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La academia Gaiten » 25

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El incendio se propagó a un edificio de aulas que el director identificó como Hackery Hall. Hacia las cuatro de la madrugada, el viento amainó, y el fuego dejó de extenderse. Cuando salió el sol, el campus de Gaiten apestaba a propano, madera quemada y gran cantidad de cuerpos carbonizados. El cielo radiante de una perfecta mañana de octubre en Nueva Inglaterra aparecía ensombrecido por una inmensa columna de humo negruzco. Y Cheatham Lodge seguía ocupada, circunstancia que se debía al efecto dominó. El director solo podía desplazarse en coche, desplazarse en coche era imposible, Jordan se negaba a irse sin el director, y el director no pudo persuadirlo de lo contrario. Aunque resignada a la pérdida de su talismán, Alice se negaba a irse sin Jordan, Tom no quería irse sin Alice, y Clay detestaba la idea de irse sin ellos dos pese a que le horrorizaba darse cuenta de que aquellos recién llegados a su vida revistieran, al menos de momento, más importancia que su hijo, y pese a que seguía convencido de que pagarían un precio muy alto por lo que habían hecho en el campo de fútbol si se quedaban en Gaiten, sobre todo en el escenario del crimen.

Había creído que de día vería el asunto con otros ojos, pero no era así.

Los cinco esperaron y miraron por el ventanal del salón, pero por supuesto nada salió del campo reducido a cenizas, y el único sonido que se oía era el crepitar del fuego devorando las oficinas del departamento de educación física, los vestuarios y las últimas gradas. Los mil chiflados anidados en el campo estaban, como Alice bien había dicho, reducidos a cenizas. El olor era penetrante y se adhería a la garganta con una crueldad nauseabunda. Clay había vomitado una vez y sabía que los demás también, inclusive el director.

Hemos cometido un error, pensó por enésima vez.

—Deberían haberse ido —dijo Jordan—. Nosotros nos las habríamos apañado, como antes, ¿verdad, señor?

El director Ardai hizo caso omiso de la pregunta; estaba observando a Clay con fijeza.

—¿Qué pasó ayer cuando usted y Tom estaban en la gasolinera? Creo que sucedió algo y por eso ahora pone la cara que pone.

—Oh…, ¿y qué cara pongo?

—Cara de animal que husmea una trampa. ¿Los chiflados de la calle los vieron?

—No exactamente —repuso Clay.

No le hacía demasiada gracia que lo llamaran animal, pero no podía negar que lo era, un ser que ingería oxígeno y alimento para luego expulsar dióxido de carbono y mierda.

El director empezó a restregarse el costado izquierdo con una de sus grandes manos. Como muchos de sus gestos, a Clay le pareció que poseía una cualidad teatral; no eran ademanes exactamente falsos, pero sí destinados a ser vistos desde el fondo del aula.

—Entonces, ¿qué ocurrió exactamente?

Y puesto que ya no creía poder proteger a los demás, Clay refirió al director lo que habían presenciado desde la oficina de la gasolinera. La pelea por una caja de golosinas que de repente se había transformado en otra cosa, los papeles revoloteando sobre la mesa, la ceniza girando en el cenicero como el agua al colarse por el desagüe de la bañera, las llaves tintineando en su tablero, la boquilla del surtidor estrellándose contra el suelo.

—Eso lo vi —intervino Jordan al tiempo que Alice hacía un gesto de asentimiento.

Tom mencionó que se había quedado sin aliento, y Clay añadió que a él le había sucedido lo mismo. Ambos intentaron explicar la impresión de que algo muy poderoso se cocía en el ambiente. Clay comentó que era una sensación parecida a la que se experimenta antes de una tormenta. Tom dijo que el aire estaba cargado, demasiado pesado, por así decirlo.

—Y entonces él le dejó coger un par de golosinas de ésas, y la tensión desapareció —explicó Tom—. La ceniza dejó de dar vueltas, las llaves dejaron de tintinear y la sensación de tormenta inminente se esfumó.

