Chats

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Un par de horas más tarde, los señores Fabregat entran en la Fiscalía de Menores.

Han ido primero a la comisaría del barrio y allí les han dicho que los temas de menores ya no son competencia del Cuerpo de la Policía Nacional sino de la Policía Autonómica y que el Grupo de Menores se encuentra en la Fiscalía de Menores, en la calle Roger de Flor, cerca de la Estación del Norte, junto a una gasolinera.

Han llegado, tímidos y asustados, un poco encogidos. Los han hecho pasar por un detector de metales y los han dirigido al primer piso donde les dicen que está la Comisaría de Menores, y es allí donde hay que poner la denuncia. El edificio está en construcción o reconstrucción, a las paredes les falta una mano de pintura, hay herramientas de albañiles y pintores por todas partes, como si los Mossos de Esquadra acabaran de llegar y se estuvieran instalando en aquel preciso momento.

La Comisaría es una habitación no mucho más grande que la sala comedor de casa de los Fabregat, con cuatro o cinco mesas ocupadas por cuatro personas de paisano atentas a la pantalla de un televisor, o escribiendo a mano, o hablando por teléfono.

Un joven corpulento, en mangas de camisa, corbata floja, cabello abundante y negre, muy corto, de manera que le forma una especie de mano de pintura sobre el cráneo, les hace señas para que se acerquen y se sienten, que ya les atenderá en cuanto termine de hablar por teléfono.

—No, no se preocupe está diciendo. El niño está en una casa de acogida y no tendrá que declarar en el juicio —Se despide, cuelga el auricular, se dirige a los recién llegados—. Ustedes dirán.

Se explican. Tienen miedo de que su hija, de trece años, esté siendo abducida por un pederasta. Tomás lo dice así, «esté siendo abducida» y en seguida se arrepiente de ello porque ahora el policía se creerá que son unos bobos, paranoics que no tienen otra cosa que hacer que andar molestando, y no les hará ningún caso.

El joven no se inmuta. Ni acepta ni rechaza. Al señor Fabregat le parece que lo mira demasiado fijamente, como si sospechara de él.

—¿Y por qué piensan eso?

—Hemos tenido acceso a las conversaciones que mantiene por la noche...

—Bueno, durante todo el día, en realidad, porque no hay manera de que se separe del ordenador...

—El mismo messenger permite acceder a las conversaciones, y grabarles y, después, imprimirlas.

En una carpeta amarilla, muy bien ordenadas, han traído fotocopias de las conversaciones, y de fotos recibidas y enviadas por Eva. Se la entregan al policía, que estudia la documentación con tanta gravedad como si fuera una orden judicial o ministerial, y como si quisiera aprendérsela de memoria. Sus gestos impacientes y enérgicos hacen pensar en un policía duro y temible para todo el que quiera saltarse la ley. Tiene el cuello muy ancho, debe de costarle encontrar camisas que no lo ahoguen, y las manos gruesas, pesadas; y bajo la camisa se le adivina una musculatura de atleta.

—¿Cómo se llama, la niña?

—Eva.

—En su correspondencia se hace llamar «Nos» —murmura el policía.

—Sí...

—Es curioso. Nos es una palabra que sugiere muchas cosas. Puede ser el nos de nosotros, como el plural que usa el papa, un nosotros que da importancia, que se reafirma. Pero también es una negación en plural: muchos noes juntos. Yo soy muchos nos, que es como decir que no soy nadie. Si mezcláramos esos significados, ¿verdad? A lo mejor podríamos extraer conclusiones interesantes.

Los señores Fabregat se miran. El policía continúa leyendo en diagonal y pasando folios. Pregunta:

—¿Cómo está la niña en casa?

—No hay mucha comunicación —dice Tomás—. Yo tengo una pequeña empresa, y no dispongo de personal suficiente, porque no puedo permitírmelo, y lo que no me hacen los otros tengo que hacérmelo yo. Quiero decir que estoy poco por casa, llego tarde, y... y mi esposa también trabaja...

—¿Y cómo se llevan con la niña?

El policía no levanta la cabeza de la lectura, y Tomás Fabregat piensa que este hombre no debería leer tan de prisa y hablar al mismo tiempo, que apenas está echando una ojeada superficial, y que de esta manera no puede comprender la gravedad de los hechos.

—¿Cómo nos llevamos? —interviene Teresa—. Mal. Ya sabe lo que pasa. Por la mañana, me pregunta «Mama, ¿qué me pongo?», yo le digo «Ponte esto», y ella «¿Estooo?», como si le hubiera dicho un disparate. Entonces, ¿por qué me lo pregunta? Parece que le guste discutir y llevarme la contraria.

—La adolescencia —dice el agente—. Para formarse una opinión propia, tiene que rechazar la que le imponen. O sea, tiene que llevar la contraria. Es ley de vida. ¿Y amigos, en el barrio?

