Champion

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11. Day

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DAY

June se ha ido a la Antártida; Eden, a Los Ángeles con la segunda oleada de evacuados. El resto nos quedamos en el búnker, tratando de adivinar cómo va el combate por el ruido de los bombardeos. El estruendo es cada vez mayor. A veces, la tierra tiembla tanto que el techo desprende una llovizna de polvo. La gente que espera para ser evacuada en el siguiente tren parece cubierta de ceniza.

Las luces intermitentes del túnel nos bañan en resplandores rojizos. Me pregunto qué estará pasando en los demás búnkeres. El tiempo apremia: hay que sacar a todo el mundo de aquí cuanto antes. Pero solo sale un tren cada hora, y quién sabe cuánto tiempo aguantará el túnel. De vez en cuando veo a los soldados empujar a la muchedumbre para mantenerla a raya.

—¡Una sola fila! —gritan alzando las armas, con el rostro oculto por esas máscaras antidisturbios que conozco demasiado bien—. ¡Los que protesten se quedarán atrás! ¡Moveos!

Yo estoy acurrucado en el otro extremo del búnker junto a Pascao, Tess y los demás Patriotas, aguantando la lluvia de polvo. Hace un rato se me acercaron algunos soldados para tratar de subirme a un tren, pero me dejaron en paz cuando les solté una sarta de tacos. Ahora me ignoran. Observo un momento a la gente que sube a los vagones antes de volverme para seguir hablando con Pascao. Tess está sentada a mi lado, pero la tensión que reina entre los dos hace que me parezca muy lejana. Siento un latido sordo en la nuca: es una nueva manifestación de mi eterna migraña.

—Tú conoces la ciudad mejor que yo —le susurro a Pascao—. ¿Crees que el Escudo aguantará?

—No creo. Ahora que las Colonias tienen un aliado, no me sorprendería que el Escudo se viniera abajo en un par de días. No aguantará mucho, ya lo verás.

Me vuelvo para calcular cuánta gente espera para subirse al tren de evacuación.

—¿Cómo podríamos colarle una a las Colonias? —digo, sin dirigir la pregunta a nadie en particular.

Recoge el guante Frankie, la hacker con el hombro herido.

—Si pudiéramos hacernos con unas cuantas bombas electromagnéticas… —murmura en tono pensativo—. Creo que podría cablearlas para que interfieran las señales que emiten las armas de las Colonias. Es posible que incluso pueda inutilizar sus cazas.

Los cazas… Sí: Anden mencionó que los aviones de las Colonias se encontraban estacionados en una pista improvisada en el exterior del Escudo.

—Puedo conseguir algunas —musito—. Y también granadas.

Pascao chasca la lengua, entusiasmado.

—¿Así que tu plan incluye petardos? Genial.

Se gira hacia Baxter, que me fulmina con la mirada. Su oreja sigue tan destrozada como la recordaba.

—Baxter, chaval —le dice—, encárgate de cubrir a Gioro y Frankie mientras hacen su magia.

—Pascao —murmuro—. ¿Te apetece servir de cebo?

—¿No es lo que mejor se nos da a los corredores? —se ríe él.

—Vamos a jugar un poco con ellos: quiero que te cueles conmigo en su pista de aterrizaje e imites todos mis movimientos.

—Suena bien.

—Estupendo —a pesar de la gravedad de la situación, sonrío y mi voz se tiñe de chulería—. Antes de que acabe la noche, las Colonias tendrán entre las manos un montón de maquinaria militar cara, sofisticada… e inútil.

—Estás como una cabra, niñato —gruñe Baxter—. Ni todo el ejército de la República es capaz de hacer frente a las Colonias. ¿De verdad piensas que nuestro grupito va a conseguir derrotarlas?

—No necesitamos derrotarlas: solo tenemos que ponerles la zancadilla. Y eso se nos da estupendamente, ¿verdad, hermanos?

