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El pulso » 3

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Clay hincó una rodilla en el suelo y utilizó la mano en la que no llevaba la carpeta (tenía aún más miedo de perderla después de ver al joven con la caja de panasonic) para asir la muñeca del Duendecillo Rubio. De inmediato le encontró el pulso; era lento, pero fuerte y regular. Clay experimentó un profundo alivio. No importaba lo que había hecho, pues no era más que una chiquilla y no le hacía gracia la posibilidad de haberla matado con el pisapapeles que acababa de comprarle a su mujer.

—¡Cuidado, cuidado! —casi canturreó el hombrecillo del bigote.

Clay no tuvo tiempo de andarse con cuidado, aunque por suerte el peligro no estaba cerca de él. El vehículo, uno de esos enormes todoterreno con acciones en todos los países de la OPEP, se desvió de la calzada y se metió en el parque a más de veinte metros de distancia, llevándose por delante un tramo de verja de hierro forjado y zambullendo el morro en el estanque de los patos.

La puerta se abrió, y por ella salió un joven dando tumbos y profiriendo sonidos inarticulados al cielo. Cayó de rodillas en el agua y bebió de ella con las manos (a Clay le surcaron la mente todos los patos que se habrían cagado en el estanque a lo largo de los años) antes de incorporarse con dificultad y vadear el estanque hasta el otro lado. Se perdió de vista en una arboleda, aún agitando los brazos y lanzando su arenga ininteligible.

—Tenemos que buscar ayuda para la chica —dijo Clay al hombre del bigote—. Está inconsciente, pero ni mucho menos muerta.

—Lo que tenemos que hacer es salir de la calle antes de que nos atropellen —replicó el hombrecillo.

Y como si quisiera darle la razón, en aquel instante un taxi chocó contra una larguísima limusina a escasa distancia del Duck Boat. La limusina iba en dirección contraria, pero fue el taxi el que se llevó la peor parte. Desde donde se encontraba, aún arrodillado en la acera, Clay vio al taxista salir despedido a través del parabrisas ahora sin vidrio y aterrizar en la calle con un brazo ensangrentado en alto, gritando.

El hombre del bigote estaba en lo cierto, por supuesto. La poca racionalidad que Clay era capaz de reunir en aquellos instantes, algún que otro fragmento que lograba abrirse paso entre la ciénaga del shock que le nublaba el pensamiento, sugería que la mejor opción, con diferencia, consistía en alejarse de Boylston Street y ponerse a cubierto. Si en verdad se trataba de un atentado terrorista, no se parecía en nada a lo que había visto ni leído en su vida. Lo que debía…, lo que debían hacer era buscar refugio y permanecer ocultos hasta que la situación quedara esclarecida. Con toda probabilidad, ello significaría encontrar un televisor; no obstante, no quería dejar a la chica inconsciente en una calle que de repente se había transformado en una casa de locos. Cada fibra de su corazón ante todo bondadoso y desde luego civilizado se rebelaba contra aquella idea.

—Váyase —instó al hombrecillo del bigote, aunque muy a regañadientes.

No conocía de nada a aquel tipo, pero al menos no emitía sonidos inarticulados ni agitaba los brazos como un poseso. Ni amenazaba con matar a Clay de un mordisco en la yugular.

—Métase en algún lado. Yo…

No supo cómo terminar la frase.

—¿Usted qué? —preguntó el hombrecillo del bigote.

De repente encogió los hombros al producirse otra explosión, en esta ocasión procedente de la parte posterior del hotel. En aquel lugar empezó a elevarse una columna de humo negro, manchando el cielo azul antes de que el viento tuviera ocasión de barrerla.

—Llamaré a la policía —concluyó Clay, repentinamente inspirado—. La mujer llevaba móvil.

Señaló con el pulgar a la Mujer Traje Chaqueta, muerta en medio de un charco de su propia sangre.

—Estaba hablando justo antes de que…, bueno, ya sabe, justo antes de que las cosas se pusieran…

Volvió a dejar la frase sin terminar mientras intentaba reconstruir mentalmente lo que había sucedido justo antes de que las cosas se pusieran feas, y se encontró paseando la mirada entre la mujer muerta, la muchacha inconsciente y los fragmentos del móvil color verde menta.

