Central Park

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Primera parte: Los encadenados

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Red Hook

Algunas cosas se aprenden mejor durante la calma, y otras, durante la tormenta.

WILLA CATHER

Un Ford Taurus con los colores del NYPD, el Departamento de Policía de Nueva York, estaba estacionado en la esquina de Broadway con la Sesenta y seis.

«¡Date prisa, Mike!».

En el interior del coche, Jodie Costello, de veinticuatro años, se impacientaba tamborileando con los dedos sobre el volante.

La chica había ingresado en la policía neoyorquina a principios de mes y su trabajo distaba mucho de ser tan excitante como había imaginado. Esa mañana, no hacía ni tres cuartos de hora que había empezado su turno de servicio y ya sentía un hormigueo en las piernas. Su sector de patrulla, al oeste de Central Park, cubría un barrio acomodado, excesivamente tranquilo para su gusto. En quince días, su actividad se había reducido a informar a los turistas, correr detrás de tironeros, denunciar a automovilistas con demasiada prisa y llevarse a los borrachos que vomitaban en la vía pública.

Para acabarlo de arreglar, le habían asignado de compañero a una auténtica caricatura: a seis meses de la jubilación, Mike Hernandez era una verdadera bola. Partidario del mínimo esfuerzo, sólo pensaba en la comida y trabajaba con aplicación en hacer lo menos posible, encadenando descansos para un dónut, paradas para una hamburguesa y altos para una Coca-Cola, o pegando la hebra a la menor ocasión con los comerciantes y los visitantes. Una visión muy personal de la policía de proximidad…

«¡Bueno, ya está bien! —pensó Jodie perdiendo la paciencia—. ¡No hacen falta dos horas para comprar unos bollos, digo yo!».

Encendió las luces de emergencia, salió del coche y lo cerró de un portazo. Iba a entrar en la tienda para reprender a su compañero cuando vio al grupo de seis adolescentes que corrían en su dirección.

—¡Al ladrón! ¡Al ladrón!

En un tono firme, les ordenó que se calmaran antes de aceptar escuchar a aquellos turistas españoles que chapurreaban un inglés horrendo. Al principio creyó que se trataba de un robo de móvil normal y corriente y se disponía a enviarlos a presentar una denuncia en el distrito 20, pero un detalle le llamó la atención.

—¿Estás seguro de que los ladrones iban esposados? —le preguntó al que parecía a la vez el menos tonto y el más feo: un chaval que llevaba puesta una camiseta de futbolista, con la cara redonda, gafas de miope y un corte de tazón desigual.

—Totalmente —respondió el español, ruidosamente apoyado por sus amigos.

Jodie se mordisqueó el labio inferior.

«¿Unos fugitivos?».

Costaba creerlo. Como todas las mañanas, se había informado de los avisos de búsqueda que les enviaban sus colegas del Patrol Services Bureau, y ninguna descripción correspondía con la de los dos maleantes.

Haciendo caso a su intuición, sacó del maletero del coche su tableta personal.

—¿De qué marca es tu teléfono?

Escuchó la respuesta y se conectó al servicio de cloud computing del fabricante. Después le pidió al adolescente que le diera su dirección de correo electrónico, así como la contraseña correspondiente.

Una vez activada, la aplicación permitía acceder a los correos del usuario, a su lista de contactos y a la localización del aparato. Jodie conocía bien esa operación porque la había utilizado hacía seis meses en su propia vida amorosa. Una simple manipulación le había permitido rastrear los trayectos de su exnovio a casa de su amante y, de ese modo, tener la prueba de su infidelidad. Tocó la pantalla táctil para poner en marcha el proceso. Un punto azul parpadeó en el plano. ¡Si el sitio funcionaba, el teléfono del chaval se encontraba ahora justo en medio del puente de Brooklyn!

Era evidente que los dos ladrones no se habían conformado con robar un teléfono. ¡Debían de haber mangado también un coche e intentaban salir de Manhattan!

En su mente, pensamientos optimistas habían ahuyentado su aburrimiento: la esperanza de trabajar por fin en una verdadera investigación y la posibilidad de un ascenso que le abriría las puertas de un servicio más prestigioso.

