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El pulso » 17

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Clay tenía sus razones para querer pasar de nuevo por el Atlantic Avenue Inn antes de irse. En primer lugar, quería recuperar su carpeta de dibujos, que había dejado en el vestíbulo. En segundo lugar, tenía intención de buscar algo para confeccionar una vaina donde guardar el cuchillo de Alice; suponía que incluso un estuche de utensilios para el afeitado serviría, siempre y cuando fuera lo bastante largo. Y en tercer lugar, deseaba dar al señor Ricardi otra oportunidad para que los acompañara. Le sorprendió comprobar que lo deseaba más que recuperar su carpeta de dibujos. Con el paso de las horas había llegado a profesar un afecto peculiar, algo vacilante, a aquel hombre.

Se lo confesó a Tom, y éste lo sorprendió de nuevo al asentir.

—Es lo mismo que me pasa con las anchoas en la pizza —comentó—. Siempre pienso que hay algo repugnante en la combinación de queso, salsa de tomate y pescado…, pero a veces me entra la vena y no puedo resistirme.

Una auténtica ventisca de ceniza negra y hollín soplaba calle arriba y entre los edificios. Las alarmas de los coches ululaban, las alarmas antirrobos silbaban y las alarmas de incendios tintineaban. No hacía calor, pero Clay oyó chisporroteos típicos de fuego al sur y al este de donde estaban. Asimismo, el olor a quemado se intensificaba por momentos. Oyeron varios gritos, pero en dirección al Parque Boston Common, donde Boylston Street se ensanchaba.

Cuando llegaron ante las puertas del Atlantic Avenue Inn, Tom ayudó a Clay a apartar una de las sillas imitación reina Ana. El vestíbulo era un pozo de penumbra en el que el mostrador del señor Ricardi y el sofá formaban sombras aún más oscuras. Si no hubiera estado allí antes, Clay no habría sabido a qué pertenecían aquellas sombras. Sobre los ascensores se veía una sola luz de emergencia, cuya batería enclaustrada emitía un zumbido de tábano.

—Señor Ricardi —llamó Tom—. Señor Ricardi, hemos vuelto para ver si ha cambiado de idea.

No obtuvo respuesta. Al cabo de un instante, Alice empezó a retirar con cuidado los fragmentos de vidrio que aún sobresalían del marco.

—¡Señor Ricardi! —llamó de nuevo Tom, y al no obtener respuesta se volvió hacia Clay—. ¿Vas a entrar?

—Sí, a buscar mi carpeta. En ella guardo todas mis imágenes.

—¿No tienes copias?

—Son los originales —repuso Clay, como si eso lo explicara todo.

De hecho, a sus ojos lo explicaba todo, y además estaba el señor Ricardi, quien les había prometido que estaría atento.

—¿Y si lo ha cogido el tipo de la planta de arriba? —aventuró Tom.

—De ser así, creo que lo habríamos oído aquí abajo —replicó Clay—. Y habría venido corriendo al oír nuestras voces, parloteando como el tipo que intentó apuñalarnos junto al parque.

—No puedes saberlo —objetó Alice, mordiéndose el labio inferior—. Es demasiado pronto para que creas conocer todas las reglas.

Tenía razón, por supuesto, pero no podían quedarse ahí parados discutiendo. Eso tampoco serviría de nada.

—Tendré cuidado —prometió antes de pasar una pierna por el hueco de la puerta, que era bastante estrecho pero más que suficiente para deslizarse por él—. Solo echaré un vistazo en su despacho, y si no está allí, no iré en su busca como la típica chica guapa en las películas de terror. Me limitaré a coger la carpeta, y luego nos largaremos.

—No dejes de gritar —pidió Alice—. Ve diciendo «Estoy bien» o algo así todo el rato.

—De acuerdo, pero si dejo de gritar, marchaos, no entréis a buscarme.

—No te preocupes —masculló Alice, muy seria—. Yo también veo esas películas. Tenemos televisión digital.

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