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Kashwak » 7

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Al cabo de media hora se habían saciado de golosinas y desvalijado la máquina de refrescos. Asimismo, habían intentado sin éxito abrir las demás puertas. Dan lo intentó con la barra, pero no consiguió agarre alguno, ni siquiera en la parte inferior. Tom opinaba que, pese a que las puertas parecían ser de madera, lo más probable es que contuvieran planchas de acero.

—Y probablemente están conectadas a una alarma —añadió Clay—. Si las manoseas demasiado, seguro que la policía de la reserva viene y te detiene.

Los otros cuatro estaban sentados sobre la mullida moqueta del casino, entre las máquinas tragaperras. Por su parte, Clay se había aposentado sobre el hormigón, con la espalda apoyada contra la puerta doble por la que el Hombre Andrajoso los había hecho entrar con aquel ademán burlón. «Ustedes primero, nos vemos mañana por la mañana».

Los pensamientos de Clay querían regresar a ese otro gesto burlón, el que imitaba un teléfono, pero no se lo permitió, al menos directamente. Sabía por experiencia que la mejor forma de acceder a aquellas cosas era por la puerta trasera, así que apoyó la cabeza contra la madera rellena de acero, cerró los ojos y visualizó una página de cómic. No una página de

Caminante Oscuro, porque el Caminante Oscuro estaba acabado y nadie lo sabía mejor que él, sino una página de un cómic nuevo. Lo titularía

Cell, a falta de un nombre mejor, y sería una epopeya apocalíptica de telefónicos contra los últimos supervivientes normales.

Pero eso no podía ser correcto. Lo parecía a primera vista, al igual que las puertas parecían ser de madera a primera vista y en realidad no lo eran. Sin duda las filas de los telefónicos debían de haber sufrido numerosas bajas, por fuerza. ¿Cuántos de ellos habían sucumbido a la violencia que se había desatado justo después de El Pulso? ¿La mitad? Al recordar la intensidad de aquella violencia, calculó que quizá el sesenta o el setenta por ciento. Más tarde, las bajas a consecuencia de las heridas graves, las infecciones, la exposición a la intemperie, las peleas y la estupidez. Además, por supuesto, de los exterminadores de rebaños. ¿Cuántos habrían liquidado ellos? ¿Cuántos rebaños tan grandes como ése debían de quedar?

Clay creía que tal vez lo averiguaran al día siguiente si todos los que quedaban acudían a la ejecución de los insanos. Claro que averiguarlo les serviría de bien poco.

Daba igual; debía ir al grano. Para que un cómic funcionara había que reducir la historia a los rasgos fundamentales, de forma que cupiera en una sola tira narrativa; era una regla tácita en el mundillo. La situación de los telefónicos podía resumirse en dos palabras: muchas bajas. Producían la impresión de ser muchos, una auténtica multitud, pero lo más probable era que las palomas migratorias también produjeran la impresión de ser muchas hasta el último momento, porque volaban en enormes bandadas que oscurecían el cielo. Lo que nadie advertía era que cada vez había menos de aquellas bandadas gigantescas. Nadie lo advirtió hasta que quedaron extinguidas.

Además, pensó,

ahora tienen otro problema, lo del fallo en la programación, el gusano. ¿Qué pasa con eso? En resumidas cuentas, estos tipos podrían tener menos futuro que los dinosaurios a pesar de la telepatía, la levitación y demás lindezas.

Vale, ya tenía la historia. Ahora la ilustración. ¿Qué imagen usarás para engancharlos y atraerlos? Clay Riddell y Ray Huizenga, por supuesto. Están en el bosque. Ray tiene el cañón del .45 de Beth Nickerson clavado bajo el mentón, y Clay sostiene…

Un teléfono móvil, claro está, el que Ray cogió en la cantera de Gurleyville.

CLAY (aterrado):

¡Ray, DETENTE! ¡Esto no tiene sentido, Ray! ¿No te acuerdas de que Kashwak es una ZONA SIN COBERT…

¡De nada sirvió! ¡

BANG! en enormes mayúsculas amarillas salpicadas en primer término, realmente salpicadas, porque Arnie Nickerson tomó la precaución de abastecer a su mujer con la clase de balas de punta hueca que se venden por internet en la página de Paranoia Americana, por lo que la cabeza de Ray se transforma en un géiser rojo. Al fondo, en uno de esos detalles por los que Clay Riddell podría haberse hecho famoso en un mundo en el que no se hubiera producido El Pulso, un cuervo solitario y asustado levanta el vuelo desde la rama de un pino.

Una página excelente, se dijo Clay. Cruenta, sin duda, tanto que a buen seguro no habría superado la censura del Código del Cómic, pero del todo fascinante. Y aunque Clay nunca había llegado a decir en voz alta lo de que los móviles no funcionarían una vez pasado el punto de conversión, lo habría dicho de haberlo pensado a su debido tiempo. Pero el tiempo se había acabado. Ray se había suicidado, de modo que el Hombre Andrajoso y sus amigos telefónicos no verían ese teléfono en su mente, lo cual no dejaba de ser una ironía. El Hombre Andrajoso estaba al corriente del móvil por cuya existencia Ray se había quitado la vida. Sabía que el teléfono estaba en el bolsillo de Clay… y no le importaba lo más mínimo.