Baxter suelta un bufido de irritación, pero la sonrisa de Pascao se hace más ancha. Tess se remueve, incómoda: debe de estar recordando todos los delitos que cometí en el pasado, cómo tuvo que presenciarlos y cómo me curó las heridas después de cada uno de ellos. No sé si está preocupada o feliz de verme; de hecho, puede que prefiriera encontrarse en cualquier otro lugar. Pero hace un rato dijo que había venido por mí, así que debo de importarle todavía, al menos un poco. Intento pensar en algo que decirle para romper el incómodo silencio y termino dirigiéndome a los demás.

—Antes, en la sala donde estabais retenidos, dijisteis que habíais venido para obtener el perdón de la República. Pero podríais haber ido a cualquier otro país, ¿no? Ni siquiera hacía falta que echarais una mano: Anden… quiero decir, el Elector, os hubiera indultado de todos modos —miro a Pascao—. Lo sabíais, ¿verdad? ¿Por qué motivo decidisteis venir? Sé que no fue solo por mi llamada.

La sonrisa de Pascao se desdibuja y, por un momento, adopta una expresión casi seria. Suspira y recorre con la mirada el grupito que le acompaña; cuesta creer que antes formaran parte de algo mucho más grande.

—Mira: al fin y al cabo, seguimos siendo Patriotas —declara finalmente—. Se supone que luchamos por traer de vuelta a los Estados Unidos de una forma u otra. Y en vista de cómo funcionan las Colonias, no parece que sean el país más adecuado para hacerlo. Por otro lado, hay que admitir que el nuevo Elector de la República tiene potencial; y después de la forma en que Razor nos traicionó, hasta yo debo admitir que tal vez Anden sea la respuesta que buscamos —se vuelve y señala a Baxter, que se encoge de hombros—. Incluso Baxter lo cree.

Frunzo el ceño.

—¿Así que habéis vuelto para ayudar a la República a ganar esta guerra? ¿De verdad queréis ayudarnos? —Pascao asiente—. ¿Y por qué no lo dijisteis antes? Habríais quedado de maravilla.

—Qué va —Pascao niega con la cabeza—. No nos hubieran creído. Recuerda quiénes somos: los Patriotas, esos terroristas que se cargaban a los soldados de la República en cuanto encontraban una oportunidad. No, todos pensamos que la excusa del perdón funcionaría mucho mejor. No creo que ni el Elector ni tu querida candidata a Prínceps se hubieran tragado la verdad.

Me quedo callado. Pascao se sacude el polvo de las manos y se incorpora.

—Vamos allá —me dice—. No tenemos tiempo que perder: ¿tú has visto la que hay montada ahí fuera?

Con un gesto de la mano, indica a los demás Patriotas que se acerquen y empieza a distribuir tareas. Yo me pongo en cuclillas y los escucho.

De pronto, Tess deja escapar un suspiro. Cuando nuestros ojos se encuentran, me dirige la palabra al fin.

—Lo siento, Day —murmura.

Me quedo helado.

—¿Por qué? No tienes ninguna razón para disculparte.

—Sí que la tengo.

Tess aparta la vista y me pregunto cómo ha podido madurar tan deprisa. Aunque sigue tan menuda y delicada como siempre, su mirada es la de una persona mucho mayor que la que yo conocí.

—No hubiera debido abandonarte —explica—, y tampoco hubiera debido culpar de todo a June. En realidad, no creo que sea tan malvada; nunca lo he creído. Lo que pasa es que estaba muy… muy enfadada.

Su expresión me produce tanta ternura como siempre, la misma que me produjo la primera vez que la encontré escarbando en la basura. Me encantaría abrazarla, pero me quedo inmóvil para permitir que sea ella quien decida.

—Tess… —susurro, buscando la forma de expresar lo que siento. Le he dicho tal cantidad de estupideces en el pasado…—. Tess, te quiero. Lo que ha sucedido entre nosotros no importa.

Ella se abraza las rodillas.

—Lo sé.

Trago saliva y bajo la vista.

—Pero no te quiero de la forma en que a ti te gustaría. Si alguna vez te he dado una falsa impresión, lo siento de verdad. Creo que nunca te he tratado como merecías —la opresión crece en mi pecho según hablo; sé que le estoy haciendo daño con cada una de mis palabras—. Así que no me pidas perdón. Ha sido culpa mía, no tuya.

Tess niega con la cabeza.

