Check-in

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– En España os falta mucho que descubrir para poder ser considerados servicios de seguridad. Esto lo traje de Estados Unidos conmigo.

– Toma, antes de que explote.

Ver a tres hombres corpulentos, vestidos con traje, y con una corpulencia fuera de lo común, en una misma habitación hacía pensar que se trataría del escenario de una película.

Pero en este caso, el servicio de seguridad que habían montado entre los tres, respondía a esa escena y también a las expectativas que su jefe había depositado en ellos.

Nick pasó el aparato por todas las paredes, allí donde había una intersección o un posible hueco. El aparato, similar a un móvil, emitía una pequeña señal cuyo ritmo aumentaba un poco al acercarse a algún aparato electrónico como la televisión o los propios móviles de los corpulentos inquilinos.

Continuó el proceso por el lavabo y el interior de los armarios y la señal no se alteraba. Parecía que todo estaba en orden.

– Todo está limpio. Ningún micrófono.

– Vale, Nick. Aunque los demás también tenemos trucos a la antigua usanza–dijo Abel, cuya altura de metro ochenta y cinco se veía empequeñecida por los casi dos metros de Nick.

– Aquí tenéis demasiadas limitaciones. En mi país, estamos mejor vistos que los policías y tenemos tanta autoridad sino más que ellos.

– Pues aquí conviene llevarse bien con ellos, Nick. Abel y yo, ya hemos trabajado con ellos varias veces para garantizar el servicio. Ellos no nos estropean la fiesta y nosotros no les estropeamos la suya. ¿Verdad, Abel?

– Cierto, colega.

– Los límites los pondrá siempre el jefe. Si alguna vez un policía se pasa de listo o quiere meter la nariz donde no le llaman, ya lo untará bien untado. A él o al inspector que tenga encima para que le mande no meter las narices donde no le llaman.

– En eso tienes razón, Nick. El jefe consigue lo que se propone. ¿Cuál ha sido la consigna?

– Ninguna. Ha dicho que esperáramos en nuestra habitación, que acababa de entrar en el hotel y que ya llamaría si nos necesitaba.

– Pues mejor que le dejemos libre la habitación por si tiene plan–añadió Sergio, que, con metro noventa, era el mediano de los tres en cuanto a altura.

– Vamos saliendo, cierra, Nick, y no te dejes nada.

Los tres fueron saliendo de la habitación, cerrando todo, y limpiando las huellas que habían dejado en el pomo de la puerta y los muebles. Si alguien entraba en la habitación, además del jefe, querían las menos huellas posibles para poder identificarle.

Se dirigieron a su habitación, numerada con el B-315, y allí entraron, repitiendo la misma operación que habían hecho unos minutos antes. Abel examinaba las cerraduras, y Nick, con su rastreador, palpaba cada pulgada de pared o rincón sospechoso.

Al cabo de breves minutos, todo estaba listo. Nick guardó su rastreador en el bolsillo y los tres depositaron sus grandes bolsas de deportes en la cama.

– ¿Soy el único que ha advertido que sólo hay una cama? –dijo Sergio con una pequeña sonrisa.

– Os la dejo a vosotros. Yo me he traído mi propio saco de dormir.

– ¿Y te vas a colgar del techo con él, Nick? Tendrás que ponerlo en el suelo para poder dormir, y está duro.

– Me basta y me sobra, Abel. Si queréis, compartid cama vosotros, que tanto tiempo lleváis trabajando juntos.

– Igualmente hemos de hacer turnos para que todo el rato haya uno en vela. Que duerma uno en la cama y tú, en tu saco.

– ¿Y cuando sea Nick el que vigile?

– No me importará que ninguno de los dos duerma en mi saco, pero os lo advierto, a esas horas ya habré tenido sueños eróticos y lo notaréis al entrar en él.

– Muy profesional, Nick, muy profesional–añadió Sergio de nuevo.

Si los tres no estallaron en carcajadas en ese preciso momento, era porque eran profesionales. Pero entre los tres disfrutaban el servicio.

– El jefe tiene previsto levantarse entre las siete y las ocho de la mañana. Contando que nos durmamos a las once, deja entre ocho horas de sueño a repartir. Cada dos horas y media, nos turnamos. Primero yo, luego Sergio y por último Nick, cuando ya haya tenido sus increíbles sueños eróticos.

