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—¿Cómo te llamas, querida? —preguntó una mujer rolliza que había cruzado la calzada hasta ellos.

Habían dejado atrás el puente hacía unos cinco minutos, y Tom acababa de decirles que tardarían un cuarto de hora en llegar a la salida de Salem Street, desde donde solo distaban cuatro manzanas hasta su casa. Comentó que su gato se alegraría de verlo, lo cual había arrancado una tenue sonrisa a Alice. Clay se dijo que mejor tenue que nada.

Alice se quedó mirando con una especie de suspicacia pensativa a la mujer rolliza que se había separado de los grupos silenciosos y de las cortas filas de hombres y mujeres, apenas más que sombras en realidad, algunos de ellos cargados con maletas, otros llevando bolsas de plástico o mochilas, que habían cruzado el puente y se dirigían hacia el norte por la Carretera Uno para alejarse de la gran conflagración y conscientes de la que empezaba a formarse en Revere, hacia el nordeste.

La mujer rolliza le sostuvo la mirada con una expresión de cariñoso interés. Llevaba el cabello canoso peinado en pulcros bucles de peluquería, gafas con montura con forma de ojos de gato y lo que la madre de Clay habría llamado un «abrigo de coche». En una mano tenía una bolsa de plástico y en la otra, un libro. Parecía una persona normal; desde luego, no era uno de esos locos telefónicos, de hecho no habían visto a ninguno desde que salieran del Atlantic Avenue Inn con sus bolsas de comida, pero pese a ello Clay sintió que se ponía en guardia. No le parecía normal que alguien los abordara como si estuvieran en una fiesta en lugar de huyendo de una ciudad en llamas. Aunque por otro lado, dadas las circunstancias, ¿qué era normal? Con toda probabilidad empezaba a perder el juicio, pero en ese caso, Tom también, porque observaba a la mujer rolliza de aire maternal con una hostilidad idéntica a la suya.

—¿Alice? —repuso la chica por fin, cuando Clay ya creía que no iba a responder.

Pronunció su nombre como una niña pequeña intentando contestar a una pregunta que teme pueda tener trampa en una asignatura demasiado difícil para ella.

—¿Me llamo Alice Maxwell?

—Alice —repitió la mujer al tiempo que sus labios se curvaban en una sonrisa tan afectuosa como su expresión.

A decir verdad, no había motivo para que aquella sonrisa pusiera a Clay más nervioso de lo que ya estaba, pero así fue.

—Un nombre precioso. Significa «bendecida por Dios».

—De hecho, significa «perteneciente a la realeza» o «de cuna real» —la corrigió Tom—. Y ahora, si nos disculpa, la chica ha perdido a su madre hoy, de modo que…

—Todos hemos perdido a alguien hoy, ¿verdad, Alice? —atajó la mujer rolliza sin mirar a Tom.

Siguió caminando junto a Alice, los rizos de peluquería se bamboleaban a cada paso. Alice la miraba con una mezcla de inquietud y fascinación. A su alrededor, los refugiados continuaban avanzando, a veces despacio, en ocasiones a buen paso y a menudo cabizbajos, eran poco más que fantasmas en aquella oscuridad inusual, en la que Clay seguía sin ver a ninguna persona joven salvo algunos bebés, varios niños pequeños y Alice. Ningún adolescente, porque casi todos los adolescentes tenían móvil, como el Duendecillo Rubio junto al furgón de Míster Softee. O como su hijo, que tenía un Nextel rojo en el que sonaba el tema principal de

El Club de los Monstruos y una mamá profesora que quizá estaba con él, pero que en realidad podía estar en cualquier pa…

Basta, no sigas por ese camino. Lo único que conseguirás es tropezar y darte de morros contra el suelo.

Entretanto, la mujer rolliza continuaba caminando y asintiendo mientras sus bucles seguían el ritmo.

—Todos hemos perdido a alguien, porque ha llegado el momento de la gran Tribulación. Está todo aquí, en el Apocalipsis —señaló, sosteniendo en alto el libro que llevaba.