En teoría, debería haber pasado la información por la frecuencia de radio del NYPD para que una patrulla de Brooklyn detuviera a los sospechosos. Pero no tenía ningunas ganas de dejar que ese asunto se le escapara de las manos.

Echó un vistazo al Dunkin’ Donuts. Mike Hernandez seguía sin estar a la vista.

«Él se lo pierde…».

Se sentó al volante, encendió el girofaro, conectó la sirena y puso rumbo a Brooklyn.

Rodeado de agua, el antiguo barrio de los estibadores se extendía en un trozo de península al oeste de Brooklyn.

El Mini llegó al final de Van Brunt Street, la arteria principal, que atravesaba Red Hook de norte a sur y no tenía salida. Más allá, la calle dejaba paso a unas instalaciones industriales abandonadas, rodeadas de vallas de alambre, que desembocaban directamente en los muelles.

Alice y Gabriel aparcaron junto a una acera hundida. Todavía entorpecidos por las esposas, salieron del vehículo por la misma puerta. Pese al sol deslumbrante, al lugar lo azotaba un viento glacial.

—¡Aquí hace un frío que pela! —se quejó el músico, subiéndose el cuello de la americana.

Poco a poco, Alice fue reconociendo la zona. La belleza rugosa del paisaje industrial, los almacenes abandonados, la danza de las grúas, la mezcla de cargueros y gabarras.

Una impresión de fin del mundo apenas turbada por las sirenas de los transbordadores.

La última vez que había ido allí con Seymour, el barrio a duras penas empezaba a recuperarse del paso del huracán Sandy. La marea había inundado los sótanos y las plantas bajas de los locales situados demasiado cerca del mar. En la actualidad, la mayoría de los desperfectos parecían reparados.

—El estudio de Nikki Nikovski se encuentra en ese edificio —indicó Alice, señalando una imponente construcción de ladrillo, que, a juzgar por los silos y la chimenea, debía de haber sido una importante manufactura en la época del esplendor industrial de Brooklyn.

Avanzaron hacia el edificio, que daba directamente al mar. Los muelles estaban casi desiertos. Ni rastro de turistas o paseantes. Unos cuantos bares y tiendas de segunda mano se alineaban en Van Brunt Street, pero aún no habían levantado las persianas.

—¿Quién es exactamente esa mujer? —preguntó Gabriel, pasando por encima de una tubería.

—Una supermodelo que tuvo su momento de gloria en los años noventa.

Una llamita se encendió en los ojos del músico.

—¿Una auténtica maniquí?

—No necesita mucho para ponerse a babear, ¿eh? —le dijo ella en tono de reproche.

—No, lo que pasa es que me asombra esa reconversión —contestó él, un poco mosqueado.

—En todo caso, sus pinturas y esculturas empiezan a cotizarse entre los galeristas.

—¿Su amigo Seymour es aficionado al arte contemporáneo?

—Sí. De hecho, es un auténtico coleccionista. Su padre le transmitió esa pasión, así como una considerable herencia que le permite satisfacerla…

—¿Y usted?

Ella se encogió de hombros.

—Yo no entiendo ni jota de arte. Pero a cada uno le da por una cosa; yo tengo mi propia colección de piezas.

—¿Y qué tipo de piezas son? —preguntó Gabriel frunciendo el entrecejo.

—Criminales, homicidas, asesinos…

Al llegar a la antigua fábrica, se quedaron un momento desconcertados antes de darse cuenta de que la puerta de hierro que cerraba el acceso a la planta baja no estaba cerrada con llave. Tomaron un ascensor enrejado que parecía más bien un montacargas y pulsaron el botón del último piso. Cuando la cabina se abrió, se encontraron ante una plataforma asfaltada que conducía a una puerta metálica cortafuego. Tuvieron que llamar varias veces antes de que Nikki acudiera a abrirles.

Gran delantal de cuero, guantes gruesos, casco antirruido, protector de cara y gafas oscuras. La atractiva figura de la exmodelo desaparecía detrás de la vestimenta del perfecto herrero.

—Buenos días, soy Alice Schäfer. Mi amigo Seymour ha debido de…

—¡Entren, rápido! —la cortó Nikki, quitándose la mascarilla y las gafas ahumadas—. Se lo advierto, me traen al fresco sus historias y no quiero verme involucrada en ellas. Les quito las esposas y se largan inmediatamente, ¿entendido?

