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El pulso » 14

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—Bueno, ¿cuántos de esos malditos trastos debe de haber en Boston? —preguntó Clay—. ¿Cuál es la penetración de la telefonía móvil?

—Dada la gran cantidad de universitarios que hay en la ciudad, yo diría que es enorme —repuso el señor Ricardi.

Se había sentado de nuevo a su mesa, aunque ahora parecía algo más animado. Quizá se debía al hecho de haber consolado a la chica o a que le estaban formulando una pregunta técnica.

—Aunque, por supuesto, su uso no se limita a los jóvenes acomodados. Hace solo un mes o dos leí un artículo en Inc. según el cual hay tantos teléfonos móviles en la China continental como habitantes en Estados Unidos. ¿Se lo imaginan?

Clay no quería imaginárselo.

—Muy bien —musitó Tom, asintiendo algo reacio—. Ya veo por dónde vas. Alguien…, una banda terrorista, pongamos por caso, pincha de alguna forma las señales de los teléfonos móviles. Si haces o recibes una llamada, te envían una especie de… ¿de qué? De mensaje subliminal, supongo, que te vuelve loco. Suena a ciencia ficción, pero hace quince o veinte años los móviles tal como los conocemos hoy en día también debían de parecerle ciencia ficción a la mayoría de la gente.

—Estoy casi seguro de que los tiros van por ahí —afirmó Clay—. Y la cosa ésa te jode vivo aunque solo escuches una conversación de lejos —señaló, recordando al Duendecillo Moreno—. Pero lo peor del asunto es que cuando la gente ve lo que pasa a su alrededor…

—Su primer impulso es sacar el móvil para averiguar de qué se trata —terminó Tom por él.

—Exacto —convino Clay—. He visto a mucha gente hacerlo.

—Y yo —corroboró Tom con expresión lúgubre.

—Lo que no sé es qué tiene que ver todo esto con el hecho de que quiera abandonar la seguridad del hotel, sobre todo de noche —terció el señor Ricardi.

Le respondió otra explosión, seguida de media docena más que se alejaban hacia el sudeste como pisadas de gigante. De la planta superior les llegó otro golpe y una exclamación ahogada de rabia.

—No creo que los locos tengan más cerebro para salir de la ciudad de noche que el tipo de arriba para encontrar la escalera —comentó Clay.

De repente, Tom adoptó una expresión que se le antojó de estupefacción hasta que comprendió que se trataba de otra cosa. Sorpresa, tal vez, y una suerte de esperanza incipiente.

—¡Dios mío! —musitó al tiempo que se abofeteaba la mejilla—. No saldrán. No se me había ocurrido.

—Puede que haya algo más —intervino Alice.

Se estaba mordiendo el labio inferior y tenía la vista clavada en las manos, que no dejaba de retorcerse con nerviosismo. Al cabo de un instante se obligó a mirar a Clay.

—Puede que de hecho sea más seguro salir de noche —prosiguió.

—¿Por qué, Alice?

—Si no te ven…, si te escondes detrás de algo…, se olvidan de ti casi enseguida.

—¿Cómo lo sabes, cariño? —preguntó Tom.

—Porque me escondí del hombre que me perseguía —murmuró la chica—. El tipo de la camiseta amarilla. Fue justo antes de que los viera a ustedes. Me escondí en un callejón, detrás de uno de esos contenedores. Estaba asustada porque creía que no podría salir si el tipo me seguía hasta allí, pero no se me ocurrió ninguna idea mejor. Lo vi en la boca del callejón, mirando a su alrededor, caminando en círculos como un oso enjaulado, como diría mi abuelo, y primero creí que estaba jugando conmigo, porque tuvo que verme entrar en el callejón, me pisaba los talones, estaba muy cerca, casi lo bastante cerca para cogerme… —Alice empezó a temblar de nuevo—. Pero en cuanto me escondí allí, fue como…, no sé…

—Ojos que no ven, corazón que no siente —recitó Tom—. Pero si estaba tan cerca, ¿cómo es que dejaste de correr?

—Porque no podía más —repuso Alice—. Estaba agotada. Las piernas ya no me respondían, y tenía la sensación de que me rompería por la mitad en cualquier momento. Pero resultó que no hacía falta seguir corriendo. El tipo siguió dando vueltas durante un rato sin dejar de hablar en esa lengua extraña y luego se fue. No podía creerlo; pensé que pretendía engañarme…, pero al mismo tiempo sabía que estaba demasiado loco para tramar algo semejante. —Miró un instante a Clay antes de volver a clavar la vista en sus manos—. El problema fue que volví a toparme con él. Debería haberme quedado con ustedes de entrada. A veces soy imbécil.

—Estabas asus… —empezó Clay.

Y de repente se produjo la explosión más monstruosa hasta entonces, un terrible estruendo ensordecedor al este del hotel que los hizo agazaparse y taparse los oídos mientras el ventanal del vestíbulo se hacía añicos.

—Dios… mío —musitó el señor Ricardi.

Los ojos muy abiertos bajo la calva recordaron a Clay el aspecto del mentor de la huerfanita Annie, papá Warbucks.

—Puede que haya sido la nueva supergasolinera de Shell que abrieron hace poco en Kneeland, donde repostan todos los taxis y los Duck Boats. Está en esa dirección.

Clay no sabía si el señor Ricardi estaba en lo cierto, no olía a combustible quemado, al menos de momento, pero su mente visualmente adiestrada imaginó un triángulo de ciudad ardiendo como una antorcha de propano a la luz del crepúsculo.

