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Rosas marchitas, este jardín se ha terminado » 7

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En Melrose Corner, a unos quince kilómetros al norte de Rochester, cuyo fulgor rojo aún vislumbraban en el horizonte meridional, llegaron a otra zona de descanso, ésta con una pequeña barbacoa de piedra además de mesas de picnic. Clay, Tom y Jordan recogieron leña seca. Alice, que afirmaba haber sido exploradora, demostró su destreza al encender el fuego y calentar lo que denominó «alubias de pobre». Mientras comían, dos grupos de peregrinos pasaron ante el área de descanso, pero ninguno de sus integrantes los saludó ni les dirigió la palabra.

Una vez apaciguado el rugido de su estómago, Clay habló.

—¿Viste a esos tipos desde el aparcamiento, Tom? Estoy pensando en cambiarte el nombre por Lince.

—Pura suerte —explicó Tom—. Suerte y la luz procedente de Rochester. Ya sabes, el brillo de las brasas.

Clay y los demás asintieron con un gesto.

—Por casualidad he mirado hacia el cementerio en el momento justo y el ángulo perfecto, y he visto el destello de un par de rifles. Me he dicho que no podía ser verdad, que probablemente lo que veía brillar era la verja o algo parecido, pero… —Lanzó un suspiro, se quedó mirando el resto de sus alubias y por fin dejó el plato a un lado—. Eso…

—Puede que fueran chiflados telefónicos —aventuró Jordan, pero a juzgar por su tono de voz no se lo creía.

—Pero no hacen turno de noche —señaló Alice.

—Puede que ahora necesiten dormir menos —insistió Jordán—. Puede que eso forme parte de su nueva programación.

Oírlo hablar en aquellos términos, como si la gente del teléfono no fueran más que ordenadores orgánicos inmersos en una especie de ciclo de carga, siempre producía escalofríos a Clay.

—Ni tampoco llevan rifles, Jordan —le recordó Tom—. No los necesitan.

—O sea que ahora tienen unos cuantos colaboradores que cuidan de ellos mientras duermen para reponer fuerzas —constató Alice en un tono entre despectivo y desesperanzado—. Ojalá se pudran en el infierno.

Clay no dijo nada y pensó en las personas a las que habían visto unas horas antes con sus carros de la compra, en el miedo y el odio que había detectado en la voz del hombre que los había llamado «los de Gaiten». Lo mismo podría habernos llamado «la banda de Dillinger», se dijo. Ya no pienso en ellos como chiflados telefónicos, sino como la gente del teléfono. ¿Por qué será? La siguiente idea que le acudió a la mente le resultó aún más inquietante: ¿Cuándo deja un colaborador de ser un colaborador? Le parecía que la respuesta era cuando los colaboradores se convertían en clara mayoría. Entonces, los que no eran colaboradores se convertían en…

Bueno, si fueras un romántico los llamarías «la resistencia», y si no lo fueras, «fugitivos».

O quizá tan solo «criminales».

Continuaron hasta el pueblo de Hayes Station y pasaron la noche en un ruinoso motel llamado Whispering Pines, situado cerca de una señal que indicaba CARRETERA 19, 10 KM SANFORD THE BERWICKS KENT POND. No les hizo falta dejar los zapatos delante de la puerta de las habitaciones que eligieron.

Por lo visto, ya no había necesidad.

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