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La academia Gaiten » 29

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—Calma —pidió Clay—. Vamos a tomárnoslo con calma, ¿vale?

Los tres estaban apostados al pie de la escalera apenas dos minutos después de que restallara el primero de aquellos latigazos al otro lado de la puerta. Tom tenía el fusil de asalto ruso que aún no habían probado y que habían dado en llamar Míster Rápido. Alice sostenía una automática de nueve milímetros en cada mano, y Clay tenía el .45 de Beth Nickerson, que milagrosamente había logrado conservar la noche anterior, pese a que no recordaba haberlo vuelto a deslizar en el cinturón, donde lo encontró más tarde. Jordan seguía acurrucado en el descansillo. Desde allí no veía las ventanas de la planta baja, y Clay consideraba que probablemente era lo mejor. La luz que entraba por ellas era mucho más tenue de lo que correspondía por la hora, y eso era mala señal, sin ningún género de duda.

Era más débil porque había chiflados ante todas las ventanas, agolpados contra los vidrios para observarlos. Docenas, tal vez centenares de aquellos extraños rostros vacuos, casi todos ellos marcados por las batallas que habían librado y las heridas que habían sufrido a lo largo de la última semana caótica. Clay distinguió cuencas oculares vacías, huecos en las dentaduras, orejas desgarradas, cardenales, quemaduras, piel abrasada y colgajos de piel ennegrecida. Todos ellos guardaban silencio, y los unía una suerte de avidez atormentada que acompañaba a aquella sensación de atmósfera cargada, de aire irrespirable, de la presencia de un poder inmenso y apenas contenido. Clay casi esperaba que las armas salieran despedidas de sus manos y se volvieran contra ellos.

Contra nosotros, pensó.

—Ahora sé cómo se sienten las langostas en los acuarios de los restaurantes chinos —comentó Tom en voz baja y tensa.

—Calma —insistió Clay—. Dejemos que den el primer paso.

Pero no hubo primer paso. Al cabo de un rato se oyó otro de aquellos largos traqueteos, que parecía una andanada de metralleta disparada en el porche delantero, en opinión de Clay, y a continuación los chiflados se retiraron de las ventanas como si obedecieran una señal que tan solo ellos podían oír. Se alejaron en ordenadas filas. No era la hora del día a la que solían formar rebaños, pero a todas luces las cosas habían cambiado.

Clay se dirigió al ventanal del salón con el revólver en el costado, seguido de Tom y Alice. Desde allí vieron cómo los chiflados, que a Clay ya no le parecían chiflados en absoluto, al menos en el sentido en que él concebía la locura, se batían en retirada, caminando de espaldas con una facilidad sobrecogedora, sin perder en ningún momento el espacio personal que separaba a cada uno de los demás. Se detuvieron entre Cheatham Lodge y los restos humeantes del campo de fútbol, una suerte de batallón de trapo formando en un terreno alfombrado de hojas. Todas las miradas, no del todo vacuas, permanecían clavadas en la residencia del director.

—¿Por qué tienen las manos y los pies manchados? —preguntó una voz tímida.

Todos se volvieron hacia ella; era Jordan quien había hablado. Clay ni siquiera había reparado en el hollín que cubría las manos del ejército silencioso, pero antes de que pudiera expresarlo en voz alta, Jordan respondió a su propia pregunta.

—Han ido a verlo, ¿verdad? Seguro que sí. Han ido a ver lo que les hicimos a sus amigos. Y están enfadados. Lo noto. ¿Ustedes lo notan?

Clay no quería reconocerlo, pero por supuesto que lo notaba. El aire cargado, la sensación de una tormenta inminente apenas contenida por una red de electricidad. Era furia. Pensó en el Duendecillo Rubio ensañándose con el cuello de la Mujer Traje Chaqueta, en la mujer entrada en años que había ganado la Batalla de la Estación de Metro de Boylston Street antes de dirigirse hacia el parque con sangre chorreándole del cabello color acero, en el joven desnudo salvo por las zapatillas deportivas que blandía una antena de coche en cada mano mientras corría. Toda aquella furia… ¿Realmente creía que había desaparecido en el momento en que habían empezado a formar rebaños? En tal caso, más le valía replanteárselo.