– Me parece fatal el reparto de turnos para acabar en el saco de Nick. Seguro que lo habéis tramado entre los dos.

– Aquí ya sabes que no se trama nada si los tres no estamos de acuerdo en ello, Sergio.

– Creo que hemos hecho suficientes tramas los tres como para no recordarlas, Abel.

– No nos cuesta mucho el hacerlas, seguro. Pero hace ya una semana que no toco la sala de pesas. Si sigo así, no superaré mi marca personal de press de banca.

– Creo que ya levantabas casi ciento sesenta quilos, Nick. ¿Para qué quieres más? Yo apenas llego a los ciento cuarenta aunque en sentadilla consigo superar los doscientos quilos.

– Los dos le dais mucha importancia a la fuerza. Yo prefiero correr a tope en la cinta con un ritmo de cinco minutos el quilómetro durante media hora. Y en pectoral supero por cincuenta quilos mi propio peso –indicó Sergio.

– ¿Habéis hecho ejercicio este par de días? Yo apenas he podido hacer un poco de calistenia en la habitación.

– Pues no mucho, Nick. El jefe nos ha tenido o plantados o durmiendo desde que se ha venido a Barcelona y en el avión no había mucho espacio para hacer nada. ¿Os habéis pesado?

– Yo sí. La báscula me ha dado lo de siempre. Metro ochenta y nueve, noventa y ocho kgs y un 13% de grasa.

– Pues la báscula te ha encogido un centímetro y si es correcta, con ese porcentaje de grasa no estás para reaccionar rápido ante nadie, Sergio.

– ¿Y tú? ¿Estás mejor que eso?

– Me pesé y medí antes de salir, y en este último día y medio no he comido apenas nada y sólo he estado caminando o de plantón, o sea que sólo puedo haber perdido grasa. Metro ochenta y cinco, noventa y cinco kgs y un 8% de grasa.

– ¿Un 8%? No puede ser, estás mintiendo.

– No te miento, Nick. ¿Y tú?

– Yo me he pesado un momento esta mañana y lo de siempre. Metro noventa y siete, ciento cinco quilos y un 10 % de grasa. Y nunca he conseguido bajar de ahí, ni siquiera cuando competía.

– Sí, eso me dijiste. ¿Fuiste a los Juegos Olímpicos?

– No, con mi marca no podía. Eso y las lesiones, fueron lo que hizo que dejara el atletismo–le respondió Nick a Sergio.

– Si lanzabas el disco a más de sesenta metros, seguramente tenías opciones.

– No sabes cómo funciona el atletismo en Estados Unidos, Sergio. Allí, recibes unas becas mayores que aquí por practicarlo, pero al final las marcas van a buscar a los atletas de velocidad o medio fondo para su márketing publicitario y a los demás nos dejan migajas. Por eso, hay tantos ex lanzadores de peso y de disco que acaban en el fútbol americano, e incluso decatletas o velocistas.

– Aquí nuestro atletismo es de risa, o sea que mejor que hubiéramos inventado el fútbol americano. ¿No lo probaste? –se interesó Abel.

– ¿Tú que crees? Pero ni conseguí superar el draft. Era el lanzador de disco americano más fibrado que había por aquel entonces, pero mis marcas a mis veinticinco años no destacaban a nivel mundial. ¿Qué me quedaba? Podía probar un par de años más a ver si mejoraba mi marca pero no iba a consumir más tiempo. Ni tenía patrocinadores, ni opciones y lo dejé.

– Y bienvenido a la seguridad privada, Nick –le añadió Sergio.

– Pues sí. Ahora gano más dinero, pero eso depende de quién te toque proteger. No me iba a meter en esto para vigilar un supermercado, sino a los peces gordos. ¿Y vosotros?

– Yo lo hacía en la universidad, mientras estudiaba. Iba por las mañanas a clase, por las tardes entrenaba y por las noches me tocaba vigilar la misma biblioteca universitaria a la que iban mis compañeros de clase. Imagínate.

– No te hacía tan joven, Sergio.

– ¿Cuántos crees que tengo, Abel? ¿Cuarenta? Sólo tengo treinta años, ahora mismo.

– Tres menos que yo. No te falta nada, casi.

– Unos espermatozoides estáis hechos al lado de mis treinta y nueve tacos.

– Jo, Nick, y yo que pensaba que a esa edad firmabas la prejubilación.

– No, y se lo he demostrado a muchos que querían buscar camorra donde no debían.

