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Rosas marchitas, este jardín se ha terminado » 5

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Todavía había zapatos en casi todas las puertas de las casas situadas frente a los pilares que marcaban la entrada de la Academia Gaiten, pero las puertas de las hermosas viviendas estaban abiertas o bien arrancadas. Algunos de los muertos que vieron tendidos en los jardines cuando reemprendieron el viaje hacia el norte eran locos, pero casi todos ellos eran peregrinos inocentes que habían pasado por el lugar equivocado en el momento menos oportuno. Algunos no llevaban zapatos, pero a decir verdad no hacía falta bajar la mirada hacia los pies; muchas de las víctimas de las represalias de los chiflados aparecían desmembradas.

A cierta distancia de la escuela, donde Academy Avenue se convertía de nuevo en la Carretera 102, había cadáveres a ambos lados de la calzada a lo largo de unos ochocientos metros. Alice caminaba con los ojos cerrados, permitiendo que Tom la guiara como si fuera ciega. Clay se ofreció a hacer lo propio con Jordan, pero el chiquillo negó con la cabeza y avanzó estoicamente por la línea divisoria, una figura flaca con una mochila a la espalda y el pelo demasiado largo. Tras echar un breve vistazo a la matanza, se dedicó a caminar con la mirada clavada en sus zapatillas deportivas.

—Hay centenares —comentó Tom en un momento dado.

Eran las ocho de la tarde y ya había anochecido, pero pese a ello alcanzaban a ver mucho más de lo que querían. Yaciendo aovillada alrededor de una señal de stop en la esquina de Academy Avenue y Spofford vieron a una niña ataviada con pantalones rojos y blusa marinera blanca. No aparentaba más de nueve años e iba descalza. A unos veinte metros se hallaba la puerta abierta de la casa de la que a buen seguro la habían sacado a rastras mientras ella suplicaba piedad.

—Centenares…

—Puede que no haya tantos —puntualizó Clay—. Algunos de los nuestros iban armados y se han cargado a bastantes cabrones de éstos a tiros y a puñaladas. Incluso he visto a uno con una flecha clavada en…

—Nosotros somos los causantes —lo atajó Tom—. ¿Crees que aún podemos hablar de «los nuestros»?

La pregunta obtuvo respuesta mientras daban cuenta de un almuerzo frío en un área de descanso cuatro horas más tarde. Para entonces ya se encontraban en la Carretera 156, y según el rótulo aquella era una zona de descanso panorámica con vistas a Historie Flint Hill, que se alzaba al oeste. Clay imaginaba que las vistas debían de ser magníficas si uno comía allí a mediodía en lugar de a medianoche, con lámparas de gas en ambos extremos de la mesa como única iluminación.

Estaban por el postre, consistente en galletas Oreo pasadas, cuando vieron pasar a media docena de peregrinos, todos ellos de edad avanzada. Empujaban carros de la compra llenos de suministros y todos ellos iban armados. Eran los primeros viajeros a los que veían desde que se pusieran en marcha.

—¡Eh! —los llamó Tom al tiempo que los saludaba con la mano—. Hay otra mesa de picnic por si quieren descansar un rato.

Los viajeros se volvieron hacia ellos. La mayor de las dos mujeres, una señora con aspecto de abuela y abultada melena blanca que relucía a la luz de las estrellas, empezó a agitar la mano a modo de respuesta, pero se detuvo a medio gesto.

—Son ellos —constató uno de los hombres, y Clay percibió con toda claridad el odio y el miedo que se traslucía en su voz—. Son los de Gaiten.

—A tomar por el culo, colega —masculló uno de los otros hombres.

Siguieron andando e incluso apretaron el paso pese a que la abuelita cojeaba y el hombre que caminaba junto a ella tuvo que ayudarla a pasar junto a un Subaru que había chocado contra un Saturn abandonado.

Alice se levantó de un salto y a punto estuvo de volcar una de las lámparas. Clay le asió el brazo.

—No te molestes, pequeña.

—¡Al menos nosotros hemos hecho algo! —gritó ella sin hacerle caso—. ¿Qué han hecho ustedes, eh? ¿Qué coño han hecho?

—Te diré lo que no hemos hecho —replicó uno de los hombres.

El grupo ya había pasado por delante del área de descanso, de modo que el hombre tuvo que hablar por encima del hombro, lo cual pudo hacer porque no había vehículos abandonados a lo largo de unos doscientos metros.

—No somos responsables de la muerte de un montón de normales. Son más que nosotros, por si no lo habéis notado…

—¡Chorradas! Eso no puede saberlo —lo interrumpió Jordan.

Clay reparó en que era la primera vez que hablaba desde que dejaran atrás el término municipal de Gaiten.

—Puede que sí y puede que no —repuso el hombre—, pero lo que está claro es que hacen cosas muy raras y muy poderosas. Dicen que nos dejarán en paz si nosotros los dejamos en paz a ellos… y pasamos de vosotros. Y nos parece bien.

—Si creéis todo lo que os dicen… o todo lo que os meten en la mente, sois imbéciles —los increpó Alice.

El hombre se volvió de nuevo hacia la carretera, levantó una mano en un ademán obsceno y no añadió nada más.

Los cuatro siguieron con la mirada al grupo de los carros de la compra y luego se miraron entre sí por encima de la mesa de picnic surcada de viejas iniciales grabadas.

—Ahora ya lo sabemos —comentó Tom—. Somos proscritos.

—Puede que no, si la gente del teléfono quiere que vayamos al mismo sitio que el resto de los… Los ha llamado «normales», ¿verdad? —replicó Clay—. Puede que seamos otra cosa.

—¿Qué? —inquirió Alice.

Clay se había forjado una idea, pero no le apetecía expresarla en voz alta, y menos aún a medianoche.

—Ahora mismo me interesa más Kent Pond —dijo en cambio—. Quiero…, necesito ver si puedo encontrar a mi mujer y a mi hijo.

—No es probable que sigan allí, ¿no te parece? —señaló Tom en voz baja y afectuosa—. Quiero decir que, les haya pasado lo que les haya pasado, sean normales o telefónicos, lo más probable es que se hayan ido.

—Si están bien, habrán dejado un mensaje —aseguró Clay—. En cualquier caso, es un sitio adonde ir.

Y hasta que hubiera cumplido esa parte de la misión no tendría que plantearse por qué el Hombre Andrajoso los enviaba a un lugar seguro si sus demás ocupantes los odiaban y detestaban.

O cómo era posible que Kashwak No-Fo fuera un lugar seguro si la gente del teléfono conocía su existencia.

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