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Cuarta parte: La mujer rota

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Codo con codo

Los únicos caminos que vale la pena tomar son los que conducen al interior.

CHARLES JULIET

Me meto el cañón frío del arma en la boca.

Conservar el control. No convertirme en una mujer con la memoria muerta. En una enferma a la que se encierra en la habitación de un hospital.

Decidir, hasta el final, el camino que debe tomar mi existencia.

Con total lucidez.

Nadie me quitará eso.

Mi última libertad.

Con los ojos cerrados, veo desfilar las instantáneas de los días felices con Paul. Miles de fotografías que el viento barre y se lleva por los aires, abriendo un paso hacia el cielo.

De pronto lo veo, cogido de la mano de su padre. Ese niño cuyo nombre aún no habíamos decidido y que nunca tendrá ninguno. Ese niño al que no conoceré, pero cuyo rostro he imaginado infinidad de veces.

Están ahí, los dos, en esas tinieblas benefactoras. Los dos hombres de mi vida.

Noto lágrimas rodando por mis mejillas. Mantengo los ojos cerrados, el cañón dentro de la boca, el dedo en el gatillo, preparada para disparar. Preparada para reunirme con ellos.

El niño suelta entonces la mano de Paul y da unos pasos hacia mí. Es guapísimo… Ya no es un bebé. Ya es un niño hecho y derecho. Con una camisa de cuadros y unos pantalones con los bajos doblados hacia fuera. ¿Qué edad tiene? ¿Tres años? Cuatro quizá. Me quedo fascinada por la pureza de su mirada, la inocencia de su expresión, las promesas y los desafíos que leo en sus ojos.

—Mamá, tengo miedo, ven conmigo, por favor.

Su voz me reclama. Me tiende la mano.

«Yo también tengo miedo».

La atracción es fortísima. Un sollozo me ahoga. Sé, pese a todo, que ese niño no es real. Que no es más que una simple proyección de mi mente.

—Ven, por favor. Mamá…

«Ya voy…».

Mi dedo se agarrota sobre el gatillo. Un abismo se abre dentro de mí. Siento una tensión en todo mi cuerpo, como si se ensanchara todavía más esa falla abierta que llevo en mi interior desde la infancia.

Es la historia de una chica triste y solitaria que nunca ha encontrado su sitio en ninguna parte. Una bomba humana a punto de explotar. Una olla a presión constantemente sobre el fuego, en la que hierven desde hace demasiado tiempo resentimiento, insatisfacción, ganas de estar en otro lugar.

«Vamos. Aprieta el gatillo. El dolor y el miedo desaparecerán inmediatamente. Hazlo ya. Tienes el valor necesario para hacerlo, la lucidez, la debilidad… Es el momento oportuno».

Un temblor a lo largo del muslo.

El teléfono móvil vibrando en el bolsillo.

Intento retener a Paul y al niño, pero se esfuman. La cólera sucede a la tristeza. Abro los ojos, me saco la pistola de la boca y descuelgo, furiosa. Oigo la voz de Gabriel en el aparato.

—No lo haga, Alice.

Me vuelvo. Está cincuenta metros detrás de mí, se acerca.

—Ya nos lo hemos dicho todo, Gabriel.

—No lo creo, no.

—¡Déjeme en paz! —grito con desesperación—. Teme por su carrera, ¿verdad? Una paciente que se vuela la tapa de los sesos en el recinto de su bonita clínica armaría un buen revuelo, ¿eh?

—Usted ya no es mi paciente, Alice…

Recobro el dominio de mí misma.

—¿Por qué no?

—Lo sabe perfectamente. Un médico no puede estar enamorado de su paciente.

—¡Este último intento es patético, Keyne!

—¿Por qué cree que he corrido tantos riesgos? —continúa él, dando un paso adelante—. Sentí algo por usted en cuanto la vi tumbada en aquel banco.

—No sea ridículo.

—No estoy jugando, Alice.

—No nos conocemos.

—Pues yo creo que sí. O más bien que nos hemos reconocido.

—¿Usted, el mujeriego sin límites, enamorado de mí? «Una chica en cada puerto». ¿Cree que no me acuerdo de su divisa?

—Una mentira para dar entidad a mi personaje de músico de jazz.

—¡Usted machaca todo lo que toca!

—La encuentro guapa a rabiar, Alice. Me gusta su mal carácter, su sentido de la réplica. Nunca me he sentido tan bien con nadie.

