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A las tres de la tarde, la subinspectora Alicia Garvey ha llamado casa de los Fabregat para anunciar su visita y a las cuatro se presenta con Amadeu, un chico alto y barbudo que viene cargado con una cartera negra. Pertenece, según declara en cuanto entra, al Grupo de Delitos Informáticos.

—Los de Menors colaboramos con frecuencia con el Grupo de Delitos Informáticos —explica Alicia Garvey—, porque los pederastas utilizan mucho la red de internet para captar a sus víctimas. Llegan a los muchachos a través de chats o de páginas de información sobre juegos. Ofrecen datos interesantes sobre juegos famosos, como Los Sims o Vice City. Cuando un chaval se pone en comunicación con ellos, inician el proceso de seducción. Si se tropiezan con un adulto, después de sondearlo, le pasan los datos del juego que le han prometido y se acabó. Si es un niño, continúan la prospección hasta llegar a la fase del «¿Por qué no nos vemos y...?»

—A los de Delitos Informáticos que se pasan el día navegando por Internet en busca de delitos y delincuentes les llamamos «cyberpatrol». En broma, claro.

Tomás se da cuenta ahora de que Alicia tiene tendencia a hacer comentarios así, como de risa, en momentos muy poco oportunos.

—Pasen.

El ordenador de la casa está en el estudio del señor Fabregat. El matrimonio acompaña a los policías hasta allí y, por el camino, se agarran de la mano y se miran, inquietos, temerosos de estar exagerando, con el deseo de estar exagerando. Al final, les gustaría que todo quedase en nada, en una recriminación de la policía por organizar tanto jaleo por una tontería.

El técnico en informática se ha sentado delante del ordenador y lo ha encendido.

—¿Tiene password de acceso? —pregunta.

—No.

Es evidente, porque ya han accedido a la pantalla del escritorio.

—¿Tiene instalado algún antivirus?

—Sí.

—Tendremos que desactivarlo.

—No querrá instalar un virus en el ordenador? —se alarma Tomás Fabregat.

—No. Le instalaré un programa de control remoto, que nos permitirá ver desde la Central todo lo que haga su hija en este ordenador; y un programa que monitorizará éste, o sea, que me permitirá rastrear cada comunicación que se establezca. En cuanto ese tío se conecte, sabremos quién es.

—¿Ah, sí?

Mientras habla, Amadeu va trabajando con el ordenador. Mete en él un cd, copia un programa.

—Sí. Cuando entre, veremos cuál es el IP de su ordenador, y ese IP, que es como el número de DNI de estas máquinas, tiene que estar conectado necesariamente a un número de teléfono. Buscaremos el nombre del usuario de ese número de teléfono y ya sabremos dónde ir a buscarlo y pedirle explicaciones.

—¿Puedo ver la habitación de Eva? —pregunta Alicia Garvey, dirigiéndose más a Teresa que a Tomás—. Amadeu aún tiene trabajo para rato...

Los Fabregat no se tragan que aquello sea meramente casual. Suponen que forma parte de alguna clase de astuta estrategia a que recurren los policías en estos casos. Dispuestos a hacer cualquier cosa por el bien de su hija, acceden, claro, y Teresa sale del estudio con la sensación de que está haciendo algo muy importante, y Alicia la sigue y entran a la habitación de la niña, que está precisamente al otro lado del pasillo.

La cama está hecha de cualquier manera, con la colcha arrugada. Hay un par de zapatos tirados por el suelo, y unas braguitas sucias y arrugadas, y prendas de ropa apiladas sobre la única silla del decorado. Encima de la mesa de trabajo, un montón de libros, libretas y apuntes en desorden, junto a cajitas de tesoros, y bibelots, y muñecas y ositos de peluche, supervivientes de la todavía reciente infancia. En las paredes, pósters de cantantes de rap, con las gorras de béisbol con la visera hacia el cogote, y actores de cine muy musculados.

En una estantería, destaca la fotografía enmarcada de una chica que sólo tiene trece años en los ojos y en la sonrisa tímida. El resto del cuerpo haría suponer unos buenos diecisiete.

—¿Es ella?

Teresa hace que sí con la cabeza, que es ella.

Entre los libros, Alicia elige una decena de folios encuadernados entre cartulinas negras donde, escrito a mano y con tinta blanca, se lee «Informática». Y, en el ángulo inferior derecho, el nombre de la alumna, «Eva Fabregat», y el curso, el nombre del instituto y la fecha.

Con aquella actitud tan suya de desinterés amodorrado tras las gafas, la policía abre las tapas del trabajo y se encuentra con la fotografía de una veintena de alumnos y el profesor en la clase de tecno. Evidentmente, se hicieron con una cámara digital, la cargaron al ordenador y experimentaron con ella. Alicia hojea un poco más y comprueba que la foto se repite con diferentes colores y texturas. Vuelve a la primera página y comprueba que el título del trabajo es «Paint Shop Pro».

Diez veces la misma foto.

Eva está en un extremo del grupo, ligeramente apartada. El único que la une al resto de alumnos es un hombre que parece hacer de puente. Le ha pasado el brazo por los hombros y se diría que con este gesto cariñoso la ha retenido cuando ella probaba de huir. Por un momento, Alicia ha pensado que este hombre era un alumno más. La presencia del profesor, inequívoco, al otro lado de la foto, vestido con traje y corbata, y el aspecto juvenil de este otro, ha creado un momentáneo equívoco. Pero en seguida se fija en los cabellos blancos y las arrugas y eso llama su atención. Pone el índice sobre él y se limita a mirar interrogativa a Teresa.

—Es un técnico de ordenadores que por lo visto se ha instalado en la clase de tecnología todo el curso para arreglarles los aparatos o no sé qué.

—¿Se ha instalado en la clase todo el curso? —se extraña Alicia.

—Bueno, no lo sé. Llegó a principio de curso, cuando Eva todavía nos contaba algo, y por lo visto aún no se ha ido.

Eva es la única de la foto que no está mirando a cámara. Pero tampoco mira al hombre de cabellos blancos que le pasa el brazo sobre los hombros.

Pero no, no es verdad: hay otro alumno que no mira a la cámara. Uno despeinado, con los cabellos de punta rígidos por el fijador. Éste tiene los ojos fijos en Eva, como si estuviera reclamando su atención. Alicia pone el dedo sobre ese chico.

—Ernesto —dice Teresa—. A principio de curso, a Eva le gustaba este chico. Pero ligó con la líder de la clase... —Y ahora es ella quien pone el dedo sobre Elisenda, siempre rodeada por las Tiburonas de sonrisas afiladas— ... y pasó de Eva, y Eva pasó de él.

Alicia no hace ningún comentario. Pasea una mirada larga y lenta por el dormitorio, como si quisiera retener en la memoria una visión de conjunto, y regresan las dos al estudio donde Amadeu ya ha terminado su tarea y le está hablando a Tomás de una actividad incomprensible que consiste en algo así como loggear.

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