—Ya sé que no me quieres de esa forma. ¿Cómo no iba a saberlo, a estas alturas? —pregunta con una voz que desprende amargura—. Pero tú no sabes lo que siento por ti. Nadie lo sabe.

La miro a los ojos.

—Dímelo.

—Day, para mí eres mucho más que un simple flechazo —arruga el entrecejo como si le costara explicarse—. Cuando el mundo entero me dio por muerta y me abandonó, tú te ocupaste de mí. Fuiste la única persona que me mostró cariño. Para mí lo eras todo. Todo, Day. Te convertiste en mi familia: eras mi padre, mi hermano, mi cuidador, mi único amigo y compañero, mi protector y, a la vez, alguien que necesitaba que le protegieran. ¿Lo entiendes? No te quiero de la forma en que tú crees, aunque no puedo negar que eso forma parte de lo que siento. Pero mi amor por ti va mucho más allá.

Abro la boca para responder, pero me quedo mudo. No sé qué decir. Lo único que puedo hacer es mirarla. Tess suelta un suspiro tembloroso.

—Así que, cuando pensé que June podía alejarte de mí, no supe qué hacer. Sentí que quería arrebatarme todo lo que me importaba, llevarse todo lo que yo nunca había podido conseguir de ti —baja la vista—. Por eso te pido disculpas, porque sé que no deberías serlo todo para mí. Te tenía a ti, pero había olvidado que también me tenía a mí misma —hace una pausa y se vuelve para mirar a los Patriotas, que están enfrascados en una conversación—. Es una nueva sensación; tengo que acostumbrarme a ella.

Y de pronto es como si fuéramos dos niños de nuevo. Nos veo como éramos hace años, con los pies colgando por el borde de un rascacielos ruinoso, mirando la puesta de sol en el océano.

Cuánto hemos vivido desde entonces. Qué lejos hemos llegado.

Le doy un toquecito en la nariz, como siempre hacía, y ella me sonríe por primera vez en mucho tiempo.

La noche está dejando paso al amanecer, y la lluvia ha amainado al fin. La ciudad brilla a la luz de la luna. La alarma de la evacuación aún suena a cada rato y las pantallas siguen advirtiendo a la población que se ponga a cubierto, pero la situación parece haberse calmado por el momento y el cielo se ha vaciado de reactores y explosiones. Supongo que los dos bandos necesitan descansar. Me froto los ojos y trato de ignorar mi dolor de cabeza: a mí también me vendría bien dormir algo.

—No va a ser nada fácil, ¿sabes? —me dice Pascao—. Los de las Colonias estarán ojo avizor por si se les cuela algún soldado de la República.

Estamos encaramados en lo alto del Escudo, contemplando el paisaje que se extiende más allá de la ciudad. Aunque no todos los habitantes viven dentro del muro, esta población es muy distinta de Los Ángeles, donde los barrios se extienden hasta fundirse con las localidades vecinas. Aquí, más allá del Escudo solo hay grupos diseminados de casas que parecen desiertas.

Los dirigibles de las Colonias han desaparecido, supongo que para repostar en su territorio, pero muchos de sus cazas se encuentran estacionados a poca distancia en pistas iluminadas por focos. Me sorprende la repulsa que siento ante la idea de que nos conquisten las Colonias. Hace un año, lo habría celebrado a pleno pulmón. Ahora solo puedo repetirme una y otra vez su lema: UN ESTADO LIBRE ES UN ESTADO CORPORATIVO. Los anuncios que vi en sus ciudades me hacen temblar.

Es difícil decidir lo que prefiero, la verdad: ¿ver crecer a mi hermano bajo el dominio de las Colonias, o que la República se lo lleve para hacer experimentos?

—Sí, estarán atentos, seguro —asiento.

Me giro y empiezo a descender del Escudo. La parte superior del muro está salpicada de cazas de la República listos para despegar.

—Pero nosotros no somos soldados —añado—. Si ellos pueden atacarnos por sorpresa, nosotros también.

Pascao y yo nos hemos vestido de negro, con ropas exactamente iguales. Nuestros rostros quedan ocultos bajo sendos pasamontañas. Si no fuera por la ligera diferencia de altura, nadie sería capaz de distinguirnos.