Empezaron a ulular sirenas de dos timbres claramente distintos. Clay suponía que un grupo pertenecía a los coches patrulla, mientras que el otro era de los bomberos. Suponía que la gente que vivía en la ciudad distinguía ambos sonidos, pero él no, porque vivía en Kent Pond, Maine, y deseaba con todas sus fuerzas estar allí en aquellos momentos.

Lo que había sucedido justo antes de que las cosas se pusieran feas era que la Mujer Traje Chaqueta había llamado a su amiga Maddy para contarle que había ido a la peluquería, y que un amigo del Duendecillo Rubio la había llamado. El Duendecillo Moreno había escuchado la conversación, y justo después los tres habían enloquecido.

No estás pensando…

Desde el este, a su espalda, llegó el estruendo de la mayor explosión ocurrida hasta entonces: un aterrador sonido parecido a un disparo de escopeta. Clay se incorporó de un salto, intercambió una mirada angustiada con el hombrecillo del traje de tweed y luego ambos se volvieron hacia Chinatown y la zona norte de Boston. No alcanzaban a ver lo que había explotado, pero ahora una columna de humo mucho más grande y oscura ascendía en el horizonte por encima de los edificios.

Mientras contemplaban el humo, un coche patrulla de la policía de Boston y un camión de bomberos con escalera pararon delante del Four Seasons. Clay se volvió hacia el hotel justo cuando un segundo suicida se precipitaba al vacío desde la última planta del hotel, seguido por otros dos que saltaron desde la azotea. Clay tuvo la impresión de que los dos procedentes de la azotea forcejeaban durante la caída.

—¡Jesús, María y José, NO! —gritó una mujer con voz quebrada—. ¡Oh, NO, MÁS no, MÁS no!

El primer suicida se estrelló sobre el maletero del coche patrulla, salpicándolo de cabello y sustancias diversas, y haciendo añicos el parabrisas posterior. Los otros dos aterrizaron sobre la parte trasera del camión de bomberos mientras éstos, ataviados con anoraks color amarillo brillante, se apartaban como pájaros imaginarios.

—¡NO! —chilló la mujer—. ¡MÁS no! ¡MÁS no! ¡Por el amor de Dios, MÁS no!

Pero ahí llegaba una mujer procedente del quinto o sexto piso, dando tumbos como una acróbata enloquecida antes de estrellarse contra un policía cuya vida segó junto con la suya.

Del norte llegó otra de aquellas explosiones ensordecedoras, el sonido del diablo disparando una pistola en el infierno, y de nuevo Clay miró al hombrecillo del bigote, que a su vez lo miraba con expresión angustiada. Cada vez más columnas de humo llenaban el cielo, y pese a la fuerte brisa, su color azul apenas si se veía.

—Están usando aviones otra vez —masculló el hombrecillo—. Esos hijos de puta están usando aviones otra vez.

Una tercera explosión monstruosa procedente del distrito norte de la ciudad puntuó su afirmación.

—Pero…, en esa dirección está Logan, ¿no?

A Clay le resultaba otra vez difícil hablar y aún más pensar. La única idea que parecía poblar su mente era la primera parte de un chiste: ¿Sabes aquél de los terroristas [insertar grupo étnico predilecto] que deciden humillar a los americanos volando el aeropuerto?

—¿Y? —espetó el hombrecillo casi con truculencia.

—¿Por qué no el Edificio Hancock? ¿O el Pru?

El hombrecillo se encogió de hombros.

—No lo sé. Lo único que sé es que quiero largarme de esta calle.

Como si pretendieran recalcar sus palabras, media docena de jóvenes pasó corriendo junto a ellos. Boston era una ciudad de jóvenes, había advertido Clay, a causa de todas sus universidades. Aquellos seis, tres hombres y tres mujeres, al menos no iban cargados con material robado y desde luego no se reían. Mientras corrían, uno de los jóvenes sacó un móvil y se lo llevó al oído.

Clay miró al otro lado de la calle y vio un segundo coche patrulla detenerse detrás del primero. Ya no hacía falta que utilizara el móvil de la Mujer Traje Chaqueta, de lo cual se alegraba, porque había llegado a la conclusión de que no le apetecía demasiado. Podía limitarse a cruzar la calle para hablar con ellos…, aunque por otro lado no sabía si se atrevería a cruzar Boylston Street dadas las circunstancias. Y aun cuando la cruzara, ¿regresarían los agentes con él para echar un vistazo a una chica inconsciente cuando tenían la acera delante del hotel llena de bajas? En aquel momento, los bomberos empezaron de nuevo a subirse al camión. Por lo visto se dirigían a otra parte. El aeropuerto de Logan, con toda probabilidad, o…

—Oh, Dios mío, cuidado con ése —masculló el hombrecillo del bigote en voz baja y tensa.