– Pues sí, búscatelos. De eso doy fe porque he visto algunas en directo.

– ¿Y tú, Abel, como acabaste en esto? –preguntó Sergio.

– Lo mío es una historia más larga y truculenta.

– De las que me gustan, sigue.

– Estudiaba Empresariales en la facultad y pensaba, ya sabes, ser un ejecutivo de esos, intocable y poderoso, como el cabronazo para el que trabajamos. Cuando estaba en último curso, conocí a una chica. Bueno, más que una chica, era una mujer, porque además era mi profesora.

– A eso se le llama jugar fuerte, sí señor. ¿Aprobaste con matrícula?

– No es lo que piensas, Nick. Era una profesora asociada que daba algunas clases sueltas, no era de la universidad y tenía su trabajo principal fuera. Y era una bicharraca impresionante porque cada vez que íbamos a correr, me ganaba por al menos, medio minuto.

– Ahora sí que, de verdad, me pregunto qué haces aquí.

– Ya viene, Sergio, que eres un impaciente. Estuvimos juntos un tiempo, es más, trabajamos para la misma empresa, yo estuve en administración y ella en el departamento de logística. Pero mi trayectoria y la suya eran muy distintas, mientras yo permanecía en el mismo puesto, ella no paraba de ascender. Al final, ni la veía de la cantidad de trabajo que tenía.

– ¿Y qué pasó?

– Lo acabamos dejando. Y a causa de eso, le cogí tanta manía al trabajo empresarial y de oficina que decidí trabajar en otra cosa más dinámica. Como ya había hecho el curso de seguridad para trabajar un par de veranos, decidí dedicarme a eso como segunda actividad. Pero con los recortes, se convirtió en mi primera actividad, y para estar sentado delante de un ordenador, prefiero estarlo protegiendo a un tío y ganando el triple.

– Es una historia muy bonita, casi acabo llorando. ¿Tienes un pañuelo?

– Tienes los sentimientos en el culo, Nick. No me extraña que estés divorciado.

– Déjalo estar, Abel. ¿Has sabido algo más de ella?

– No estoy seguro. Algunas amistades comunes dicen que se casó y tuvo una hija, otras que con quien se casó fue con el trabajo, otros que acabó de directora gerente de una empresa… no sé a cuál creer ni tampoco los he visto como para confirmarlo.

– Creo que es mejor así. Nuestro trabajo no nos permite mucho contacto familiar en plena temporada. Mi última novia me dejó cuando falté a su cumpleaños.

– Te daré un consejo, y tómalo como un consejo profesional, Sergio. Las mujeres te complican no tan sólo el trabajo.

– El oráculo Nick y sus parábolas. Gracias por el consejo, Nick. La realidad es que poco a poco, voy comprobando eso que me dices.

– Es la realidad. Enamorarse es letal en este trabajo, acabas sufriendo porque no puedes ver a la persona y has de trabajar lejos para ganar el dinero con el que la mantienes. A mí no me quedaba raíces de ese tipo en Estados Unidos y por eso he podido ir pasando de un jefe a otro, sin importarme que el trabajo implicara cambiar de país o continente.

– Bueno, a mí el jefe me reclutó en el mismo país. Mi empresa de Madrid le ha aportado siempre guardaespaldas pero no le suelen durar más de un año porque se queman de seguirle a todos sus viajes.

– Tu caso es distinto, Abel. Te has hecho un nombre en la profesión partiendo desde más años que los demás y no has necesitado trasladarte. Sin haber protegido a muchas personalidades, tienes suerte que te haya contratado un pez gordo como ese que paga demasiado generosamente. Y con demasiado, quiero decir que espera que ese dinero le permita justificar que hagamos todo lo que a él le dé la gana.

– Te comprendo, Sergio. La última vez, se extralimitó cuando nos ordenó que atizáramos a aquél tipo.

– No creo que nos pasáramos. El tío estaba borracho, estaba incordiando, lo apartamos y ya está. Volvió a la carga, no atendió a razones y tuvimos que golpearle. Podría haber llevado un cuchillo u otra arma.

– Somos tres armazones andantes de trescientos quilos de peso en conjunto, Nick. ¿De verdad crees que sólo rompiéndole tres costillas podíamos pararlo?