—¿Estáis preparados? —murmura Pascao a nuestros hackers por el intercomunicador.

Me mira y levanta el pulgar. De modo que ya están todos en sus puestos, incluida Tess. Cuídate, Tess.

Al llegar al suelo, unos soldados nos conducen a un pasadizo subterráneo que lleva al exterior del Escudo y desemboca en territorio conquistado por el enemigo.

Cuando llegamos al otro extremo, nos desean buena suerte con un gesto y emprenden el camino de vuelta. Suspiro procurando no hacer ruido: espero con todas mis fuerzas que esto funcione.

Contemplo los cazas de las Colonias estacionados algo más allá. Cuando cumplí quince años, lo celebré prendiendo fuego a diez aviones F-472 que estaban en la base aérea Burbank de Los Ángeles. Fue el delito que me llevó a la lista de los más buscados, y uno de los crímenes que la propia June me hizo confesar cuando me arrestaron. Lo hice con varias garrafas de nitroglide azul —un elemento altamente explosivo— que robé de la base, y que luego vertí en las toberas y los alerones traseros de los reactores. En cuanto los pilotos encendieron los motores algo más tarde, los aviones rompieron a arder.

Lo recuerdo con todo detalle. El diseño de los cazas de las Colonias es distinto: sus alas trazan una curva extraña hacia delante, pero al fin y al cabo no son más que máquinas. Y esta vez no trabajo solo: cuento con el apoyo de la República. Mejor aún: cuento con sus explosivos.

—¿Preparado? —le susurro a Pascao—. ¿Tienes las bombas?

—¿Crees que se me iba a olvidar traerlas? —replica con voz burlona—. Pensé que me conocías mejor. Ah, y una cosa, Day: nada de heroicidades. Si de pronto te apetece hacer el idiota, más te vale avisarme antes. Al menos me dará tiempo a darte un puñetazo.

Esbozo una sonrisa.

—A la orden.

Nuestra ropa oscura nos ayuda a fundirnos entre las sombras. Nos arrastramos sin hacer ruido hasta dejar atrás la zona en la que las ametralladoras del Escudo podrían cubrirnos. Ahora estamos fuera de su alcance, y la pista de aterrizaje improvisada que han montado las Colonias se encuentra muy cerca. Sus soldados montan guardia en todo el perímetro, y no muy lejos hay dos filas de tanques. Puede que hayan retirado los dirigibles, pero cuentan con recursos para reanudar la batalla en cualquier momento.

Pascao y yo nos parapetamos detrás de un montón de escombros; la luz es tan tenue que apenas puedo distinguir la silueta de mi compañero. Me hace un gesto con la cabeza y susurra algo por el micrófono. Esperamos unos diez segundos en tensión hasta que, sin previo aviso, todas las pantallas que se alinean en el exterior del Escudo se encienden al mismo tiempo. Aparece la bandera de la República y el juramento resuena por los altavoces. Parece la propaganda de siempre: vídeos de soldados y civiles patrióticos, victorias de guerra, ciudades prósperas… Los soldados de las Colonias contemplan las pantallas en actitud alerta, pero al cabo de unos segundos se relajan.

Bien: piensan que es un simple alarde, una bravuconada de la República. Nada lo bastante raro como para que salten sus alarmas, pero sí lo suficientemente entretenido para distraerlos. Escojo una zona en la que todos los soldados miran a las pantallas, asiento mirando a Pascao y él se despide con un gesto. Me toca salir solo.

Entrecierro los ojos y busco el punto más adecuado para colarme. En el lugar que he elegido hay cuatro hombres, todos pendientes de la retransmisión. El de más lejos, que va vestido de piloto, me da la espalda. Veo cómo gesticula hacia uno de sus compañeros: parece estar burlándose. Sin aguardar más, echo a correr con sigilo hasta llegar al tren de aterrizaje del caza más cercano y me agazapo detrás, confiando en que la ropa me sirva de camuflaje en la oscuridad.

