Chernobyl

Chernobyl


28. Jueves, 8 de mayo.

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—¿Qué has dicho? —preguntó Smin.

—Nada, padre. Tengo que acudir a mi cita. Volveré más tarde.

Y esta vez, con cuidado pero firmemente, tomó la mano de su padre en la suya antes de marcharse. Pero Smin no respondió al apretón. Estaba preguntándose si era cierto que había oído lo que creía.

Tener unos pocos minutos para sí mismo mientras su cabeza estaba despejada… Esto era un don precioso para Simyon Smin. No lo malgastó. Sacó el cuaderno en el que había estado escribiendo la carta para Mishko y Milaktiev, pero después de uno o dos renglones los brazos se le cansaron y se le nubló la vista. Estaba por resolver, además, la forma en que iba a hacer llegar su escrito a las personas que se lo habían pedido. ¿Volverían? Probablemente sí, se dijo, ¿pero sería mientras aún estaba en condiciones de entregárselo en mano? Descartaba la posibilidad de dárselo a su esposa o a su hijo menor. ¿Y si los sorprendían con la carta?

Kola, sí. Tal vez. Al menos era una opción a considerar. Kola era un hombre adulto, y ahora, después de once meses de pelear con las tribus musulmanas de Afganistán, un hombre duro y lleno de recursos. Pero quedaba aquella cosa preocupante que Kola había dicho. ¿Sería la persona adecuada para confiarle una carta así?

Ello dejaba solamente a la madre de Smin.

Smin permaneció tumbado, con el cuaderno bajo la almohada, pensando en su madre. En este mismo momento, lo sabía, ella se encontraba en algún lugar del hospital, haciendo lo mismo que Kola: permitir que le atravesaran el esternón con un cuchillo afilado para tomar una muestra de su médula. Para él. Siempre para él. Recordó a su madre en la aldea, cuando él estaba en el colegio, cuando era un pionero, cuando se marchó a los veinte años para cumplir el servicio militar (una molestia, realmente: ¿quién osaría atacar a la Unión Soviética en 1940, cuando el otro único estado poderoso de Europa había firmado con ella un tratado irrevocable de no agresión?), cuando tuvo el buen sentido, o la buena fortuna, de elegir el servicio en carros de combate. Así que cuando Hitler rompió el «tratado irrevocable» y lanzó a sus ejércitos a través de la frontera, un año más tarde, el joven teniente Simyon Smin no formó parte de los dos millones de reclutas novatos que cayeron en las primeras matanzas, porque estaba estudiando tácticas avanzadas a cuatro mil kilómetros de distancia.

Se despertó, sudando y casi a punto de gritar. Había estado soñando. Las llamas se habían alzado sobre él y su T-34 había sido alcanzado.

Respiró profundamente para calmarse. Tal vez ahora estaba muriéndose, pero al menos no había muerto entonces, como tantos otros. Se le habían concedido cuarenta años extra de vida, y por ello ya no se le debía nada.

No había malgastado aquellos años. Se había casado con dos excelentes mujeres, y tenía dos buenos hijos para probarlo. Era una lástima que todo terminase tan mal, pero aun así era mucho más de lo que había esperado mientras intentaba escapar del tanque en llamas.

Fue en aquella época, hallándose en el hospital, cuando su madre le preguntó si le importaba que volviera a casarse.

Esa posibilidad nunca se le había ocurrido al joven Simyon Smin. Era consciente de que su madre era aún una mujer atractiva, aunque tuviera algo más de cuarenta años. ¿Pero

casarse? ¿Con un alto cargo del Partido? Pues Vassili Mishko era el segundo de Nikit Jruschev en la organización del Partido en Ucrania, que acababa de ser reconquistada a los fascistas.