– Abel, cuando lleves los años que llevo yo en el oficio, te darás cuenta de dónde la gente puede guardar las cosas más insospechadas. No justifico al jefe, porque se mete con saña contra todo el que puede, pero sí digo que no se pueden dar segundas oportunidades en esta profesión porque a la segunda te puedes encontrar un cuchillo clavado en tu cuerpo–mientras Nick decía esto, se bajó un poco el cuello de la camisa para enseñar una cicatriz a la altura de su clavícula izquierda.

– Vale, compañero, lo que tú digas. Pero hay límites que no pienso atravesar. No voy a exponerme a ir a la cárcel por cumplir con mi trabajo.

– Tú, en cambio, Sergio. No parece que estés en esta profesión por accidente o necesidad, la has hecho desde siempre.

– Bueno, Nick, la necesidad hace al diablo, dicen. Y cuando estaba acabando los últimos cursos de universidad ya vi que el futuro se presentaba muy negro. Comenzaba la crisis y los salarios mileuristas y a mis ex compañeros no les ha ido mejor que a mí. Casi todos los que conozco están en trabajos donde cobran menos que yo.

– ¿Seguro? Mira que los de empresariales o recursos humanos siempre dicen que cobran bien. Bueno, en parte porque son los que recortan a los demás trabajadores para poder mejorar ellos su sueldo.

– Como el que protegemos, Nick. Como el diablo al que protegemos y que nos acabará contaminando con su sentido maligno si le dejamos hacerlo.

– El jefe es uno de los elementos más cabrones que me he topado en este mundo. Pero sabe lo que se hace. Ha escogido jugar a un juego en el que se gana más por malo que por bueno y él lo ha asumido enseguida. Sabe las cartas que le toca jugar y siempre saca la más alta, Abel.

– Yo no pienso hablar nunca más con ninguna de sus amantes o aun pensará que estoy tirándoles los trastos y me hará la vida imposible.

– No tienes la suficiente maldad para eso, Sergio.

– Pues tú no eres precisamente un angelito, Abel.

– Mis cosas malas prefiero reservármelas pero lo que es seguro es que todos tenemos un lado oscuro que no queremos que nadie vea.

– Lo dicho, aquí todos somos unos pobres diablos.

La risa general resonó en la estancia mientras escucharon la puerta de al lado.

– ¿Es la puerta de al lado?

– Sí, Abel, es el jefe, que ya ha subido.

– Pues a estas horas poco habrá podido cenar abajo.

– Oigo unas risas, Nick.

– La suya es estridente con sonido de acordeón de malvado cabronazo, Sergio.

– ¡Ésa no! Otra. Unos pasos delicados. Está con una mujer.

– Pues que yo sepa, ha dejado a sus queridas en Madrid.

– Pues esta es nueva, Abel. Ahora sólo se oye la tele.

Sergio continuó con la oreja pegada a la pared mientras Abel y Nick se incorporaban. Las manos de ambos estaban preparadas, dirigiéndose a sus armas, por si había que irrumpir en la habitación, corriendo.

Las paredes permitían conocer lo que sucedía al otro lado. Sonidos más altos que pulsar un botón, se oían perfectamente si uno ponía la oreja pegada a la pared. Y para la profesión de los tres miembros del equipo de seguridad, era primordial saber lo que deparaba el entorno de su protegido.

La larga pausa y un sonido, que identificaron como música de fondo del ordenador, les tranquilizaron. El jefe estaba consultando el ordenador, seguramente para acabar sus negocios de mañana, y tal vez, si era lo suficientemente precavido, comprobando la identidad de la persona con quien estuviera. De hecho, estaban seguros de que lo era, puesto que había realizado muchas otras veces el proceso enfrente de ellos.

Un día, les enseñó el software de reconocimiento de huellas para que, si alguna cosa sucediera, pudieran identificar antes que la policía, al que hubiera causado algún percance y perseguirlo por su propia cuenta. Nick se sorprendió por el software e, incluso para él, que estaba muy versado en temas tecnológicos de seguridad, lo que tenía su jefe instalado en el ordenador era de ultimísima generación.

– Si el jefe ya comprueba la identidad de con quien esté, y al cabo de un minuto no nos está llamando, quiere decir que está limpia y es de fiar–dijo Nick.

– Mejor para nosotros. Pero mejor que comencemos con los turnos de vigilancia. Empezaré yo y, si queréis, podéis empezar a dormir.

– Como veas, Abel. Yo prefiero seguir escuchando un rato más pero te tomo la palabra en veinte minutos.