—Yo sí que lo noto —convino Tom—. Jordan, si tienen poderes telepáticos, ¿por qué no hacen que nos suicidemos o que nos matemos los unos a los otros?

—O que nos estalle la cabeza —añadió Alice con voz temblorosa—. Lo vi una vez en una película antigua.

—No lo sé —repuso Jordan, alzando la mirada hacia Clay—. ¿Dónde está el Hombre Andrajoso?

—¿Así lo llamas?

Clay bajó la vista hacia su dibujo, que todavía llevaba en la mano. La carne desgarrada, la manga del jersey hecha jirones, los vaqueros holgados. Le pareció que Hombre Andrajoso no era un mal nombre para el tipo de la sudadera de Harvard.

—Lo llamo problema —puntualizó Jordan en voz baja.

Se volvió de nuevo hacia los recién llegados, al menos trescientos, quizá cuatrocientos, venidos de Dios sabía qué poblaciones circundantes, y al cabo de unos instantes miró de nuevo a Clay.

—¿Lo ha visto?

—Solo en el sueño.

Tom negó con la cabeza.

—Para mí no es más que un dibujo en un papel —señaló Alice—. No he soñado con él ni he visto a nadie que llevara una sudadera con capucha ahí fuera. ¿Qué hacían en el campo de fútbol? ¿Creéis que intentan identificar a sus amigos muertos? —se preguntó con aire escéptico—. ¿Y no seguirá haciendo mucho calor allí? Seguro que sí.

—¿A qué están esperando? —se preguntó a su vez Tom—. Si no pretenden atacarnos ni obligarnos a que nos clavemos cuchillos de cocina los unos a los otros, ¿a qué están esperando?

De repente, Clay comprendió a qué esperaban los chiflados y también dónde estaba el Hombre Andrajoso de Jordan. Acababa de experimentar lo que el señor Devane, su profesor de álgebra en el instituto, habría denominado un «momento ajá». Giró sobre sus talones y se encaminó al vestíbulo.

—¿Adónde vas? —quiso saber Tom.

—A averiguar qué nos han dejado —repuso Clay.

Los demás se apresuraron a seguirlo. Tom fue el primero en darle alcance cuando Clay ya tenía la mano en el picaporte.

—No sé si es buena idea —comentó Tom.

—Puede que no, pero es lo que esperan —aseguró Clay—. ¿Y sabes una cosa? Creo que si quisieran matarnos, ya estaríamos muertos.

—Me parece que tiene razón —musitó Jordan.

Clay abrió la puerta. El alargado porche delantero de Cheatham Lodge, con sus cómodos muebles de mimbre y sus vistas sobre la Pendiente y la Avenida de la Academia, estaba hecho para tardes como aquélla, pero en aquel momento el ambiente era lo que menos preocupaba a Clay. Al pie de la escalinata había un escuadrón de chiflados formando una punta de flecha. Uno a la cabeza, dos detrás de él, tres detrás de éstos, luego cuatro, cinco y seis. Veintiuno en total. El que encabezaba el grupo era el Hombre Andrajoso del sueño de Clay, la encarnación de su dibujo. En la pechera de la desgarrada sudadera roja con capucha se veía en efecto la palabra HARVARD. El colgajo producido por la herida en la mejilla izquierda aparecía levantado y sujeto a un lado de la nariz con dos torpes puntos de sutura blancos que habían rasgado la piel oscura y remendada sin cariño alguno. Se veían otros desgarrones donde otros dos puntos de sutura habían cedido. A Clay le pareció que los puntos se habían efectuado con hilo de pescar. El labio caído dejaba al descubierto unos dientes que daban la impresión de haber recibido los cuidados de un ortodoncista no mucho tiempo antes, cuando el mundo era un lugar más agradable.

Delante de la puerta, sepultando el felpudo y desparramados a ambos lados de él, yacía un montón de objetos negros e informes. Casi parecía la obra de algún escultor enloquecido. Clay tardó apenas un instante en comprender que se hallaba ante los restos derretidos de las cadenas de música del rebaño del campo de fútbol.

