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La academia Gaiten » 14

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—Ha sido increíble, señor —aseguró Clay, que había adoptado con toda naturalidad la forma de hablar de Jordan, al igual que Alice y Tom—. Gracias.

—Sí, gracias —se sumó Alice—. Nunca había comido dos hamburguesas, al menos no tan grandes como éstas.

Eran las tres de la tarde siguiente, y se hallaban en el porche trasero de Cheatham Lodge. Charles Ardai, el director, como lo llamaba Jordan, había preparado las hamburguesas en una pequeña barbacoa de gas. Aseguraba que comer la carne no entrañaba peligro alguno porque el generador que alimentaba el congelador de la cantina no se había apagado hasta la tarde anterior, y en efecto, las hamburguesas que sacó de la nevera portátil que Tom y Jordan habían transportado desde la despensa aún estaban blanquecinas por el hielo y duras como piedras. Asimismo, Charles Ardai comentó que, con toda probabilidad, podían asar la carne hasta las cinco de la tarde, aunque la prudencia dictaba comer temprano.

—¿Los locos olerían la comida? —preguntó Clay.

—Digamos que no nos conviene averiguarlo —replicó el director—, ¿verdad, Jordan?

—Sí, señor —asintió Jordan antes de hincar de nuevo el diente en su hamburguesa ya con menos frenesí, aunque Clay creía que se la acabaría—. Tenemos que estar dentro de la casa cuando se despiertan y también cuando vuelven del pueblo, porque ahí es donde van. Lo están limpiando, como los pájaros limpian los campos de trigo. Eso es lo que dice el director.

—Cuando estábamos en Malden volvían a casa más temprano —observó Alice—, aunque no sabíamos dónde estaba su «casa», claro —añadió mientras miraba una bandeja llena de flanes—. ¿Puedo coger uno?

—Por supuesto —asintió el director mientras empujaba la bandeja hacia ella—. Y también otra hamburguesa, si quieres. Lo que no nos comamos pronto se estropeará.

Alice emitió un gruñido y negó con la cabeza, pero sí cogió un flan, al igual que Tom.

—Parece que salen a la misma hora por la mañana, pero es cierto que han empezado a volver más tarde —comentó Ardai con aire pensativo—. ¿Por qué será?

—¿Tardan más en conseguir provisiones porque cada vez hay menos? —aventuró Alice.

—Es posible… —El director dio un último bocado a su hamburguesa y envolvió el resto con cuidado en una servilleta de papel—. Hay muchos rebaños, puede que hasta una docena en un radio de ochenta kilómetros. Por gente que se dirigía hacia el sur sabemos que hay rebaños en Sandown, Fremont y Candia. Durante el día se abastecen de forma casi caótica, probablemente tanto de comida como de música, y luego vuelven.

—¿Está seguro? —preguntó Tom mientras se acababa el flan y alargaba la mano para coger otro.

Ardai sacudió la cabeza.

—No estoy seguro de nada, señor McCourt.

Su larga y enmarañada melena blanca (la clásica melena de profesor de inglés, pensó Clay) ondeó un poco a la suave brisa de la tarde. Las nubes habían desaparecido, y el porche les proporcionaba una buena vista del campus, que de momento aparecía desierto. A intervalos regulares, Jordan rodeaba la casa a fin de escudriñar la pendiente que descendía hasta Academy Avenue y luego regresar para asegurar que todo estaba tranquilo.

—¿Ustedes no han visto otros lugares donde pasen la noche? —preguntó el anciano.

—No —negó Tom.

—Pero no olvide que viajamos de noche —le recordó Clay—, y que ahora las noches son oscuras de verdad.

—Cierto —convino el director antes de añadir en tono casi soñador—: Como en le moyen âge. Traducción, Jordan.

—La Edad Media, señor.

—Muy bien —alabó el director al tiempo que le daba una palmadita en el hombro.

—En esas circunstancias incluso sería fácil no ver los rebaños grandes —señaló Clay—, por mucho que no se escondan.

