Central Park

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Tercera parte: Sangre y furor

20

En la casa

Los hombres buscan la luz en un jardín frágil donde tiritan los colores.

JEAN TARDIEU

Una luna azul nocturno producía una sensación aplastante y desafiaba a las nubes.

Hacía un frío polar.

Dentro del habitáculo del Shelby, la calefacción despedía un aire templado. Alice se frotó las manos para calentárselas y las cerró para meterlas en las mangas del jersey. Había encendido la luz del techo y tenía el mapa de carreteras desplegado sobre las piernas. Inclinado hacia delante, con el semblante sombrío, Gabriel conducía agarrando el volante con las dos manos. Llevaban tres horas de viaje desde la llamada de Seymour, todo el rato en dirección hacia el norte. Después de un trayecto tan largo, la incomodidad del Shelby empezaba a dejarse sentir: asientos muy bajos, suspensión prehistórica, calefacción defectuosa…

Concentrado en la carretera, Gabriel tomó una curva cerrada y aceleró para propulsar el coche por la carretera escarpada que serpenteaba entre las gargantas de las Montañas Blancas. No se habían cruzado con ningún coche desde hacía kilómetros. La zona estaba desierta.

A su alrededor, la naturaleza se imponía con todo su poderío. El bosque estaba negro, amenazador, sin matices. La paleta de colores otoñales había dejado paso a un tinte monolítico, todo sombras, de una negrura abisal.

En los recodos veían a veces el valle sumergido en la bruma, así como una cascada escalonada cuyos saltos de agua dibujaban rellanos plateados en la roca.

Asediada por el cansancio y la falta de sueño, Alice rumiaba sobre lo que Seymour les había revelado: no sólo Vaughn no estaba muerto, sino que seguía activo. Hacía diez días, había asesinado a una enfermera, allí, en Nueva Inglaterra, y poco después había regresado a Francia para matar de nuevo y dejar el cadáver en la antigua azucarera.

Vaughn no actuaba solo, Alice estaba segura de eso. Su encuentro con Gabriel no era cosa del azar. Vaughn los había reunido para provocarlos y desafiarlos. Pero esa macabra puesta en escena no podía ser obra de un individuo aislado. Material y logísticamente, un hombre solo era incapaz de orquestar semejante puzle.

Alice se frotó los ojos. Había dejado de tener las ideas claras, su cerebro funcionaba al ralentí.

No obstante, una pregunta la torturaba: ¿por qué le había mentido su padre sobre la muerte de Vaughn?

Se friccionó los hombros y limpió el vaho que se acumulaba en la ventanilla. El paisaje lúgubre la contagiaba. El miedo le atenazaba el estómago y sólo la presencia de Gabriel le permitía ahora no ceder al pánico.

Recorrieron unos quince kilómetros más antes de llegar a un reborde de estacas que abría un camino en el bosque.

—¡Es ahí! —dijo Alice levantando los ojos del mapa.

El cupé giró a la izquierda y se adentró en una pista forestal bordeada de abetos. Al cabo de un centenar de metros, el paso se hizo más estrecho, como si los árboles formaran un bloque para rechazar a los dos intrusos. La pareja se internó en el túnel de vegetación. Las agujas rayaban la carrocería del Mustang, unas ramas golpeaban las ventanillas, el suelo se volvía más inestable. Imperceptiblemente, las coníferas se cerraban sobre ellos.

De pronto, salida de ninguna parte, una masa oscura saltó delante del coche. Alice gritó, Gabriel pisó el pedal del freno y giró el volante con todas sus fuerzas para sortear el obstáculo. El Shelby derrapó y chocó contra el tronco de un abeto, que arrancó un retrovisor, rompió una de las ventanillas traseras e hizo que se apagara la luz del techo.

Silencio. Miedo. Luego un largo balido.

«Un alce…», pensó Alice mirando alejarse la silueta de un gran animal con una alta cornamenta en forma de abanico.

—¿Nada roto? —preguntó Gabriel.

—Estoy bien —afirmó Alice—. ¿Y usted?

—Sobreviviré —aseguró él arrancando de nuevo.

