Champion

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9. Day

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Y

Alucino. La última vez que vi a Tess estaba en medio de un callejón, cerca del sitio donde se suponía que íbamos a asesinar a Anden, con los puños apretados y una expresión rota en el rostro. Ahora la encuentro muy distinta. Más tranquila. Mayor. También un poco más alta, y su cara redonda de bebé está más afilada. Me resulta extraño verla así.

Sus compañeros y ella están esposados a las sillas, lo que no mejora mucho mi humor. Reconozco de inmediato a uno de sus compañeros: Pascao, el corredor de piel oscura con pelo rizado y ojos grises extraordinariamente claros. No ha cambiado mucho, aunque ahora que lo miro de cerca, descubro una nueva cicatriz en la nariz y otra en la sien derecha. Me lanza una sonrisa llena de sarcasmo.

—¿Eres tú, Day? —me pregunta con un guiño coqueto—. Sigues tan guapo como siempre. Te sienta bien el uniforme de la República.

El comentario me duele.

Me dirijo a los soldados que están de guardia.

—¿Por qué están presos?

Uno de ellos alza el mentón. A juzgar por todas las condecoraciones que salpican su uniforme, debe de ser el capitán de la patrulla o algo así.

—Son antiguos Patriotas —responde, haciendo hincapié en la palabra como si intentara burlarse de mí—. Los hemos atrapado junto al Escudo: estaban intentando desactivar nuestros equipos y ayudar a las Colonias.

Pascao se revuelve en su silla, indignado.

—Mira, republicano: está claro que no sabéis ver más allá de vuestras patéticas narices —le espeta—. Estábamos junto al Escudo porque queríamos ayudaros. No deberíamos habernos molestado.

Tess me mira con una cautela que me resulta desconocida en ella; jamás le había visto esa expresión. Sus muñecas parecen tan finas y frágiles bajo las esposas… Aprieto los dientes y mis ojos se dirigen a las pistolas que llevan los soldados al cinto.

Nada de movimientos bruscos, me recuerdo a mí mismo.

No estando rodeados de estos idiotas de gatillo fácil. Por el rabillo del ojo veo que una Patriota está sangrando: tiene el hombro herido.

—Soltadlos —ordeno—. Estos no son nuestros enemigos.

El soldado me contempla con frío desprecio.

—No pienso hacerlo. Tenemos órdenes de detenerlos hasta que…

June alza la barbilla.

—¿Órdenes de quién?

El soldado vacila un poco y su voz suena menos bravucona.

—Candidata Iparis, mis órdenes proceden de nuestro glorioso Elector en persona.

Sus mejillas enrojecen cuando June estrecha los ojos, y comienza a tartamudear algo sobre su servicio en el Escudo y lo dura que está siendo la batalla. Me acerco a Tess y me agacho hasta quedar a la altura de sus ojos. Los guardias empuñan las armas, pero June los detiene con un gesto.

—Has vuelto —le susurro a Tess.

Aunque su mirada sigue siendo cautelosa, su expresión se suaviza.

—Sí.

—¿Por qué?

Ella vacila y mira a Pascao, que me fulmina con la mirada.

—Hemos vuelto porque Tess se enteró de que nos llamabas.

Me oyeron. Todas aquellas transmisiones de radio que lancé al vacío durante meses y meses no se perdieron: no sé cómo lo hicieron, pero al final me oyeron.

Tess traga saliva y parece hacer acopio de valor.

—Frankie fue la primera que captó tus transmisiones, hace tiempo —señala a una chica con el pelo rizado que está amarrada a otra silla—. Me dijo que querías ponerte en contacto con nosotros —Tess baja la vista—. Yo no pensaba contestar. Pero entonces me enteré de que estabas enfermo y…

Vaya. Sí que ha volado la noticia.

—Oye —la interrumpe Pascao al ver mi expresión—. No hemos venido a la República solamente porque nos des mucha pena. Hemos oído las noticias, las vuestras y las de las Colonias. Nos hemos enterado del fin de la tregua.