—¿Puede arder una ciudad moderna? —preguntó a Tom—. ¿Una ciudad construida sobre todo con hormigón, metal y vidrio? ¿Podría arder como ardió Chicago después de que la vaca de la señora O’Leary volcara el quinqué?

—Lo del quinqué volcado no es más que una leyenda urbana —señaló Alice al tiempo que se masajeaba la nuca como si empezara a tener una terrible jaqueca—. Eso nos dijo la señora Myers en clase de historia americana.

—Sí que podría arder —repuso Tom—. Es lo que pasó en el World Trade Center después de que los aviones se estrellaran contra las torres.

—Aviones repletos de combustible —les recordó el señor Ricardi.

Como si las palabras del recepcionista calvo lo hubieran conjurado, empezó a llegarles el olor a gasolina quemada a través del ventanal destrozado del vestíbulo y por el resquicio bajo la puerta del despacho.

—Parece que ha dado en el clavo con lo de la gasolinera Shell —observó Tom.

El señor Ricardi se acercó a la puerta que separaba su despacho del vestíbulo y la abrió. Lo que Clay alcanzó a ver era que el vestíbulo ya aparecía desierto, oscuro y de algún modo irrelevante. El señor Ricardi husmeó el aire ruidosamente y cerró de nuevo la puerta con llave.

—Ya huele menos —anunció.

—Ya quisiéramos —replicó Clay—. O eso o es que su olfato se está habituando al aroma.

—Creo que tal vez tenga razón —terció Tom—. Hoy sopla viento del oeste, es decir, de la montaña hacia al mar, y si la explosión que acabamos de oír se ha producido en la gasolinera nueva que está en la esquina de Kneeland y Washington, junto al Centro Médico de Nueva Inglaterra…

—Exacto —atajó el señor Ricardi con cierta satisfacción sombría—. ¡Si hubieran visto las protestas! Pero el dinero se encargó de ello, ya se lo digo y…

—… entonces el hospital también se habrá incendiado…, junto con todas las personas que hubiera dentro, claro —lo interrumpió a su vez Tom.

—¡No! —exclamó Alice antes de cubrirse la boca con la mano como si pretendiera evitar que de ella saliera una sola palabra más.

—Pues yo creo que sí. El próximo de la lista es el Wang Center. Es posible que el viento amaine al caer la noche, pero si no es así, lo más probable es que todo lo que hay al este de Kneeland y la autopista de Massachusetts haya quedado reducido a cenizas antes de las diez.

—Nosotros estamos al oeste de Kneeland —señaló el señor Ricardi.

—En tal caso, estamos a salvo —constató Clay—. Al menos de eso.

Se acercó a la ventanita del despacho del señor Ricardi y se puso de puntillas para echar un vistazo a Essex Street.

—¿Qué ve? —preguntó Alice—. ¿Hay gente?

—No…, sí. Un hombre, al otro lado de la calle.

—¿Es uno de los locos? —quiso saber ella.

—No lo sé.

Pero Clay creía que sí por el modo en que corría y los movimientos espasmódicos de su cuerpo cuando se volvía para mirar por encima del hombro. Una vez, justo antes de doblar la esquina de Lincoln Street, el tipo estuvo a punto de chocar contra un expositor de fruta situado delante de un supermercado. Y aunque no alcanzaba a oírlo, le pareció que movía los labios.

—Se ha ido.

—¿No hay nadie más? —inquirió Tom.

—Ahora mismo no, pero hay mucho humo. —Clay hizo una pausa antes de proseguir—. Y también ceniza y hollín, aunque no sé cuánto. El viento lo barre por todas partes.

—Vale, me has convencido —cedió Tom—. Siempre he sido lento para captar las cosas, pero siempre acabo captándolas. La ciudad arderá hasta los cimientos, y no quedará nadie salvo los locos.

—Eso creo yo —corroboró Clay.

Y no creía que ello se aplicara tan solo a Boston, pero por el momento no podía soportar la idea de pensar más allá. Tal vez más adelante pudiera ampliar sus miras, pero no hasta haberse cerciorado de que Johnny estaba a salvo. O quizá siempre se le escaparía la imagen global. A fin de cuentas, se ganaba la vida dibujando imágenes pequeñas. Pero, pese a todo, el tipo egoísta pegado como una lapa a los confines más alejados de su mente tuvo tiempo para transmitirle un mensaje muy claro en azul y oro oscuro. ¿Por qué ha tenido que pasar esto precisamente hoy? ¡Justo cuando por fin me sale algo bien!

—¿Puedo ir con ustedes, si se van? —pidió Alice.

—Por supuesto —asintió Clay antes de volverse hacia el recepcionista—. Y usted también, señor Ricardi.

—Yo permaneceré en mi puesto —replicó el señor Ricardi en tono altivo, aunque justo antes de apartar la vista de Clay, éste advirtió su expresión aterrada.

—Dadas las circunstancias, no creo que la dirección se cabree porque cierre la barraca y se largue —comentó Tom en aquel tono bondadoso que Clay ya había aprendido a apreciar.

—Permaneceré en mi puesto —insistió el señor Ricardi—. El señor Donnelly, el director del turno de día, ha salido para ingresar el dinero de caja en el banco y me ha dejado al mando. Si vuelve, puede que…

—Por favor, señor Ricardi —suplicó Alice—. Quedarse no le servirá de nada.

Pero el señor Ricardi, que una vez más había cruzado los brazos sobre el angosto pecho, se limitó a sacudir la cabeza.

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