Champion

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6. June

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Decido ir con Ollie a entrenar a las pistas de la universidad; necesito aclararme las ideas. El cielo tiene un color amarillo brumoso. Intento imaginármelo lleno de dirigibles de las Colonias, iluminado por las explosiones y la metralla.

Quedan doce días para que se cumpla el ultimátum. Sin la ayuda de Day, ¿cómo vamos a salir de esta? La idea me angustia, pero al menos me ayuda a olvidar a Thomas y a la comandante Jameson. Aprieto el paso. Mis zapatillas resuenan contra el pavimento.

Cuando llego a los campos de deporte, descubro que hay soldados apostados en todas las entradas, al menos cuatro en cada una. Anden debe de estar entrenando también. Los soldados me reconocen, me dejan pasar y me acompañan a la enorme pista de atletismo. No veo a Anden por ninguna parte. Puede que esté en los vestuarios, que se encuentran bajo tierra.

Hago una rápida sesión de estiramiento mientras Ollie me observa con impaciencia y luego empiezo a caminar por la pista. Acelero paulatinamente hasta avanzar a la carrera, con el pelo ondeando a mi espalda. Ollie jadea a mi lado. Me imagino a la comandante Jameson persiguiéndome pistola en mano.

Más te vale tener cuidado, Iparis. Puede que acabes siendo igual que yo. Al pasar ante las siluetas para las prácticas de tiro, desenfundo la pistola y disparo en una rápida sucesión. Cuatro dianas. Al llegar al punto de partida, sigo corriendo y repito el ciclo. Tres vueltas. Diez. Quince. Finalmente me detengo. El corazón se me sale del pecho.

Reduzco el ritmo procurando calmar mi respiración, con la cabeza hecha un lío. Si nunca hubiera conocido a Day, ¿habría terminado por ser como la comandante Jameson? ¿Fría, calculadora, despiadada? ¿Acaso no me convertí en todo eso cuando entregué a Day? ¿No conduje a los soldados, a la propia Jameson, hasta la puerta de la casa donde vivía su familia, sin pensármelo dos veces ni plantearme las consecuencias? Recargo la pistola y apunto de nuevo a las dianas. Las balan impactan en el centro.

Si Metias estuviera vivo, ¿qué pensaría de lo que hice?

No. No puedo pensar en mi hermano sin recordar la confesión que me hizo Thomas esta mañana. Disparo mi última bala y me siento en mitad de la pista junto a Ollie. Entierro la cabeza entre las manos. Estoy tan cansada… No sé si podré superar lo que hice. Y ahora estoy repitiéndolo, tratando de persuadir a Day para que renuncie a su hermano y nos deje utilizarlo en beneficio de la República.

Al cabo de un rato me levanto, me seco el sudor de la frente y me acerco a los vestuarios. Ollie se queda esperándome a la sombra, cerca de la puerta, bebiendo con ansiedad el agua que acabo de ponerle en un cuenco. Bajo las escaleras y doblo una esquina. En el aire flota el vapor de las duchas, y la única pantalla que hay en el extremo del vestíbulo está empañada. Camino por el pasillo que separa los vestuarios de mujeres de los de hombres. Al fondo se oye un eco de voces.

De pronto, Anden sale del vestuario, escoltado por dos soldados. Me sonrojo al verlo: acaba de ducharse, va sin camiseta y se seca con la toalla el pelo húmedo. Veo sus músculos fibrosos, tensos después del entrenamiento. Lleva colgada del brazo una camisa blanca que contrasta con su piel aceitunada. Uno de los guardias conversa con él en voz baja, y pienso con un escalofrío que tal vez le esté contando alguna novedad de las Colonias.

Anden levanta la vista, advierte mi presencia y deja de hablar.

—Candidata Iparis —me saluda con una sonrisa educada que oculta a duras penas su evidente preocupación. Carraspea, le tiende la toalla a uno de los soldados y empieza a ponerse la camisa—. Le pido disculpas por mi aspecto.

Hago una reverencia, intentando parecer imperturbable.

—No se preocupe, Elector.

Les hace un gesto a sus guardias.

—Adelantaos: nos encontraremos en las escaleras.

Los escoltas se cuadran al mismo tiempo y nos dejan solos. Anden espera a que doblen la esquina para dirigirse a mí.

—Espero que la mañana haya transcurrido sin problemas —dice con el ceño fruncido, empezando a abotonarse la camisa—. ¿Ha habido alguna novedad?

—Ninguna —afirmo; no quiero pensar más en mi conversación con Thomas.

—Bien —se pasa la mano por el pelo húmedo—. Entonces has tenido una mañana mejor que la mía. He pasado horas dialogando con el presidente de la ciudad de Ross, de la Antártida. Le he pedido ayuda militar ante una posible invasión —suspira—. La Antártida se muestra abierta a nuestras peticiones, pero no es fácil adivinar qué harán en caso de conflicto. No sé qué podemos hacer si no utilizamos al hermano de Day, y no sé cómo persuadirle para que nos lo permita.

