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Los refugiados telefónicos no habían perdido toda la rabia, ni todos los agresivos habían desaparecido. Hacia mediodía del día siguiente, un día desapacible y gélido, con un matiz de noviembre en el aire, Clay se detuvo para observar a dos de ellos enzarzados en una encarnizada pelea en la cuneta. Se asestaban puñetazos, se arañaban y al cabo de un rato se agarraron, entrechocaron las cabezas y empezaron a morderse las mejillas y el cuello el uno al otro. Mientras forcejeaban comenzaron a elevarse muy despacio del suelo. Clay se los quedó mirando con la boca abierta de par en par mientras ascendían hasta una altura de unos tres metros sin dejar de forcejear, los pies separados y firmes, como plantados sobre un suelo invisible. En un momento dado, uno de ellos clavó los dientes en la nariz de su adversario, que llevaba una camiseta raída y ensangrentada con las palabras COMBUSTIBLE PESADO impresas en la pechera. Arrancanarices empujó a COMBUSTIBLE PESADO. COMBUSTIBLE PESADO dio un traspié y casi de inmediato se desplomó como una piedra que se precipita pozo abajo. Durante su caída, un torrente de sangre salió despedido hacia arriba desde su nariz. Arrancanarices bajó la mirada, pareció darse cuenta por primera vez de que estaba a unos dos pisos del suelo y cayó a su vez. Como Dumbo al perder la pluma mágica, pensó Clay. Arrancanarices se torció la rodilla al caer y quedó tendido en el polvo, los labios contraídos en un rictus de rabia y dolor con el que miró a Clay al pasar.

Pero aquellas dos criaturas eran la excepción que confirma la regla. Casi todos los telefónicos con los que se cruzó Clay (ni aquel día ni durante toda la semana siguiente vio a ningún normal) parecían perdidos y aturdidos, desprovistos de toda conciencia colectiva en la que apoyarse. Clay recordó una y otra vez algo que Jordan había dicho antes de subir de nuevo a la furgoneta y poner rumbo a los bosques del norte donde no había cobertura de telefonía móvil: «Si el gusano sigue mutando, los nuevos conversos ya no serán ni telefónicos ni normales».

Clay deducía que se parecerían al Duendecillo Moreno, solo que un poco más idos. «¿Quién eres? ¿Quién soy yo?». Detectaba aquellas preguntas en sus ojos y sospechaba…, no, sabía a ciencia cierta que ésas eran las preguntas que intentaban formular cuando parloteaban en su lenguaje ininteligible.

Continuó preguntando «¿Has visto a un niño?» e intentando transmitir mentalmente la imagen de Johnny, pero ya no abrigaba esperanzas de obtener una respuesta con sentido. Por regla general, no obtenía respuesta alguna. Pasó la noche siguiente en una caravana a unos ocho kilómetros al norte de Gurleyville, y poco después de las nueve de la mañana divisó una figura menuda sentada en el bordillo ante el café Gurleyville, en el tramo central de la única calle del distrito comercial del pueblo.

No puede ser, pensó, pero echó a andar y al acercarse un poco más, lo suficiente para casi convencerse de que era la figura de un niño y no de un adulto menudo, echó a correr. Su mochila nueva le rebotaba en la espalda. Por fin sus pies hallaron el lugar donde empezaba la efímera acera de Gurleyville y pisaron hormigón.

Era un niño.

Un niño escuálido con el pelo tan largo que casi le rozaba los hombros de la camiseta de los Red Sox.

—¡Johnny! —vociferó Clay—. ¡Johnny, Johnny!

El niño se volvió hacia el sonido con expresión sobresaltada. Tenía la boca abierta en un rictus vacuo, y en sus ojos no se pintaba más que una vaga alarma. Por un instante dio la impresión de que iba a salir huyendo, pero, antes de que pudiera siquiera poner las piernas en movimiento, Clay lo alzó en volandas y empezó a cubrirle de besos el rostro impávido y la boca entreabierta.

—Johnny, he venido a buscarte. Sí, he venido a buscarte. He venido a buscarte.

Y en un momento dado, quizá tan solo porque el hombre que lo abrazaba comenzó a girar sobre sí mismo como una peonza, el niño le echó los brazos al cuello y se agarró con fuerza. Asimismo, dijo algo. Clay se negaba a creer que fuera un sonido tan carente de sentido como un golpe de aire contra la boca de una botella vacía. Tal vez el niño hubiera dicho «piiii», como si intentara expresar que necesitaba ir al lavabo.

O quizá hubiera dicho «biii», el primer nombre con que había bautizado a su padre a los dieciséis meses.

En cualquier caso, Clay optó por aferrarse a eso, por creer que el chiquillo pálido, sucio y malnutrido que se aferraba a su cuello acababa de llamarlo «papi».

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