—¿Y habéis decidido venir en nuestra ayuda? —interviene June con expresión de sospecha—. ¿Cómo es que sois tan generosos de pronto?

Pascao se vuelve hacia ella y su sonrisa sarcástica se desvanece.

—Eres June Iparis, ¿verdad?

El capitán le ordena que trate a June con más respeto, pero ella se limita a asentir.

—Así que tú eres la que saboteó nuestro plan y dividió a los nuestros —Pascao se encoge de hombros—. Sin rencores, ¿eh? No es que yo fuera un gran admirador de Razor, la verdad.

—¿Por qué habéis regresado al país? —insiste June.

—Vale, vale. Nos echaron de Canadá —Pascao toma aire—. Nos escondimos allí después de que se fuera a la mierda el aten… —echa una mirada a los soldados que hay a nuestro alrededor—. Esto… ya sabes, nuestro asuntillo con Anden. Pero entonces los canadienses descubrieron que estábamos allí de forma ilegal y tuvimos que bajar al sur. Muchos de los nuestros se dispersaron; no tengo ni idea de dónde está la mitad de nuestro grupo original. Algunos seguramente sigan en Canadá. Cuando salieron las noticias de Day, la pequeña Tess nos preguntó si podía dejarnos y volver ella sola a Denver. Yo no quería que… Bueno, no quería que se muriera, así que decidimos acompañarla.

Pascao baja la mirada un instante. Habla sin detenerse ni para tomar aliento; juraría que esto es una maniobra de despiste. Nos está dando un montón de motivos, pero no el auténtico.

—Cuando os atacaron las Colonias —prosigue—, pensé que si os echábamos una mano obtendríamos el perdón y nos daríais permiso para quedarnos en el país. Pero dado que tu Elector no es precisamente nuestro mayor…

—¿Qué significa esto?

Nos giramos todos a tiempo de ver cómo los soldados se cuadran. Anden está de pie en el umbral, rodeado de guardaespaldas. Sus ojos oscuros se clavan con severidad en June, luego en mí y después en los Patriotas. Aunque no han pasado más de unos minutos desde que lo dejamos hablando con sus oficiales, tiene una fina capa de polvo en los hombros del uniforme y el rostro sombrío.

—Mis… mis disculpas, Elector —comienza el capitán con el que hemos hablado antes—, pero hemos detenido a estos criminales cerca del Escudo…

—Entonces he de suponer que no ha sido usted quien ha aprobado esta detención, ¿no es así? —le dice June cruzándose de brazos, con un tono helado que nunca le había oído emplear.

El Elector contempla la escena. Es posible que aún tenga en mente nuestra discusión en el todoterreno, porque no me mira a los ojos. Vale, perfecto: tal vez le haya dado algo en lo que pensar. Finalmente le hace un gesto al capitán.

—¿Quiénes son los prisioneros?

—Antiguos Patriotas, señor.

—Ya veo. ¿Quién ha autorizado que los arresten?

El capitán se pone rojo como un tomate.

—Verá, Elector… —comienza, intentando adoptar un tono firme—. Como oficial al mando…

Pero Anden ya ha apartado la vista del embustero y se da media vuelta.

—Quitadles las esposas —ordena—. Mantenedlos retenidos de momento y luego evacuadlos con el último grupo. Vigiladlos estrechamente —nos hace un gesto para que le sigamos—. Candidata Iparis, señor Wing…

Me giro para volver a mirar a Tess antes de salir y veo que un soldado está abriendo sus esposas. En cuanto cruzo la puerta, Eden se abalanza sobre mí y yo le agarro la mano.

Anden sigue caminando hasta llegar a un grupo de soldados. Frunzo el ceño: hay cuatro arrodillados, con las manos en la cabeza y la cabeza gacha. Uno solloza en silencio.

Los demás los apuntan con las armas. El que está al mando se dirige a Anden.

—Esos son los guardias que estaban a cargo de la comandante Jameson y el capitán Bryant. Hemos detectado comunicaciones sospechosas entre uno de ellos y las Colonias.

