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El pulso » 16

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La electricidad se cortó justo cuando envolvían el último bocadillo en la pequeña y pulcra cocina de azulejos blancos del café Metropolitan. Para entonces, Clay había intentado llamar otras tres veces a Maine. Una vez a su antigua casa, luego a la escuela primaria de Kent Pond, donde Sharon daba clases, y por último al instituto Joshua Chamberlain, al que asistía Johnny, pero ninguna vez consiguió pasar del prefijo de Maine.

Cuando las luces se apagaron, Alice profirió un grito en medio de lo que se les antojó una oscuridad absoluta. Sin embargo, al cabo de un instante se encendieron las luces de emergencia, casi cegadoras, lo cual no tranquilizó demasiado a Alice. Se aferraba a Tom con una mano, mientras que en la otra blandía el cuchillo del pan que había empleado para cortar los bocadillos. Tenía los ojos muy abiertos, pero su mirada era inexpresiva.

—Deja el cuchillo, Alice —ordenó Clay en tono algo más seco de lo que pretendía—. No vaya a ser que nos hagas daño.

—O a ti misma —añadió Tom con su ya habitual actitud amable y tranquilizadora, las gafas refulgían bajo las deslumbrantes luces de emergencia.

Alice lo dejó, pero casi al instante volvió a cogerlo.

—Lo quiero —declaró—. Quiero llevármelo. Tú tienes uno, Clay, y yo también quiero uno.

—De acuerdo —accedió Clay—, pero no llevas cinturón. Te haremos uno con un mantel, pero hasta entonces ten cuidado.

La mitad de los bocadillos eran de rosbif con queso, y la otra, de jamón y queso. Alice los había envuelto en plástico transparente. Bajo la caja registradora, Clay dio con un montón de bolsas en las que se veían impresas las palabras COMIDA PARA LLEVAR. Él y Tom guardaron los bocadillos en dos de ellas. En una tercera bolsa metieron tres botellas de agua.

Las mesas estaban puestas para una cena que nunca se serviría. Dos o tres de ellas aparecían volcadas, pero las demás seguían intactas, con los vasos y la cubertería relucientes bajo los apliques de emergencia instalados en las paredes. Había algo en aquel orden que encogió el corazón de Clay. La pulcritud de las servilletas dobladas, las lamparitas sobre cada mesa. Todas ellas estaban apagadas, y tenía la sensación de que tardarían mucho tiempo en volver a encenderse.

Reparó en que Alice y Tom miraban a su alrededor con una expresión compungida idéntica a la suya, y lo acometió un deseo casi demente de levantarles el ánimo. De repente le acudió a la memoria un truco que siempre le hacía a su hijo. El recuerdo le hizo pensar de nuevo en el móvil de Johnny, y el pánico amenazó de nuevo con adueñarse de él. Clay esperaba con todas sus fuerzas que el maldito trasto yaciera olvidado bajo la cama de Johnny-Gee, rodeado de bolas de polvo y con la batería más que descargada.

—Fijaos en esto —dijo al tiempo que dejaba la bolsa de los bocadillos—, sobre todo en que mis manos no se separan de mis muñecas en ningún momento.

Dicho aquello asió el faldón de un mantel.

—No me parece el mejor momento para hacer trucos de magia —masculló Tom.

—Pues yo quiero verlo —replicó Alice, y por primera vez desde que la conocían vieron una sonrisa en su rostro, mínima, pero visible.

—Necesitamos el mantel —prosiguió Clay—. Es un momento de nada, y además la dama quiere verlo. —Se volvió hacia Alice—. Pero tienes que decir una palabra mágica. Shazam, por ejemplo.

—¡Shazam! —exclamó Alice, y Clay tiró con fuerza del mantel.

Llevaba dos, quizá tres años sin hacer aquel truco, y a punto estuvo de fallar. Al mismo tiempo, no obstante, el error que cometió, un leve titubeo al tirar de la tela, sin duda confirió cierto encanto a la escena. En lugar de quedarse quietos cuando el mantel desapareció como por arte de magia, todos los objetos dispuestos sobre la mesa se desplazaron unos diez centímetros hacia la derecha. El vaso más próximo a Clay acabó con media base sobre la madera y media suspendida en el aire.

Alice aplaudió con una carcajada, y Clay hizo una reverencia con los brazos extendidos.

—¿Podemos irnos ya, David Copperfield? —preguntó Tom, pero también él sonreía, y entre sus labios entreabiertos Clay atisbo sus pequeños dientes.

—En cuanto me haya ocupado de esto —repuso Clay—. Así Alice podrá llevar el cuchillo en un lado y los bocadillos en el otro.

Dobló el mantel en un triángulo y luego lo enrolló hasta formar un cinturón. Introdujo la bolsa de los bocadillos y anudó las asas para asegurarla, y a continuación rodeó con el cinturón la esbelta cintura de la chica. Se vio obligado a dar una vuelta y media para que quedara bien sujeto. Por fin deslizó el cuchillo de hoja dentada en el lado derecho.

—Eres un manitas —alabó Tom.

—Y que lo digas —bromeó Clay.

En aquel instante se produjo otra explosión lo bastante próxima para hacer temblar el café entero. El vaso medio suspendido en el aire perdió el equilibrio y cayó al suelo, donde se hizo añicos. Los tres se lo quedaron mirando. Clay se planteó la posibilidad de decirles que no creía en las señales, pero eso no haría más que empeorar las cosas, y además, sí creía en ellas.

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