Chernobyl

Chernobyl


18. Lunes, 28 de abril.

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Lunes, 28 de abril.

La Embajada de los Estados Unidos de América en Moscú se encuentra en la sección de los bulevares que lleva el nombre del compositor Tschaikowsky. La Embajada no es un solo edificio, sino una colección de varias estructuras unidas en un complejo de ladrillo rojo. En la misma entrada del complejo monta guardia una pareja de agentes de la KGB uniformados que fuman cigarrillos y charlan entre sí hasta que alguien se aproxima. Entonces interceptan la puerta y piden los pasaportes americanos o las tarjetas de hotel. Si los documentos están en orden, los guardias de la KGB, o al menos los más amables de entre ellos, dicen «Puzhalsta», que significa «por favor», y tal vez incluso se llevan la mano a la visera de la gorra mientras se hacen a un lado. (Hay momentos en que son menos amables y mucho más enérgicos, especialmente cuando, como pasa de vez en cuando, algún desesperado ciudadano soviético ha intentado colarse entre ellos e irrumpir en el santuario.) En realidad, la Embajada americana en Moscú es una ruina. Debería haber sido desalojada hace al menos una docena de años, pero el gélido estado de las relaciones soviético-americanas ha causado interminables discusiones y generado retrasos en cada detalle, y por ello los planes de instalarse en un nuevo edificio, moderno y espléndido, se han quedado sólo en planes. Lo mejor que tiene es la cafetería. Allí, el personal americano puede conseguir las únicas hamburguesas, patatas fritas y batidos auténticos que se encuentran en Moscú. Lo peor que tiene puede que sea el hecho de que, entre su plantilla de conductores, telefonistas, traductores, personal de cocina y de limpieza, la mayoría son ciudadanos soviéticos y se sabe que casi todos ellos tienen un segundo empleo (o, de hecho, el primero) como funcionarios de la KGB.

Warner Borden, el agregado científico adjunto de la Embajada, regañaba a Emmaline Branford, la encargada de Prensa y Asuntos Culturales, a propósito de que la sorprendente noticia llegase por los teletipos libres.

—Diles a los nativos que se marchen —ordenó furiosamente, refiriéndose a la traductora y al hombre de la limpieza.

Emmaline Branford le miró sorprendida.

—¡Pero si todo lo que ha llegado es el servicio de noticias públicas, Warner! No hay ningún secreto.

—A veces

hablamos, ¿no? —siseó Borden, bajando la voz—. ¡Mantenlos alejados hasta que vuelva!

—¿Vas a la sala de códigos? —preguntó Emmaline, y Borden le dedicó una mueca burlona.

—¿Ves a lo que me refiero? Me marcho, simplemente.

Emmaline suspiró mientras él se dirigía a los teletipos de seguridad, en otra parte de la Embajada, con los marines siempre de guardia en la puerta. Al menos, reflexionó, esta vez no le había palmeado el trasero.

Al otro lado de la estrecha sala, la traductora, Rima, examinaba el

Pravda de la mañana y vertía meticulosamente al inglés un artículo sobre las metas de producción de las factorías pesqueras del Mar Báltico. Rima tenía un apellido (era Solovjova), pero para la mayoría de miembros de la Embajada americana los rusos solían tener sólo un nombre, como los peones de las plantaciones del viejo Sur. Para Emmaline, una mujer negra cuyos antepasados se llamaron Cuffe, Napoleón o Jezebel, aquel uso era desagradable. Pero los propios rusos parecían preferirlo así. Quizá se debía al hecho de que no les gustaban los intentos americanos por pronunciar nombres como «Solovjova».

Emmaline se detuvo junto a ella.

—Mira, Rima —dijo—, mejor que hagamos lo que dice.

—No hay problema, Emmaline —contestó Rima, sin levantar la cabeza de su mesa.