Nos ha traído hasta aquí para que veamos las caras de los posibles traidores. Vuelvo la vista hacia los prisioneros. El que llora sube la vista hacia Anden y le dirige una mirada implorante.

—Por favor, Elector —suplica—. Yo no he tenido nada que ver con la fuga. No… no sé cómo pasó…

Un culatazo en la cabeza interrumpe sus palabras.

El rostro de Anden, normalmente reservado, se ha vuelto de hielo. Se queda callado un instante y luego hace un gesto a sus hombres.

—Interrogadlos. Si no cooperan, fusiladlos. Corred la voz entre las tropas: que sirva de lección para los demás traidores que pueda haber en nuestras filas. Hacedles saber que vamos a acabar con ellos.

Los soldados entrechocan los tacones.

—Sí, señor.

Los hombres de Anden se llevan a rastras a los acusados. Siento una náusea al oír cómo gritan y ruegan mientras Anden los contempla con aire impasible. June los sigue con la mirada, visiblemente afectada.

El Elector nos encara con expresión severa.

—Las Colonias han recibido ayuda.

Un ruido sordo retumba sobre nuestras cabezas y el pasillo entero se estremece. June escudriña a Anden como si quisiera analizarle.

—¿Qué clase de ayuda?

—He visto sus escuadrones en el aire, más allá del Escudo. No todos son cazas de las Colonias: algunos tienen las estrellas africanas pintadas en los costados. Según mis mandos, las Colonias se sienten lo bastante fuertes como para tener un dirigible y un escuadrón de cazas estacionados a menos de un kilómetro del Escudo. Se están preparando para otro ataque.

Aprieto más la mano de Eden, que se ha vuelto hacia el enjambre de evacuados que esperan junto al tren. No creo que vea nada más que un montón de manchas en movimiento. Ojalá pudiera borrar su expresión de pánico.

—¿Cuánto tiempo aguantará Denver? —pregunto.

—No lo sé —responde Anden—. El Escudo es fuerte, pero no podrá contener un ataque así durante mucho tiempo.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —interviene June—. Si no podemos contenerlos, ¿tenemos que resignarnos a perder la guerra?

Anden menea la cabeza.

—Nosotros también vamos a pedir ayuda. Quiero solicitar audiencia a las Naciones Unidas y a la Antártida; tal vez estén dispuestos a auxiliarnos. Puede que consigamos un poco de tiempo, suficiente para…

Su mirada se posa en mi hermano, que aguarda callado junto a mí. Me atraviesa una punzada de culpa mezclada con rabia. Entrecierro los ojos en dirección a Anden: mi hermano no debería estar en medio de todo esto. No debería verme obligado a elegir entre perder a mi hermano y perder a todo el maldito país.

—Esperemos no llegar a eso —le corto.

June y él se ponen a hablar sobre la Antártida, y yo aprovecho para volverme hacia la estancia en la que están retenidos Tess y los Patriotas. La veo por el cristal de la puerta: está atendiendo a la chica del hombro herido, ante la mirada incómoda de los soldados. No entiendo por qué le tienen tanto miedo: ellos son asesinos entrenados, y ella, una chiquilla armada con un puñado de vendas y alcohol. Me estremezco al recordar cómo Anden ordenó que ejecutaran a los posibles traidores. Miro a Pascao: parece frustrado. De pronto, sus ojos se cruzan con los míos. Aunque no mueve los labios, sé muy bien lo que está pensando.

Es un auténtico desperdicio retener a un puñado de Patriotas en medio de una batalla, mientras en el exterior mueren soldados y civiles.

—Elector —digo mientras me acerco a él—. Anden, deja que los Patriotas salgan del búnker.

Él se queda callado y me mira como si esperara una explicación.

—Pueden echaros una mano ahí fuera —digo—. Son mejores que cualquiera de tus soldados en la guerra de guerrillas, y dado que los sectores pobres no van a poderse evacuar de momento, creo que necesitas toda la ayuda que puedas conseguir.

June no reacciona a mi pulla, pero Anden se cruza de brazos con aire impaciente.

