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Rosas marchitas, este jardín se ha terminado » 11

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Alcanzaron a Alice tras doblar el siguiente recodo de la carretera. La chica estaba de pie detrás del Escalade, que yacía de costado con los airbags abiertos. Resultaba fácil reconstruir el accidente. El Escalade había tomado la curva ciega a unos noventa kilómetros por hora y chocado contra un camión de leche abandonado. Capullo o no, el conductor se las había apañado para no destrozar por completo el coche. En aquel momento rodeaba aturdido el todoterreno, apartándose el cabello de la cara. Sangraba por la nariz y por un corte en la frente. Clay se acercó al Escalade, pisando con las zapatillas deportivas los fragmentos del cristal del parabrisas desparramados por el suelo. Al mirar dentro comprobó que el coche estaba vacío. Alumbró el interior con la linterna y vio sangre en el volante, pero en ningún otro lugar. Por lo visto, los ocupantes estaban lo bastante bien para salir del coche, y todos menos uno habían emprendido la huida, seguramente de un modo instintivo. El que había decidido quedarse con el conductor era un escuálido postadolescente con profundas cicatrices de acné, dentadura prominente y mugrienta melena pelirroja. Su parloteo incesante recordó a Clay el perrito que idolatraba a Spike en los dibujos animados de la Warner.

—¿Estás bien, Gunnah? —preguntó.

Clay suponía que así se pronunciaba Gunner en el sur de Boston.

—Joder, tío, estás sangrando como un cerdo, me cago en Dios, pensaba que estábamos muertos. —Se volvió hacia Clay—. ¿Qué coño miras?

—Cierra el pico —replicó Clay no sin cierta amabilidad, dadas las circunstancias.

El pelirrojo lo señaló con el dedo y luego se giró hacia su amigo ensangrentado.

—Es uno de ellos, Gunnah. ¡Son ellos!

—Cierra el pico, Harold —ordenó Gunner sin amabilidad alguna.

Acto seguido paseó la mirada entre Clay, Tom, Alice y Jordan.

—Deja que me ocupe de tu frente —sugirió Alice.

Había enfundado el arma para quitarse la mochila de la espalda y rebuscar en su interior.

—Llevo tiritas y gasa. También agua oxigenada, que te escocerá. Pero mejor eso que una infección, ¿verdad?

—Teniendo en cuenta lo que te ha dicho este joven hace un momento, eres mejor cristiana que yo en mis mejores tiempos —constató Tom.

Se había descolgado el arma del hombro y la sostenía por la banda sin perder de vista a Gunner y Harold.

Gunner aparentaba unos veinticinco años, y su cabellera negra de cantante de rock aparecía aplastada por la sangre. Miró el camión, luego el Escalade y luego a Alice, que tenía una gasa en una mano y un frasco de agua oxigenada en la otra.

—Tommy y Frito y ese tío que siempre se hurgaba la nariz se han largado —estaba diciendo el pelirrojo antes de hinchar el poco pecho que tenía—. Pero yo no, Gunnah. ¡Joder, tío, estás sangrando como un cerdo!

Alice vertió un poco de agua oxigenada sobre la gasa y avanzó un paso hacia Gunner, que de inmediato retrocedió.

—No te acerques. Eres veneno.

—¡Son ellos! —exclamó el pelirrojo—. ¡Los de los sueños! Ya te lo decía yo…

—No te acerques a mí —repitió Gunner—. Zorra de mierda.

Clay se sintió embargado por el impulso de dispararle, lo cual no le extrañó. Gunner parecía y se comportaba como un perro peligroso acorralado, con los colmillos al descubierto, listo para morder, ¿y no era eso lo que se hacía con los perros peligrosos cuando no quedaba otro recurso? ¿Dispararles? Pero por supuesto, sí les quedaban otros recursos, y si Alice era capaz de portarse como una buena samaritana con el cabrón que la había llamado «niñata de mierda», él bien podía contener el impulso de ejecutarlo. Sin embargo, quería averiguar una cosa antes de permitir que aquellos dos personajes tan encantadores siguieran su camino.

—¿En esos sueños… —dijo— hay…, no sé, una especie de espíritu guía? ¿Un tipo con una sudadera roja con capucha, quizá?

Gunner se encogió de hombros, rasgó un pedazo de la camiseta que llevaba y se enjugó la sangre del rostro con él. Empezaba a recobrarse un poco y parecía ser más consciente de lo sucedido.

—Sí, Harvard. ¿Verdad, Harold?

El pelirrojo flaco asintió.

—Sí, Harvard. El tipo negro. Pero no son sueños. Son retransmisiones, y si no lo sabéis no sirve de nada que os lo explique, joder. Son retransmisiones. Retransmisiones mientras dormimos. Y si no las recibís es porque sois veneno. ¿Verdad, Gunnah?

—La cagasteis bien cagada —sentenció Gunner con voz huraña mientras seguía limpiándose la frente—. No me toquéis.

—Vamos a tener un lugar para nosotros —dijo Harold—. ¿Verdad, Gunnah? En el norte de Maine, sí, señor. Todo el mundo que se libró de El Pulso vivirá allí, y nos dejarán en paz. Cazaremos, pescaremos y viviremos de la puta tierra. Lo dice Harvard.

—¿Y vosotros os lo creéis? —preguntó Alice, fascinada.

—Cierra el pico, zorra —espetó Gunner levantando un dedo algo tembloroso.

—Será mejor que cierres tú el tuyo —advirtió Jordan—. Nosotros tenemos las armas.

—¡Ni se os ocurra dispararnos! —gritó Harold con voz estridente—. ¿Qué crees que os haría Harvard si nos disparaseis, retaco de mierda?

—Nada —aseguró Clay.

—No ha… —empezó Gunner.

Pero sin darle ocasión a continuar, Clay avanzó un paso y lo golpeó en la mandíbula con el .45 de Beth Nickerson. La mira del arma le ocasionó otro corte en la mandíbula, pero Clay esperaba que en última instancia aquella herida resultara ser mejor medicamento que el agua oxigenada que el tipo había rehusado. Sin embargo, se equivocaba.

Gunner cayó hacia atrás y se estrelló contra el costado del camión cisterna de leche sin dejar de mirar a Clay con expresión estupefacta. Llevado por un impulso, Harold avanzó un paso. Tom lo apuntó con el arma y sacudió la cabeza una sola vez, pero con firmeza. Harold retrocedió y empezó a mordisquearse las yemas de los dedos sucios, por encima de los cuales sus ojos se veían enormes y húmedos.

—Ahora nos iremos —anunció Clay—. Os aconsejo que os quedéis aquí al menos una hora, porque no os conviene nada volvernos a ver. Os perdonamos la vida como regalo, pero si volvemos a veros, os la quitaremos.

Dicho aquello, Clay retrocedió hacia Tom y los demás, pero con la vista aún clavada en aquel rostro huraño y ensangrentado. Se sentía un poco como el domador de leones Frank Buck, que siempre intentaba conseguir su objetivo tan solo a base de fuerza de voluntad.

—Una cosa más. No sé por qué la gente del teléfono quiere que todos los «normales» vayan a Kashwak, pero lo que sí sé es lo que suele significar un rodeo para el ganado. Os conviene pensar en ello la próxima vez que recibáis una de esas retransmisiones nocturnas.

—Que te den por el culo —masculló Gunner, pero, incapaz de seguir sosteniendo la mirada de Clay, bajó la vista.

—Venga, Clay —instó Tom—. Vámonos.

—No quiero volver a veros, Gunner —advirtió Clay.

Pero sí volvieron a verlos.

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