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Ayer por la noche, no tuvieron bronca.

A veces, ocurre.

Quizá fue que Eva se quedó demasiado asustada después de haberle enviado a Supermask una fotografía mostrándole el pecho. ¿Y si ahora se la enseña a todo el mundo, colgándola en la red?

Estuvo toda la noche esperando que volviera a llamarla y eso la mantuvo callada, nerviosa, apabullada y obediciendoe. Sus padres estuvieron amables, demasiado charlatanes, haciendo muchas preguntas (como siempre) que ella no respondió y, en cuanto terminó la cena y levantaron la mesa, le permitieron que volviera al ordenador. Pero, a aquellas horas, Eva ya tiene muy poco interés porque Supermask no se conecta nunca después de las nueve.

Soportó mal el poema de Jazzsinger, que rimaba sabios con labios y guapetón con lametón y le respondió con un escueto «Cerdo imbécil».

Esta mañana, se ha escabullido hacia el insti sin dirigirles la palabra y casi sin desayunar. Le ha parecido que se preparaba muy mal rollo: miradas de angustia profunda y la tendencia de su madre a abrazarla y acariciarla y darle besos en plan dramático. La ha rechazado como si se temiera que tantas muestras de afecto fueran presagio de sermones o recriminaciones o discusiones con gritos e histeria.

Muy entera, muy dura, muy decidida, se dice que está a punto de romper para siempre, con sus padres y con todos los malos rollos de casa y del insti y, por tanto, tiene que pasar de tanta sensiblería. Se acabó.

Y en el metro, cuanto más piensa en ello más triste se pone, y se le escapa el llanto, como a una tonta, con la cabeza apoyada en un rincón, horrorizada por la posibilidad de que alguien le ponga la mano en el hombro y le pregunte si le ocurre algo, si necesita ayuda, y sólo la consuela pensar en Supermask, «sí, sí, necesito una ayuda que sólo Supermask puede darme».

Después, viene el largo, larguísimo jueves de instituto. Sociales con Adelaida. Blablablá que a Eva no interesa en absoluto. Mientras ignora el discurso monótono, Eva mira a su alrededor y se va despidiendo de todos. De Ernesto, de Elisenda y las Tiburonas, de la Pasmada de gafitas. Piensa que a lo mejor el lunes ya no estará aquí. Tendría que huir este mismo fin de semana.

Pero ayer Supermask no llamó. Y, si no hablan de viva voz, no podrá hacer nada, no podrá huir.

Eva se pasa un rato pensando cómo debe de ser Supermask. Ya sabe que es mayor que ella. Es un adulto, ya lo sabe y no le importa. Muy al contrario: eso le da seguridad. Será una persona que sabrá moverse por la vida, con recursos y dinero. Le dará toda la seguridad que Eva necesita. Y, además, le ha dicho que lo conoce. ¿Quién puede ser? ¿Lo conocerá mucho o poco? ¿Será un amigo o sólo un conocido? ¿O un pariente?

Adelaida, cuando acaba la clase, la retiene:

—Un momento, Eva, espera. —Y Eva se espera sin mirarla a la cara, impaciente, esperando reproches o discursos. Pero Adelaida sólo la mira fijamente y se limita a decir—: No tendrías que ser cruel con quien te quiere ayudar, Eva. La ayuda puede llegarte de donde menos te lo esperas.

Eva responde:

—Vale.

Y se escabulle.

Lleva el móvil conectado aunque está totalmente prohibido en todo el instituto y la castigarán si la ven hablando por él, pero necesita estar conectada con Supermask porque, si no se ponen de acuerdo, no podrá huir, no podrá huir.

En algún otro momento de la mañana, el Tolondro de Tecno la llama por el pasillo.

—Eh, Eva. Ven un momento, ¿quiere?

A Eva le parece que la mira de una manera especial, profunda y compasiva:

—Ven, que me ayudarás a poner los altavoces en su sitio.

A ella le parece un sarcasmo, un castigo. Ella no sacó los altavoces de allí. Ella no tuvo nada que ver con la gamberrada del wáter de profesores. Y, como si le leyera los pensamientos, mientras están conectando los cables, el Tolondro le dice:

—Sé que no lo hiciste tú. —Ella asiente con la cabeza, resignada, dando a entender que le da igual lo que piense la gente, que el daño ya está hecho—. Hablaré con el director.

Eva salta:

—No, no lo haga. Ya no vale la pena. Los que me odian ya me odian bastante y los que me compadecen, ya estoy harta de que me compadezcan. Que se metan su compasión donde les quepa.

El profe de Tecno mueve la cabeza, como admirado, y se diría que no puede quitarle la vista de encima.

Y quien tampoco parece que pueda quitarle la vista de encima es Chesco, que se encuentra al otro lado del aula, hurgando en un ordenador. Tan simpático, con su sonrisa, sus cabellos blancos que contrastan con el rostro joven y jovial como si alguna bruja mala hubiera querido poner aquel toque de vejez en alguien que había conseguido la eterna juventud.

El Tolondro no dice nada més que «gracias» cuando acaban su trabajo. Entonces, en el momento de salir (de huir, porque Eva siempre está huyendo de todas partes), Chesco le sale al paso, la agarra del brazo y se le acerca, confidente:

—¿Sabes qué tienes que hacer? —le dice, mirándola con intención e intensidad, como el vidente que envía un mensaje telepático, más profundo que las mismas palabras—. Enviarlos a todos al cuerno.

Eva sale del aula maravillada. Realmente, podría pensar que el técnico informático le ha leído el pensamiento.

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