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La academia Gaiten » 22

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Los cuatro se situaron junto al ventanal para ver a los chiflados subir por la Pendiente de la Academia en filas convergentes, sus sombras alargadas proyectaban una enorme rueda sobre la hierba. Al acercarse a lo que Jordan y el director llamaban el Arco de Tonney, las filas se apretaron más, y la rueda dio la impresión de girar a la luz dorada del atardecer al tiempo que se contraía y solidificaba.

Alice no pudo resistir por más tiempo la tentación de aferrarse a la zapatilla de bebé. Se la quitó de la muñeca y empezó a apretarla de forma compulsiva.

—Verán lo que hemos hecho y darán media vuelta —musitó atropelladamente—. Si han empezado a coger libros significa que al menos son lo bastante inteligentes para darse cuenta de eso.

—Ya veremos —replicó Clay.

Estaba casi seguro de que los chiflados irían al campo de fútbol aun cuando lo que vieran inquietara su extraña conciencia colectiva. Pronto anochecería, y no tenían ningún otro lugar adonde ir. De repente le acudió a la memoria un fragmento de una canción de cuna que su madre le cantaba de pequeño: Hombrecito, has tenido un día muy ajetreado.

—Ojalá se vayan y ojalá se queden —murmuró Alice en voz aún más baja—. Me siento a punto de explotar —añadió con una risita enloquecida—. Aunque son ellos los que tienen que explotar, ¿verdad, Tom? Ellos. —Tom se volvió para mirarla—. Estoy bien —aseguró Alice—. Estoy bien, así que cierra el pico.

—Solo iba a decir que lo que tenga que ser será —señaló Tom.

—Chorradas místicas; pareces mi padre, el rey de los marcos.

Una lágrima le rodó por la mejilla, y Alice se la enjugó impaciente con el dorso de la mano.

—Cálmate, Alice, y observa.

—Lo intentaré, ¿vale? Lo intentaré.

—Y deja ya la zapatilla —pidió Jordan con inusual sequedad—. Ese chirrido me está volviendo loco.

Alice bajó la mirada hacia la zapatilla como si le sorprendiera y luego se la ató de nuevo a la muñeca. Todos se quedaron mirando a los locos mientras convergían en el Arco de Tonney y pasaban bajo él con menos empellones y desorden que cualquier muchedumbre de asistentes a un partido de fútbol, Clay estaba convencido de ello. Los vieron dispersarse al llegar al otro lado, atravesar la explanada de hormigón y bajar las rampas. Esperaban que aquella marcha constante disminuyera hasta detenerse, pero no fue así. Los últimos rezagados, casi todos ellos heridos y ayudándose unos a otros, pero aun así desfilando en ordenada formación, llegaron mucho antes de que el disco rojizo del sol poniente se ocultara tras las residencias de alumnos situadas en la cara oeste del campus de la Academia Gaiten. Los chiflados habían regresado como palomas a sus nidos o golondrinas a Capistrano. Apenas cinco minutos después de que la estrella vespertina hiciera su aparición en el cielo, Dean Martin empezó a cantar «Everybody Loves Somebody Sometime».

—Estaba preocupada por nada, ¿verdad? —admitió Alice—. A veces soy una tonta. Es lo que siempre dice mi padre.

—No —negó el director—. Todos los tontos llevaban móvil. Por eso están ahí fuera y tú aquí, con nosotros.

—Me gustaría saber si Rafe está bien —comentó Tom.

—Y a mí si Johnny está bien —añadió Clay, sombrío—. Johnny y Sharon.

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