—Day, he perdonado a los Patriotas como parte de nuestro acuerdo inicial, pero no he olvidado lo que sucedió. Aunque no los quiera mantener encadenados, no tengo ningún motivo para pensar que van a ayudar a un país al que han aterrorizado durante años.

—No te perjudicarán —insisto—. No tienen motivos para luchar contra la República.

—Tres condenados a muerte han logrado huir —observa Anden—. Las Colonias han atacado por sorpresa nuestra capital. Y los que estuvieron a punto de ser mis asesinos están sentados a unos metros de mí. No me siento demasiado indulgente, la verdad.

—¡Solo quiero ayudarte! —replico—. Acabas de atrapar a los auténticos traidores, ¿no? ¿De verdad piensas que los Patriotas tienen algo que ver con la huida de la comandante Jameson? ¡Pero si fue ella quien los echó a los perros! ¿Crees que me hace gracia que los asesinos de mi madre anden sueltos? Libera a los Patriotas: lucharán por ti.

Anden entrecierra los ojos.

—¿Qué te hace pensar que son leales a la República?

—Déjame liderarlos —exijo, y Eden gira la cabeza hacia mí, sorprendido—. Si lo hago, puedo garantizar que no te fallarán.

June me lanza una mirada de advertencia y yo tomo aire, luchando por tragarme la frustración que siento. Ella tiene razón: si quiero que Anden esté de mi lado, es mejor no enfadarle.

—Por favor —agrego en voz baja—. Déjame ayudarte. Tienes que confiar en alguien; no dejes morir a toda la gente que está ahí fuera.

Anden me examina durante un largo instante, y me doy cuenta con un escalofrío de lo mucho que se parece a su padre. La imagen solo dura un segundo; luego se desvanece, y en su lugar veo la mirada grave y preocupada del joven Elector. Es como si hubiera recordado de pronto quién es. Suspira profundamente y aprieta los labios.

—Cuéntame tu plan —dice—. Y ya veremos. Entretanto, te sugiero que subas a tu hermano a un vagón: así estará a salvo hasta que te reúnas con él. Te doy mi palabra —añade al ver mi expresión.

Se gira haciendo un gesto a June para que le acompañe, y yo dejo escapar el aliento mientras veo cómo se acercan a un grupo de altos mandos. A medio camino, June se vuelve hacia mí y me mira. Sé que está pensando lo mismo que yo: le preocupa lo que le está haciendo la guerra a Anden. Lo que nos está haciendo a todos.

La voz de Lucy me saca de mis pensamientos.

—Entonces, ¿quiere que llevemos a su hermano a un tren de evacuación? —sugiere con una mirada comprensiva.

—Sí —le doy una palmada en el hombro a Eden y me esfuerzo por confiar en el Elector—. Vamos a ver cómo podemos sacarte de aquí.

—¿Y tú? —pregunta él—. ¿En serio vas a luchar?

—Me reuniré contigo en Los Ángeles. Te lo prometo.

Mi hermano no dice nada más mientras nos acercamos al andén, escoltados por un grupo de soldados. Cada vez está más serio y hosco. Cuando llegamos a la puerta del vagón, me agacho hasta ponerme a su altura.

—Siento no poder ir contigo ahora mismo, pero me tengo que quedar para echar una mano. Lucy estará contigo y te cuidará. Nos reuniremos pronto.

—Ya, claro —gruñe él.

—Bueno… —carraspeo, sin saber qué responder: Eden es maniático, cabezón, calculador y a veces hasta brusco, pero rara vez se enfada de esta forma. Incluso después de quedarse ciego ha mantenido el optimismo—. Me alegro de que…

—Me estás ocultando algo, Daniel —me interrumpe—. Lo sé. ¿Qué es?

Hago una pausa.

—No te oculto nada.

—Eres muy mal mentiroso —Eden retrocede y frunce el ceño—. Hay algo raro, lo sé. El Elector tenía una voz muy rara hace un momento, y también está lo que me dijiste el otro día, lo de los soldados que podían venir a casa… ¿Por qué me dijiste todo eso? Creía que todo marchaba bien.