—No, no se esconden —aseguró el director Ardai, uniendo las yemas de los dedos—. Al menos de momento. Forman rebaños…, se abastecen… y puede que su conciencia colectiva se desmorone un poco mientras se abastecen…, pero quizá menos. Quizá cada día un poco menos.

—Manchester ardió hasta los cimientos —explicó Jordan de repente—. Vimos el fuego desde aquí, ¿verdad, señor?

—En efecto —corroboró el director—. Fue muy triste y aterrador.

—¿Es cierto que están disparando contra la gente que intenta entrar en Massachusetts? —inquirió Jordan—. Eso es lo que dice la gente. Dicen que hay que ir a Vermont, que es la única ruta segura.

—Es una chorrada —afirmó Clay—. Nosotros oímos lo mismo sobre la frontera de New Hampshire.

Jordan se lo quedó mirando un momento con los ojos muy abiertos y de repente se echó a reír, una carcajada que resonó cristalina y hermosa en la quietud de la tarde. Al poco se oyó un disparo a lo lejos, y más cerca, un grito de rabia o de horror.

Jordan dejó de reír.

—Háblenos del extraño estado en que estaban anoche —pidió Alice en voz baja—. Y de la música. ¿Todos los rebaños escuchan música de noche?

El director se volvió hacia Jordan.

—Sí —asintió el chico—. Siempre cosas suaves, nada de rock ni de country…

—Y diría que tampoco escuchan música clásica —añadió el director—, al menos nada demasiado complicado.

—Son sus nanas —prosiguió Jordan—. Eso es lo que creemos yo y el director, ¿verdad, señor?

—El director y yo, Jordan.

—El director y yo, sí, señor.

—Pero en cualquier caso, sí, es lo que creemos —asintió el director—, aunque sospecho que podría haber algo más…, de hecho, bastante más.

Clay estaba desconcertado y sin saber por dónde tirar. Al mirar a sus amigos advirtió en sus rostros un reflejo de lo que él mismo sentía, una expresión que, más allá de la perplejidad, indicaba muy pocas ganas de saber.

—¿Me permiten que les hable con franqueza? —pidió el director, inclinándose hacia delante—. De hecho, debo hablarles con franqueza porque no sé hablar de otro modo. Quiero que nos ayuden a hacer una cosa terrible. Creo que nos queda poco tiempo para hacerlo, y si bien cabe la posibilidad de que una acción aislada no sirva de nada, nunca se sabe. No sabemos qué tipo de comunicación puede establecerse entre esos… rebaños, pero en cualquier caso no pienso quedarme de brazos cruzados mientras esas… cosas… se hacen no solo con mi escuela, sino con la luz del día. Lo habría intentado ya, pero soy viejo, y Jordan muy joven. Demasiado joven. Sean lo que sean ahora, hasta hace poco todas esas criaturas eran seres humanos, y no pienso permitir que Jordan intervenga en esto.

—¡Puedo hacer mi parte, señor! —protestó Jordan con la firmeza de un adolescente musulmán dispuesto a atarse explosivos al pecho para cometer un atentado suicida, se dijo Clay.

—Tu valentía es loable, Jordan —aseguró el director—, pero no. —Miró al chaval con expresión bondadosa, pero cuando se volvió hacia los demás, su mirada se había endurecido un tanto—. Ustedes tienen armas, armas efectivas, y en cambio yo no tengo más que un rifle manual del .22 que tal vez ni siquiera funcione, aunque el cañón no está obstruido, lo he comprobado. Pero aunque funcione, es posible que los cartuchos no sirvan. Sin embargo, tenemos una bomba de gasolina en el garaje, y puede que la gasolina sirva para acabar con sus vidas.

Sin duda advirtió el horror que se pintaba en sus rostros, porque de inmediato asintió. A los ojos de Clay ya no tenía aspecto de abuelo bondadoso, sino de anciano puritano en un cuadro al óleo, de aquellos capaces de condenar a un hombre a la horca sin pestañear siquiera. O a una mujer acusada de brujería a morir en la pira.