Sin embargo, había dado su aprobación inmediatamente. No fue egoísta. Incluso le había alegrado pensar que su madre volvería a tener una vida propia, sin haber de preocuparse por él, o por una guerra, o por una purga. Y así habría sucedido si no hubiera sido porque Vassili Mishko desagradó a J. V. Stalin y acabó trabajando en una mina de oro de Siberia. A Smin no le sorprendía que su madre hubiera elegido vivir calladamente el resto de su vida. Había visto lo que pasaba cuando una persona se volvía demasiado pública.

—¿Está despierto? —le llamó suavemente una voz desde la abertura de las mamparas.

—Claro, camarada fontanero —dijo, esforzándose por mostrar otra sonrisa—. ¿Qué noticias hay?

Estaba realmente contento de ver a Sheranchuk. Procuró escuchar mientras éste le contaba sus cosas: las buenas noticias, su esposa que había aparecido repentinamente en el hospital; las malas noticias, que otro de los Cuatro Estaciones moría, y moría malamente, entre el dolor y el delirio.

—Me extraña que no le oyera —dijo Sheranchuk—. Gritaba mucho hace un rato, pero ahora está más tranquilo.

—Sí, sí —dijo Smin, ausente.

—Y su hijo mayor ha venido a verle. Ésa es una buena noticia, claro.

—Supongo que sí —asintió Smin, y su tono hizo que Sheranchuk le mirara más de cerca.

—¿Algo va mal? —preguntó, preocupado.

—¿Qué podría ir mal? No, Leonid. Estoy un poco intranquilo. Kola dijo algo. Hablábamos de lo que no funcionaba en la central… No me refiero al accidente. Me refiero a las dificultades con los materiales y el personal. Se indignó mucho. Entonces dijo…, creo que dijo…

Ojalá volviera Stalin.

—Ya veo.

Smin le miró.

—¿De verdad?

—Bueno, sí, supongo —dijo Sheranchuk, incómodo—. Es un militar, después de todo. Hay muchos que piensan que nuestros gobernantes han perdido el tiempo en Afganistán.

—¿Quieres decir que también piensas que Mijail Gorbachov es demasiado liberal? —preguntó apenado Smin.

—¡No, no! Nada de eso. ¿Qué sé yo de esas cosas, después de todo? Simplemente estoy diciendo que he oído a la gente hacer ese tipo de comentarios. La verdad es que hay mucho despilfarro y mucha corrupción…

—Pues bajo Stalin la ineficiencia era la misma, Leonid, sólo que entonces se llamaba «sabotaje». Y encima teníamos las purgas.

—No recuerdo muy bien los tiempos de Stalin —se excusó Sheranchuk.

—Desgraciadamente, mi hijo Kola tampoco. Nunca ha tenido que preocuparse porque llamaran a la puerta a las dos de la madrugada. Ahora los de la KGB son mucho más considerados. Solamente vienen en horas laborables. ¿Leonid? ¿Te han interrogado?

—Bueno, sí, un poco. Simplemente les dije que estaba de servicio en el momento de la explosión y que, por lo que sé, fue Jrenov quien insistió en continuar el experimento sin las medidas de seguridad —Sheranchuk escrutó más de cerca la expresión de la cara de Smin—. ¿Qué pasa?

—Espero que no fuera un error —dijo éste.

—¿Pero cómo podría ser un error? Dije simplemente la verdad.

—Les contaste la verdad sobre Jrenov —dijo Smin pacientemente—. Jrenov es uno de los suyos. ¿Crees que informarán de que la culpa fue de uno de los suyos? Eso sería admitir que la KGB comete errores. ¿Estabas allí cuando Jrenov dio la orden de desconectar los sistemas de seguridad?

—¡No, pero lo hizo!

—¿Cómo lo sabes? No estabas presente —insistió Smin—. Créeme, los agentes saben bien lo que Jrenov hizo, y Jrenov responderá ante ellos. Pero no en público. Así que si hay un proceso, y lo habrá, y si testificas, que testificarás, simplemente di lo que viste y lo que hiciste. No lo que crees que sabes por los informes de otra persona. —Dudó, y luego dijo con suavidad—: Todas esas cosas están registradas.