Ellos asintieron con la cabeza y cerraron la puerta a su espalda.

El lugar parecía más una herrería que el estudio de un artista. Iluminada únicamente por la luz del día, era una habitación inmensa, con las paredes cubiertas de las más variadas herramientas: martillos de todos los tamaños, soldadores, sopletes… Las rojizas brasas ardientes del hogar de la forja dibujaban contornos anaranjados alrededor de un yunque y un atizador.

Siguiendo a Nikki, avanzaron por el tosco entarimado y se abrieron paso como pudieron entre las composiciones metálicas que habitaban el espacio: monotipos serigrafiados con reflejos púrpura y ocre que brillaban sobre el acero y esculturas de hierro oxidado cuyas líneas aceradas amenazaban con romper el techo.

—Siéntense ahí —ordenó la escultora señalando dos sillas hundidas que había puesto antes de que llegaran.

Impacientes por acabar con aquello, Alice y Gabriel tomaron asiento a uno y otro lado de un banco. Mientras enroscaba un disco de corte en una sierra angular, Nikki les pidió que metieran la cadena de las esposas entre las quijadas de un tornillo de banco. A continuación hizo vibrar la máquina con un ruido infernal y se acercó a los fugitivos.

El disco cortó el eslabón en menos de tres segundos y la atadura se rompió súbitamente. Unos golpes asestados con un cortafrío afilado acabaron de hacer que los cierres de las anillas de acero cedieran.

«¡Por fin!», pensó Alice masajeándose la muñeca, en carne viva y ensangrentada. Balbució unas palabras de agradecimiento, pero Nikovski la interrumpió con sequedad:

—¡Ahora, aire! —dijo, señalando la puerta.

Aliviada por haber recuperado la libertad, la pareja obedeció.

Salieron a los muelles con una sonrisa en los labios. Aquella liberación no respondía a ninguna de sus preguntas, pero marcaba una etapa: la reconquista de su autonomía, primer peldaño para acercarse a la verdad.

Como liberados de un lastre, echaron a andar. El viento era ahora más cálido. El cielo, que seguía igual de azul, contrastaba con la aspereza del decorado postindustrial: terrenos abandonados, una sucesión de diques y almacenes. La vista, sobre todo, era arrebatadora. Abarcaba toda la bahía de Nueva York, desde la Estatua de la Libertad hasta New Jersey.

—¡Venga, la invito a un capuchino! —dijo Gabriel en un tono jovial, señalando un minúsculo bar instalado en un antiguo vagón de tranvía cubierto de grafitos.

Alice enfrió su entusiasmo.

—¿Y con qué va a pagar ese café? ¿Piensa robarlo también?

Él hizo una mueca, molesto por verse obligado a volver a la realidad. Se acercó una mano al brazo. El dolor que había sentido al despertarse se hacía ahora más vivo.

Se quitó la americana. La manga de la camisa estaba manchada de sangre. Subió la tela y vio un apósito en el antebrazo: una ancha compresa de tela empapada de sangre coagulada. Al retirarla, descubrió una fea herida que se puso inmediatamente a sangrar. Tenía todo el antebrazo acribillado de cortes hechos con cúter, aunque, por suerte, eran poco profundos. Cortes que dibujaban como…

—¡Una serie de cifras! —exclamó Alice, ayudándolo a enjugar la sangre.

Grabado en su piel a base de incisiones sangrientas, destacaba el número 141197.

La expresión de Gabriel había cambiado. En unos segundos, el alivio fruto de la libertad recuperada había sido sustituido por una máscara de inquietud.

—¿Qué es este otro número? ¡Esta historia demencial empieza a ponerme de los nervios!

—En cualquier caso, no es un número de teléfono —dijo Alice.

—Puede que sea una fecha, ¿no? —sugirió él de mal humor, poniéndose la chaqueta.

—El 14 de noviembre de 1997… Es posible.

—Oiga, no podemos seguir vagando así, sin papeles ni dinero.

—¿Y qué propone? ¿Ir a la policía cuando acaba de robar un coche?

—Pero ¡ha sido por su culpa!