Si la rusa tenía algún interés en el tema de la radiación, que ardía en todos los teletipos, se lo guardaba para sí. Emmaline se demoró un momento, pensando. Quería preguntarle a Rima Solovjova si había algo en

Pravda que hablara de emisiones de radiación inexplicadas, pero ya sabía que no. La propia Emmaline había hojeado el periódico. Aunque su dominio del ruso no era completo ni mucho menos, no se le habría pasado por alto una noticia así; ni siquiera en los pequeños párrafos de página interior (especialmente en ellos) donde solían encontrarse las malas noticias de cualquier índole.

Por descontado, Rima tendría que saber que pasaba algo. Se había hablado mucho en la sala de teletipos, como dijo Brandon. Lo más sencillo habría sido ir y preguntarle qué había oído y qué era lo que pensaba, pero nada resultaba sencillo en las relaciones con los empleados soviéticos. Las relaciones entre Emmaline y la traductora eran sumamente amistosas. Ciertamente, se demostraban mutuamente amistad. Emmaline no veía ningún mal en hacerle a Rima el regalo ocasional de una caja de tampones americanos o una bolsa de plástico de Macy’s o de Marshall Field’s. Y Rima la ayudaba espontáneamente localizando pintores, fontaneros y carpinteros que no estaban en las guías, o suministrando a Emmaline recetas caseras para reemplazar las cosas que siempre parecían faltar, incluso en las tiendas privilegiadas: spray matacucarachas, por ejemplo. Sin embargo, Emmaline no llevaba en Moscú el tiempo suficiente para haber intimado hasta el extremo de abordar temas políticamente embarazosos. Mientras debatía si intentarlo o no, Rima Solovjova levantó la cabeza, la cara pálida.

—¿Me sería posible ausentarme un rato? No me encuentro bien.

—Oh. ¿Puedo hacer algo?

—Si solamente pudiera echarme un poco… —dijo la traductora en tono de disculpa—. Una hora como mucho, y estaré bien.

—Por supuesto —replicó Emmaline; y vio que la mujer ponía su pisapapeles sobre la traducción, cogía su cuaderno de notas imitación de cuero y se marchaba.

Rima no miró atrás. Emmaline escuchó sus tacones repicar en la estrecha escalera hasta que el sonido de la puerta exterior le informó de que Rima no había ido al pequeño lavabo de señoras de la planta baja, sino que había salido del edificio.

Antes supuso que la rusa tenía la regla, pero ahora cambió de opinión. Seguro que iba a hacer una llamada telefónica, tal vez pidiendo instrucciones sobre lo que debía hacer a la luz de aquella noticia inesperada. Emmaline suspiró y recordó al hombre de la limpieza.

—Andrei —dijo, practicando su ruso—, ¿puede terminar eso más tarde, por favor? Después del almuerzo estará bien.

Y entró en la sala de teletipos para ver qué más noticias se recibían.

Las noticias eran los resultados del día anterior de la Liga Nacional de Baloncesto. Emmaline esperó un momento para ver cómo habían quedado los Atlanta Braves. Volvió a su escritorio y abrió el dossier del pianista de jazz americano que vendría de gira a Moscú, Leningrado y Volgogrado, y el del novelista que acudía por invitación especial del Sindicato de Escritores Soviéticos. Su corazón no estaba en lo que hacía. La gran noticia eran las nubes de material radiactivo que salían de la URSS. El primer pensamiento de Emmaline, por supuesto, había sido el mismo de todo el mundo, es decir, que los rusos efectuaban alguna prueba nuclear a pesar de su moratoria autoimpuesta. ¡Pero ello tenía tan poco sentido! Los Estados Unidos seguían haciéndolo cuando querían. Nada impedía a los soviéticos imitarles, excepto que fueran lo bastante estúpidos para mentir, en cuyo caso todos los beneficios propagandísticos obtenidos con la moratoria quedarían anulados por el engaño. Quedaba la posibilidad de un accidente de algún tipo. Warner Borden le había hablado del misterioso suceso de Kyshtym, hacía más de veinticinco años. Al parecer, los soviéticos habían estado almacenando residuos radiactivos en Siberia, cerca de la ciudad de Kyshtym, y de alguna manera se habían descuidado y permitido que se juntaran, alcanzando la masa crítica.