—Y los registros quedarán para siempre en los archivos de la KGB —dijo Sheranchuk amargamente, porque de repente tuvo miedo.

Smin hizo una pausa.

—No necesariamente —replicó con lentitud un momento después—. Recuerda el discurso de Jruschev sobre los excesos del régimen de Stalin. Es posible que todo salga a la luz de alguna forma. —Sacudió la cabeza y sonrió: una mueca lastimera en la cara dañada—. En cualquier caso… Espera, ¿qué es eso?

Sheranchuk también lo oyó.

—Me temo que Arkady Ponomorenko esté gritando de nuevo. ¿Pero qué es lo que iba a decir?

—Sólo que, en cualquier caso, quizá todos tengamos la suerte de morir aquí, en el Hospital número 6. Pero ve a ver a tu amigo. Parece que necesita a alguien.

Una enfermera detuvo a Sheranchuk en la puerta de la habitación del ajustador.

—¿Adónde va? —le espetó—. ¿No ve que no está en condiciones de recibir visitas?

—No soy un visitante sino un amigo, otro paciente. En todo caso necesita a alguien.

—¿Y qué bien cree que puede hacerle ahora? —preguntó la enfermera amargamente. Tras ella, Primavera había dejado de gritar, pero ahora dirigía sobrias y reflexivas consideraciones al aire—. Bien —concedió la mujer—. Supongo que no puede perjudicarle, al menos hasta que vuelva su primo.

Si Volya Ponomorenko no regresaba pronto, no vería vivo a su primo. Sheranchuk estaba seguro de ello. El ajustador boqueaba al hablar. Le contaba al aire que la central nuclear de Chernobyl no tenía derecho a estar donde estaba.

—Son los rusos, sabes —decía con tono febril, ensoñador, mirando al techo—. Ellos son los que la necesitan, no nosotros. ¡En Ucrania tenemos campos y granjas! Cultivamos lo mejor del mundo; no necesitamos sus fábricas ni sus centrales de energía. ¡Si queremos electricidad, tenemos el río Dnieper! ¿así que para qué traer esos artefactos atómicos?

—Ssssh —dijo Sheranchuk, nervioso—. Deberías descansar, Arkady, por favor.

El ajustador no dio signos de haberlo oído. Continuó dirigiéndose al techo, en tono razonador:

—Entonces, ¿por qué tenemos esa central nuclear? Porque los rusos quieren, claro. No es para los ucranianos, no. Es para que los rusos puedan encender la luz en Moscú y vendan electricidad a la gente de Polonia y Bulgaria. ¡Pues que produzcan la suya propia!

—Por favor, descansa —suplicó Sheranchuk, mirando hacia la puerta.

¿Dónde se metían los médicos cuando hacían falta?

—¡Pero no! —volvió a exclamar Ponomorenko, nuevamente alzando la voz—. Los rusos insisten, ¿y qué podemos hacer nosotros? ¿Podemos decirles que no? ¿Podemos acaso pedirles que planten sus asquerosos tarugos atómicos en otro sitio? ¿Podemos vivir libremente en nuestra querida Ucrania, que Bogdan Jelmnitski liberó de los polacos? ¿Podemos siquiera decir la verdad cuando queremos? No, no podemos, ¿y sabes por qué? ¡Te diré por qué!

—¡

Por favor! —exclamó Sheranchuk, y se volvió hacia la puerta—. ¡Enfermera!

—¡Por esto! —gritó Ponomorenko, levantándose y apoyándose sobre los codos—. ¡Porque somos

prisioneros! Los rusos nos han hecho sus esclavos y ahora no podemos liberarnos. Mi único deseo…

Rompió a toser y se derrumbó. Nadie sabría nunca cuál era aquel único deseo, porque la manera en que su cabeza golpeó la almohada, la manera en que uno de sus ojos quedó medio abierto y el otro cerrado, la manera en que abrió la boca, lo decían todo. El valiente ajustador y osado futbolista, Primavera en el grupo de las Cuatro Estaciones, Arkady Ponomorenko, estaba muerto.

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