—¡Vaya, mira qué valiente! ¡Es usted un auténtico caballero! Con usted la cosa es fácil: la culpa siempre la tienen los demás. Empiezo a calarlo.

Él intentó no acalorarse y renunció a discutir.

—Conozco una casa de empeños en Chinatown. Los músicos se pasan su dirección porque a veces se ven obligados a dejar allí su instrumento.

Alice se olió la trampa.

—¿Y qué quiere que empeñemos? ¿Su piano?

Gabriel esbozó una sonrisa crispada y miró la muñeca de la parisina.

—Lo único que tenemos es su reloj…

Ella retrocedió unos pasos.

—Ni lo sueñe.

—Vamos, es un Patek Philippe, ¿verdad? Podríamos sacar por lo menos…

—¡Le he dicho que no! —gritó la policía—. ¡Era el reloj de mi marido!

—Pues entonces, ¿qué? No tenemos nada, aparte del móvil.

Al verlo enseñar el teléfono que había sacado del bolsillo, Alice estuvo a punto de estrangularlo.

—¿Ha conservado el teléfono? ¡Le dije que lo tirara!

—¡Ni hablar! ¡Nos ha costado demasiado robarlo! Y de momento es todo lo que tenemos. Todavía puede servirnos.

—Pero ¡pueden rastrearnos y localizarnos en tres minutos! ¿No lee nunca novelas policíacas? ¿No va nunca al cine?

—Vamos, relájese. No estamos en una película.

Ya había abierto la boca para insultarlo, pero se interrumpió. Transportado por el viento, el aullido de un «dos tonos» le hizo volver la cabeza. Se quedó unos segundos inmóvil ante los destellos de luz roja que barrían la calzada. Un coche de policía con la sirena puesta y el girofaro encendido se acercaba rápidamente.

—¡Venga! —gritó, agarrando a Gabriel de un brazo.

Se precipitaron hacia el Mini. Alice subió y arrancó. Van Brunt Street no tenía salida y la aparición de la policía no les dejaba ninguna posibilidad de huir por donde habían llegado.

«Ni por ahí ni por ningún sitio, ninguna posibilidad, sin más».

Única escapatoria: la valla a través de la cual se accedía a los muelles. Por desgracia, estaba cerrada con una cadena.

«No hay otra opción».

—Abróchese el cinturón —ordenó, al tiempo que hacía chirriar los neumáticos.

Apretando el volante con las manos, Alice recorrió treinta metros mientras pisaba a fondo el acelerador y lanzó el Mini contra la valla. La cadena cedió con un ruido de chatarra y el coche tomó velocidad sobre los adoquines de la antigua vía de tranvía que rodeaba la fábrica cerrada.

Gabriel, avergonzado, bajó la ventanilla y tiró el móvil.

—¡Ahora es un poco tarde! —dijo Alice lanzándole una mirada asesina.

Sentada a unos centímetros del suelo, la joven tenía la impresión de conducir un juguete. El Mini, con su reducido habitáculo y sus ruedas minúsculas, daba tumbos sobre el suelo desigual y deformado.

Mirada al retrovisor. Como era de esperar, el coche de la policía los perseguía. Alice recorrió unos cien metros por los muelles y vio una calle a la derecha. Se metió por ahí. El asfalto recuperado y una larga línea recta le permitieron pisar el acelerador para subir a toda velocidad hacia el norte. A esas horas del día, la circulación empezaba a ser densa en aquella parte de Brooklyn. Alice se saltó en rojo dos semáforos consecutivos y poco le faltó para provocar un accidente, aunque sin lograr, pese a ello, dejar atrás el Interceptor de la policía, que acababa de acelerar más.

El Mini no era una referencia en cuestión de comodidad, pero no le faltaba estabilidad. El cacharro, lanzado, giró a toda pastilla con un chirrido de neumáticos para regresar a la arteria principal del barrio.

Alice vio por el retrovisor la calandra amenazadora del Taurus acercándose.

—¡Están justo detrás de nosotros! —advirtió Gabriel tras volver la cabeza.

Alice se disponía a adentrarse en el túnel que llevaba a la vía rápida. Era muy tentador perderse en la circulación, pero en la autopista el Mini Morris no daría la talla para luchar contra el V8 del Interceptor.

