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Malden » 13

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Los tres seguían junto a la ventana de la cocina cinco minutos más tarde, cuando una alarma empezó a aullar a cierta distancia. Sonaba ronca y cansada, como si estuviera a punto de agotarse.

—¿Tienes idea de lo que puede ser? —preguntó Clay.

En el jardín, George había abandonado la calabaza y desenterrado una patata de gran tamaño. Ahora estaba más cerca de la mujer, pero no mostraba interés alguno por ella, al menos de momento.

—Yo diría que el generador del supermercado Safeway del centro comercial se ha agotado —aventuró Tom—. Lo más probable es que tengan una alarma de pilas para avisar cuando pasa eso, por los productos refrigerados. Pero no estoy seguro; también podría ser la alarma del Primer Banco de Malden y…

—¡Mirad! —exclamó Alice.

La mujer soltó el tomate que estaba a punto de arrancar, se levantó y se dirigió hacia el lado este de la casa de Tom. George se levantó cuando pasó junto a él, y Clay estaba seguro de que pretendía matarla como al anciano. Hizo una mueca de aprensión y advirtió que Tom alargaba la mano hacia Alice para apartarla de la ventana. Sin embargo, George se limitó a seguir a la mujer, doblando tras ella la esquina de la casa.

Alice se volvió y corrió hacia la puerta de la cocina.

—¡No dejes que te vean! —advirtió Tom en voz baja e inquieta al tiempo que empezaba a seguirla.

—No te preocupes —repuso ella.

Clay los siguió a ambos, preocupado por todos ellos.

Llegaron a la puerta del comedor justo a tiempo de ver a la mujer del traje mugriento y a George, enfundado en su mono aún más mugriento, pasar ante la ventana, sus cuerpos laminados por las persianas venecianas bajadas, pero no cerradas. Ninguno de los dos miró hacia la casa, y George estaba tan cerca de la mujer que podría haberle mordido la nuca. Seguida por Clay y Tom, Alice recorrió el pasillo en dirección al pequeño despacho de Tom. Allí las persianas sí estaban cerradas, pero Clay distinguió las sombras de los dos locos pasar a toda prisa tras ellas. Alice continuó por el pasillo hacia la puerta abierta que daba al porche. Media manta estaba sobre el sofá y media en el suelo, tal como Clay la había dejado. El radiante sol de la mañana bañaba el porche, que parecía arder bajo su luz.

—¡Cuidado, Alice! —advirtió Clay—. Ten cui…

Pero Alice se había detenido en seco. Al instante, Tom se plantó junto a ella. Eran casi de la misma estatura, y vistos desde aquella perspectiva podrían haber pasado por hermanos. Ninguno de ellos se molestó en evitar que los vieran.

—Joder —masculló Tom con voz ahogada, como si la estupefacción lo hubiera dejado sin aliento.

Junto a él, Alice rompió a llorar con los sollozos entrecortados de un niño cansado, un niño que empieza a acostumbrarse a los castigos.

Clay los alcanzó en un abrir y cerrar de ojos. La mujer del traje cruzaba el césped de Tom. George le pisaba los talones, caminando al mismo paso. Casi parecían dos soldados en pleno desfile. La armonía se alteró un poco en el bordillo, cuando George se abrió a su izquierda para colocarse a su lado.

Salem Street estaba atestada de chiflados.

En un primer momento, Clay calculó que habría unos mil, pero al poco se activó su facultad de observación, el ojo crítico de artista, y comprendió que se había pasado por mucho a causa de la sorpresa que le había causado ver gente en una calle que esperaba desierta, y no gente cualquiera, sino un montón de locos. Los rostros desprovistos de toda expresión resultaban inconfundibles, al igual que la ropa rota y sucia (o, en algunos casos, la ausencia de ropa), los ocasionales gritos inarticulados y los gestos espasmódicos. El hombre ataviado tan solo con calzoncillos ajustados y un polo que no cesaba de hacer lo que parecían saludos militares; la mujer corpulenta con el labio inferior partido y separado en dos colgajos carnosos que dejaba al descubierto toda la parte inferior de su dentadura; el adolescente alto vestido con bermudas tejanas que caminaba por el centro de Salem Street con lo que parecía una barra de hierro ensangrentada en la mano; un caballero indio o paquistaní que pasó ante la casa de Tom moviendo la mandíbula de un lado a otro al tiempo que castañeteaba los dientes; un chico…, oh, Dios mío, un chico de la edad de Johnny que andaba sin exteriorizar dolor alguno pese a que el brazo le pendía inerte bajo el hombro luxado; una joven muy bonita en minifalda y top que por lo visto se estaba comiendo el estómago de un cuervo. Algunos gemían, otros emitían sonidos vocales que tal vez en tiempos hubieran sido palabras, y todos ellos se dirigían hacia el este. Clay no sabía si era la alarma o el olor a comida lo que los atraía, pero en cualquier caso todos ellos caminaban hacia el centro comercial de Malden.

—Madre mía, es el paraíso de los zombis —musitó Tom.

Clay no se molestó en contestar. Aquellos tipos no eran exactamente zombis, pero Tom no iba del todo desencaminado. Si alguno de ellos mira hacia aquí, nos ve y decide ir a por nosotros, estamos perdidos sin remisión, aunque nos atrincheremos en el sótano. Y en cuanto a lo de ir a buscar las armas a casa del vecino, ni hablar del peluquín.

La idea de que su mujer y su hijo pudieran (y con toda probabilidad así era) tener que vérselas con criaturas como aquéllas le provocó una oleada de pánico. Pero aquello no era un cómic ni él un superhéroe; no podía hacer nada. Tal vez él, Alice y Tom estuvieran a salvo en la casa, pero a todas luces no podían ir a ninguna parte, al menos en un futuro inmediato.

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