A Emmaline nunca se le había ocurrido que los residuos pudieran convertirse en una pequeña bomba atómica, pero Borden le aseguró que aquello era lo que mejor explicaba el envenenamiento de cientos de kilómetros cuadrados del suelo de Siberia, el abandono de una docena de pueblos y varias granjas colectivas, la contaminación de lagos y ríos, e incluso el cambio de los mapas soviéticos.

Obviamente, los soviéticos negaban en redondo que hubiera sucedido nada parecido. Era lo que hacían siempre, claro.

Así que cuando Warner Borden la llamó para que se uniera a él junto a los teletipos y dijo que había hablado con uno de los suecos y que éstos, tras analizar la nube, habían decidido que definitivamente no era una prueba nuclear, su primera pregunta fue:

—¿Otra vez algo como Kyshtym?

—No, no, nada de eso. Tampoco una fábrica de armas nucleares, aunque por un momento lo pensé. Pero los elementos presentes en los gases no corresponden, según los suecos. Tiene que ser… —miró a su alrededor y cerró la puerta—, tiene que ser un accidente en una central nuclear. Podría incluso ser la fusión de un reactor.

—Oh, Dios mío —dijo Emmaline, recordando la película

El Síndrome de China—. Pero si se trata de ese tipo de explosión…

—No tendría por qué ser una explosión grande. De todas formas, es lo que los suecos dicen. Han examinado la nube, y las proporciones de materiales radiactivos cuadran con la que los rusos encontrarían si les estallara una central nuclear. —Borden estudiaba los teletipos con avidez, pero todo lo que éstos daban ahora eran informes sobre el tiempo—. He verificado los mapas. Hay dos centrales nucleares en el Báltico. Tiene que ser una de ellas. Tal vez las dos.

—¿

Dos centrales nucleares estallando a la vez?

Él sonrió. Parecía casi feliz.

—¿Qué es lo que eres, uno de esos chalados antinucleares? Son centrales

rusas. Uno espera que estallen de vez en cuando.

Se recostó contra el teletipo, junto a Emmaline, posando una mano negligentemente en su cadera. Ella se retiró, resignada, sin ganas de pelear en aquel preciso momento. (¿Por qué los jóvenes blancos de Georgia se excitaban tanto ante una piel negra?)

—Será mejor que vuelva al trabajo —dijo, y regresó a su oficina.

Rima había regresado y trabajaba diligentemente en su propia mesa. No levantó la cabeza de las cartas que atendía. Emmaline se detuvo junto a la ventana de su despacho, mirando el ancho bulevar Tschaikowsky repleto de tráfico. ¿No sabían aquellas gentes que sus centrales nucleares estaban estallando? ¿No deberían decírselo? Suspiró y se sentó…

Y allí, en su escritorio, había un ejemplar abierto de una revista.

Emmaline no lo había dejado. Lo cogió y vio que era algo llamado

Literaturnaya Ukraina. El ruso de Emmaline era más o menos bueno o al menos tan bueno como el que más después de haber seguido el curso acelerado para el servicio extranjero, pero la revista no estaba en ruso. Era ucraniana.

La mayoría de las palabras coincidían, aunque había giros distintos. Emmaline frunció el ceño. El artículo parecía tratar sobre deficiencias en una central nuclear, pero no en una de las centrales situadas en el Báltico. Miró a Rima Solovjova, y la traductora no levantó la cabeza de su trabajo. Emmaline pensó en preguntarle si había puesto la revista allí, aunque, de haber sido ella, lógicamente ya se lo habría dicho. ¿Y por qué iba a darle Rima, o quien fuera, un artículo sobre un lugar llamado Chernobyl?

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