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—Hemos llegado —anunció Tom al cabo de apenas diez minutos.

En aquel instante, la luna reapareció entre la cortina de nubes y humo que la había ocultado durante la última hora, como si el hombrecillo de las gafas y el bigote acabara de dar una orden al Director Celestial de Iluminación. Sus rayos, de nuevo plateados en lugar del anterior naranja tóxico, iluminaban una casa que podía ser azul marino, verde o quizá incluso gris, aunque resultaba imposible asegurarlo sin la ayuda de las farolas. Lo que sí alcanzó a distinguir Clay fue que se trataba de una casa atractiva y bien cuidada, aunque tal vez no tan grande como parecía a primera vista. La luz de la luna contribuía a la ilusión óptica, causada sobre todo por la escalinata que ascendía desde el césped bien cuidado de Tom McCourt hasta el único porche con columnas de la calle. A la izquierda se veía una chimenea de piedra. Sobre el porche, una ventana abuhardillada se asomaba a la calle.

—¡Oh, Tom, es preciosa! —exclamó Alice con un entusiasmo exagerado.

A Clay le pareció que la joven estaba exhausta y al borde de la histeria. Él no creía que la casa fuera preciosa, aunque desde luego sí tenía aspecto del hogar de un hombre que poseía un teléfono móvil y todos los demás adelantos tecnológicos propios del siglo XXI; al igual que el resto de las casas de aquella sección de Salem Street, y Clay dudaba de que muchos de sus residentes hubieran tenido la misma suerte que Tom. Miró a su alrededor con nerviosismo. Todas las casas estaban sumidas en la oscuridad, porque la electricidad se había cortado y cabía la posibilidad de que estuvieran desiertas, pero Clay se sentía observado por numerosos ojos.

¿Ojos de chalados? ¿De chalados telefónicos? Pensó en la Mujer Traje Chaqueta, en el Duendecillo Rubio, en el chiflado del pantalón gris y la camisa desgarrada, en el hombre del traje que le había arrancado la oreja al perro. Pensó en el hombre desnudo blandiendo las antenas de coche mientras corría como alma que lleva el diablo. No, observar no formaba parte del repertorio de aquellos chiflados; ellos se limitaban a atacar. Pero si había personas normales escondidas en aquellas casas, al menos en algunas de ellas, ¿dónde estaban los locos telefónicos?

Clay lo ignoraba.

—Yo no la calificaría de preciosa —puntualizó Tom—, pero sigue en pie, y con eso me basta. La verdad es que me había mentalizado para encontrármela reducida a cenizas. —Deslizó la mano en el bolsillo y sacó un llavero poco voluminoso—. Bienvenidos a mi humilde morada y bla, bla, bla.

Enfilaron el sendero de entrada, pero apenas habían avanzado cinco pasos cuando Alice lanzó una exclamación.

—¡Esperad!

Clay giró en redondo, alarmado y exhausto. Ahora le parecía comprender en qué consistía la fatiga posterior al combate. Incluso su adrenalina estaba cansada. Pero ahí no había nadie, ni locos, ni tipos calvos con la cara ensangrentada por causa de un desgarro en el lóbulo de la oreja, ni siquiera una mujer mayor en plena fantasía apocalíptica. Solo Alice con una rodilla apoyada en el punto donde el sendero de Tom se juntaba con la acera.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Tom.

Alice se incorporó, y Clay comprobó que sostenía una zapatilla deportiva diminuta.

—Es una Nike de bebé —constató la chica—. Tom, ¿tú…?

Pero Tom negó con la cabeza.

—Vivo solo…, bueno, con Rafer. Se cree que es el rey, pero no es más que el gato.

—Entonces, ¿quién la ha dejado aquí? —se preguntó Alice mientras paseaba una mirada inquisitiva entre ambos hombres.

Clay también sacudió la cabeza.

—Ni idea, Alice, será mejor que la dejes donde estaba.

Pero Clay sabía que no lo haría. Estaba experimentando el momento más intenso de un déjà vu. Alice aún sostenía la zapatilla contra la cintura cuando alcanzó a Tom, que ya estaba en lo alto de la escalinata y buscaba la llave de la puerta principal a la casi inexistente luz de la noche.

Ahora oiremos al gato, pensó Clay. Rafe. Y en efecto, el gato que había salvado la vida de Tom McCourt los saludó con un maullido desde el interior de la casa.

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