De repente, Alice profirió un chillido. Algunos de los equipos de música deformados por el calor se habían volcado cuando Clay abrió la puerta, y algo que con toda probabilidad habían colocado en equilibrio en lo alto del montón había caído con ellos hasta quedar a media pila. Alice avanzó antes de que Clay pudiera retenerla, dejó caer una de las pistolas automáticas y recogió lo que había visto. Era la zapatilla. Alice la apretó contra su pecho y miró a los demás con los ojos entornados, como desafiándolos a que intentaran arrebatársela.

Clay cambió una mirada con Tom. Ellos no tenían poderes telepáticos, pero en aquel momento casi lo pareció. ¿Y ahora qué?, preguntaba la mirada de Tom.

Clay se volvió de nuevo hacia el Hombre Andrajoso. Se preguntó si uno se daría cuenta si le leían el pensamiento y si se lo estarían leyendo en aquel preciso instante. Extendió las manos hacia el Hombre Andrajoso. Aún sostenía el arma, pero ni el Hombre Andrajoso ni los demás integrantes de su escuadrón parecían sentirse amenazados por ella. Clay volvió las palmas hacia arriba. ¿Qué queréis?

El Hombre Andrajoso esbozó una sonrisa carente de humor. A Clay le pareció ver enojo en sus ojos castaño oscuro, pero intuyó que se trataba de una emoción superficial bajo la que no había chispa alguna, al menos que él alcanzara a distinguir. Era como ver sonreír a una muñeca.

El Hombre Andrajoso ladeó la cabeza y levantó un dedo. Espera. Y desde Academy Avenue les llegó el sonido de numerosos gritos, como si el gesto del hombre los hubiera provocado. Gritos de personas agonizantes, acompañados de algunas interjecciones guturales de predador. No muchas.

—¿Qué están haciendo? —gritó Alice.

Avanzó unos pasos mientras apretaba convulsivamente la zapatilla. Los tendones de su antebrazo estaban lo bastante tensos como para proyectar sombras rectas sobre su piel.

—¿Qué están haciendo con esa gente?

Como si cupiera alguna duda, pensó Clay.

Alice levantó la mano en la que aún sostenía el arma. Tom la asió y se la arrebató sin darle tiempo a apretar el gatillo. Alice se encaró con él e intentó arañarlo con la mano libre.

—¡Devuélvemela! ¿Es que no has oído eso? ¿No lo has oído?

Clay la apartó de Tom. Jordan había observado la escena desde el umbral con los ojos muy abiertos por el terror. El Hombre Andrajoso permanecía inmóvil en la punta de la flecha, con una sonrisa en la que una capa de humor cubría la furia, y bajo la furia… nada que Clay pudiera ver. Nada en absoluto.

—El seguro estaba puesto —constató Tom tras echar un vistazo—. Gracias al Señor por los pequeños favores. —Se volvió hacia Alice—. ¿Es que quieres que nos maten?

—¿Crees que nos van a dejar marchar?

Alice lloraba con tal fuerza que resultaba difícil entenderla. Los mocos le pendían de la nariz en dos hilillos transparentes. De la avenida flanqueada de árboles que discurría ante la Academia Gaiten les llegaron más gritos y chillidos. «No, por favor, no, por favor», gritó una mujer antes de que sus palabras se perdieran en un aullido sobrecogedor de dolor.

—No sé lo que van a hacer con nosotros —reconoció Tom en un intento de mantener la calma—, pero si quisieran matarnos, no harían eso. Míralo, Alice. Lo que está pasando ahí abajo es en nuestro honor.

Se oyeron algunos disparos de personas que intentaban defenderse, pero no muchos. Sobre todo se escuchaban gritos de dolor y sorpresa, todos ellos procedentes de las inmediaciones de la Academia Gaiten, donde el rebaño había quedado reducido a cenizas. El episodio no debió de durar más de diez minutos, pero a veces, se dijo Clay, el tiempo era pero que muy relativo

A todos ellos se les hizo eterno.

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