Uno de los hombres echa un vistazo al avión, pero al no ver nada interesante, continúa observando las pantallas. Espero un poco más, me ajusto la mochila y trepo por la tobera del caza. El corazón me late a toda prisa mientras revivo la última vez que hice esto. Sin perder un segundo, saco un cubo metálico de la mochila y lo introduzco en el interior de la tobera. La pantalla del dispositivo se enciende con un tenue resplandor rojo. Compruebo que está bien encajado y me deslizo por la tobera; el truquito de las pantallas no funcionará mucho rato más. Me aseguro de que nadie mira en mi dirección y salto al suelo, confiando en que las suelas de caucho de mis botas me ayuden a aterrizar sin ruido. Me oculto entre las sombras que proyecta el tren de aterrizaje y me dirijo a la siguiente hilera de aviones. Pascao tiene que estar haciendo exactamente lo mismo en el otro extremo. Si todo funciona como hemos previsto, un solo explosivo en cada hilera puede hacer muchísimo daño.

Cuando llego a la tercera fila y termino de colocar la bomba, estoy empapado en sudor. Las pantallas continúan emitiendo propaganda, pero me da la impresión de que muchos soldados han perdido el interés. Es hora de largarse de aquí. Me agacho y escojo el momento oportuno para saltar y correr hasta las sombras.

Pero no era el momento oportuno. Se me resbala una mano y me corto con el borde metálico de la tobera. Mi cuerpo débil y enfermo no aterriza con precisión; suelto un gruñido de dolor y corro demasiado despacio hasta las sombras del tren de aterrizaje. Un guardia me ha descubierto. Antes de que yo pueda reaccionar, abre los ojos como platos y me apunta.

Sin darle tiempo a gritar siquiera, un cuchillo se le clava en el cuello. Lo miro horrorizado un instante. Pascao. Sé que ha sido él: me ha salvado. En el otro lado de la pista suenan dos tiros: está intentando distraerlos para evitar que los otros me descubran. Aprovecho la oportunidad para refugiarme en la relativa seguridad del exterior de la pista.

Enciendo el micrófono y llamo a Pascao.

—¿Estás bien? —susurro nervioso.

—No tanto como tú, guapo —musita, aunque apenas se le entiende entre los jadeos y el ruido de sus pasos—. Acabo de salir de la pista. Avisa a Frankie; yo aún tengo que librarme de dos que me pisan los talones.

En cuanto corta la comunicación, llamo a la hacker.

—Estamos listos —le digo—. Adelante.

—De acuerdo —contesta ella.

Las pantallas se apagan de pronto y nos sumimos en un silencio inquietante. Varios soldados de las Colonias que estaban en plena carrera se detienen y alzan la mirada, desconcertados.

Pasan unos segundos de silencio sepulcral.

Entonces, una explosión cegadora destroza el centro del campo de aviación. Me tambaleo, esforzándome por no caer. Los soldados más cercanos a la explosión están en el suelo, tratando de levantarse. El aire parece cargado de electricidad, y entre los cazas saltan chispas. Los hombres que no han sido derribados levantan las armas y disparan al azar, pero muchos descubren que sus armas no funcionan.

Echo a correr hacia el Escudo.

Otra bomba estalla en la misma zona y un nubarrón dorado lo envuelve todo. Oigo gritos de pánico en las filas de las Colonias. Ellos no saben lo que está pasando, pero yo sí: las bombas que hemos colocado han destruido sus naves y han desactivado temporalmente muchas de sus armas. Algunos desenfundan y disparan a ciegas en la oscuridad, como si los soldados de la República estuvieran al acecho entre ellos. Supongo que no están del todo equivocados.

Justo en ese momento, los cazas de la República se encienden con un rugido ensordecedor y salen despedidos hacia el cielo.

Vuelvo a encender el comunicador para ponerme en contacto con Frankie.

—¿Cómo va la evacuación?

—Bien, dentro de lo que cabe —responde—. Creo que solo quedan dos tandas. ¿Preparado para tu aparición estelar?

—Ya lo creo.

Las pantallas vuelven a encenderse, pero esta vez muestran mi rostro. Es un vídeo que hemos grabado hace un rato. Mi imagen sonríe de oreja a oreja a los soldados de las Colonias, que se arrastran hacia los pocos cazas que aún les quedan operativos. Por un instante me da la sensación de estar contemplando la cara de un extraño. Esos rasgos ocultos bajo una franja negra de pintura me resultan desconocidos, aterradores. Me invade el pánico: no soy capaz de recordar el momento en que grabé este vídeo. Cuando al fin me viene a la mente, suelto un suspiro de alivio.