Suspiro y agacho la cabeza. La expresión de Eden se ablanda un poco, pero su mandíbula se mantiene tensa.

—¿Qué pasa? —insiste.

Tiene once años. Merece saber la verdad.

—La República quiere seguir experimentando contigo —contesto, susurrando para que no me oiga nadie más que él—. Se está extendiendo un nuevo virus por las Colonias, y los médicos piensan que el anticuerpo puede estar en tu sangre. Quieren llevarte a un laboratorio.

Eden se queda callado un largo rato. Un nuevo estruendo sacude la tierra sobre nuestras cabezas, y me pregunto si el Escudo seguirá en pie. Pasan los segundos. Finalmente le agarro del brazo.

—No pienso permitir que te alejen de mí, ¿vale? —añado para tranquilizarle—. No te preocupes: el Elector sabe que, si te encierra, yo podría atizar una rebelión entre el pueblo. No lo hará sin mi permiso.

—Y toda esa gente de las Colonias va a morir, ¿no? —murmura Eden con un hilo de voz—. Los que tienen la peste.

Titubeo. Nunca he preguntado cuál era exactamente el desarrollo de la enfermedad. Dejé de escuchar en cuanto mencionaron a mi hermano.

—No lo sé —admito.

—Y luego contagiarán a la República —Eden baja la cabeza y se retuerce las manos—. Puede que se esté extendiendo ahora mismo. Si conquistan la capital, la peste se extenderá, ¿verdad?

—No lo sé —repito.

Los ojos de Eden buscan mi rostro. A pesar de su ceguera, su mirada desprende una profunda tristeza.

—No deberías decidir por mí, ¿sabes?

—Ha sido sin querer… Eden, ¿no quieres ir a Los Ángeles? Allí estarás seguro, y te aseguro que me reuniré contigo. Créeme.

—No, no me refiero a eso. ¿Por qué me has ocultado esto?

¿Es eso lo que le enfada?

—¿Estás de broma?

—¿Por qué? —insiste Eden.

—¿Habrías aceptado? —me pego a él, echo un vistazo a los soldados y los evacuados que nos rodean y bajo aún más la voz—. Sé que le di mi apoyo a Anden, pero eso no significa que haya olvidado lo que la República le hizo a nuestra familia, lo que te hizo a ti. Mientras yo te veía empeorar por momentos, las patrullas antipeste fueron a casa y te sacaron en una camilla, con los iris negros por el derrame de sangre.

La imagen me provoca una sacudida de dolor en la nuca. Me interrumpo, cierro los ojos y me esfuerzo por borrarla de mi mente. La he rememorado millones de veces: no me hace ninguna falta volver a verla ahora.

—¿Crees que no lo sé? —replica Eden en voz baja y desafiante—. Eres mi hermano, no mi madre.

Abro los ojos, sorprendido.

—Ahora lo soy.

—No. Mamá está muerta —Eden toma aliento—. Recuerdo todo lo que nos ha hecho la República, por supuesto que sí. Pero las Colonias nos están atacando. Quiero ayudar.

No puedo creer que Eden me esté diciendo esto. ¿Es que no entiende hasta dónde llegará la República? ¿De verdad se le han olvidado los experimentos? Me inclino hacia delante y agarro su flaca muñeca.

—Podrían matarte. ¿Lo has pensado? Y puede que ni siquiera encuentren la vacuna en tu sangre.

Eden sacude el brazo para liberarse.

—La decisión es mía. No tuya.

Sus palabras son como un eco de lo que me dijo June en la cafetería.

—Pues vale —gruño—. La decisión es tuya, chaval.

Me mira y endereza la espalda.

—¿Y si yo quiero ayudar?

—No puedo creer que me estés diciendo esto. ¿Quieres ayudarlos, o lo haces solo por llevarme la contraria?

—Estoy hablando en serio.

Se me hace un nudo en la garganta.

