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Bingo telefónico » 2

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Dos carpas alargadas flanqueaban la carretera.

Aquello no era la Carretera 11, con sus granjas, pueblos y campos abiertos, con su estación de servicio cada veinticinco kilómetros, sino una carretera secundaria y recóndita. Espesos bosques cubrían el paisaje hasta las cunetas, y a ambos lados de la línea divisoria se veían largas colas de gente.

Izquierda y derecha, indicaba una voz amplificada.

Izquierda y derecha, formen dos filas.

La voz amplificada se parecía un poco a la del locutor del bingo de la Feria Rural de Akron, pero al acercarse por la línea divisoria Clay comprendió que tan solo sonaba en su cabeza. Era la voz del Hombre Andrajoso, solo que el Hombre Andrajoso no era más que un… ¿Cómo lo había llamado Dan? Ah, sí, un pseudópodo. Y lo que estaba escuchando era la voz del rebaño.

Izquierda y derecha, dos filas, eso es. Muy bien.

¿

Dónde estoy? ¿Por qué nadie me mira ni me dice «Eh, tío, no te cueles, espera tu turno.»?

Más adelante, las dos colas se desviaban a ambos lados como carriles de salida de una autopista. Una de ellas entraba en la carpa situada a la izquierda de la carretera y la otra, en la de la derecha. Era la clase de carpas que los servicios de catering instalaban para los bufets al aire libre en los días calurosos. Clay advirtió que, justo antes de entrar en las carpas, la gente que formaba las colas se dividía en grupos de diez o doce personas. Parecían fans a la espera de que les validaran la entrada para poder acceder al recinto de un concierto.

En el centro de la carretera, justo en el punto donde las dos colas se separaban y se curvaban a derecha e izquierda, ataviado aún con la raída sudadera roja con capucha, estaba el mismísimo Hombre Andrajoso.

Izquierda y derecha, señoras y señores. Sin mover los labios. Telepatía a todo volumen, amplificada por el poder colectivo del rebaño.

No se detengan. Todos podrán llamar a un ser querido antes de entrar en la zona No-fo.

Aquellas palabras sobresaltaron a Clay, pero era un sobresalto carente de sorpresa, como el final de un buen chiste que escuchaste por primera vez hace diez o veinte años.

—¿Dónde estoy? —preguntó al Hombre Andrajoso—. ¿Qué estás haciendo? ¿Qué coño está pasando?

Pero el Hombre Andrajoso no lo miró siquiera, y, por supuesto, Clay conocía la razón. Se hallaba en el punto donde la Carretera 160 entraba en Kashwak y estaba visitando el lugar en sueños. En cuanto a lo que estaba pasando…

Es un bingo telefónico, pensó.

Es un bingo telefónico que se juega dentro de esas carpas.

No se detengan, señoras y señores, transmitió el Hombre Andrajoso.

Nos quedan dos horas antes de que se ponga el sol, y queremos procesar a tantos de ustedes como sea posible antes de dejarlo hasta mañana.

Procesar.

¿Era en verdad un sueño?

Clay siguió la cola que se desviaba hacia la carpa de la izquierda, sabedor aun antes de llegar de lo que vería. A la cabeza de cada una de las colas divididas había un telefónico, uno de aquellos expertos en Lawrence Welk, Dean Martin y Debby Boone. A medida que los integrantes de cada cola llegaban ante él, el acomodador en cuestión, ataviado con ropa mugrienta y a menudo mucho más desfigurado aún que el propio Hombre Andrajoso a causa de la lucha por la supervivencia librada en los últimos once días, le alargaba un teléfono móvil.

Ante la mirada de Clay, el hombre más próximo a él cogió el teléfono, pulsó tres teclas y se lo llevó al oído con ademán ansioso.

—¿Hola? ¿Mamá? ¿Mamá? ¿Estás ah…?

El hombre se interrumpió en seco. Sus ojos se vaciaron de toda expresión y su rostro se tornó impávido. El teléfono se apartó un poco de su oreja. El facilitador…, era el primer calificativo que le acudió a la mente…, recuperó el móvil, empujó al hombre hacia delante e indicó por señas al siguiente de la cola que se acercara.

Izquierda y derecha, seguía ordenando el Hombre Andrajoso.

No se detengan.

El tipo que había intentado llamar a su madre apareció por el extremo opuesto de la carpa. Al otro lado, Clay divisó a centenares de personas deambulando sin rumbo. En ocasiones, uno de ellos se interponía en el camino de otro, y se producía una serie de manotazos desganados, pero sin relación alguna con lo que había visto días atrás. Porque…

Porque han modificado la señal.

Izquierda y derecha, señoras y señores, no se detengan, tenemos que procesar a muchos de ustedes antes de que anochezca.

Clay vio a Johnny. Llevaba vaqueros, su gorra de la Liga Infantil y su camiseta predilecta de los Red Sox, la que exhibía el nombre y el número de Tim Wakefield en la espalda. Acababa de llegar a la cabeza de la cola a dos puestos de donde se encontraba Clay.

Clay echó a correr hacia él, pero alguien entorpeció su avance.

—¡Quítate de en medio! —vociferó.

Pero, por supuesto, el hombre que le impedía continuar, y que se apoyaba alternativamente en un pie y en otro como si tuviera que ir al lavabo, no lo oía. Aquello era un sueño, y además Clay era uno de los normales y carecía del don de la telepatía.

Se coló entre el hombre nervioso y la mujer que lo seguía. Luego se abrió paso a empellones para atravesar la siguiente cola, demasiado obsesionado por llegar junto a Johnny como para saber si las personas a las que empujaba tenían o no sustancia. Alcanzó a Johnny justo cuando una mujer (Clay comprendió con creciente horror que era la nuera del señor Scottoni, aún embarazada, pero ahora con una de las cuencas oculares vacías) le alargaba un móvil Motorola.

Marca el número de urgencias, el 911, ordenó la joven sin mover los labios.

Todas las llamadas pasan por el 911.

—¡No, Johnny! —gritó Clay, alargando la mano hacia el teléfono en el momento en que Johnny-Gee empezaba a marcar el número, ese número que tanto tiempo atrás le habían enseñado a marcar si tenía algún problema—. ¡No lo hagas!

Johnny se giró hacia la izquierda como si quisiera protegerse del único ojo de la mujer embarazada, y Clay falló. De todos modos, lo más probable era que no hubiera conseguido detenerlo; a fin de cuentas, aquello era un sueño.

Johnny terminó de marcar, porque pulsar tres teclas no llevaba mucho tiempo, pulsó la tecla de envío de llamada y se llevó el móvil a la oreja.

—¿Hola? ¿Papá? ¿Estás ahí, papá? ¿Me oyes? Si me oyes, por favor, ven a buscarm…

Desde donde se encontraba, Clay tan solo le veía un ojo, pero eso le bastó para comprobar que su luz se apagaba. Johnny dejó caer los hombros, y el móvil se apartó de su oreja. La nuera del señor Scottoni le arrebató el aparato con una mano mugrienta y le propinó un empujón brusco en la nuca para hacerlo entrar en Kashwak junto con todos los demás que habían viajado hasta allí en busca de refugio. Acto seguido indicó al siguiente de la cola que se acercara para hacer la llamada que le correspondía.

Izquierda y derecha, formen dos filas, vociferaba el Hombre Andrajoso en medio del cerebro de Clay, y en aquel momento despertó gritando el nombre de su hijo en la casita del guarda, mientras la luz del atardecer entraba a raudales por las ventanas.

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