—Nadie puede convencerle —replico cruzándome de brazos—. Ni siquiera yo. Crees que yo soy su debilidad, pero no es verdad: su mayor debilidad es su familia.

Anden se queda callado un instante y yo estudio su rostro cuidadosamente, intentando adivinar lo que le pasa por la cabeza. De pronto recuerdo lo despiadado que puede ser cuando toma una decisión: cómo sentenció a muerte a Thomas sin siquiera parpadear, cómo despreció los insultos de la comandante Jameson. No ha dudado en ordenar que ejecutaran a todas y cada una de las personas que intentaron destruirlo. Bajo su voz suave y su amabilidad hay un fondo frío y acerado.

—No lo hagas por la fuerza —le indico, y él me mira sorprendido—. Sé que es lo que estás pensando.

Termina de abotonarse la camisa.

—No se trata de lo que quiero hacer, sino de lo que debo hacer, June —observa en tono amable, casi con tristeza.

No. No voy a permitir que hagas daño a Day de esa forma. No de la misma manera en que yo lo hice.

—Eres el Elector. No tienes que hacer nada por obligación. Y si te importa la República, no deberías arriesgarte a enfadar a Day. El pueblo cree en él.

Me muerdo la lengua demasiado tarde.

El pueblo cree en Day, no en ti. Anden se estremece, pero no hace ningún comentario. Me maldigo a mí misma por haber hablado con tanta ligereza.

—Lo siento —murmuro—. No quería decir eso.

Se hace un largo silencio antes de que Anden vuelva a hablar.

—No es tan fácil como parece —menea la cabeza y unas gotas de agua manchan el cuello de su camisa—. ¿Tú qué harías? ¿Arriesgar una nación entera en lugar de una sola persona? Es injustificable. Las Colonias nos atacarán a no ser que les entreguemos la vacuna. Y si nos vemos en este embrollo es por culpa mía.

—No. La culpa fue de tu padre.

—Bueno, yo soy su hijo —responde, cortante de pronto—. ¿Qué diferencia hay?

Las palabras nos sorprenden a ambos. Aprieto los labios y decido no hacer ningún comentario, pero mi mente es un torbellino.

Hay muchas diferencias.

Pero entonces recuerdo lo que Anden me contó sobre la fundación de la República, cómo se vieron obligados a actuar su padre y los Electores que le precedieron.

Más te vale tener cuidado, Iparis. Puede que acabes siendo igual que yo.

Tal vez yo no sea la única que deba ir con cuidado.

De pronto algo me llama la atención en la pantalla del vestíbulo. Me giro hacia ella y veo que hay nuevas noticias sobre Day. Aparece un vídeo antiguo de él seguido de un plano corto del hospital de Denver. La escena se interrumpe, pero no antes de que vislumbre una multitud congregada frente al edificio. Anden también mira la pantalla. ¿Está protestando la gente? ¿Por qué motivo?

DANIEL ALTAN WING, HOSPITALIZADO

POR UN RECONOCIMIENTO MÉDICO ESTÁNDAR,

SERÁ DADO DE ALTA MAÑANA.

Anden se toca la oreja; le están llamando. Sus ojos se cruzan con los míos un instante antes de que el transmisor se encienda con un chasquido.

—¿Sí? —dice.

Silencio. Mientras continúan las noticias en la pantalla, veo cómo el rostro de Anden se demuda. Me viene a la mente lo pálido que estaba Day en el banquete… y de pronto, los dos detalles se funden en una sola idea aterradora. Ahora sé sin lugar a dudas cuál era el secreto que Day quería ocultarme. Se me retuerce la boca del estómago.

—¿Quién ha aprobado la emisión de la noticia? —pregunta Anden en un susurro lleno de ira reprimida—. Que no se repita jamás. Infórmenme antes. ¿Entendido?

Tengo un nudo en la garganta. Anden corta la llamada, deja caer la mano y me observa con expresión grave.

—Es Day —dice—. Está en el hospital.

—¿Por qué?

—Lo siento mucho —murmura.

Agacha la cabeza en un gesto de pesar, se inclina y empieza a hablarme al oído. De pronto, todo me da vueltas. Estoy mareada. Es como si el mundo entero estuviera desenfocado, como si nada de esto fuera real, como si estuviera de nuevo en el hospital central de Los Ángeles la noche en que me arrodillé junto al cadáver de Metias y contemplé un rostro que ya no era capaz de reconocer. Se me para el corazón. Todo se detiene.

Esto no puede estar pasando.

¿Cómo puede morir el chico que revolucionó a una nación entera?

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