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Antes de que los Fabregat se precipitaran sobre el aparato telefónico, han sufrido el proceso lento y apabullante de la angustia.

Ha empezado con el saludo confiado, al llegar del híper, «¡Eh, nena, ya estamos aquí!», que no ha recibido respuesta. Los padres se han mirado con disgusto, «esta cría, cada vez es más maleducada, qué antipática, por Dios!».

Cuando han acabado de meterlo todo en el frigorífico y en la despensa, han vuelto a gritar: «¡Nena!» y les ha parecido que a su llamada respondía un silencio más denso, profundo y quieto que nunca. Han mirado en la habitación de Eva y el grito, «Eva, ¿no me oyes?», se ha quebrado al comprobar que no está.

—No está.

—¿Cómo que no está?

—No está.

Y tampoco la encuentran en el estudio embobada delante del ordenador.

—¡... y en el armario no está su ropa!

Ni la mochila, ni sus recuerdos más queridos, la primera muñeca que tuvo, las cajitas de tesoros, la bisutería. Y ha vacíado la alcancía.

El mundo se hunde. Todas las expectativas, todos los proyectos, todas las ilusiones se esfuman. Los padres que ayer, y anteayer, pensaban que serían mucho más felices sin hija, hoy tienen que reconocer que, sin hija, su vida no tiene sentido. Se han acostumbrado a vivir con ella, con todas las alegrías que les ha procurado, pero también con todos los disgustos, que los disgustos también son vida, y ahora todos los disgustos se resumen en uno, que les provoca un miedo abismal. «¿Qué le ocurrirá, dónde irá, qué será de ella?». Eva es la obra más importante que este hombre y esta mujer han hecho en su vida, una joya única que han cortado y pulido invirtiendo en ello cantidades incalculables de amor, de abnegación, de sacrificio, de energía, de ternura, y ahora no pueden soportar la hecatombe de perderla. Descarada o no, amtipática, hostil, odiosa a veces, pero también infantil, ingenua, divertida, espontánea, amorosa, frágil, con tanto por aprender, sobre todo, con tantas cosos por enseñarle, que no hay derecho a que ahora se interrumpa el proceso. Es su obra suprema, lo mejor que han sabido hacer los señores Fabregat. Mucho más importante que la empresa que ha levantado el señor Fabregat dedicándole más de doce horas diarias durante años y años, mucho más importante que el trabajo monótono y funcionarial de Teresa y que su dedicación a la casa y a la cocina. Infinitamente más importante es Eva. Y ahora la han perdido. Mucho peor: se la han robado.

—¿Qué le quería decir yo? Que... Eeeee... ¡Que Eva se ha escapado de casa!

Alicia, en este momento, ya cree que el pobre Chesco es inocente y ya hace rato que sus pensamientos han continuado el discurso por su cuenta.

El último mensaje de Supermask decía «Busca en el bolsillo delantero de tu mochila. Nada más.» Qué quería decir con aquello? Piensa la policía: quiere decir que Supermask había podido meter algo en el bolsillo delantero de la mochila. O sea, que había tenido acceso a la mochila. y ¿qué podía haber metido en ella? Un mensaje escrito. Imaginemos que fuera un mensaje escrito. ¿Qué otra cosa podía ser, si no? Tenía que decirle algo. Le dice «Busca en el bolsillo delantero de tu mochila.» Quiere comunicarse con ella de otra manera. Por escrito. ¿Y eso qué significa? Que Supermask sabía que Eva no tenía móvil para comunicarse con ella. Cuando lo echó en falta, Eva fue a la sala de profesors para protestar de que el insti era una cueva de ladrones. Y Supermask tuvo que poner el mensaje la misma mañana en que le quitaron el móvil a la chica, en las horas siguientes, de manera que tiene que ser alguien del instituto.

Alguien que sabe suficiente informática como para montar una combinación tan ingeniosa y alambicada, y que conoce a Ernesto y a Eva, y que tiene acceso a los nicks y passwords de los alumnos, y que ha podido perder los tiquets del restaurante en la clase de Tecnología.

Alicia marca un número en el móvil. No sees preocupa de ser prudente ni de hacerlo en voz baja porque ya sabe que el interrogatorio que están llevando a cabo no los conducirá a ninguna parte. Habla:

—¿Ernest Codina?

—Sí, sí. Soy yo.

—Soy la subinspectora Alicia Garvey, de la policía. Tengo que hacerte una pregunta.

—Diga.

—En el hecho de que no tengas antivirus, ¿el profesor de Tecnología ha tenido algo que ver?

Un silencio.

—Bueno... Sí. Me dijo que no hacía falta, que los antivirus tienen más inconvenientes que ventajas. Impiden que te cargues algunos programas que a mí me interesan, sirven para que tus padres controlen por dónde navegas...

—Gracias —dice Alicia.

Llama a otro número. Ahora, los ojos de Amadeu, el responsable de seguridad del centre y de Chesco ya están fijos en ella, y se ha interrumpido el interrogatorio. Es entonces cuando Alicia se da cuenta de que está a punto de cometer una indiscreción y se aparta el móvil de la oreja mientras suenan los tonos de llamada y dice:

—Soltadle. No es él. —Y a Chesco—: Perdone las molestias. Lo siento mucho.

Entretanto, ha abierto la puerta y sale al pasillo gris e inhóspito, y allí habla con libertad.

—¿Señor Mediavilla?

Se ha puesto en contacto con el director del instituto, que le dio una tarjeta y le dijo que contara con él cualquier día a cualquier hora.

—Necesito —dice la policía— la dirección del profesor de Tecnología de su instituto. Urgentemente. Ahora mismo. ¿Cómo se llama?

—¿Cómo se llama? ¿Pero para qué quiere saberlo? Se llama Pedro Galabarte. Y espere un momento. No sé para qué quiere saberlo... Ahora le doy su dirección...

—Por favor, es muy urgente.

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