Clay estaba mirando hacia el oeste por Boylston Street, de nuevo hacia el centro de la ciudad, de donde había venido cuando su objetivo principal en la vida era localizar a Sharon por teléfono, sabiendo incluso lo que le diría: «Buenas noticias, cariño. Pase lo que pase entre nosotros, al niño nunca le faltarán zapatos». Le había parecido una frase ligera y graciosa…, como en los viejos tiempos.

Pero la situación no resultaba graciosa en absoluto. Hacia ellos se dirigía, no corriendo sino caminando a grandes zancadas, un hombre de unos cincuenta años ataviado con traje y los restos de una camisa y una corbata. Los pantalones eran grises, pero resultaba imposible adivinar el color original de la camisa y la corbata, ya que ambas estaban hechas jirones y manchadas de sangre. En la mano derecha aferraba lo que parecía un cuchillo de carnicero con una hoja de unos cuarenta centímetros. Clay creía haber visto aquel cuchillo en el escaparate de una tienda llamada Soul Kitchen durante el paseo después de la reunión en el hotel Copley Square. La hilera de cuchillos en el escaparate (¡ACERO SUECO!, proclamaba la tarjetita grabada situada ante ellos) relucía a la ingeniosa luz de los focos ocultos, pero aquella hoja en particular había trabajado mucho, en el mal sentido de la palabra, desde su liberación, y ahora aparecía opaca por la sangre.

El hombre de la camisa desgarrada blandió el cuchillo a medida que se acercaba a ellos con su andar rápido, y la hoja describía pequeños arcos en el aire. El hombre se desvió del patrón una sola vez para cortarse a sí mismo. Una mancha de sangre fresca floreció en la pechera de la camisa destrozada mientras los restos de la corbata revoloteaban. El hombre siguió acortando distancias sin dejar de sermonearlos como un predicador de tres al cuarto en una lengua que hubiera aprendido en un momento de revelación divina.

—¡Eyelah! —gritó—. ¡Eeelah-eyeLzh-a-babbalah-naz! ¿A-bab-balah por qué? ¿A-bunnaloo coy? ¡Kazzalah! ¡Kazzalah-CAN! ¡Fie! ¡SHY-fie!

Se llevó el cuchillo junto a la cadera derecha antes de levantar el brazo, y Clay, cuyo sentido de la vista estaba quizá desarrollado en exceso, previó al instante el movimiento siguiente. El ataque brutal que se produciría sin que el hombre detuviera su marcha demencial hacia ninguna parte bajo el sol de aquella tarde de octubre.

—¡Cuidado! —chilló el hombrecillo del bigote.

Pero quien no tenía cuidado era él, el hombrecillo del bigote. El hombrecillo del bigote, la primera persona normal con quien Clay Riddell había hablado desde que diera comienzo aquella locura, quien de hecho había hablado con él, lo cual sin duda había requerido una medida considerable de valentía, dadas las circunstancias, estaba petrificado, los ojos muy abiertos y magnificados aún más por los cristales de sus gafas con montura dorada. ¿Iba el loco a por él porque, de los dos, el hombrecillo del bigote era el más menudo y parecía una presa más fácil? En tal caso, el Señor Galimatías quizá no estaba del todo loco a fin de cuentas, y de repente Clay sintió furia además de miedo, una furia como si estuviera mirando el patio de una escuela y acabara de ver al típico matón a punto de machacar a un niño más pequeño y débil.

—¡CUIDADO! —repitió el hombrecillo del bigote casi en un aullido.

Sin embargo, siguió sin moverse mientras la muerte avanzaba hacia él, la muerte liberada de una tienda llamada Soul Kitchen, donde sin duda aceptaban Visa y MasterCard, así como talones si iban acompañados de la correspondiente tarjeta bancaria.

Sin detenerse a pensar, Clay cogió las dos asas de la carpeta de dibujo y la interpuso entre el cuchillo y su nuevo amigo enfundado en un traje de tweed. La hoja atravesó la carpeta con un sonido hueco, pero la punta se detuvo a unos diez centímetros del vientre del hombrecillo. Finalmente, el hombrecillo volvió en sí, se hizo a un lado de un salto y echó a correr hacia el parque pidiendo ayuda a voz en cuello.