Confiando en su instinto, Alice frenó y dio un brusco volantazo que desvió el coche hasta la rampa peatonal que permitía a los trabajadores de mantenimiento acceder al tejado del paso subterráneo.

—¡Vamos a matarnos! —gritó Gabriel, mientras apretaba con todas sus fuerzas el cierre del cinturón.

Agarrando con una mano la dirección y con la otra la palanca del cambio de marchas, Alice avanzó unos veinte metros sobre la grava. El coche empezaba a patinar cuando consiguió sacarlo al desplazarse hacia el empalme asfaltado que salía en dirección a Cobb Hill.

«Por poco…».

Volantazo a la izquierda, volantazo a la derecha, cambio de marcha.

El coche desembocó en una calle comercial bordeada de tiendas de colores vivos: carnicería, tienda de comestibles italiana, pastelería, ¡y hasta un barbero en plena actividad!

«Hay demasiada gente aquí».

Su perseguidor continuaba tras ellos, pero Alice aprovechaba el tamaño del Cooper para zigzaguear entre los coches a fin de salir cuanto antes de aquella calle demasiado transitada y llegar a la zona residencial.

Ahora, el paisaje había cambiado. Los decorados industriales de Red Hook habían dejado paso a un extrarradio apacible: una pequeña iglesia, un pequeño colegio y unos pequeños jardines frente a hileras de casas de gres rojo, todas idénticas.

Pese a la estrechez de las calles, Alice no había reducido el ritmo, seguía conduciendo con el pie tocando el suelo y la cara pegada al parabrisas, al acecho de una idea. Al otro lado del cristal, el paisaje desfilaba a todo trapo. La caja de cambios del Mini era bastante rústica. A esa velocidad, cada vez que Alice cambiaba de marcha, se oía un crujido que hacía pensar que la caja iba a fallar.

Frenó en seco cuando acababan de pasar una calleja. Dio bruscamente marcha atrás y se metió por allí a buena marcha.

—¡Por aquí no! ¡Es dirección prohibida!

Para acabarlo de arreglar, una furgoneta de reparto cerraba el paso a partir de la mitad de la calle.

—¡Más despacio! ¡Vamos a estamparnos contra el camión de UPS!

Sorda a la advertencia, Alice aceleró para subirse con el Mini a la acera. Los amortiguadores, cansados ya, se rindieron. Alice apretó a fondo el claxon y forzó el paso echando un vistazo por el retrovisor exterior. Incapaz de seguirlos, el coche de policía se encontró de morros con la furgoneta.

«¡Unos segundos de tregua!».

Todavía por la acera, el pequeño automóvil llegó hasta la esquina y volvió al asfalto girando a la derecha a toda pastilla.

Se dirigieron hacia un jardín de estilo inglés rodeado por una verja de hierro: Cobble Hill Park.

—¿Sabe dónde estamos? —preguntó Alice, conduciendo al ralentí junto a la verja.

Gabriel leía los indicadores de dirección.

—Gire a la derecha, llegaremos a Atlantic Avenue.

Ella hizo lo que le decía y fueron a parar a una calle de cuatro carriles: la arteria que atravesaba Nueva York de este a oeste desde las inmediaciones del JFK hasta las orillas del East River. Alice reconoció la calle enseguida. Por ahí era por donde pasaban a veces los taxis para ir al aeropuerto.

—Estamos cerca del puente de Manhattan, ¿no?

—Está a nuestra espalda.

Dio media vuelta y se metió en la Interestatal. No tardó en ver el nudo de autopistas que llevaba a Manhattan. Los pilares grisáceos del puente colgante se perfilaban a lo lejos. Dos torres de acero unidas por una maraña de cables de grosores diversos.

—¡Detrás de nosotros!

El coche de la policía volvía a la carga.

«Demasiado tarde para cambiar de dirección».

Llegados a ese punto, sólo tenían dos soluciones: dirigirse hacia Long Island o volver a Manhattan. Tomaron la salida 29A para ir al puente. Siete carriles de circulación, cuatro vías de metro y una pista para bicicletas: el puente de Manhattan era un ogro que devoraba a viajeros y vehículos en Brooklyn para escupirlos a orillas del East River.