—Tuvo algunos, pero... Salía con una pandilla pero, un día, este verano pasado, dos de los chicos del grupo la arrinconaron en el parque... —Ahora sí, el policía levanta la vista y frunce el ceño. Esto sí que le interesa, mira por dónde—. La besaron, le metieron mano, y ella se asustó. Bueno, y nosotros también nos asustamos. Desde entonces, dejó de salir, y a mí ya me pareció bien que se quedara en casa viendo la tele. Entonces, le entró la fiebre del messenger.

—En el mismo instituto les enseñaron a utilizarlo —dice Tomás Fabregat con tono de recriminación, como si quisiera hacer culpables de todo a los profesores del instituto—, con toda la historia de los passwords y los nicks y todo eso. Incluso tuvieron que hacer un trabajo sobre el tama...

—¿Chatea con amigos...? —pregunta el policía—. Quiero decir, con gente que conoce personalmente, o lo hace con desconocidos.

—Desconocidos —dice Teresa—. Los conoce a través de chats, o de fórums, o son amigos de un amigo de un amigo.

El policía hace una mueca de disgusto. No lo aprueba.

Así fue cómo empezó todo. Las sospechas, los miedos, la vigilancia furtiva, violación de correspondencia, sustos, impotencia. En las primeras conversaciones que sorprendieron, Supermask ya destacaba por encima de los otros corresponsales.

Ahora, las palabras de los Fabregat ilustran los folios que el policía tiene ante los ojos.

Supermask no habla nunca de sí mismo, sólo pregunta. Empezó atendiendo y estimulando las quejas de Eva y respondiendo con un discurso halagador y seductor. «Me gusta mucho lo que has dicho», «seguro que eres una chica muy guapa», «pensar bien hace hermosos los ojos: tú debes de tenerlos preciosos», «me gusta cómo miras el mundo, aunque a ti posiblemente no te guste lo que ves, pero quizá la tuya sea una mirada demasiado descarada, y pueden hacerte daño», «explícamelo todo: puedes confiar en mi», «ostres, nena, entiendo que debes de estarlo pasando muy mal». Después, le recomendaba libros, como «Diálogo de cortesanas», de Pierre Louys, o la película «Harold y Maude», que acababa de salir en dvd.

Un día de la semana pasada, Eva preguntaba:

—Kuando ns conozcamos k m haras¿?

Y él respondía:

—Todo lo k m pidas, todo lo k haga falta para hacerte feliz.

Eva le correspondía con una entrega absoluta y ciega. «Eres el único que me comprende», «todos me putean menos tú», «te kiero mucho = tkm», y un montón de iconos expresivos: la carita que guiña un ojo, el corazón, los labios del beso.

Hasta llegar al «¿Px no te masturbas, ahora, y te sentirás mucho mejor¿?» y al «Enséñame un pecho, si me quieres, lo harás» de anoche.

El policía, de repente, suspira como si estuviese harto de oír tonterías, se pone de pie y, con la carpeta bajo el brazo, va hacia la puerta. Habla con alguien del despacho de al lado.

—Alicia, ¿estás libre?

—En esta santa casa, nadie está nunca libre —contesta una voz jovial, cargada de sentido del humor.

—Ven un momento, ¿quieres?

Entra una chica joven y hermosa, con el cabello rubio recogido en cola de caballo, vestida con una camisa de corte masculino, abierta en el cuello para permitir que se vea en el escote una cruz dorada. Tomás Fabregat piensa que es demasiado bonita y demasiado esmirriada para ser policía. No se la imagina luchando cuerpo a cuerpo con un delincuente peligroso. Y, además, usa gafas. Unas gafas de miopía detrás de las cuales observan con mucha atención unos ojos azules y frágiles de expresión dulce. Su sonrisa espontánea se encuentra con unos señores Fabregat tensos y asustados.

El policía corpulento vuelve a sentarse y le enseña los folios fotocopiados del msn.

—Mira esto —dice, lacónico.

La llamada Alicia apoya las manos en la mesa y se pone a leer con mucha atención.

—Fíjate —le indica él—: se firma Nos. Una palabra polisémica, ¿te das cuenta? Es una chica que quiere reivindicarse: no soy una cualquiera, soy yo, más que yo: Nos, como el papa de Roma, ejercer algún tipo de autoridad. Pero, al mismo tiempo, se niega. «Nos» también es negativo. Muchos noes.

Alicia mira a los señores Fabregat con expresión un poco escéptica.

—A Manuel li encantan estas cosas —comenta.

—Las palabras siempre dicen mucho más de lo que nos parece —se excusa él.

—Va, déjame leer —dice ella, de buen humor. Sonríe un poco, pero no es el momento de bromas, de manera que recupera la seriedad, agacha la cabeza y continúa con la lectura.