El gesto de asentimiento de Ardai iba dirigido especialmente a Clay. De eso estaba seguro.

—Sé lo que digo y sé cómo suena. Pero no sería un asesinato, sino un exterminio. No tengo poder para obligarlos a hacer nada, pero en cualquier caso, me ayuden o no, tienen que transmitir un mensaje.

—¿A quién? —preguntó Alice en un susurro.

—A todas las personas con las que se crucen, señorita Maxwell —replicó el anciano antes de inclinarse sobre los restos de la comida y mirarla con sus pequeños y hundidos ojillos de viejo—. Tienen que decirles lo que les está pasando a las criaturas que escucharon el mensaje infernal por sus interfonos diabólicos. Tienen que difundir el mensaje. Todas las personas a las que han arrebatado la luz del día deben saberlo, y antes de que sea demasiado tarde.

Se pasó una mano por la parte inferior del rostro, y Clay advirtió que sus dedos temblaban ligeramente. Habría sido fácil atribuirlo a la edad, pero hasta entonces no había visto la menor vacilación en sus manos.

—Y nos parece que pronto será demasiado tarde, ¿verdad, Jordan?

—Sí, señor —asintió Jordan, a todas luces convencido de que sabía algo, pues parecía aterrorizado.

—¿Qué? ¿Qué les está pasando? —preguntó Clay—. Tiene algo que ver con la música y las cadenas de música conectadas entre sí, ¿verdad?

El director se encorvó, de repente con aspecto muy cansado.

—No están conectadas entre sí —repuso—. ¿Acaso no recuerda que le dije que sus dos premisas eran erróneas?

—Sí, pero no entiendo a qué…

—Hay una cadena con un disco compacto dentro, en eso tiene razón. Según Jordan, es un solo CD recopilatorio y por eso oímos las mismas canciones una y otra vez.

—Qué suerte la nuestra —masculló Tom.

Pero Clay apenas oyó a su amigo; estaba demasiado ocupado intentando asimilar lo que Ardai acababa de decir, que las cadenas no estaban conectadas entre sí. ¿Cómo era posible? No lo era.

—Las cadenas están repartidas por todo el campo —prosiguió el director—, todas ellas encendidas. De noche se ven las lucecitas rojas…

—Sí —intervino Alice—. Me fijé en algunas luces rojas, pero no le di importancia.

—… , pero están vacías, no contienen CDs ni cintas, y no están conectadas entre sí. No son más que esclavos que captan el sonido de la cadena principal y lo retransmiten.

—Y si tienen la boca abierta, la música también sale de allí —agregó Jordan—. Muy bajita, casi como un susurro…, pero se oye.

—No —negó Clay—. Son imaginaciones tuyas, pequeño. Es imposible.

—Yo no lo he oído —admitió Ardai—, aunque por supuesto mi oído ya no es lo que era cuando me gustaban Gene Vincent y los Blue Caps. En el año catapún, como dirían Jordan y sus amigos.

—Es usted de la muy vieja escuela, señor —señaló Jordan con una solemnidad inconfundiblemente cargada de afecto.

—Cierto, Jordan, cierto —convino el director, dándole otra palmadita en el hombro antes de volverse de nuevo hacia los demás—. Si Jordan dice que lo ha oído…, yo le creo.

—Es imposible —insistió Clay—. Sin transmisor es imposible.

—Están transmitiendo —replicó el director—. Es una habilidad que por lo visto han aprendido después de El Pulso.

—Un momento —terció Tom.

Levantó una mano como un policía regulando el tráfico, la bajó, empezó a decir algo y luego volvió a subirla. Desde su posición de dudoso abrigo junto al director Ardai, Jordan lo observaba con detenimiento.

—¿Estamos hablando de telepatía? —preguntó Tom por fin.

—En mi opinión no es le mot juste para definir este fenómeno en particular —repuso el director—, pero ¿por qué perder el tiempo con tecnicismos? Apostaría todas las hamburguesas que quedan en el congelador a que no es la primera vez que emplean este término.

—Pues se hartaría de hamburguesas —aseguró Clay.