Recorrieron unos quinientos metros hasta desembocar en un claro que rodeaba una granja.

Aparcaron el Shelby cerca de la vivienda y apagaron los faros. La luz de la luna era suficiente para distinguirla. Era una construcción rectangular recubierta de tablas de madera y tocada con un tejado de dos aguas revestido de tablillas de cedro. Dos tragaluces abiertos en el desván parecían observarlos con una mirada desconfiada. Las contraventanas no estaban cerradas y en el interior la oscuridad era total.

—No hay nadie —constató Gabriel.

—O quieren hacérnoslo creer —puntualizó Alice.

Abrochó las dos correas del macuto y se lo tendió a Gabriel.

—Cójalo —ordenó mientras sacaba la pistola de la guantera.

Desenfundó la Glock, comprobó el cargador, quitó el seguro y apoyó el dedo en el gatillo.

—No pensará ir así sin más… —dijo Gabriel.

—¿Se le ocurre otra solución?

—¡Va a freírnos!

—Si Vaughn hubiera querido matarnos, lo habría hecho hace mucho.

Salieron al frío exterior y se dirigieron hacia la casa. De entre sus labios escapaba un vaho que trazaba volutas plateadas y se evaporaba en la noche.

Se detuvieron delante de un buzón tradicional con la pintura desconchada:

CALEB DUNN

El nombre grabado con soldador no dejaba ninguna duda sobre la identidad de su propietario.

—Por lo menos no nos hemos equivocado de sitio —dijo Gabriel abriendo el buzón.

Estaba vacío. Alguien había retirado el correo hacía poco.

Continuaron hasta la galería, donde encontraron un periódico.

—El USA Today de hoy —observó Gabriel después de haber rasgado el envoltorio de plástico que lo protegía.

Dejó el ejemplar encima de una vieja mecedora.

—O sea, que Dunn no ha entrado en su casa —dedujo Alice, echando un vistazo al periódico.

Gabriel se situó delante de la entrada y pareció dudar.

—Desde un punto de vista jurídico, no tenemos ninguna razón válida para estar aquí. Oficialmente, Dunn no es sospechoso de nada. No tenemos una orden, no tenemos…

—¿Y qué? —se impacientó Alice.

—Pues que si pudiéramos entrar sin derribar la puerta…

La policía guardó el arma y se arrodilló delante de la cerradura.

—Páseme el bolso.

Abrió el macuto para sacar un gran sobre de papel kraft doblado por la mitad que contenía las radiografías de su tórax hechas poco antes en Greenfield.

—¿De dónde ha sacado eso? —preguntó Gabriel al ver la imagen médica.

—Después se lo explico, Keyne. ¿Qué nos apostamos a que la puerta está cerrada de golpe? Por estos pagos no deben de tener mucho miedo de los ladrones.

Alice introdujo la hoja rígida entre la puerta y el marco y la empujó varias veces sin éxito.

—Déjelo, Schäfer, esto no es una película: está cerrado con llave.

Pero Alice no se dio por vencida, siguió empujando la radiografía al tiempo que sacudía la puerta, dándole golpecitos con el pie hacia arriba hasta que el pestillo se desplazó y liberó la abertura.

Le lanzó una mirada victoriosa a Gabriel y desenfundó la Glock. Los dos policías entraron en la granja.

Primera evidencia: la casa estaba caldeada. Primera deducción: cuando salió de su refugio, Dunn pensaba volver enseguida.

Gabriel accionó el interruptor. El interior era sencillo: una especie de gran cabaña de cazador de aspecto típico, con su viejo suelo de ladrillo, sus paredes de madera con vetas y su estufa de leña. El salón se organizaba alrededor de un sofá esquinero muy raído y de una monumental chimenea de piedra sobre la que destacaba una cabeza de corzo disecada. Cuatro armas estaban colocadas a la vista en el armero.

—Escopetas de tres al cuarto para disparar contra las tórtolas o las perdices —dijo Gabriel—. Nada más.