– El protocolo será una ronda por las plantas del edificio cada vez que hagamos el cambio de turno, durante cinco minutos, y volver aquí. Así uno permanecerá en la habitación, despierto, mientras el otro revisa los alrededores. Dejad abierta la comunicación en todo momento.

– Pues siendo así, me voy al saco. Seguid escuchando si queréis y de aquí a unas cinco horas me despertáis para mi turno, si es que no ha habido nada nuevo antes.

– Vale, Nick. Buenas noches.

– Tómate este lapso de tiempo si quieres mientras escucho, antes de iniciar tu turno, Abel.

– Vale, compañero, con tu permiso.

Abel aprovecharía ese lapso de tiempo para sacar algunas cosas de su bolsa. Simplemente, lo más necesario y básico, porque debía estar preparada en todo momento para salir corriendo con ella si la integridad del jefe se ponía en peligro.

Nick ya dormía en su saco. Tenía la misma facilidad para dormirse que para despertarse, alertado por cualquier ruido inesperado, por ínfimo que fuera.

Esa noche, hablando con él y Sergio, le había ido bien al fin y al cabo. Había conocido un poco mejor a sus compañeros de equipo, un lujo que no podían permitirse en las largas vigilancias en estático que hacían mientras su jefe cerraba negocios. Una posición que mañana, seguramente, deberían volver a repetir mientras se sentaba a negociar con otros peces gordos de igual calibre.

Se habían desempolvado muchos recuerdos. Y algunos eran más dolorosos que otros al no haber pensado en ellos durante mucho tiempo.

Se permitió el lujo de relajar su mente por un momento, sin pensar en que estaba cumpliendo un servicio de seguridad, y en su móvil buscó una imagen que tenía guardada. Una imagen en la que salía una versión suya, más joven, de hacía unos siete años. Y a su lado, una chica con una sonrisa marcada que hacía un gesto de aprobación a la cámara. Había pasado mucho, mucho tiempo…

“Aurora”, murmuró antes de tumbarse en la cama, esperando a iniciar su turno.

B- 103

Richy estaba esperando impaciente. El vuelo FR 3517 estaba a punto de llegar y con él, su esperada musa a la que llevaba semanas deseando ver y preparando para que todo pudiera ser perfecto.

El aeropuerto de El Prat era un caos constante de gente entrando y saliendo. Pero al menos tenía muy delimitada la zona de llegadas y eso permitía localizar rápidamente a los pasajeros que venían de los nuevos vuelos.

Llevaba un par de meses chateando con Katrina y parecía que se iban a gustar. El punto a favor para él era que una amiga de Katrina ya residiera en Barcelona y saliera con un conocido de Richy. De hecho, ella era la que le había pasado a Luis los datos de su amiga, y la que la había animado a venirse una semana a España para que estuvieran una semana los cuatro juntos. Como los exámenes universitarios habían acabado, dispondrían de una semana libre antes de que las clases del segundo cuatrimestre comenzaran de nuevo.

– ¿Y dónde la vas a llevar? ¿A casa de tus padres? –le había preguntado su amigo Raúl, un par de días antes.

– No, he alquilado una habitación de hotel para toda una semana.

– Querrás decir reservado. No sé, tío, tú mismo. Anastasia cree que podría estar en casa de tus padres.

– Podríamos haber estado con vosotros, en el piso de alquiler de Anastasia.

– ¡Qué dices! Ella ya comparte piso con otros tres estudiantes y el único que entra allí por su parte soy yo. Y no vamos a hacer allí un hueco para estar los cuatro, alegremente, durmiendo en la cama. ¿Te piensas que esto es una orgía o qué?

– Pues a casa de mis padres no iba a llevarla. Para una vez que llevo una chica, no me iban a dejar en paz.

– Eso es una verdad como un templo. Eres un friki en toda regla. A ver qué día dejas ya de perderte en tus mangas y vídeos de youtube para aterrizar en el mundo real.

– Pues hay gente que se gana la vida haciendo eso.

– ¡Sí, pero no tú! ¡Que tienes ya casi treinta años y no has trabajado en tu vida! ¡Haz algo útil! Si España está en crisis y los tíos que tienen dos carreras se han de ir al extranjero para trabajar, ¿tú a qué aspiras? Cuando vayas al aeropuerto, deberías estar cogiendo un avión para ir fuera en vez de estar esperando a una chica de fuera del país.