Se volvió hacia Clay en busca de confirmación, y éste asintió.

—¿Por qué no nos lo habíais contado? —quiso saber Alice.

—Porque no habría cambiado nada —replicó Clay—. De todos modos íbamos a quemar el nido.

—Cierto —convino Tom.

—Creen que los chiflados se están convirtiendo en psiónicos, ¿verdad? —terció Jordan.

—No sé lo que significa esa palabra, Jordan —admitió Tom.

—Son personas capaces de mover cosas solo con pensar en ellas…, o por accidente si sus emociones se descontrolan. Pero las habilidades psiónicas como la telequinesis y la levitación…

—¿Levitación? —espetó Alice.

—… no son más que ramificaciones —prosiguió Jordan sin hacerle caso—. El tronco del árbol psiónico es la telepatía, y es eso lo que temen, ¿verdad? La telepatía.

Tom se llevó los dedos a la parte del rostro de la que había desaparecido buena parte de su bigote y se tocó la piel enrojecida.

—Bueno, lo cierto es que lo he pensado —reconoció antes de hacer una pausa con la cabeza ladeada—. Vaya, no sé si lo que acabo de decir es ingenioso o no.

—Supongamos que lo son —dijo Jordan, haciendo caso omiso también de ese comentario—. Quiero decir, supongamos que se están convirtiendo en auténticos telépatas y dejan de ser zombis con instinto de formar rebaños. ¿Y qué? El rebaño de la Academia Gaiten ha muerto sin saber quién los ha inmolado, porque han muerto mientras dormían o lo que sea que hacen, así que si lo que les preocupa es que puedan haber transmitido telepáticamente nuestros nombres y descripciones a sus colegas de los estados circundantes de Nueva Inglaterra, tranquilos.

—Jordan… —empezó el director antes de hacer una mueca sin dejar de frotarse el costado.

—¿Se encuentra bien, señor?

—Sí. Ve al baño de abajo y tráeme el Zantac, ¿quieres? Y una botella de agua mineral. Buen chico.

Jordan obedeció con presteza.

—¿Úlcera? —preguntó Tom.

—No —negó el director—. Estrés, un viejo…, no podemos llamarlo amigo, sino más bien conocido.

—¿Está usted bien del corazón? —preguntó Alice con un hilo de voz.

—Me parece que sí —asintió el director con una sonrisa de desconcertante regocijo—. Si el Zantac no me hace efecto, tendré que reconsiderar mi respuesta, pero hasta ahora siempre ha funcionado, así que no llamemos al mal tiempo. Ah, gracias, Jordan.

—De nada, señor —repuso el chaval al tiempo que le alargaba el vaso y la pildora con su habitual sonrisa.

—Deberías irte con ellos —lo instó Ardai tras tragarse el comprimido.

—Con todos los respetos, señor, le digo que es imposible que lo sepan, totalmente imposible.

El director se volvió hacia Tom y Clay con expresión inquisitiva. Tom alzó las manos, y Clay se limitó a encogerse de hombros. Podía expresar en voz alta lo que sentía, articular lo que sin duda los demás ya sabían que pensaba…, hemos cometido un error; y quedarnos aquí no hará más que agravar las cosas…, pero le pareció que carecía de sentido. En el rostro de Jordan se pintaba una expresión testaruda que disimulaba a duras penas el terror que lo embargaba. No lograrían convencerlo. Además, un nuevo día estaba a punto de empezar, y el día les pertenecía a ellos.

Alborotó el cabello del chico.

—Si tú lo dices, Jordan… Voy a dormir un poco.

Jordan adoptó una expresión de profundo alivio.

—Buena idea, yo también.

—Yo me voy a tomar una taza del mundialmente famoso cacao tibio de Cheatham Lodge antes de subir —anunció Tom—. Y creo que me voy a afeitar el resto del bigote. Los gritos y lamentos que oigáis serán los míos.

—¿Puedo mirar? —pidió Alice—. Siempre he querido ver a un hombre adulto gritar y lamentarse.

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