Únicas concesiones a la modernidad: unos banderines de los Red Sox, una pantalla de alta definición, una videoconsola, un ordenador portátil y una pequeña impresora que descansaban sobre una mesa de madera tosca. Pasaron a la cocina. Ninguna variación: paredes ligeramente desconchadas, fogones de fundición y viejas cacerolas de cobre.

Subieron al piso superior y descubrieron un pasillo desde el que se accedía a tres cuartitos austeros y casi vacíos.

De vuelta en la planta baja, los dos investigadores abrieron los armarios y los cajones, revisaron lo que había en los estantes, miraron debajo de los cojines y de la manta escocesa del sofá. Nada, salvo un poco de hachís escondido en un frutero. Costaba creer que esa cabaña fuera la madriguera de un asesino en serie.

—Qué raro que no haya ninguna foto personal —observó Gabriel.

Alice se sentó delante del ordenador y abrió el aparato. Ninguna contraseña. Ningún programa de fotos, un historial web expurgado, un programa de correo sin configurar. Un auténtico cascarón vacío.

Alice se tomó su tiempo para pensar y llegó a la conclusión de que Dunn debía de enviar sus mensajes pasando por la página de su proveedor de servicios de internet. Se conectó a él —era la única página que figuraba en Favoritos—, pero sólo encontró las facturas mensuales y mensajes spam y de propaganda.

Gabriel, por su parte, continuaba con el registro. En un armario de la cocina encontró una lona plastificada y un rollo de cinta aislante y los apartó para tapar la ventanilla rota del Shelby. Vio una gran ventana de guillotina que daba a la parte de atrás del bosque. La abrió por curiosidad y provocó una corriente de aire que cerró de un portazo la puerta de la entrada, abierta hasta ese momento. Alice alzó la cabeza y palideció.

De un salto se levantó de la silla, se acercó a la entrada y se quedó petrificada. En el lado interior de la puerta, sujetas con grandes clavos oxidados, tres imágenes que ella llevaba siempre en la cartera.

La primera, una foto de Paul con una sonrisa de oreja a oreja, tomada en la costa Amalfitana, en los elevados jardines de Ravello. La segunda, una de sus ecografías; la del quinto mes.

Alice cerró los ojos. En un segundo, como un fogonazo, surgieron todas las emociones que había sentido al ver a su hijo en la pantalla aquel día. Todo era ya identificable: la forma delicada de la cara, el óvalo de los ojos, las diminutas aletas de la nariz, las manitas, los dedos bien perfilados. Y el ruido hipnotizador del ritmo cardíaco: BUM-BUM, BUM-BUM, BUM-BUM…

Abrió los ojos para mirar la tercera imagen: era su carnet tricolor de policía. También estaba clavado en la puerta, pero el autor de la fechoría lo había rasgado en dos.

BUM-BUM, BUM-BUM, BUM-BUM… El ruido de su propio corazón palpitando dentro del pecho se mezclaba con los recuerdos de los latidos del de su hijo. De repente, la habitación se puso a dar vueltas a su alrededor. Una oleada de calor la invadió y le entraron unas violentas ganas de vomitar. Perdió el conocimiento sin tener apenas tiempo de notar que la sujetaban.

Los truenos hacían temblar los cristales. Una sucesión de relámpagos iluminó en zigzag el interior de la casa. Alice había vuelto en sí enseguida, pero estaba más blanca que un espectro. Gabriel tomó la iniciativa.

—No sirve de nada eternizarse en esta cabaña. Tenemos que encontrar a Caleb Dunn y nada nos dice que vaya a pasar por aquí.

Alice y Gabriel se habían sentado a uno y otro lado de la mesa de madera del salón, sobre la cual habían desplegado el mapa de carreteras de la región. El agente federal siguió exponiendo su razonamiento.

—O bien Dunn y Vaughn son la misma persona, o bien Dunn nos conducirá a Vaughn. De una u otra forma, ese hombre tiene en su poder una parte importante de la verdad.

Alice asintió. Cerró los ojos para concentrarse mejor. El análisis de ADN había revelado que la sangre de su blusa era la de Dunn. Por lo tanto, este había sido herido recientemente. La noche anterior o durante las primeras horas del alba. Y su herida debía de ser suficientemente grave para que no volviera a su casa. Pero ¿dónde estaba ahora? En un escondrijo, seguro… O simplemente en un centro sanitario.