– Mis padres me quieren. He escrito algunos libros y si una editorial me los publicara, me forro.

– Richy, a ver cuándo creces. Véndele esa historia a quien quieras, pero no a mí. Yo me he sacado mis títulos, he currado de becario, he tenido que aceptar suplencias de un tercio de jornada y muchas más cosas que tú no has tenido huevos de hacer, todavía. Si te molesta que te diga la verdad a la cara, deja de vender una mentira, al menos por respeto, porque hay mucha gente que no puede permitirse, como tú, el no hacer nada por gusto mientras le mantienen los padres.

– Eso es envidia porque tú no publicaste nunca nada.

– Ni tú tampoco. Los grandes autores tenían otros trabajos antes. Habían sido abogados, médicos, maestros y otras profesiones que les ayudaron a adquirir experiencias para escribir. Escribir fue un hobby que pudieron explotar, pero ya tenían sus trabajos para vivir de ellos, no usaban el hobby de excusa para no trabajar.

– Ya lo verás, ya.

– No, si ya lo veo ahora, ya. Tú mismo.

– Es mi vida, yo decido.

– Es tu vida y te la estás perdiendo. No sé ni porqué dejé que Anastasia te diera los datos de su amiga. ¿Crees que tener un lío con una chica rusa va a cambiar en algo tu vida?

– Pues en algo la cambiará. Tú estás igual que yo, tienes un lio con una.

– Perdona, pero no es lo mismo ni estoy igual que tú. Yo tengo un trabajo y con Anastasia tengo una relación. Ella también tiene su trabajo y ha venido a aprender idiomas. Su amiga sólo viene a ver lo que pesca.

– Pues me pescará a mí. Una semana en un buen hotel de Barcelona y lo pasaremos genial.

– De verdad que en estos momentos me arrepiento de que nos burláramos porque nunca hubieras tocado a una mujer. Pero como a una chica de aquí eres incapaz de pedirle nada que no sea la hora…

– Mira, déjame en paz. Ya te llamaré cuando la tenga en el hotel para que los cuatro salgamos por ahí.

– Haz lo que quieras. Me da igual. Ya llamarás o algo me dirá Anastasia.

Recordaba la conversación mientras seguía esperando a que apareciera Katrina por el pasillo de pasajeros recién llegados. Richy sujetaba una pequeña pancarta en la que ponía “Welcome, Katrina” de forma patética. No era lo más agradable del mundo ver que un pequeño barbudo con gafas, que parecía salido de las minas de Moria de “El Señor de los Anillos”, estuviera esperando con un pequeño cartelito en el que se reflejaba tu nombre.

Entre las innumerables cabezas que salían de la nueva llegada, una con cabellera rubia se giró al ver una pancarta con su nombre. Era Katrina, la chica con la que había chateado Luis durante dos meses y cuya cara quedó desencajada al ver quién le esperaba. La impresión visual de Richy en el mundo real era muy distinta que la que había dado por la cámara del chat.

– ¡Ehh, ehh, Katrina, estoy aquí! –los gritos de Richy alteraban aún más los nervios de la pobre chica rusa que no sabía ni donde mirar

Muy a su pesar, debido a la cantidad de gente que miraba en su dirección, se acercó a donde estaba Richy.

– Da, no grites. Soy Katrina y tú… ¿Richy?

– ¡Sí, sí, soy yo! ¡Ya me habías visto por la cámara!

– Da, pero te veo…diferente.

– ¡Pues tú estás igual! ¡Muy guapa!

Para Richy era una auténtica novedad estar con una mujer. Su exaltación molestaba a todos los que tenían alrededor que pensaban estar delante de un adolescente primerizo antes que de un hombre de treinta años.

– ¡Vamos! ¿Qué quieres hacer? ¡Te llevo las maletas!

– Nyet, espera…

El ímpetu de Richy no podía ser frenado por las súplicas de Katrina. Se sentía desbordada por la hiperactividad de su confidente de chat, cuya excitación por estar cerca de ella era demasiado evidente.

Lo siguió como pudo, ya que antes de que pudiera evitarlo le había cogido sus dos maletas y llevaba una en cada mano, atravesando la terminal.

En la terminal paraba una cantidad interminable de taxis, que se reponían a medida que un nuevo pasajero los invadía y tomaba rumbo a su destino.

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