—Eden —comienzo—. Hemos perdido a mamá y a John. Papá nos dejó hace mucho tiempo. Eres lo único que tengo: no podría soportar perderte a ti también. Todo lo que he hecho hasta ahora ha sido por ti. No voy a permitir que arriesgues tu vida para salvar a la República. Ni a las Colonias, llegado el caso.

El desafío se diluye en sus ojos. Apoya los codos en la barandilla del andén y reposa la cabeza en las manos.

—Si hay algo que sé de ti es que no eres egoísta —susurra.

Me quedo callado. Egoísta… Estoy portándome de manera egoísta; es cierto. Quiero asegurarme de que Eden está a salvo, y me da exactamente igual lo que opine él del asunto. Pero me siento culpable al oírselo decir. ¿Cuántas veces intentó John evitar que me metiera en líos? ¿Cuántas veces me advirtió que no buscara problemas con la República ni intentara conseguir la vacuna para Eden? Jamás le escuché, y no me arrepiento de nada de lo que hice.

La mirada vacía de Eden resbala por mi rostro: la República le hizo esto. Y ahora quiere sacrificarse como un cordero en el matadero, y no puedo entender el motivo.

Pero sí que lo entiendo. Él es como yo: está haciendo lo que yo haría si estuviera en su lugar. Y sin embargo, la idea de perderlo me resulta insoportable. Le pongo una mano en el hombro y le conduzco hacia el vagón.

—Primero ve a Los Ángeles. Hablaremos de esto más adelante. Piénsatelo bien, porque si te ofreces voluntario para esto…

—Ya lo he pensado —responde Eden quitándose mi mano de encima—. Además, si vinieran a por mí, ¿de verdad crees que podríamos detenerlos?

Lucy le ayuda a subir y yo le sostengo la mano un instante antes de dejarlo marchar. A pesar de lo enfadado que está, me la aprieta con fuerza.

—Date prisa, ¿vale? —me dice, y sin previo aviso se lanza a abrazarme.

Lucy me dedica una de sus sonrisas tranquilizadoras.

—No hay nada de lo que preocuparse, Daniel. No le quitaré los ojos de encima.

Asiento agradecido y estrecho a Eden con los ojos cerrados.

—Nos vemos pronto, chaval —musito antes de soltarle.

Mi hermano desaparece entre los demás pasajeros, y un instante después el tren abandona la estación para llevar la primera tanda de evacuados hacia la costa oeste de la República. Atrás quedan las palabras de Eden, retumbando en mi cabeza.

¿Y si yo quiero ayudar?

Me quedo un rato perdido en mis pensamientos, rememorando una y otra vez lo que me ha dicho. Ahora soy su tutor, y tengo todo el derecho del mundo a evitar que le hagan daño. No voy a presenciar cómo la República vuelve a encerrarlo en sus laboratorios, después de todo lo que he hecho para sacarlo de ellos. Cierro los ojos y me paso las manos por el pelo.

Al cabo de un rato regreso a la estancia donde están retenidos los Patriotas. La puerta está abierta; dentro, Pascao estira los músculos mientras Tess remata el vendaje de la chica herida. Cuando entro, los dos dejan lo que tienen entre manos y me miran sin decir nada.

—Bien —digo con los ojos fijos en Tess—. Entonces, habéis venido hasta aquí para fastidiar bien a las Colonias, ¿no?

Tess baja la vista y Pascao se encoge de hombros.

—No veo cómo, si no nos dejan salir. ¿Por qué? ¿Tienes algo en mente?

—El Elector ha ordenado que os liberen, siempre y cuando yo os dirija —respondo—. Piensa que así seremos buenos chicos, nos portaremos fenomenal y no nos volveremos contra la República.

Por supuesto que no voy a atacar a la República: aunque quisiera hacerlo, tienen a mi hermano.

En el rostro de Pascao se dibuja una sonrisa.

—Me gusta cómo suena eso. ¿Tienes algo en mente?

Me meto las manos en los bolsillos y le miro levantando una ceja.

—Hacer lo que mejor se nos da.

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