El hombre de la camisa y la corbata desgarradas, que tenía las mejillas carnosas y el cuello ya algo grueso, como si su ecuación personal de buena comida y ejercicio físico hubiera dejado de funcionar un par de años atrás, interrumpió en seco su arenga absurda, y en su rostro se pintó una expresión de perplejidad vacua que no era de sorpresa ni de asombro.

Por su parte, Clay se sentía embargado por una terrible indignación. El cuchillo había echado a perder todas sus imágenes de Caminante Oscuro (siempre las llamaba imágenes, nunca ilustraciones ni dibujos), y tenía la sensación de que el sonido hueco bien podría haber sido el de la hoja al atravesar lo más hondo de su corazón. Era una estupidez habida cuenta de que tenía reproducciones de todas ellas, incluyendo los cuatro desplegables en color, pero eso carecía de importancia. La hoja de aquel chiflado había ensartado al Hechicero John (así llamado en honor a su hijo, por supuesto), al Mago Flak, a Frank y su Legión, a Gene el Soñoliento, a Sally la Venenosa, a Lily Astolet, a la Bruja Azul y, cómo no, a Ray Damon, el mismísimo Caminante Oscuro. Sus criaturas fantásticas, que moraban en su imaginación a la espera de liberarlo del tedio de dar clase de arte en una docena de escuelas rurales de Maine, obligado a conducir miles de kilómetros al mes y vivir prácticamente en el coche.

Casi le parecía haberlas oído gemir cuando la hoja sueca del loco las atravesó en el lecho donde dormían el sueño de los inocentes.

Furioso y ajeno al peligro que entrañaba el cuchillo, al menos por el momento, empujó al hombre de la camisa desgarrada hacia atrás, utilizando la carpeta a modo de escudo y más furioso aún al ver que se doblaba hasta formar una especie de V muy ancha en torno a la hoja del cuchillo.

—¡Blet! —vociferó el lunático mientras intentaba retirar la hoja, pero ésta estaba encallada entre las dos mitades de la carpeta—. ¡Blet ky-yam doe-ram kazzalab a-babbalah!

—¡Yo te daré a-babbalah a-kazzalah, cabrón! —gritó Clay al tiempo que colocaba el pie izquierdo tras las piernas tambaleantes del loco.

Más tarde se le ocurriría que el cuerpo sabe luchar cuando no le queda más remedio. Es un secreto que el cuerpo guarda, al igual que guarda el secreto de cómo correr, saltar un arroyo, echar un polvo o, probablemente, morir cuando no queda otra alternativa. Y en condiciones de tensión extrema se hace con el control y se limita a hacer lo que hay que hacer mientras el cerebro se aparta, incapaz de hacer otra cosa que no sea silbar y marcar el ritmo con el zapato mirando al cielo…, o escuchar el sonido de la hoja de un cuchillo al atravesar la carpeta de dibujo que tu mujer te regaló cuando cumpliste los veintiocho, para el caso.

El loco tropezó con el pie de Clay justo cuando el sabio cuerpo de éste quería que tropezara y cayó de espaldas en la acera. Clay se cernió sobre él casi sin aliento, la carpeta aún aferrada en ambas manos como si se tratara de un escudo maltratado en la batalla. El cuchillo del carnicero seguía clavado en ella, con el mango sobresaliendo por un lado y la hoja por el otro.

El chiflado trató de incorporarse. El nuevo amigo de Clay avanzó hacia él y le propinó un considerable puntapié en el cuello. El hombrecillo sollozaba con fuerza, y las lágrimas le rodaban por las mejillas, empañándole los cristales de las gafas. El loco se desplomó de nuevo con la lengua fuera, emitiendo sonidos ahogados en lo que a Clay le pareció la misma lengua ininteligible de antes.

—¡Ha intentado matarnos! —sollozó el hombrecillo—. ¡Ha intentado matarnos!

—Sí, sí —asintió Clay.

Recordaba haber dicho las mismas palabras y en el mismo tono a Johnny cuando aún lo llamaban Johnny-Gee y un día se acercó a ellos por el jardín con las rodillas o los codos ensangrentados, gritando: «¡Tengo SANGRE!».

