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La academia Gaiten » 16

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El director preparó chocolate caliente en la cocina, y lo tomaron en el salón a la luz de dos lámparas de gas. Clay creía que el anciano propondría salir más tarde a Academy Avenue en busca de más voluntarios para el Ejército de Ardai, pero el hombre parecía conformarse con lo que tenía.

La bomba de gasolina del garaje, les contó el director, se alimentaba de un depósito de unos mil quinientos litros instalado en el techo, de modo que no tendrían más que retirar un tapón. En el invernadero había atomizadores con capacidad para ciento veinte litros, al menos una docena de ellos. Tal vez pudieran cargarlos en una camioneta, bajar con ella marcha atrás por la rampa…

—Un momento —pidió Clay—. Antes de ponernos a diseñar la estrategia, si tiene usted alguna teoría sobre esto, me gustaría escucharla, señor.

—No se trata de nada tan formal —aseguró el anciano—, pero Jordan y yo somos observadores, tenemos intuición y bastante experiencia entre los dos…

—Soy un fanático de la informática —terció Jordan por encima del tazón de chocolate, y a Clay su forma sombría de expresarse le pareció singularmente entrañable—. Un auténtico chalado. Llevo casi toda la vida delante del ordenador, y estoy convencido de que por la noche esas cosas se recargan, o más bien se «reinician». Es como si tuvieran

INSTALANDO SOFTWARE, POR FAVOR ESPERE escrito en la frente.

—No entiendo nada —admitió Tom.

—Yo sí —intervino Alice—. Jordan, tú crees que El Pulso fue realmente un Pulso, ¿verdad? Todos los que lo oyeron…, bueno, se les borró el disco duro.

—Eso mismo —asintió Jordan, demasiado educado para decir «Elemental».

Tom se quedó mirando a Alice con expresión perpleja. Clay sabía que su amigo no era tonto, ni tampoco creía que fuera lento de reflejos.

—Tú tenías ordenador —señaló Alice—. Lo vi en tu despacho.

—Sí…

—Y alguna vez habrás instalado el software, ¿no?

—Claro, pero… —Tom se interrumpió un instante sin apartar la mirada de Alice, que la sostuvo sin pestañear—. Pero ¿sus cerebros? ¿Te refieres a sus cerebros?

—¿Qué cree que es un cerebro? —replicó Jordan—. No es más que un disco duro, un conjunto de circuitos orgánicos. Nadie sabe cuántos bytes tiene, pero digamos un giga elevado a la potencia del googolplex. Un número infinito de bytes. —Se llevó las manos a las orejas pequeñas y bien formadas—. Aquí, entre éstas.

—No me lo creo —objetó Tom con un hilo de voz y muy pálido.

Sin embargo, Clay pensaba que sí se lo creía. Al recordar la locura que había asolado Boston, a Clay no le quedó más remedio que reconocer que se trataba de una idea persuasiva y al mismo tiempo terrorífica. Millones, tal vez incluso miles de millones de cerebros borrados al mismo tiempo como quien borra un disco antiguo de ordenador con un imán potente.

Le acudió a la memoria el recuerdo del Duendecillo Moreno, la amiga de la chica del teléfono color verde menta. «¿Quién eres? ¿Qué está pasando?», había preguntado la chica. «¿Quién eres? ¿Quién soy yo?». Y luego se había golpeado varias veces la frente con el dorso de la mano antes de estamparse contra una farola dos veces seguidas, haciéndose añicos la carísima ortodoncia.

«¿Quién eres? ¿Quién soy yo?».

Y el teléfono móvil no era suyo; tan solo había estado escuchando la conversación de su amiga y por tanto no había recibido una dosis completa.

Clay, que casi siempre pensaba en imágenes en lugar de en palabras, visualizó la imagen de una pantalla de ordenador llenándose con aquel mensaje: QUIÉN ERES QUIÉN SOY YO QUIÉN ERES QUIÉN SOY YO QUIÉN ERES QUIÉN SOY YO, y por fin, en la parte inferior, desolador e incuestionable como el destino del Duendecillo Moreno:

FALLO DEL SISTEMA

¿El Duendecillo Moreno se había convertido en un disco duro parcialmente borrado? Era una idea sobrecogedora, pero olía a verdad.

—Me licencié en literatura inglesa, pero de joven leía mucha psicología —explicó el director—. Empecé por Freud, por supuesto, todo el mundo empieza por Freud. Seguí con Jung, luego Adler…, y así sucesivamente. Detrás de todas las teorías sobre el funcionamiento de la mente acecha una más fundamental, la de Darwin. En la terminología de Freud, la idea de la supervivencia como primera directriz se expresa mediante el concepto del ello, mientras que Jung emplea la idea más grandilocuente de la conciencia de sangre. A mi juicio, ninguno de los dos cuestionaría la idea de que si a un ser humano se le arrebatara en un instante todo pensamiento consciente, todo recuerdo y todo raciocinio, lo que quedaría sería puro y terrible.

Se detuvo y miró a su alrededor. Ninguno de sus compañeros dijo nada, y el director asintió como si le satisficiera su reacción.

—Si bien ni los freudianos ni los jungianos lo dicen a las claras, ambos grupos insinúan que cabe la posibilidad de que tengamos un núcleo, una única onda portadora fundamental o, para emplear un lenguaje con el que Jordan se sienta más cómodo, una única línea de código escrito imposible de eliminar.

—La PD —intervino Jordan—. La primera directriz.

—Exacto —convino el director—. En el fondo no somos homo sapiens, pues nuestro núcleo es la locura, y la directiva primordial, el asesinato. Lo que Darwin fue demasiado educado para expresar, amigos míos, es que no llegamos a dominar el mundo porque seamos los más inteligentes ni los más malvados, sino porque siempre hemos sido los cabrones más chiflados y asesinos de toda la selva. Y eso es lo que dejó al descubierto El Pulso hace cinco días.

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