Como si le leyera el pensamiento, Gabriel dijo:

—¿Y si Dunn hubiera ido a que lo atendieran al hospital donde trabaja?

—Llamemos para comprobarlo —sugirió ella pulsando una tecla para activar el ordenador.

Se conectó a internet para buscar las señas del Sebago Cottage Hospital.

Apuntó la dirección y el número de teléfono, e intentó localizar el sitio en el mapa.

—Es aquí —dijo, señalando la orilla de un lago en forma de bombilla—. Hay sesenta kilómetros escasos.

—Tardaremos como mínimo dos horas en bajar —precisó Gabriel.

—Llamemos a la dirección del hospital y preguntemos si Dunn está ingresado allí.

Él negó con la cabeza.

—No nos dirán nada por teléfono. Incluso nos exponemos a que pongan sobre aviso a Dunn.

—Entonces ¿vamos a ciegas?

—Quizá no. Tengo otra idea. Páseme el teléfono.

Gabriel marcó el número del hospital, le contestaron desde la centralita, pero, en vez de tratar de hablar con un miembro de la dirección, pidió que lo pusieran con la garita de los guardias de seguridad.

—Seguridad, dígame —anunció una voz indolente que no encajaba con la función.

—Buenas noches, soy un amigo de Caleb Dunn. Me dijo que podía encontrarlo en este número. ¿Podría hablar con él?

—Pues eso va a ser difícil, amigo. Al parecer, a Caleb le han metido una bala en el cuerpo. Está aquí, pero al otro lado de la barrera, no sé si me entiende…

—¿Dunn está ahí? ¿En el Sebago Cottage Hospital?

—En cualquier caso, eso es lo que la jefa me ha dicho.

—¿La jefa?

—Katherine Köller, la directora adjunta del hospital.

—¿Y se sabe quién le ha disparado?

—Ni idea. Aquí no les gusta mucho que hagamos preguntas.

Gabriel le dio las gracias al guardia de seguridad y colgó.

—¡Vamos! —dijo Alice—. ¡Esta vez lo tenemos!

Iba a cerrar el ordenador cuando interrumpió el gesto.

—Espere un minuto.

Aprovechó el acceso a internet para mirar su correo electrónico. Habían pasado más de cinco horas desde su conversación con Franck Maréchal, el comisario de la dirección regional de la Policía de Transportes. Quizá había encontrado las imágenes de su coche en las cámaras de vigilancia del aparcamiento de la avenue Franklin-Roosevelt. A decir verdad, en este asunto no confiaba mucho en la diligencia de Maréchal.

Pero se equivocaba: tenía un mensaje sin leer en su correo.

De: Franck Maréchal

Para: Alice Schäfer

Asunto: Vigilancia Vinci/FDR

Hola, Alice:

Aquí tienes las imágenes de las cámaras de vigilancia correspondientes a la matrícula que me diste. No he podido comprimir el archivo de vídeo y pesaba demasiado para enviártelo por correo electrónico, pero te he hecho unas capturas de pantalla. Espero que con esto tengas bastante.

Besos,

FRANCK

Seguían cuatro fotos en documentos adjuntos.

Alice miró la pantalla más de cerca.

20.12 horas: dos instantáneas mostraban la entrada del Audi en el aparcamiento. La calidad de la filmación no era tan mala como Seymour había asegurado. A través del parabrisas, Alice distinguió muy bien su cara y el hecho de que estaba sola.

0.17 horas: otras dos fotos atestiguaban la salida del Audi. Esta vez, Alice iba visiblemente acompañada y no era ella quien conducía. A juzgar por las imágenes, parecía desplomada, casi inconsciente, en el asiento de al lado. Un hombre se había puesto al volante. Aunque en la primera instantánea no se le veía la cara, en la segunda tenía la cabeza levantada.

Alice abrió la foto en pantalla completa y amplió la imagen utilizando el panel táctil.

La sangre se le heló en las venas.

No cabía absolutamente ninguna duda.

El hombre que iba al volante del Audi era Seymour.

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