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Bingo telefónico » 3

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A medianoche, Clay llegó al pueblo de North Shapleigh. Por entonces había empezado a caer una desagradable lluvia gélida que casi era aguanieve, la clase de lluvia que Sharon siempre llamaba «lluvia sorbete». Oyó el ruido de unos motores que se acercaban y se apartó de la carretera, aún la Carretera 11, para esperar en la explanada asfaltada de un Seven Eleven. Cuando aparecieron los faros, transformando la lluvia en briznas plateadas, comprobó que eran dos velocistas haciendo una carrera en plena noche. Una auténtica locura. Clay se situó detrás de un surtidor de gasolina, sin esconderse pero al mismo tiempo sin esforzarse para que lo vieran. Los vio pasar a toda pastilla como una visión de un mundo pasado, dos fantasmas levantando finos arcos de agua. Uno de los vehículos parecía un Corvette antiguo, aunque por lo que podía ver con la única y débil luz de emergencia que quedaba en una esquina de la tienda resultaba imposible afirmarlo con seguridad. Los velocistas pasaron bajo el sistema entero de control de tráfico de North Shapleigh (un semáforo apagado), se convirtieron en cuatro cerezas fluorescentes y por fin desaparecieron.

Una auténtica locura, pensó de nuevo Clay. Y acto seguido, mientras cruzaba la cuneta de vuelta a la calzada, se dijo: No eres precisamente el más indicado para hablar de locura.

Cierto. Porque el sueño del bingo telefónico no había sido un sueño, o al menos no del todo, de eso estaba convencido. Los telefónicos estaban utilizando sus crecientes facultades telepáticas para controlar al mayor número posible de exterminadores de rebaños. Tenía todo el sentido del mundo. Tal vez les resultara difícil con grupos como el de Dan Hartwick, con personas que intentaran luchar contra su poder, pero no creía que tuvieran problema alguno con él. La cuestión era que la telepatía se parecía mucho a un teléfono, pues funcionaba en ambas direcciones. Lo cual lo convertía a él en… ¿qué? ¿El fantasma de la máquina? Algo por el estilo. Mientras ellos lo vigilaran, él podía vigilarlos a ellos. Al menos mientras dormía. En sueños.

¿Realmente había carpas en la frontera de Kashwak, con personas normales haciendo cola para que les fundieran el cerebro? Clay creía que así era, tanto en Kashwak como en otros lugares similares del país y del resto del mundo. Cabía la posibilidad de que la actividad hubiera aflojado a esas alturas, pero también de que los puntos de control, los puntos de cambio, siguieran allí.

Los telefónicos empleaban la telepatía colectiva para atraer a los normales a través de los sueños. ¿Convertía eso a los telefónicos en seres inteligentes, calculadores? No a menos que uno considerara que una araña es inteligente porque es capaz de tejer una telaraña, o que un cocodrilo es calculador porque sabe quedarse muy quieto y parecer un tronco. Mientras avanzaba hacia el norte por la Carretera 11 en dirección a la 160, la carretera que lo conduciría hasta Kashwak, Clay se dijo que la señal telepática que los telefónicos transmitían como una sirena de baja frecuencia (o un pulso) debía de contener al menos tres mensajes distintos.

Venid y estaréis a salvo. Vuestra lucha por la supervivencia puede tocar a su fin.

Venid y estaréis con los vuestros, en un lugar exclusivo para vosotros.

Venid y podréis hablar con vuestros seres queridos.

Venid. Sí. El quid de la cuestión. Y una vez te acercas lo suficiente, toda capacidad de decisión se va al garete. La telepatía y el sueño de la seguridad se adueñan de ti. Te pones a la cola. Escuchas al Hombre Andrajoso ordenarte que no te detengas, que todos podréis llamar a un ser querido, pero que tienen que procesar a muchos de vosotros antes de que anochezca y Bette Midler se ponga a cantar a todo volumen «The Wind Beneath My Wings».

¿Y cómo podían seguir haciéndolo sin suministro eléctrico, con las ciudades quemadas hasta los cimientos y la civilización sumergida en un mar de sangre? ¿Cómo podían continuar sustituyendo a los millones de telefónicos perdidos en el tumulto inicial y en la destrucción de los rebaños? Pues podían hacerlo porque El Pulso aún no había terminado. En algún lugar, en ese laboratorio clandestino o en el garaje de algún loco, un artilugio seguía funcionando con pilas, un módem seguía transmitiendo su señal estridente y demencial a los satélites que sobrevolaban el planeta o los repetidores que lo surcaban como un cinturón de acero. ¿Y adónde podías llamar con la certeza de que tu llamada obtendría respuesta, aunque solo fuera de un contestador que funcionaba con pilas?

Al número de urgencias, por lo visto. Al 911.

Y eso era lo que con toda probabilidad le había sucedido a Johnny-Gee.

De hecho, sabía que era eso lo que le había sucedido. Era demasiado tarde.

En tal caso, ¿por qué seguía avanzando hacia el norte en aquella noche lluviosa? Ante él, no muy lejos, estaba Newfield, y allí dejaría la Carretera 11 para enfilar la 160. Clay estaba bastante seguro de que poco después sus días de leer indicadores (o cualquier otra cosa) tocarían a su fin, así que, ¿por qué?

Pero lo sabía muy bien, al igual que sabía que el estruendo lejano y el toque breve pero estridente de claxon que la noche lluviosa había llevado hasta él significaba que uno de los velocistas se había estrellado. Seguía adelante a causa de la nota que había encontrado en la puerta de su casa, sujeta por un pedacito insignificante de cinta adhesiva porque el resto lo había arrancado el viento. Seguía adelante a causa de la segunda nota que había hallado en el tablón de anuncios del ayuntamiento, semioculta por la esperanzada nota que Iris Nolan había dejado a su hermana. Su hijo había escrito lo mismo en ambas ocasiones y en mayúsculas: POR FAVOR VEN A BUSCARME.

Aunque fuera demasiado tarde para salvar a Johnny, quizá no lo fuera para verlo y decirle que lo había intentado. Quizá pudiera conservar una parte lo bastante significativa de sí mismo para decírselo aun cuando lo obligaran a llamar por teléfono.

En cuanto a las plataformas y los millones de espectadores…

—En Kashwak no hay estadio de fútbol —dijo en voz alta.

Es un estadio virtual, susurró Jordan en su mente.

Clay desterró el pensamiento. Había tomado una decisión. Era una locura, por supuesto, pero el mundo entero se había vuelto loco, de modo que él encajaba a la perfección.

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