El hombre tendido en la acera (que tenía mucha sangre) intentaba incorporarse sobre los codos para levantarse. Esta vez fue Clay quien hizo los honores, propinándole un puntapié en los codos para hacerlo caer de nuevo. Aquel juego de patadas parecía una solución más que provisional y poco elegante, por añadidura. Clay asió el mango del cuchillo, hizo una mueca al sentir el contacto de la sangre ya gelatinosa, que le recordó a grasa fría de beicon, y tiró. El cuchillo cedió un poco y luego se detuvo, o bien la mano de Clay resbaló. Casi le pareció oír a sus personajes emitir murmullos insatisfechos desde las profundidades de la carpeta y también él lanzó un gemido sin poder contenerse. Tampoco pudo evitar preguntarse qué haría con el cuchillo si conseguía liberarlo. ¿Matar al lunático a puñaladas? Creía que podría haberlo hecho en caliente, pero con toda probabilidad sería incapaz cuando llegara el momento.

—¿Qué pasa? —inquirió el hombrecillo con un hilo de voz.

Pese a su nerviosismo, Clay no pudo evitar sentirse conmovido ante la preocupación que denotaba su voz.

—¿Le ha hecho daño? Por un momento lo ha tapado usted con el cuerpo y no he visto nada. ¿Le ha clavado el cuchillo?

—No, estoy bi… —empezó Clay.

Lo interrumpió otra gigantesca explosión procedente del norte, a buen seguro del aeropuerto de Logan, al otro lado del puerto de Boston. Ambos hombres se encogieron, acobardados.

El lunático aprovechó la oportunidad para sentarse, y estaba a punto de ponerse en pie cuando el hombrecillo del traje de tweed le propinó una torpe pero efectiva patada lateral en la corbata hecha jirones. De nuevo en el suelo, el lunático lanzó un rugido e intentó aferrar el tobillo del hombrecillo. Sin duda lo habría derribado y quizá inmovilizado de no ser porque Clay asió a su nuevo amigo por el hombro para apartarlo.

—¡Tiene mi zapato! —chilló el hombrecillo.

A su espalda chocaron otros dos coches. Más gritos y más alarmas. Alarmas de coches, alarmas de incendios, alarmas antirrobo… Las sirenas ululaban en la distancia.

—¡El muy hijo de puta tiene mi…!

De repente había un policía junto a ellos, uno de los agentes que habían acudido al otro lado de la calle, suponía Clay, y cuando apoyó una rodilla enfundada en el pantalón azul del uniforme para inclinarse sobre el lunático balbuceante, Clay experimentó algo parecido a una oleada de amor hacia él.

—Tenga cuidado con él —le advirtió el hombrecillo con voz nerviosa—. Está…

—Ya lo sé —lo atajó el policía.

Clay advirtió que el agente había desenfundado el arma reglamentaria. No sabía si la había sacado después de arrodillarse o bien antes, estaba demasiado ocupado sintiendo gratitud para fijarse.

El policía observó al lunático, se acercó aún más a él, casi como si se ofreciera.

—Eh, tío, ¿cómo estás? —murmuró—. O sea, ¿cómo te va, tío?

De repente, el lunático se incorporó y rodeó el cuello del agente con las manos. Ni corto ni perezoso, el policía le oprimió el cañón de la pistola contra la sien y apretó el gatillo. Un potente chorro de sangre empapó el cabello canoso que cubría el lado opuesto de la cabeza del chiflado, que se desplomó sobre la acera con ambos brazos extendidos en ademán melodramático, como si dijera: «Mira, mamá, ¡estoy muerto!».

Clay intercambió una mirada con el hombrecillo del bigote, y acto seguido ambos se volvieron hacia el policía, que había enfundado de nuevo el arma y se estaba sacando un estuche de cuero del bolsillo de la pechera. Clay se alegró al comprobar que le temblaba un poco la mano. El policía le daba miedo ahora, pero aún le habría dado más miedo si no le hubiera temblado el pulso. Y lo que acababa de ocurrir no era un episodio aislado. El disparo parecía haber desbloqueado el oído de Clay, como si se acabara de despejar un circuito o algo por el estilo, y ahora oía otros disparos, chasquidos ocasionales que puntuaban la creciente cacofonía de aquel día enloquecido.

El policía sacó una tarjeta (a Clay le pareció una tarjeta de visita) del estuche y volvió a guardarse el estuche en el bolsillo. Sostuvo la tarjeta entre los dos primeros dedos de la mano izquierda mientras se llevaba la derecha de nuevo a la culata del arma. Cerca de sus zapatos muy brillantes empezaba a formarse un charco con la sangre procedente de la cabeza destrozada del chiflado. A poca distancia, la Mujer Traje Chaqueta yacía en medio de otro charco de sangre, ahora medio solidificada y cada vez más oscura.

