciones técnicas. Los técnicos no querían que el Challenger despegara ese día. Las fuerzas que sí lo querían eran burocráticas y políticas. Los burócratas son quienes mandan, así que sus decisiones prevalecen sobre las decisiones de los técnicos, sólo porque el que está arriba puede más que el que está abajo. Las presiones políticas son otro factor. La NASA quería mejorar su propia imagen; no le convenía otro retraso.

—¿No me estará usted diciendo que lanzaron la nave sabiendo que era peligrosa?

—No exactamente, Emmaline. Sólo digo que no quisieron saber que era peligrosa. No hay una banderita que se levante anunciando: ¡Peligro!; es únicamente un cálculo de probabilidades. Lo mismo sucedió en Inglaterra, Dios, no sé, hace sesenta o setenta años, cuando el avión R-101 se estrelló. Los ingenieros sabían que el R-101 no estaba a punto, igual que los ingenieros de Morton Thiokol sabían que el Challenger no lo estaba…, pero eran sólo una pata del trípode, y los burócratas y los políticos les ganaron. Verá, no quiero que se forme una idea equivocada. No hablo de políticos y burócratas como individuos. Son las presiones burocráticas y políticas las que hacen peligroso el síndrome PBT. El peor accidente de ferrocarril que jamás han sufrido los ingleses se produjo cuando un maquinista de la Great Western Railroad quiso ganar tiempo (ésa es la parte burocrática y política) y forzó los sistemas de frenado automático que le habían detenido cuando pasó una luz roja. No lo hicieron. Se estrelló contra otro tren. Y diría que lo mismo sucedió en la Isla de las Tres Millas. Y en Chernobyl. La tecnología en tales casos no es tan mala, ya sabe; lo es la gente que toma las decisiones, y las razones que tiene para tomarlas… Oh, infiernos —dijo, sonriendo—. No tenía intención de enrollarme así. Escuche —añadió en un tono diferente—, hay algo más de lo que quería hablar con usted. ¿Tenemos tiempo para tomar otra taza de café?

—Si lo bebemos deprisa, sí —dijo Emmaline, sorprendida.

—Bien, al diablo con el café. He recibido una llamada de Johnny Stark.

Emmaline casi se atragantó con el último sorbo de café.

—¿Ha recibido una llamada de Johnny Stark? —repitió.

—Veo que sabe quién es —dijo Pembroke, encantado con la impresión que había producido.

—Señor Pembroke —dijo ella, intranquila—, por favor, baje la voz. —Miró a su alrededor. Había varias personas en el bufete, pero las únicas cercanas eran tres hombres de negocios que conversaban en alemán—. Es el hombre-misterio —añadió con suavidad.

—El mismo. El de la esposa americana.

El que se desplaza a París y Nueva York y conduce el único Cadillac convertible que hay en Moscú. ¿Qué sabe de él?

Emmaline pensó un momento.

—Se supone que su nombre auténtico es Iván algo. Sólo usa «Johnny Stark» para esas guías que escribe, como La Historia del Kremlin y la Guía de Moscú para angloparlantes.

—He visto los libros.

—Bueno, gana un montón de dinero, que le llega de alguna parte, y no creo que sea sólo de los libros. Está conectado, ¿sabe lo que quiero decir? Está fuera de mi ámbito, señor Pembroke.

Pembroke estudió su cara.

—¿Me está diciendo que me mantenga alejado de él?

—No, en realidad no —dijo Emmaline, reacia—. Habla bastante claro cuando quiere. Dicen que inventó la glasnost antes de Gorbachov… ¿Qué? Oh, la glasnost. Es como llaman ahora a la política oficial. Significa algo así como «transparencia» o «franqueza». Lo gracioso del caso es que algunas veces lo es.

—¿Como en el caso de Chernobyl?

—Oh, no. Ni siquiera Johnny Stark va a llegar tan lejos. —Dudó—. ¿Le importa si le pregunto para qué le llamó?

Pembroke pareció sentirse incómodo.

—Bueno, ésa es la cuestión, Emmaline. Tengo algunos amigos, y ellos mencionaron una especie de manifiesto que circula por ahí…

Emmaline frunció el ceño.

—¿Qué clase de manifiesto?

—Dicen que trata de lo que hay que hacer para arreglar la URSS. Enderezar la economía, marcharse de Afganistán, celebrar elecciones libres con más de un candidato para cada puesto…

—¡Señor Pembroke! —jadeó Emmaline—. Si se mezcla usted con disidentes…

—¡No, no! No son disidentes. Quiero decir que opino que no lo son. Tal vez lo sean, porque quien primero los mencionó era… —se detuvo a mitad de la frase al ver la cara de Emmaline.

Creo que nadie nos escucha —susurró ella—, pero por el amor de Dios, no mencione ninguna fuente.

—Oh, claro —dijo Pembroke, sonrojado—. Lo siento. Quiero decir… Bueno, el propio documento se supone que parte de gente que está muy en las alturas. Dicen que hay en él un montón de datos secretos que nadie más podría conocer. Y tiene diecisiete páginas. Es todo lo que sé. ¿Nunca ha oído hablar de él?

—Puede apostar a que no. Lo que me sorprende es que usted sí. —Emmaline reflexionó un momento—. Podría preguntarle a alguien —dijo, pensando en Rima… y rechazando el pensamiento de inmediato. Había límites más allá de los cuales no se podía presionar a ningún ciudadano soviético, ni siquiera a uno amigo. También podía preguntar a su contacto local de la CIA, se dijo, pero esta idea era incluso peor. Emmaline hacía todo lo posible por mantenerse apartada de la CIA. Además, el agente estaba siempre más interesado en recibir información que en darla—. Pero —terminó—, si descubro algo, probablemente no podré decírselo. ¿Qué tiene que ver Johnny Stark con todo esto?

—No tengo ni idea. Me llamó esta mañana y se dio a conocer, y dijo que había oído que yo estaba interesado en los futuros planes del gobierno. Pensé que hablaba del documento.

—Señor Pembroke —dijo Emmaline con fervor—, es usted un pozo de sorpresas.

—Así que dijo que me llamaría de nuevo dentro de unos días, y que tal vez podríamos comer juntos o lo que fuera.

—Dios mío. Igual que un hombre de negocios americano. Bien, señor Pembroke, no hay nada que yo pueda decirle, pero si estuviera en su lugar, probablemente acudiría a la cita. Eso sí, tendría cuidado y vigilaría lo que le cuento.

—Nada de nombres, nada de datos, ¿no? —sonrió Pembroke—. ¿Cree que tiene algo en mente?

—Lo único que sé con certeza de Johnny Stark es que siempre hay dos propósitos en todo lo que hace, y una nunca llega a averiguar cuál es el segundo. —Bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Dicen que perteneció a la KGB.

—Parece interesante.

Ella le miró con desconfianza.

—No se entusiasme demasiado, por favor. Aunque daría un cuarto de dólar por ser una mosca en la pared cuando hable usted con él.

—¿Quiere que intente que la invite?

—Señor Pembroke —dijo ella, incorporándose—, de ninguna manera accederá a eso. Pero si oye algo jugoso, déjese caer por la Embajada y le invitaré a una hamburguesa con patatas fritas de verdad.

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