Por supuesto, se trataba de la Biblia, y al fijarse bien Clay creyó discernir el significado del brillo de los ojos de la mujer tras las gafas con forma de ojos de gato. No era un destello de interés bondadoso, sino de locura.

—Vaya, hombre, ya estamos —suspiró Tom con un tono en el que Clay detectó una mezcla de repugnancia (seguramente hacia sí mismo, por permitir que la mujer los abordara de aquel modo) y consternación.

La mujer rolliza hizo caso omiso de él, por supuesto. Mantenía la mirada clavada en Alice, ¿y quién iba a apartarla? La policía, si es que quedaba algo de ella, tenía otros asuntos de que ocuparse, y en aquella calle solo había refugiados aturdidos a quienes se les daba un ardite aquella loca entrada en años con su Biblia y su permanente.

—¡El Vial de la Demencia ha sido vertido en la mente de los malvados, y la antorcha purificadora de Jehová ha incendiado la Ciudad del Pecado! —exclamó la mujer; llevaba los labios pintados de rojo, y sus dientes eran tan regulares que sin duda se trataba de una dentadura postiza a la antigua usanza—. ¡Y ahora veis huir a los impenitentes, sí, en verdad, al tiempo que los gusanos huyen del vientre hinchado de…!

Alice se tapó los oídos con las manos.

—¡Hacedla callar! —suplicó.

Pero los espectros de los habitantes de la ciudad siguieron caminando, y solo algunos se molestaron en lanzar una mirada indiferente y vacua a la escena antes de volverse de nuevo hacia la oscuridad en dirección a New Hampshire.

La mujer rolliza sudaba, Biblia en ristre, ojos enardecidos, rizos de peluquería oscilando al compás.

—Aparta las manos, niña, y escucha la Palabra de Dios antes de que estos hombres se te lleven para fornicar contigo a las puertas abiertas del mismísimo Infierno. «Pues vi una estrella brillar en el cielo, y su nombre era Ajenjo, y quienes la siguieron, siguieron a Lucifer, y quienes siguieron a Lucifer descendieron hacia el horno de…».

En aquel momento, Clay le asestó un puñetazo. En el último instante desaceleró el movimiento, pero aun así le propinó un golpe contundente en la mandíbula, cuyo impacto sintió hasta el hombro. Las gafas de la mujer se elevaron un instante de su nariz bulbosa para volver a caer sobre ella. Tras los vidrios, sus ojos perdieron el destello enloquecido y quedaron en blanco. Las piernas se le doblaron y la Biblia salió despedida de entre sus dedos. Aún aturdida y horrorizada, Alice tuvo la presencia de ánimo suficiente para cazar la Biblia al vuelo, al tiempo que Tom McCourt asía a la mujer por las axilas para impedir que cayera. El puñetazo y los dos movimientos siguientes se ejecutaron tan limpiamente que parecían fruto de una cuidada coreografía.

De repente, Clay se sintió más a punto de perder los papeles que en ningún otro momento desde el comienzo de aquella locura. No sabía por qué aquel episodio era peor que la adolescente mordiendo el cuello de la mujer del traje chaqueta, que el hombre del traje hecho jirones blandiendo el cuchillo, o que el hecho de encontrar al señor Ricardi ahorcado de una lámpara de techo con la cabeza cubierta por una bolsa de plástico, pero así era. Había propinado un puntapié al hombre del cuchillo, al igual que Tom, pero el hombre del cuchillo era otra clase de loco. La anciana de la permanente no era más que una…

—Dios mío —musitó—. Solo és una vieja chiflada, y la he dejado inconsciente —balbuceó, tembloroso.

—Estaba aterrorizando a una chica que acaba de perder a su madre —constató Tom en un tono en el que Clay no detectó serenidad, sino una frialdad extraordinaria—. Has hecho lo que debías. Además, es imposible dejar inconsciente a una bestia de carga como esta durante mucho tiempo. Mira, ya vuelve en sí. Ayúdame a sacarla de la calzada.

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