—Me llamo Day —dicen todas mis caras al unísono— y estoy luchando por el pueblo de la República. En vuestro lugar, yo tendría más cuidado.

Frankie corta la emisión. Los cazas de la República surcan el cielo, y en el campo de aviación de las Colonias resplandece el brillo anaranjado de las explosiones. Gracias a nuestra intervención, los invasores han perdido la mitad de sus aviones y la ventaja que les proporcionó su ataque sorpresa. Imagino las transmisiones histéricas de sus mandos, las órdenes de retirada inmediata que deben de estar recibiendo.

La voz de Frankie resuena en mi auricular. Parece eufórica. Oigo el chasquido del transmisor de Pascao y respiro con alivio: no estaba seguro de que hubiera logrado escapar.

—Las tropas de la República ya saben de nuestro éxito —informa Frankie—. Buen trabajo, corredores. Gioro y Baxter están de camino y… —duda un instante; parece un poco distraída—. Nosotros volveremos enseguida. Dadme unos segundos y estaremos…

La comunicación se corta. Pestañeo, sorprendido.

—¿Frankie? —pregunto volviendo a conectar.

Nada. Solo suenan interferencias.

—¿Qué ha pasado? —dice Pascao—. ¿Tú también has perdido la comunicación?

—Sí —respondo sin parar de correr, intentando no pensar en lo peor.

El Escudo no está lejos —ya veo la diminuta entrada lateral por la que tenemos que pasar—, y en medio del caos distingo a varios soldados que corren entre las nubes de polvo para enfrentarse a los hombres de las Colonias que deben de estarnos siguiendo. Solo me faltan unos metros para llegar.

Una bala pasa silbando junto a mi oreja y, de pronto, un grito hace que se me hiele la sangre. Me giro y veo que Tess y Frankie corren detrás de mí, apoyándose la una en la otra. Tras ellas hay cinco o seis soldados de las Colonias. Freno en seco, doy media vuelta, me saco un cuchillo del cinto y lo lanzo con todas mis fuerzas. Se le clava a uno de los perseguidores en el costado, haciéndolo caer de rodillas. Sus compañeros ya me han visto. Tess y Frankie están a punto de llegar a mi altura, y me lanzo hacia ellas. Los perseguidores alzan sus armas.

Justo cuando Tess empuja a Frankie para hacerla pasar por la puerta, una figura surge de entre las sombras. Lo reconozco de inmediato: es Thomas, con la pistola en la mano. Observa fijamente a Tess y luego a mí con expresión sombría, asesina, rabiosa. Por un instante, el mundo entero parece quedarse en silencio. Miro la pistola. No. Me lanzo instintivamente hacia Tess y la cubro con mi cuerpo. Va a matarnos.

Pero mientras el pensamiento cruza mi mente, Thomas nos da la espalda y se enfrenta a los soldados que nos persiguen. Le tiembla la mano de rabia.

Me quedo de piedra, pero no hay tiempo para pensar ahora.

—¡Vamos! —le ordeno a Tess, y los dos entramos a trompicones por la puerta.

En ese mismo instante, Thomas dispara un tiro, y luego otro y otro. Suelta un aullido escalofriante mientras las balas impactan contra las tropas enemigas. Tardo un instante en entender lo que grita.

—¡Larga vida al Elector! ¡Viva la República!

Consigue disparar seis balas antes de que los soldados de las Colonias abran fuego. Aprieto a Tess contra mi pecho y le tapo los ojos.

—No mires —le susurro al oído.

En ese instante, la cabeza de Thomas cae violentamente hacia atrás. Mientras se desploma, recuerdo la imagen de mi madre. Le han pegado un tiro en la cabeza.

Al final ha muerto fusilado.

Tess da un respingo y sofoca un sollozo. La puerta se cierra.

Pascao se abalanza sobre nosotros para saludarnos. Está cubierto de polvo, pero mantiene su media sonrisa de siempre.