De pie ante las puertas del Pabellón Kashwakamak. El gesto del Hombre Andrajoso, pulgar junto al oído, dedos centrales curvados sobre la mejilla desgarrada y cubierta de barba incipiente, meñique ante la boca, utilizando a Denise para repetirlo una vez más, para inculcarle el pensamiento a hierro candente:

No pa-pa ti-ti.

Exacto. Porque Kashwak = No-Fo.

Ray había muerto en vano…, así que, ¿por qué no lo trastornaba esa idea ahora?

Clay reparó en que estaba dormitando, como le sucedía a menudo cuando dibujaba mentalmente. Que estaba desconectando. Y no pasaba nada, porque se sentía como siempre se sentía justo antes de que imagen e historia se fundieran en una sola cosa…, es decir, feliz como las personas al regresar a casa tras una larga espera. Al término del viaje que acaba cuando los amantes se encuentran. No tenía una sola razón en el mundo para sentirse así, pero se sentía así.

Ray Huizenga había muerto por un móvil que no servía para nada.

¿O más de uno? Clay visualizó otra tira. Era una retrospectiva, se sabía por los bordes ondulados.

Primer plano de la mano de RAY, que sostenía el mugriento teléfono móvil y un trozo de papel con un número garabateado en él. El pulgar de RAY lo oculta casi todo salvo el prefijo de Maine.

RAY:

Cuando llegue el momento, llama al número que pone en el papel. Cuando llegue el momento lo sabrás, al menos eso espero.

No se puede llamar a nadie desde Kashwakamak, Ray, porque Kashwak=No-Fo. Pregúntaselo al Rector de Harvard.

Y a fin de ratificar ese extremo, otra tira retrospectiva de bordes ondulados. Muestra la Carretera 160. En primer término se ve el pequeño autobús amarillo con las palabras

DISTRITO ESCOLAR 38 NEWFIELD, MAINE impresas en el costado. A media distancia, escritas en el centro de la calzada, se divisan las palabras

KASHWAK=NO-FO. Una vez más, los detalles son magníficos. Latas de refresco vacías tiradas en la cuneta, una camiseta atrapada en un arbusto, y a lo lejos los restos de una tienda aleteando en un árbol como una larguísima lengua marrón. Por encima del autobús se ven cuatro bocadillos. No contenían el diálogo que los ocupantes del autobús habían sostenido en realidad (lo sabía aun medio dormido), pero daba igual. La historia en sí carecía de importancia en aquel momento.

Se dijo que quizá averiguara qué tenía importancia cuando lo viera.

DENISE (V. O.):

¿Es aquí donde…?

TOM (V. O.):

Sí, donde hicieron las conversiones. Los normales esperan en la cola, hacen su llamada y cuando se dirigen hacia el rebaño, ya son como ellos. Menudo chollo.

DAN (V. O.):

¿Por qué aquí? ¿Por qué no en el recinto de la Expo?

CLAY (V. O.):

¿No te acuerdas? Kashwak=No-Fo. Los situaron justo en la frontera de la zona con cobertura, porque más allá, nada de nada, cero patatero.

Otra tira. Primer plano del Hombre Andrajoso en todo su hediondo esplendor. Sonrisa amplia en su boca mutilada, resumen de la situación en un solo gesto. Ray tuvo una idea brillante que dependía de hacer una llamada por móvil.

Era tan brillante que olvidó por completo que aquí no hay cobertura. Probablemente tendría que irme a Quebec para tener una sola raya de cobertura en el teléfono que me dio. Es gracioso, pero lo más gracioso de todo es que lo cogí. ¡Qué imbécil!

¿De modo que Ray había muerto en vano? Tal vez, pero empezaba a cobrar forma otra imagen. Fuera, Pachelbel había dado paso a Fauré, y Fauré a Vivaldi. La música sonaba por altavoces en lugar de cadenas de música. Altavoces negros que se recortaban contra un cielo muerto, con las atracciones a medio construir como telón de fondo. En primer término, el Pabellón Kashwakamak con sus banderines y el aislamiento barato a base de heno. Y como toque final, el detalle por el que Clay Riddell ya empezaba a hacerse famoso…

Abrió los ojos y se incorporó. Los demás seguían sentados en círculo sobre la moqueta en el extremo norte del pabellón. Clay no sabía cuánto tiempo había permanecido apoyado contra la puerta, pero en cualquier caso el suficiente para que se le durmiera el trasero.

Eh, chicos, intentó decir, pero en el primer momento no brotó ningún sonido de sus labios. Tenía la boca seca, y el corazón le latía con violencia. Carraspeó y lo intentó de nuevo.

—Eh, chicos —consiguió articular.

Los demás se volvieron hacia él. Algo en su voz indujo a Jordan a levantarse a toda prisa, seguido de cerca por Tom.

Clay echó a caminar hacia ellos con la sensación de que sus piernas no le pertenecían, porque las tenía entumecidas. Mientras andaba se sacó el móvil del bolsillo. El móvil por el que Ray había muerto porque en el fragor de la batalla había olvidado el rasgo más destacado de Kashwakamak, a saber que en la Expo de los Condados del Norte aquellos trastos no funcionaban.

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