—Ya, bueno, pero lo de la conducta de rebaño es distinto —insistió Tom.

—Porque… —empezó a decir el director al tiempo que enarcaba las enmarañadas cejas.

—Pues porque…

Tom no pudo terminar la frase, y Clay sabía por qué. Porque no era distinto. La formación de rebaños no era un comportamiento humano, y lo sabían desde el momento en que observaron a George el mecánico seguir a la mujer del traje mugriento por el jardín delantero de la casa de Tom hasta Salem Street. Caminaba muy cerca de ella, lo suficiente para hincarle los dientes en el cuello…, pero no lo había hecho. ¿Y por qué? Porque para los chiflados telefónicos se había acabado la era del mordisco y había empezado la de formar rebaños.

Al menos se había acabado lo de morder a los suyos. A menos que…

—Profesor Ardai, al principio mataban a todo el mundo…

—Cierto —convino el director—. Tuvimos mucha suerte al poder escapar, ¿verdad, Jordan?

Jordan asintió con un estremecimiento.

—Los chicos corrían por todas partes, y también algunos profesores. Mataban, mordían, hablaban en esa lengua incomprensible… Me escondí un buen rato en uno de los invernaderos.

—Y yo en el desván de esta casa —añadió el director—. Por el ventanuco presencié cómo el campus que tanto amo se convertía en un auténtico infierno.

—Casi todos los que sobrevivieron se dirigieron al pueblo —explicó Jordan—. Ahora muchos de ellos han vuelto. Están allí —indicó, señalando con la cabeza en dirección al campo de fútbol.

—¿De todo lo cual concluimos que…? —preguntó Clay.

—Creo que ya lo sabe, señor Riddell.

—Clay.

—Muy bien, Clay. Creo que lo que está sucediendo es más que una anarquía temporal. Estoy convencido de que es el inicio de una guerra y de que será una guerra corta pero extremadamente cruenta.

—¿No le parece que está exager…?

—Pues no. Es cierto que solo puedo guiarme por lo que he observado…, en fin, porque lo que hemos observado Jordan y yo, pero el rebaño del campo de fútbol es muy numeroso, y los hemos visto ir y venir, además de… descansar, por así decirlo. Han dejado de matarse los unos a los otros, pero siguen matando a personas que podemos calificar de «normales». En mi opinión, eso es un comportamiento bélico.

—¿Los ha visto matar a personas normales? —quiso saber Tom.

Junto a ella, Alice abrió su mochila, sacó la zapatilla de bebé y la sujetó con fuerza.

El director le dirigió una mirada solemne.

—Sí, y lamento decir que Jordan también.

—No pudimos ayudarles —intervino Jordan con los ojos inundados de lágrimas—. Había demasiados. Eran un hombre y una mujer. No sé qué hacían en el campus al anochecer, pero no podían saber lo del campo de fútbol. Ella estaba herida, y él la ayudaba a caminar. Se toparon con unos veinte chiflados que volvían del pueblo. El hombre intentó cargar con la mujer —musitó con voz quebrada—. Puede que él solo hubiera conseguido escapar, pero con ella… Solo llegó hasta Horton Hall; es una de las residencias. Allí se cayó, y entonces ellos los alcanzaron. Ellos…

De repente, Jordan sepultó el rostro en el abrigo del anciano, aquella tarde una prenda color carbón. El director le acarició la suave nuca con una de sus grandes manos.

—Parece que conocen a sus enemigos —comentó—. Puede que eso formara parte del mensaje original, ¿no les parece?

—Es posible —convino Clay.

Tenía cierto sentido de un modo perverso.

—En cuanto a lo que hacen por las noches cuando se tumban tan quietos y con los ojos abiertos, escuchando su música…

El director suspiró, se sacó un pañuelo de uno de los bolsillos del abrigo y enjugó las lágrimas del chico con firmeza. Clay comprendió que estaba aterrado y al mismo tiempo muy seguro de la conclusión a la que había llegado.

—Creo que se recargan —dijo el anciano.

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