—El último tren de evacuados nos espera —dice señalando dos todoterrenos listos para llevarnos de vuelta al búnker.

Varios soldados de la República se acercan a nosotros. Hago ademán de avanzar hacia ellos, pero me doy cuenta de que Tess no me sigue. Me giro y la busco con la mirada: está arrodillada en el suelo junto a Frankie, que se ha derrumbado. La media sonrisa de Pascao se desvanece. Mientras los soldados sellan la entrada, Tess saca un botiquín de la mochila. Demasiado tarde: Frankie está empezando a sufrir convulsiones.

—La hirieron mientras corríamos —dice Tess rasgándole la camisa, con la frente perlada de sudor—. Creo que le han dado tres o cuatro tiros.

Recorre el cuerpo de Frankie con manos temblorosas, esparce un ungüento sobre las heridas y saca un grueso rollo de vendas.

—No va a sobrevivir —murmura Pascao mientras Tess presiona con fuerza una de las heridas—. Tenemos que movernos. Ahora mismo.

Tess se frota la frente.

—Dame un segundo —insiste apretando los dientes—. Tengo que detener la hemorragia.

Pascao empieza a protestar, pero le hago callar con una mirada acerada.

—Deja que lo intente.

Me arrodillo junto a Tess y contemplo el lamentable estado de Frankie. Me invade una sensación de impotencia. Estoy seguro de que no va a conseguirlo.

—Dime qué quieres que haga —murmuro—. Déjanos ayudarte.

—Aplica presión en las demás heridas —responde Tess señalando las vendas, que ya están más rojas que blancas.

Prepara a toda prisa una gasa empapada en desinfectante y los párpados de Frankie tiemblan. Suelta un gemido ahogado y consigue enfocar la mirada.

—Tenéis que… iros… Las Colonias… van a venir…

Tarda un minuto entero en agonizar. Aunque todos vemos claramente que ha muerto, Tess continúa aplicando ungüentos hasta que le sujeto la mano. Levanto la vista hacia Pascao. Uno de los soldados de la República se acerca con mala cara.

—Último aviso —advierte—. Nos vamos ya.

—Vete —le digo a Pascao—. Nosotros iremos en el segundo coche.

Él titubea un segundo, contempla tristemente a Frankie, se pone en pie y monta en el vehículo, que arranca de inmediato levantando una nube de polvo.

—Vamos —le digo a Tess, que sigue inclinada sobre el cuerpo sin vida de su amiga.

Al otro lado del Escudo resuena el fragor de la batalla, cada vez más potente.

—Tenemos que irnos, Tess —insisto.

Ella se libera de mi agarre y lanza el rollo de vendas contra la pared, sin dejar de mirar el rostro ceniciento de Frankie. Me incorporo y la obligo a levantarse; mi mano ensangrentada deja una huella roja en su brazo. Los soldados que tenemos detrás nos agarran y nos conducen hasta el todoterreno que queda. Cuando por fin estamos en marcha, Tess se gira hacia mí con los ojos llenos de lágrimas y me lanza una mirada que me rompe el corazón. El coche acelera.

Al llegar a la entrada del búnker vemos que el otro todoterreno ya está vacío. Los soldados, nerviosos, abren una puerta de la alambrada mientras otra explosión hace temblar la tierra. Bajamos la escalera metálica como en un mal sueño y recorremos los pasillos apenas iluminados por luces rojas, acompañados solo por el eco de nuestras pisadas. Descendemos más y más hasta llegar al búnker y seguimos hasta el tren. Los soldados nos hacen subir a bordo.

El tren arranca. Una nueva explosión, más cercana, está a punto de derribarnos, y Tess se aferra a mí para no caer. Mientras la abrazo, el túnel se derrumba a nuestra espalda y nos quedamos a oscuras. El tren acelera y los ecos de las bombas retumban en la tierra.

La cabeza me estalla.

Pascao me dice algo que no entiendo. No oigo bien. El mundo entero se convierte en un torbellino gris. ¿Adónde vamos? Tess grita mi nombre y dice algo ininteligible. El dolor es tan intenso que me hundo en la oscuridad.

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