Lo miro sin poder decir una palabra. La sinceridad que percibo en sus palabras me petrifica. Ha arriesgado el pellejo por mí, eso es verdad. Anoche, yo misma incluso estuve a dos dedos de dispararle.

—Tengo ganas de hacer miles de cosas contigo —insiste—: hablarte de los libros que me gustan, enseñarte el barrio donde me crié, prepararte mi receta de mac and cheese con trufas…

Las lágrimas me nublan de nuevo la vista. Las palabras de Gabriel me envuelven en su dulzura y me entran ganas de abandonarme a esa sensación. Recuerdo la primera vez que vi su cara en ese dichoso banco de Central Park. Hubo complicidad entre nosotros inmediatamente. Me acuerdo de él en la juguetería, envuelto en la capa, haciendo trucos de magia para entretener a los niños.

Pese a todo, lo interrumpo:

—Esa mujer de la que afirma estar enamorado, Gabriel… Sabe de sobra que dentro de unos meses habrá desaparecido. No lo reconocerá. Le llamará «señor Keyne» y habrá que meterla en un hospital.

—Es posible, pero no seguro. Y estoy dispuesto a correr el riesgo.

Suelto el teléfono en el momento en que la batería exhala el último suspiro.

Gabriel está frente a mí, a menos de diez metros.

—Si hay alguien que puede entablar este combate eres tú.

Ahora está a unos centímetros.

—Pero eso no depende de mí.

—Lucharemos los dos, Alice. Creo que formamos un buen equipo, ¿no?

—¡Tengo miedo! Tengo mucho miedo…

Una ráfaga de viento levanta polvo y hace temblar las agujas doradas de los alerces. El frío me quema los dedos.

—Sé lo difícil que será, pero habrá…

Habrá…

Habrá mañanas claras y otras oscurecidas por las nubes.

Habrá días de duda, días de miedo, horas vanas y grises en salas de espera con olor de hospital.

Habrá paréntesis ligeros, primaverales, adolescentes, en los que la propia enfermedad caerá en el olvido.

Como si no hubiera existido nunca.

Luego la vida continuará.

Y tú te agarrarás a ella.

Habrá cosas como la voz de Ella Fitzgerald, la guitarra de Jim Hall, una melodía de Nick Drake surgida del pasado.

Habrá paseos a orillas del mar, el olor de la hierba cortada, el color del cielo después de una tormenta.

Habrá días de pesca con marea baja.

Bufandas alrededor del cuello para protegerse del viento.

Castillos de arena que plantarán cara a las olas saladas.

Y cannoli de limón comidos paseando por el North End.

Habrá una casa en una calle sombreada. Farolas de hierro con un halo luminoso. Un gato de pelaje rojo, saltarín, un perro grande y bonachón.

Habrá una mañana de invierno en la que se me hará tarde para ir a trabajar.

Bajaré de tres en tres los peldaños de la escalera. Te daré un beso apresurado, cogeré las llaves.

La puerta, el camino embaldosado en el jardín, el motor en marcha.

Y en el primer semáforo me fijaré en que el llavero es un chupete pequeñito.

Habrá…

Sudor, sangre, el primer grito de un bebé.

Un cruce de miradas.

Un pacto por la eternidad.

Biberones cada cuatro horas, bolsas de pañales apiladas, lluvia en los cristales, sol en tu corazón.

Habrá…

Un cambiador, una bañera con forma de concha, otitis recurrentes, un zoológico de peluches, nanas tarareadas.

Sonrisas, salidas al parque, primeros pasos, un triciclo en el camino del jardín.

Antes de dormir, cuentos de príncipes que derrotan a dragones.

Cumpleaños y vueltas al cole. Disfraces de vaquero, dibujos de animales sujetos con imanes en la puerta de la nevera.

Batallas de bolas de nieve, trucos de magia, tostadas con mermelada a la hora de merendar.

Y el tiempo pasará.

Habrá otras temporadas en el hospital, otras pruebas, otras señales de alarma, otros tratamientos.

En cada una de esas ocasiones, irás al frente con el miedo metido en el cuerpo, el corazón encogido, sin mejor arma que tus ganas de seguir viviendo.

En cada una de esas ocasiones te dirás que, te pase lo que te pase ahora, todos esos momentos arrebatados a la fatalidad valía la pena vivirlos.

Y que jamás podrá quitártelos nadie.

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