—¿Y amigos o amigues en el instituto? —continúa el interrogatorio el policía que se llama Manuel.

Los padres se miran. Niegan con la cabeza. Hacen muecas.

—En el instituto, me parece que hay mal rollo, en el instituto —dice él.

—Bueno, no nos cuenta nada —la madre.

—Sabemos que hay mal rollo, pero no nos cuenta nada. Le molesta que le preguntemos.

Alicia no aparta los ojos de los papeles, que va hojeando con manos nerviosas, con tanta atención que el matrimonio Fabregat se alarma. Como si ese interés tuviera que ser directamente proporcional al peligro que corre Eva.

—Yo no sé si la hemos valorado poco —está diciendo Tomás Fabregat—, pero lo cierto es que ella se valora muy poco. No se gusta, ni en cuerpo ni en alma, y cree que no puede gustar a nadie, y no tiene ninguna confianza en su inteligencia ni en su fuerza. y no hay manera de convencerla de lo que vale. Es como si se hubiera abandonado, como si se hubiera rendido.

El policía corpulento asiente y asiente, como si estuviera muy de acuerdo con ellos, pero al mismo tiempo pensando en otra cosa.

—Y nosotros —interviene Teresa— no sabemos qué hacer. Porque parece que no sirve de nada decirle que sí, que vale, que es guapa, que es inteligente, que sacaría buenas notas si se pusiera a ello con interés. No sabemos qué hacer y ella, como se tiene en tan poca cosa, yo creo que se entrega a los demás como sea, buscando afecto desesperadamente, no sé si me entiende. Cualquiera que le diga algo bonito podrá hacer con ella lo que quiera...

Alicia levanta la vista de los papeles y parece preocupada y dolida.

—Sí, sí —dice.

¿Sí, sí?

—¿Le parece tan grave? —hace Tomás Fabregat, con la boca seca.

—Sí, y supongo que a ustedes también —dice la chica—. Si no, no habrían venido. —Y se vuelve hacia el joven corpulento para contrastar las conclusiones que ha sacado de los escritos—: El que escribe esto es un adulto, y no es inocente.

—¿Cómo lo sabe? —salta la madre, desafiante.

—Nosotros —se precipita el padre, irritándose porque a lo mejor este bestia no sabe de qué habla y ahora está haciendo una montaña de un grano de arena—, nosotros pensábamos que a lo mejor no es más que una gamberrada, un compañero del instituto que juega...

Los dos policías ya están negando con la cabeza.

—La manera como escribe. De vez en cuando pone una ka y una abreviatura, pero se le escapan acentos, y haches, que un chaval no pondría nunca, con este código que han inventado. Aparte de las frases que utiliza, y toda la estrategia de seducción. El libro «Diálogos de cortesanas» es muy erótico. «Harold y Maude» es una película en que una anciana se hace amante de un adolescente. Aquí tenemos a un adulto que está seduciendo a una niña, y lo hace muy conscientemente, y ella se le está entregando muy conscientemente.

—¿Y qué podemos hacer?

Dice Alicia, haciéndose cargo de la situación:

—Activaremos el tema esta misma tarde. Yo ahora hablaré con el fiscal. Manuel: habla con los compañeros de delitos informáticos porque quizá sea conveniente intervenir su ordenador.

—¿Y, si detienen a este pederasta...? —pregunta Tomás Fabregat con voz temblorosa—. Cuando lo atrapen, ¿qué le harán?

Manuel y Alicia se miran. Suspiran. No parecen muy optimistas.

—Mire —dice Alicia—: Si hay suerte, encontraremos en su casa una colección de fotografías pornográficas de abusos sexuales a niños, y muchas conexiones en el ordenador que nos permitirán desmantelar una red y lo empapelaremos y saldremos en los periódicos. Si no hay suerte, no encontraremos nada de todo eso y no creo que posamos hacer mucho más que pegarle un buen susto.

—Pero, esto que le está haciendo a Eva...

—Esto es hablar per hablar. Nada.

—A menos que... —inicia Teresa, con un tono belicoso que despierta la atención de los otros tres. Le da un codazo a su marido—: Dilo, anda, dilo, di lo que piensas.

—¿Qué pienso? —gime Tomás, desconcertado.

—No disimules —insiste ella, enojada por lo que el otro aún no ha dicho—. A menos que lo pillen con las manos en la masa, ¿no? Eso es lo que piensa mi marido. Que la niña sirva de cebo. Que permitamos que ese hombre la vea, se encuentre con ella, se la lleve a su casa, o a un hotel, o donde sea, le haga cualquier cosa y entonces caer sobre él con todas las de la ley. Eso es lo que está pensando mi marido. Si ocurriera eso, podríamos encarcelar a ese cabrón, ¿verdad?

Alicia arruga la boca y asiente con solemnidad.

—Pues francamente —dice—, sí, señora. Tiene toda la razón.

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