—¿Cómo se llama, señor? —preguntó el policía a Clay.

—Clayton Riddell.

—¿Puede decirme cómo se llama el presidente?

Clay se lo dijo.

—¿Puede decirme qué día es hoy, señor?

—1 de octubre. ¿Sabe qué está…?

El policía se volvió hacia el hombrecillo del bigote.

—Su nombre, por favor.

—Me llamo Thomas McCourt, 140 Salem Street, Malden. Soy…

—¿Puede decirme el nombre del adversario del presidente en la última campaña electoral?

Tom McCourt se lo dijo.

—¿Con quién está casado Brad Pitt?

McCourt alzó los brazos.

—¡Y yo qué sé! Con una estrella de cine, creo.

—Muy bien —lo atajó el policía al tiempo que alargaba la tarjeta a Clay—. Soy el agente Ulrich Ashland. Aquí tiene mi tarjeta; es posible que los llamen para testificar acerca de lo que acaba de suceder aquí, caballeros. Lo que ha pasado es que ustedes necesitaban ayuda, yo he sido atacado y he reaccionado en consecuencia.

—Usted quería matarlo —constató Clay.

—Sí, señor, estamos acabando con el sufrimiento de todos los que podemos lo más rápidamente posible —convino el agente Ashland—. Y si declara ante un tribunal o una comisión de investigación que he dicho esto, lo negaré. Pero no nos queda otra alternativa. Esta gente está por todas partes. Algunos se limitan a suicidarse, pero muchos de ellos atacan. —El agente vaciló un instante antes de proseguir—. A juzgar por lo que estamos viendo, todos los demás atacan.

Como confirmación de sus palabras, se oyó otro disparo procedente de la acera de enfrente, seguido de una pausa y otros tres disparos en rápida sucesión desde el frontal sombreado del hotel Four Seasons, ahora convertido en un amasijo de vidrios rotos, cuerpos rotos, vehículos destrozados y sangre derramada.

—Esto es como la puta Noche de los muertos vivientes —continuó el policía mientras echaba a andar hacia Boylston Street con la mano aún apoyada en la culata de su arma—, con la diferencia de que estos tipos no están muertos…, a menos que les echemos una mano, claro.

—¡Rick! —lo llamó un agente desde el otro lado de la calle—. ¡Rick, tenemos que ir a Logan! ¡Todas las unidades! ¡Ven ahora mismo!

El agente Ashland comprobó el tráfico de Boylston Street, pero en aquel momento no pasaba nadie. Salvo por los accidentes, la calle aparecía desierta. Sin embargo, en las inmediaciones se oían más explosiones y colisiones de vehículos. El olor a humo se intensificaba por momentos. El policía empezó a cruzar la calle, pero a medio camino se volvió hacia ellos.

—Métanse en alguna parte —recomendó—. Busquen refugio. Hasta ahora han tenido suerte, pero eso puede cambiar.

—Agente Ashland —dijo Clay—. Ustedes no usan móviles, ¿verdad?

Ashland lo observó desde el centro de Boylston Street, que a Clay no le parecía en modo alguno un lugar seguro, sobre todo al recordar el desfile demencial del Duck Boat.

—No, señor —repuso el policía por fin—, tenemos radios en los coches patrulla. Y aquí —añadió mientras palmeaba la radio que llevaba colgada del cinturón en el lado opuesto a la pistola.

Clay, fanático de los cómics desde que aprendiera a leer, pensó por un instante en el maravilloso cinturón de Batman.

—No los usen —advirtió Clay—. Dígaselo a los demás. No usen ningún móvil.

—¿Por qué lo dice?

—Porque ellas —Clay señaló a la mujer muerta y a la muchacha inconsciente— estaban hablando por el móvil justo antes de enloquecer, y apuesto lo que sea a que el tipo del cuchillo…

—¡Rick! —insistió el compañero del agente Ashland desde el otro lado de la calle—. ¡Date prisa, joder!

—Busquen refugio —les repitió el policía antes de terminar de cruzar la calle.

A Clay le habría gustado reiterar la advertencia sobre los teléfonos móviles, pero de momento se conformaba con ver que el agente estaba fuera de peligro. Aunque, por otro lado, no creía que nadie en Boston estuviera fuera de peligro aquella tarde.

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