De pronto, la calzada se estrechó. Antes de llegar a la entrada del puente, había que tomar una pasarela de hormigón que dibujaba un largo bucle.

Había un atasco tremendo, lo que obligaba a los coches a circular pegados unos a otros. Atrapada en el tráfico, Alice encendió las luces de emergencia, como hacían los demás vehículos. La policía estaba unos cien metros detrás de ellos. Por más sirena que tuviera, en aquel tramo de la carretera el paso era demasiado estrecho para que los coches pudieran apartarse y dejarla pasar. Pero la pareja de fugitivos no tenía más posibilidades que ella de salir de allí.

—Lo tenemos crudo —dijo Gabriel.

—No, podemos cruzar el puente.

—Párese un minuto a pensar: ya tienen nuestra descripción y ahora saben en qué vehículo nos movemos. ¡Aunque consigamos pasar, habrá otros coches patrulla esperándonos a la salida del puente!

—Baje el tono, ¿ok? ¡Le recuerdo que nos han encontrado por su culpa! Le había dicho que tirara ese maldito teléfono.

—De acuerdo, la he cagado —reconoció él.

Alice cerró los ojos unos segundos. No creía que la policía hubiera averiguado ya su identidad, pero, después de todo, daba igual. En cambio, lo que decía Keyne era verdad: el problema era el vehículo.

—Tiene razón. —Al ver que la circulación se hacía más fluida un poco más adelante, se desabrochó el cinturón y abrió la puerta—. Coja el volante —le ordenó a Gabriel.

—¿Qué?… ¿Qué pasa? ¿Tengo razón?

—Nuestro coche no es lo bastante discreto.

Voy a intentar una cosa.

Sorprendido, Gabriel se contorsionó para cambiar de asiento. En el tramo de carretera que llevaba al puente, los coches continuaban circulando despacio. Frunció los ojos para no perder de vista a Alice. Los recursos de esa chica no dejaban de sorprenderlo. Escurridiza, se colaba entre los vehículos atascados. De repente, el músico fue presa del pánico al verla sacar la pistola de la cazadora. Estaba a la altura de un viejo Honda Accord de color beis.

«Un coche normal y corriente», comprendió de pronto.

Empuñando el arma, apuntó en dirección a la ventanilla. La pasajera salió sin rechistar. Huyó saltando la barrera y bajando por el talud cubierto de césped que descendía a lo largo de más de veinte metros.

Gabriel no pudo contener un silbido de admiración. Se volvió. El coche de la policía estaba en el lado opuesto de la carretera. A esa distancia era imposible que hubieran podido ver nada.

Bajó del Mini y se reunió con Alice en el Honda en el momento en que los coches empezaban a avanzar.

Gabriel le guiñó un ojo y fingió quejarse para distender el ambiente:

—¡Ahora que empezaba a tomarle cariño al cochecito inglés! Tenía más estilo que esta cafetera.

Bajo el efecto del estrés, las facciones de Alice se habían endurecido.

—En vez de hacer el payaso, eche un vistazo a la guantera.

Él obedeció y encontró lo que más había echado en falta desde que se había despertado: un paquete de tabaco y un encendedor.

—¡Alabado sea Dios! —dijo, encendiendo un pitillo.

Dio dos largas caladas y se lo pasó a Alice. Sin soltar el volante, ella se puso a fumar. El sabor acre del tabaco le subió a la cabeza. Tenía que comer urgentemente algo o se desmayaría.

Abrió la ventanilla para respirar un poco de aire fresco. A la derecha, los rascacielos de Midtown resplandecían, mientras que a su izquierda los bloques de pisos del Lower East Side le hacían pensar en los escenarios de las viejas novelas policíacas que devoraba Paul, su marido.

«Paul…».

Ahuyentó sus recuerdos y miró el reloj. Ya hacía más de una hora que se habían despertado en el parque. Desde entonces, sus indagaciones no habían avanzado ni un milímetro. No sólo el misterio seguía siendo total, sino que otras cuestiones se habían añadido para hacer la situación todavía más opaca. Y más peligrosa.

La investigación debía pasar a la velocidad superior, y en ese punto Gabriel no se equivocaba: no podían hacer gran cosa sin dinero.

—Deme la dirección de esa casa de empeños —dijo mientras el coche llegaba a Manhattan.

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